domingo, 23 de marzo de 2014

Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú


Romain Gary
BIOGRAFÍA
LOS PÁJAROS VAN A MORIR AL PERÚ
 Traducción de Luis Echevarri

Salió a la terraza y volvió a tomar posesión de su soledad: las dunas, el océano, millares de aves muertas en la arena, una canoa, el orín de una red, con a veces algunas señales nuevas: la osamenta de una ballena varada, huellas de pasos, un rosario de barcas de pesca a lo lejos, allí donde las islas de guano competían en blancura con el cielo. El café se alzaba sobre pilotes en medio de las dunas; el camino pasaba a cien metros de allí; no se lo oía. Un puente en escalera descendía hacia la playa; lo levantaba todas las noches desde que dos bandidos huidos de la prisión de Lima le habían molido a botellazos mientras dormía, pero por la mañana los había encontrado completamente borrachos en el bar. Se acodó en la balaustrada y fumó su primer cigarrillo contemplando las aves caídas en la arena; algunas de ellas palpitaban todavía. Nadie había podido explicarle nunca por qué abandonaban las islas de alta mar para ir a expirar en aquella playa, a diez kilómetros al norte de Lima; nunca iban más al norte ni más al sur, sino a aquella estrecha faja de arena de tres kilómetros de longitud exactamente. Quizá éste era para ellos un lugar sagrado, como Benarés para los indios, adonde van los fieles para entregar el alma; iban a arrojar allí su osamenta antes de echarse a volar verdaderamente. O quizá volaban simplemente en línea recta desde las islas de guano, que eran peñascos desnudos y fríos, en tanto que la arena era suave y cálida, cuando su sangre comenzaba a helarse y sólo les quedaban las fuerzas suficientes para intentar la travesía. Hay que resignarse, pues siempre hay para todo una explicación científica. Se puede, evidentemente, refugiarse en la poesía, hacer amistad con el océano, escuchar su voz, seguir creyendo en los misterios de la naturaleza. El es un poco poeta, un poco soñador... Se refugia en el Perú, al pie de los Andes, en una playa donde todo acaba, después de haber combatido en España, en la resistencia de Francia, en Cuba, porque a los cuarenta y siete años ha aprendido a pesar de todo su lección, y ya nada espera de las buenas causas ni de las mujeres; se consuela con un bello paisaje. Los paisajes rara vez os traicionan. Un poco poeta, un poco re... Por lo demás la poesía será explicada un día científicamente, estudiada como un simple fenómeno secretorio. La ciencia avanza triunfalmente sobre el hombre por todos lados. Uno se hace propietario de un café en las dunas de la costa peruana con el océano solamente como compañía, pero también para ello existe una explicación, ¿no es el océano la imagen de una vida eterna, la promesa de una supervivencia, de un último consuelo? Un poco poeta... Hay que esperar que el alma no exista; es para ella la única manera de no dejarse prender. Los sabios calcularán pronto su masa exacta, su consistencia, su velocidad ascensional... Cuando se piensa en todos los millares de millones de almas que se han echado a volar desde el comienzo de la historia hay motivo para llorar: una prodigiosa fuente de energía malgastada; construyendo barreras para captarlas en el trance de su ascensión se habría tenido con que iluminar la tierra entera. El hombre será pronto enteramente utilizable. Ya se le han tomado sus sueños más bellos para hacer con ellos guerras y prisiones. En la arena estaban todavía en pie las aves recién llegadas. Contemplaban las islas. Las islas, en su mayor parte, estaban cubiertas de guano; es una industria muy provechosa, y el rendimiento de un cormorán en guano en el curso de su existencia puede hacer vivir a una familia entera durante el mismo lapso. Después de haber cumplido así su misión en la tierra las aves venían aquí para morir. En resumidas cuentas él podía decir que también había cumplido su misión: la última vez en la Sierra Madre, con Castro. El rendimiento en idealismo de un alma grande puede hacer vivir a un régimen policial durante el mismo período de tiempo. Un poco poeta, eso era todo. Pronto se irá a la luna y ya no habrá luna. Arrojó su cigarrillo a la arena. «Un gran amor puede arreglar naturalmente todo eso», pensaba burlonamente, con un deseo bastante fuerte de reventar. A veces la soledad se apoderaba de él así por la mañana, la mala soledad, la que os aplasta en vez de ayudaros a respirar. Se inclinó hacia la polea, asió la cuerda, bajó el puente y entró para afeitarse, contemplando, como cada mañana, su rostro con sorpresa en el espejo: « ¡Yo no he querido esto!», se dijo cómicamente. Con todos sus cabellos grises y las arrugas se veía muy bien lo que aquello iba a dar dentro de uno o dos años: «Ya no te quedará más que refugiarte en el género distinguido». El rostro era largo, delgado, con ojos fatigados y una sonrisa irónica que hacía lo que podía. Ya no escribía a nadie, ya no recibía cartas, no conocía a nadie; había roto con los demás, como se hace siempre cuando se trata en vano de romper con uno mismo.
Se oían los gritos de las aves marinas; un banco de peces pasaba sin duda cerca de la costa. El cielo estaba completamente blanco, las islas, a lo lejos, comenzaban a amarillear al sol; el océano salía de su grisalla lechosa y las focas ladraban cerca de la vieja escollera desplomada detrás de las dunas.
Puso a calentar el café y volvió a la terraza. Observó por primera vez al pie de una duna, a la derecha, un esqueleto humano tendido boca abajo, dormido, con el rostro en la arena y una botella en la mano, junto a un cuerpo abarquillado, vestido solamente con una bata y pintado de los pies a la cabeza de azul, rojo y amarillo, y a un negro gigantesco, tendido de espaldas, cubierta la cabeza con una peluca blanca Luis XV, vestido con un traje de corte azul, calzón de seda blanca y los pies descalzos: la última ola del carnaval que iba a terminar allí en la arena. Dedujo que eran comparsas; la municipalidad les proporcionaba los trajes y les pagaba cincuenta soles por noche. Volvió la cabeza a la izquierda, hacia los cuervos marinos que flotaban como una columna de humo blanco y gris sobre el banco de peces, y la vio. Ella llevaba un vestido de color esmeralda, tenía un chal verde en la mano y avanzaba hacia las rompientes arrastrando el chal por el agua, la cabeza echada hacia atrás, el cabello revuelto sobre los hombros desnudos. El agua le llegaba a la cintura y tambaleaba a veces cuando el océano se acercaba demasiado; las olas se rompían apenas veinte metros delante de ella y el juego comenzaba a ser peligroso. Él esperó un segundo más, pero ella no se detenía y seguía avanzando y el océano se alzaba ya lentamente con un movimiento felino, a la vez pesado y suave; un salto y aquello habría terminado. Descendió por la escalera y corrió hacia ella, sintiendo a veces un ave bajo sus pies, pero la mayoría estaban ya muertas, morían siempre por la noche. Creyó que iba a llegar demasiado tarde: una ola más fuerte que las otras y comenzarían los engorros, cómo telefonear a la policía, responder a los interrogatorios. La alcanzó por fin y la asió por el brazo; ella volvió el rostro hacia él y el agua cubrió a ambos durante un instante. El mantuvo el brazo de la mujer fuertemente apretado con su mano y comenzó a arrastrarla hacia la playa. Ella se dejó llevar. El caminó durante un instante por la arena sin volverse y luego se detuvo. Vaciló un instante antes de mirarla, pues a veces se tenían malas sorpresas. Pero no quedó decepcionado. La mujer tenía un rostro de una finura extremada, muy pálido, y ojos muy serios, muy grandes, entre gotitas de agua que le sentaban bien. Llevaba un collar de diamantes alrededor del cuello, zarcillos, sortijas, brazaletes. Seguía teniendo el chal verde en la mano. El se preguntó qué hacía ella allí, de dónde venía, con sus oros y sus diamantes y sus esmeraldas, levantada a las seis de la mañana en una playa perdida entre las aves muertas.
—Debía haberme dejado —dijo ella en inglés.
Su cuello tenía una fragilidad sorprendente y una pureza de línea que devolvía al collar de diamantes toda su pesadez de piedra y le privaba de su brillo. El seguía teniendo el puño de la mujer en su mano.
— ¿Me entiende usted? No hablo el español.
—Unos metros más y la hubiera arrastrado la corriente. Es muy fuerte aquí.
La mujer se encogió de hombros. Tenía un rostro de niña en el que los ojos lo ocupaban todo. El dedujo que se trataba de una pena de amor. Siempre se trata de una pena de amor.
— ¿De dónde vienen todas estas aves? —preguntó ella.
—Hay islas en alta mar. Islas de guano. Viven allí y vienen a morir aquí.
— ¿Por qué?
—No lo sé. Se dan explicaciones de todas clases.
— ¿Y usted? ¿Por qué ha venido aquí?
—Tengo ese café. Vivo aquí.
Ella contempló las aves muertas a sus pies.
El no sabía si la mujer lloraba o si eran las gotas de agua que corrían por sus mejillas; seguía contemplando las aves en la arena.
—De todos modos debe de haber una explicación. Siempre hay alguna.
La mujer volvió los ojos hacia la duna donde el esqueleto, el salvaje pintarrajeado y el negro con peluca y traje de corte dormían en la arena.
—Es carnaval —dijo él.
—Lo sé.
— ¿Dónde ha dejado sus zapatos?
La mujer bajó la vista.
—Ya no me acuerdo... No quiero pensar en ello... ¿Por qué me ha salvado?
—Era natural. Venga.
La dejó un instante sola en la terraza y volvió en seguida con una taza de café ardiente y coñac. Ella se sentó a una mesa frente a él, examinando su rostro con una atención extrema, deteniéndose en cada rasgo, y él le sonrió y le dijo:
—Debe de haber, sin embargo, una explicación.
—Debía haberme dejado —dijo ella.
Y se echó a llorar. El la tocó en el hombro mucho más para confortarse él mismo que para ayudarla.
—Eso se arreglará, verá usted.
—Me siento harta a veces. Me siento harta de ello. Ya no puedo continuar así.
— ¿No tiene usted frío? ¿No quiere mudarse?
—No, gracias.
El océano comenzaba a hacer ruido; no había marea, pero la resaca se hacía más insistente a aquella hora. La mujer levantó la vista.
— ¿Vive usted solo?
—Solo.
— ¿Podría quedarme aquí?
—Quédese todo el tiempo que quiera.
—No puedo más. Ya no sé qué hacer...
Sollozaba. Fue en aquel trance cuando lo que él llamaba su tontería invencible le acometió de nuevo, y aunque fuera enteramente consciente de ello, aunque tenía la costumbre de ver que todo se desmoronaba siempre en su mano, era así y nada podía hacer. Había en él algo que se negaba a abandonarlo y que seguía mordiendo todos los anzuelos de la esperanza. Creía secretamente en una dicha posible, oculta en el fondo de la vida y que vendría de pronto a iluminarlo todo a la hora misma del crepúsculo. Había en él una especie de tontería sagrada, un candor que ninguna derrota ni cinismo alguno había conseguido matar, una fuerza de ilusión que lo había llevado de los campos de batalla de España al maquis del Vercors y a la Sierra Madre de Cuba y hacia las dos o tres mujeres que vienen siempre a seducirnos en las grandes ocasiones de renunciamiento, cuando todo parece finalmente perdido. Sin embargo, había huido hasta aquella costa peruana como entran otros en la Trapa o van a terminar sus días en una gruta del Himalaya; vivía a la orilla del océano como otros a la puerta del cielo: una metafísica viviente, a la vez tumultuosa y serena, una inmensidad apaciguadora que os dispensa de vosotros mismos cada vez que la veis. Un infinito al alcance de la mano que viene a lameros las llagas y os ayuda a renunciar. Pero ella era tan joven, estaba tan desamparada, lo miraba con tal confianza y él había visto tantas aves que iban a expirar en aquellas dunas, que la idea de salvar a una, la más bella de todas, de protegerla, de guardarla para sí, allí, en el extremo del mundo, y de terminar así felizmente su vida le devolvió en un instante toda aquella ingenuidad que su sonrisa irónica y su aire desengañado todavía se esforzaban por ocultar. Y para ello había bastado tan poca cosa. Ella había levantado la vista hacia él y dicho con voz de niña y una mirada implorante que las últimas lágrimas hacían más clara todavía:
—Desearía quedarme aquí si usted no tiene inconveniente.
Pero él acostumbraba a hacer eso: era la novena ola de soledad, la más fuerte, la que llega de muy lejos, de alta mar, y os derriba y recubre y os arroja al fondo, y luego de pronto os suelta justamente el tiempo necesario para que podáis volver a la superficie con las manos en alto y los brazos tendidos y tratéis de asiros a la primera paja que llegue. Es la única tentación que nadie ha conseguido jamás vencer: la de la esperanza. Meneó la cabeza, estupefacto al observar aquella extraordinaria persistencia de la juventud en él; cerca de la cincuentena, su caso le parecía verdaderamente desesperado.
—Quédese.
Tenía la mano en la de ella. Observó por primera vez que la mujer estaba completamente desnuda bajo su vestido. Abrió la boca para preguntarle de dónde venía, quién era, qué hacía allí, por qué había querido morir, por qué estaba completamente desnuda bajo su vestido de noche, con un collar de diamantes alrededor del cuello, las manos cubiertas de oro y de esmeraldas, y sonrió tristemente: era sin duda la única ave que podía decirle por qué había ido a varar en aquellas dunas. Debía de haber una explicación, pues siempre hay una, pero bastaba no conocerla. La ciencia explica el universo, la sicología explica los seres, pero hay que saber defenderse, no ceder, no dejarse arrancar las últimas migajas de ilusión. La playa, el océano y el cielo blanco se iluminaban rápidamente con una luz difusa y del sol invisible sólo se percibían esos tintes terrestres y marinos que se animaban. Los senos de la mujer eran enteramente visibles bajo el vestido mojado, se sentía en ella tal vulnerabilidad, había tal inocencia en los ojos claros, un poco agrandados y fijos, en la ternura de cada movimiento de los hombros, que a vuestro alrededor el mundo parecía de pronto más ligero, más fácil de llevar; que, en fin, se hacía posible tomarla en los brazos y conducirla hacia un destino mejor. «Tú nunca cambiarás, Jacques Rainier», pensaba él burlonamente, para tratar de defenderse contra aquella necesidad de proteger que sentía en los brazos, los hombros y las manos.
—Dios mío —dijo ella—, creo que voy a morir de frío.
—Venga por aquí.
La habitación estaba detrás del bar y las ventanas daban también a las dunas y el océano. Ella se detuvo un instante ante la puerta de vidrio y él observó que lanzaba una mirada rápida y furtiva hacia la derecha, y volvió la cabeza hacia el mismo lado. El esqueleto se hallaba en cuclillas al pie de la luna y bebía de la botella; el negro con traje de corte seguía durmiendo bajo la peluca blanca que se le había deslizado sobre los ojos; el hombre con el cuerpo embadurnado con pintura azul, roja y amarilla estaba sentado con las rodillas replegadas y contemplaba fijamente un par de zapatos de mujer con tacones altos que tenía en la mano. Dijo algo y se echó a reír. El esqueleto dejó de beber, tendió la mano, recogió de la arena un sostén de mujer, se lo llevó a los labios y luego lo arrojó al océano. En aquel instante declamaba con una mano sobre el corazón.
—Debía haberme dejado morir —dijo ella—. ¡Es tan espantoso!
Se cubrió el rostro con las manos. Sollozaba. El trató una vez más de no saber, de no preguntar.
—No sé en absoluto cómo ha sucedido —dijo ella—. Yo estaba en la calle, entre la multitud del carnaval. Me han arrastrado al coche, me han traído aquí y luego..., luego...
«Es así —pensó él—. Hay siempre una explicación; ni siquiera las aves caen del cielo sin motivo. Está bien.» Fue en busca de una bata de baño mientras ella se desnudaba. Miró a través del vidrio de la puerta a los tres hombres situados al pie de la duna. Tenía un revólver en el cajón de su mesa de noche, pero renunció inmediatamente a esa idea. «Terminarán muriendo por sí solos, y con un poco de suerte eso será mucho más penoso». El hombre pintarrajeado seguía con los zapatos en la mano; parecía hablarles. El esqueleto reía. El negro con traje de corte dormía bajo su peluca blanca. Estaban tumbados al pie de la duna, vueltos hacia el océano, entre millares de aves muertas. Sin duda ella había gritado, luchado, suplicado, pedido socorro, y él nada había oído. Sin embargo, tenía el sueño ligero; el golpear del ala de una golondrina de mar contra el techo bastaba para despertarlo. Pero el ruido del océano había cubierto sin duda la voz de la mujer. Los cormoranes revoloteaban en el alba lanzando gritos roncos y a veces se zambullían como piedras hacia el banco de peces. Las islas de alta mar se alzaban rectas sobre el horizonte, blancas como si fueran de tiza. Ellos no le habían quitado ni su collar de diamantes ni las sortijas; eran verdaderamente desinteresados. Quizá, de todos modos, era necesario matarlos, para recuperar por lo menos un poco de lo que habían tomado. ¿Qué edad podía tener ella: veintiún años, veintidós años? ¿No había ido a Lima sola; tenía un padre, un marido? Los tres hombres no parecían tener prisa para irse. No parecían temer a la policía, cambiaban tranquilamente sus impresiones a la orilla del océano, los últimos restos de un carnaval que los había colmado. Cuando él volvió ella se hallaba de pie en medio de la habitación, luchando con su vestido mojado. Rainier le ayudó a desnudarse, a ponerse la bata, y la sintió temblar y palpitar en sus brazos. Las joyas centelleaban en su cuerpo desnudo.
—Yo no debía haber salido del hotel —dijo la mujer—. Debía haberme encerrado en mi habitación.
—No le han quitado las joyas —observó él.
Estuvo a punto de añadir: «Tiene usted suerte», pero sólo dijo:
— ¿Quiere usted que avise a alguien?
Ella no parecía escuchar.
—Ya no sé qué hacer —dijo—. No, verdaderamente, ya no lo sé. Quizá sea mejor que vea a un médico.
—Ya nos ocuparemos de eso. Acuéstese. Métase bajo la manta. Está temblando.
—No siento frío. Permítame que me quede aquí.
Se había acostado en la cama y se cubrió con la manta hasta el mentón. Lo miró atentamente y preguntó:
—Usted no me guarda rencor, ¿verdad?
El sonrió, se sentó en la cama y le acarició el cabello.
— ¡Vaya! —dijo—. A pesar de todo...
Ella le tomó la mano y la apretó contra su mejilla y luego contra sus labios. Se le habían agrandado los ojos, unos ojos infinitos, líquidos, un poco fijos, con reflejos de esmeralda, como el océano.
—Si usted supiera.
—No piense en ello.
La mujer cerró los ojos y posó su mejilla en la mano.
—Yo quería acabar de una vez, es necesario que termine con ello. No quiero seguir viviendo. No lo quiero. Mi cuerpo me repugna.
Seguía con los ojos cerrados. Los labios le temblaban un poco. Rainier nunca había visto un rostro tan puro. Luego la mujer abrió los ojos y lo miró como se pide limosna.
— ¿No le repugno?
El se inclinó y la besó en los labios. Sentía la impresión de que tenía dos aves cautivas bajo el pecho.
Enloqueció de pronto. Era una mezcla de vergüenza y de ira, pero nada se puede hacer contra la sangre. Había visto a unos pilluelos caminando por la arena en busca de aves que todavía palpitaban para matarlas de un pisotón. El mismo había golpeado a algunas, pero he aquí que en aquella circunstancia cedía a la atracción de aquella fragilidad herida, estaba en vías de rendirse, se inclinaba sobre sus senos y posaba suavemente sus labios sobre los de ella. Sintió los brazos de la mujer alrededor de sus hombros.
—Yo no le desagrado —dijo ella solemnemente.
Rainier trató de luchar. Era solamente la novena ola de soledad que acababa de desplomarse sobre él, pero se resistía a dejarse arrastrar. Sólo quería permanecer así durante algunos segundos más, con el rostro apoyado contra el cuello de la mujer, respirando su juventud.
—Se lo suplico —dijo ella—. Ayúdeme a olvidar. Ayúdeme.
Ya no quería abandonarlo. Quería quedarse allí, en aquella barraca, en aquel café poco frecuentado en el extremo del mundo. Su murmullo era tan apremiante, había en sus ojos tal súplica, tal promesa en sus manos frágiles que le asían los hombros, que él tuvo de pronto la impresión de haber logrado su vida a pesar de todo en el último instante. La tenía apretada contra él, y a veces le levantaba suavemente la cabeza en las manos, mientras las décadas de soledad volvían de pronto a aplastarse sobre sus hombros y la novena ola lo derribaba y lo arrastraba con ella hacia alta mar.
—Yo le quiero —murmuró ella—. Le quiero.
Cuando la ola se retiró y él se encontró de nuevo en la orilla, sintió que la mujer lloraba. La dejó sollozar sin abrir los ojos y sin levantar la frente que él tenía apoyada contra su mejilla, y sintió a la vez sus lágrimas que corrían y su corazón que latía contra su pecho. Luego oyó voces y un ruido de pasos en la terraza. Pensó en los tres hombres de la duna y se levantó de un salto para ir en busca de su revólver. Alguien andaba por la terraza, las focas ladraban a lo lejos, las aves marinas gritaban entre el cielo y el agua, una oleada de fondo rompió sobre la playa y cubrió todas las voces, y luego se retiró, dejando solamente tras ella una risa breve y triste y una voz que decía en inglés:
—Infierno y maldición es mi suerte, infierno y maldición, ésa es la verdad. Comienzo a hartarme de ello. Es la última vez que doy la vuelta al mundo con ella. El mundo está decididamente demasiado poblado.
Rainier entreabrió la puerta. Un hombre de smoking, de unos cincuenta años de edad, se hallaba cerca de la mesa, apoyado en un bastón. Jugaba con el chal verde que ella había dejado junto a su taza de café. Tenía un bigotito gris, confeti en los hombros, manos que temblaban, ojos azules y húmedos, tez de alcohólico, un vago aire distinguido y corrompido, rasgos pequeños e imprecisos que la fatiga embrolla todavía más, cabello teñido que parecía una peluca; vio a Rainier en la puerta entreabierta y sonrió irónicamente, contempló el chal y luego levantó de nuevo la vista hacia Rainier y su sonrisa se acentuó, burlona, triste y rencorosa. A su lado un hombre joven y apuesto vestido de torero, con el cabello muy negro y liso, bajaba los ojos con aire sombrío, apoyado contra la polea, con un cigarrillo en la mano. Un poco aparte, en la escalera de madera, con la mano en la barandilla, se hallaba un chófer con uniforme gris y gorra y una capa de mujer en el brazo. Rainier dejó el revólver en una silla y salió a la terraza.
—Una botella de whisky, per favor —dijo el hombre vestido de smoking mientras dejaba el chal en la mesa.
—El bar no está abierto todavía —contestó Rainier en inglés.
—Pues bien, entonces café —dijo el hombre—. Traiga café mientras la señora termina de vestirse.
Lanzó a Rainier una mirada azul y triste, se irguió un poco, apoyado en el bastón y con el rostro lívido a la luz pálida, las facciones cuajadas en una expresión de rencor impotente, mientras una nueva ola hacía temblar la barraca sobre sus pilotes.
—Las oleadas de fondo, el océano, las fuerzas de la Naturaleza... ¿Usted es francés, según creo? Ella vuelve a las andadas. Sin embargo, hemos vivido en Francia cerca de dos años, pero eso no ha servido para nada; otra reputación alabada con exceso. En lo que respecta a Italia... Mi secretario, a quien ve usted allí, es muy italiano... Tampoco eso ha servido para nada.
El torero se contemplaba sombríamente los pies. El inglés se volvió hacia la duna, donde el esqueleto se había tendido con los brazos en cruz cara al cielo, el hombre pintarrajeado de azul, rojo y amarillo, sentado en la arena y con la cabeza echada hacia atrás, había llevado el gollete de la botella a los labios; y el negro con peluca blanca y traje de corte, en pie, con los pies en el agua, se había desabrochado el calzón de seda blanca y orinaba en el océano.
—Estoy seguro de que ellos tampoco han servido para nada —dijo el inglés, moviendo el bastón en dirección a la duna—. Hay en esta tierra ciertas proezas que superan las fuerzas del hombre. De tres hombres, debería decir... Espero que no le hayan robado sus alhajas. Valen una fortuna y el seguro no las habría pagado. Le habrían acusado de imprudencia. Un día alguien va a retorcerle el cuello. A propósito, ¿puede decirme usted de dónde vienen todas esas aves muertas? Hay miles de ellas. He oído hablar de cementerios de elefantes, pero los cementerios de aves... ¿Una epidemia, acaso? De todos modos tiene que haber una explicación.
Rainier oyó que la puerta se abría detrás de él, pero no se movió.
— ¡Ah, aquí estás! —exclamó el inglés, y se inclinó ligeramente—. Comenzaba a inquietarme, querida. Hace cuatro horas que aguardamos con paciencia en el coche, esperando a que eso termine, pero aquí estamos, sin embargo, un poco en el extremo del mundo y una desgracia sucede pronto.
—Déjame. Vete. Cállate. Te lo ruego, déjame. ¿Por qué has venido?
—Querida mía, una aprensión muy natural...
—Te detesto, me repugnas... ¿Por qué me sigues? Me habías prometido...
—La próxima vez, querida, deja las joyas en el hotel. Es lo mejor.
— ¿Por qué tratas siempre de humillarme?
—Yo soy el primer humillado, querida. Por lo menos según los convencionalismos en vigor. Estamos por encima de eso, por supuesto. The happy few... Pero esta vez has ida verdaderamente un poco demasiado lejos. ¡No hablo de mí! Estoy dispuesto a todo, tú lo sabes. Te amo. Te lo he probado suficientemente. Pero, en fin, podía haberte ocurrido algo... Todo lo que te pido es un poco más de... discriminación.
—Y estás borracho. Estás todavía borracho.
—Es únicamente de desesperación, querida. Cuatro horas en el coche, con pensamientos de todas clases... Reconocerás que no soy el hombre más feliz de la tierra.
—Calla. ¡Oh, Dios mío, calla!
La mujer sollozaba. Rainier no la veía, pero estaba seguro de que se metía los puños en los ojos; eran sollozos de niña. Trataba de no pensar, de no comprender. Sólo quería oír el ladrido de las focas, el grito de las aves marinas, el rugido del océano. Se mantenía inmóvil entre ellos, con los ojos bajos, y sentía frío. O quizá solamente no le llegaba la camisa al cuerpo.
— ¿Por qué me ha salvado usted? —gritó ella—. Debía haberme dejado. Una ola y todo habría terminado. Estoy harta. Ya no puedo continuar así. Debía haberme dejado.
—Señor —dijo el inglés con énfasis—, ¿cómo puedo expresarle mi agradecimiento? Nuestro agradecimiento, debería decir. Permítame, en nombre de todos nosotros... Le estaremos eternamente reconocidos... Vamos, querida, ven. Te aseguro que ya no sufro... En cuanto a lo demás... Iremos a ver al profesor Guzmán, en Montevideo. Parece que ha obtenido resultados maravillosos. ¿No es así, Mario?
El torero se encogió de hombros.
— ¿No es así, Mario? Es un gran hombre, un curandero auténtico. La ciencia no ha dicho su última palabra. El ha escrito todo eso en su libro. ¿Verdad, Mario?
— ¡Oh, ya basta! —contestó el torero.
—Recuerda a la dama de la alta sociedad que sólo quedaba satisfecha con jockeys que pesaban cincuenta y dos kilos exactamente... Y a la que exigía siempre que entretanto golpeasen en la puerta dando tres golpes breves y uno largo. El alma humana es insondable. Y la mujer del banquero que esperaba siempre a que sonase el timbre de alarma de la caja de hierro para entregarse, y así se encontraba en una situación extraña, pues eso despertaba al marido.
— ¡Oh, ya basta, Roger! —exclamó el torero—. Eso no tiene gracia. Está usted borracho.
—Y la que no llegaba a resultados interesantes sino apretando ardientemente al mismo tiempo un revólver contra su sien. El profesor Guzmán las ha curado a todas. Refiere todo eso en su libro. Todas ellas han llegado a ser excelentes madres de familia, querida. No hay por qué desanimarse.
Ella pasó por su lado sin mirarle. El chófer le puso respetuosamente el abrigo en los hombros.
—Además, Mesalina era también así. Era, no obstante, una emperatriz.
—Roger, ya basta —repitió el torero.
—Es cierto que todavía no existía el sicoanálisis. El profesor Guzmán la habría curado seguramente. Vamos, mi reinecita, no me mires así. ¿Recuerdas, Mario, a la joven un poco antojadiza que no podía hacer nada si un león no rugía al lado en una jaula? ¿Y aquella cuyo marido debía tocar entretanto con una mano L'Aprésmidi d'un faune? Yo estoy dispuesto a todo, querida. Mi amor no tiene límites. ¿Y la que bajaba siempre al Ritz para poder contemplar en el buen momento la columna Vendôme? ¡El alma humana es insondable y misteriosa! ¿Y aquella, muy jovencilla, que, habiendo pasado su luna de miel en Marragnech no podía prescindir del canto del muecín? ¿Y aquella, finalmente, joven casada en Londres durante el blitz, que luego pedía siempre a su marido que imitara el silbido de una bomba? Todas ellas han llegado a ser excelentes madres de familia, querida.
El joven vestido de torero se acercó al inglés y le dio una bofetada. El inglés se echó a llorar.
—Esto no puede continuar así —dijo.
Ella descendió por la escalera. Rainier vio que caminaba con los pies desnudos por la arena, entre las aves muertas. Tenía su chal en la mano. El veía su perfil de una pureza a la que no habrían podido añadir nada la mano del hombre ni la de Dios.
—Vamos, Roger, cálmese —dijo el secretario.
El inglés tomó la copa de coñac que ella había dejado en la mesa y la vació de un trago. Dejó la copa, sacó de su cartera un billete y lo puso en el platillo. Luego miró fijamente las dunas y suspiró.
—Todos esos pájaros muertos —dijo—. Tiene que haber una explicación.

Se fueron. En la cima de la duna, antes de desaparecer, la mujer se detuvo, vaciló y dio la vuelta. Pero él no estaba ya allí. El café estaba vacío.

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Los habitantes de la tierra


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