LOS HABITANTES DE LA TIERRA
Traducción de
Luis Echevarri
En la carretera de Hamburgo a Neugern había
antes de la guerra una aldea que se llamaba Paternosterkirchen. La región fue
en otro tiempo célebre por su industria del vidrio, y en la plaza principal del
lugar, delante del Palacio del Burgomaestre, los turistas iban a admirar la
famosa fuente del Soplador, que representaba al legendario Johann Krull,
artesano que había jurado soplar su alma en un trozo de vidrio de
Paternosterkirchen para que la industria que daba fama a la región pudiese
estar representada dignamente en el Paraíso. La estatua del buen Johann en el
acto de realizar su proeza, así como el Palacio del Burgomaestre, curioso
edificio del siglo xiii, en el que
se conservaban las muestras de todas las piezas sopladas en Paternosterkirchen,
han desaparecido al mismo tiempo que el resto de la pequeña población durante
el último conflicto mundial, a consecuencia de un error en el bombardeo.
Eran las cuatro de la tarde y la Plaza del
Soplador estaba vacía. Al oeste, un sol amarillo e hinchado se hundía
lentamente en una polvareda negruzca que flotaba sobre las ruinas del antiguo
barrio residencial, donde equipos de desmonte acababan de derribar las paredes
de la Schola Cantorum, conocida antaño en toda Alemania por haber formado
alguno de los coros más famosos del país. La Schola había sido fundada por los
propietarios de los talleres de objetos de vidrio de la población en 1760, y
desde su infancia, los hijos de los obreros iban a ella para ejercitar su soplo
bajo la dirección del cura. Nevaba un poco; los copos descendían lentamente y
parecían vacilar antes de tocar tierra. La plaza permaneció vacía largo tiempo;
un perro huesudo la atravesó rápidamente, siguiendo su idea, con la nariz
pegada al suelo; un cuervo descendió con prudencia, picó algo y en seguida
remontó otra vez el vuelo. Un hombre y una muchacha salieron de un baldío en el
lugar mismo donde comenzaba en otro tiempo la Ganzgemütlichgasschen. El hombre
llevaba una valija en la mano; era viejo, pequeño, tenía la cabeza descubierta
y vestía un abrigo raído. Llevaba alrededor del cuello un delgado chal
cuidadosamente anudado; no obstante, trataba de meter lo más posible la cabeza
entre los hombros, sin duda para disminuir otro tanto la superficie expuesta al
frío. Un pelo gris salía de su rostro redondo y arrugado, de ojos asustados.
Parecía completamente aturdido. Asía de la mano a una muchacha rubia que miraba
fijamente hacia adelante, con una sonrisa curiosamente cuajada en los labios.
Llevaba una falda demasiado corta para su edad y hasta un poco indecente, así
como una cinta de jovencita en el cabello; se habría dicho que había crecido
sin darse cuenta. Debía de tener, no obstante, veinte años. Estaba excesiva y
torpemente maquillada: manchas de ocre, mal puestas, desbordaban las mejillas,
y el rojo daba a los labios una forma asimétrica. Se advertía el trabajo de los
dedos helados. Calzaba zapatos de hombre y medias de lana y vestía una
chaquetilla con forro miserable y mangas demasiado cortas, y guantes
agujereados. La pareja dio algunos pasos y se detuvo en medio de la plaza bien
desmontada, en el lugar en que se alzaba en otro tiempo la estatua del buen
Johann y en el que no se veía en la actualidad más que las huellas dejadas en
la tierra húmeda por las ruedas de los camiones que se dirigían a la autopista
de Hamburgo. Los copos de nieve se posaban lentamente en su cabellera y sus
hombros; era una nieve pobre y fracasada que no llegaba a su meta y no hacía
sino resaltar todo lo gris que existe en el mundo.
—¿Dónde estamos? —preguntó la muchacha—. ¿Ha
encontrado la estatua?
Su compañero paseó la mirada por la plaza
vacía y luego suspiró.
—Sí —contestó—. Está exactamente delante de
nosotros, donde debía estar.
—¿Es bella?
—Muy bella.
—Entonces, ¿está usted contento?
—Sí.
El hombre dejó su valijita en tierra.
—Vamos a sentarnos un momento —dijo—. Los
camiones pasan por aquí y probablemente habrá alguno que acepte llevarnos. Es
evidente que habríamos podido seguir la autopista directamente, pero no he
querido pasar por las cercanías de la aldea sin volver a ver la estatua de
Johann Krull. ¡Jugué tantas veces aquí cuando era pequeño!
—Pues bien, contémplela —dijo la muchacha—. No
tenemos prisa.
Se sentaron en la valijita y se quedaron un
momento apretados el uno junto al otro, sin hablar. Tenían la actitud tranquila
y de quien está en su casa, de las personas que no pertenecen a ninguna parte.
La muchacha seguía sonriendo y el buen hombre parecía contar los copos de
nieve. A veces salía de su arrobamiento y se golpeaba el pecho con los brazos
mientras soplaba ruidosamente, y luego se calmaba. Ese ejercicio parecía
proporcionarle para algún tiempo todo el calor que necesitaba. La muchacha no
se movía. No parecía necesitar el calor. Su compañero se quitó el zapato del
pie derecho y comenzó a darse masaje en ese pie haciendo muecas. De vez en
cuando atravesaba la plaza un camión cargado con escombros y el anciano se
levantaba de un salto y gesticulaba febrilmente, pero los camiones no se
detenían. Entonces volvía a sentarse tranquilamente y reanudaba con diligencia
el masaje del pie. Los camiones dejaban tras ellos una nube de polvo y suciedad
y pasaba un buen rato antes que los ojos pudiesen captar un copo blanco.
—¿Sigue nevando? —preguntó la muchacha.
—¡Vaya, vaya! Dentro de poco no se verá ya la
tierra.
—Tanto mejor.
—¿Cómo?
—He dicho: tanto mejor.
El hombre siguió tristemente con la mirada un
copo débil que pasó cerca de él, le tendió la mano y cerró el puño sobre una
lágrima helada.
—Eso debe de ser lindo —dijo la muchacha—. Me
gusta mucho la nieve. También me gustaría ver la estatua.
El no contestó, sacó del bolsillo un frasquito
de aguardiente, le quitó el tapón con los dientes y bebió parsimoniosamente.
Luego paseó a su alrededor una mirada asustada y se apresuró a llevar el
gollete a los labios.
—Huelo a alcohol —dijo la muchacha.
El hombre volvió a guardar precipitadamente el
frasco.
—Es un transeúnte —dijo—. Sin duda ba bebido.
Qué quieres, mañana es Navidad.
—Vuélvame a poner un poco de polvo —dijo la
muchacha—. Tengo la impresión de que se me ha puesto la cara completamente
azul.
—Es el frío —replicó su compañero, y suspiró.
Rebuscó en su bolsillo y encontró la polvera;
la abrió y acercó la borlita al rostro de la muchacha. La borlita se le cayó
dos o tres veces de los dedos entumecidos.
—Ya está —dijo por fin.
—¿Me ha mirado?
—¿Eh? —se sorprendió el hombre—. ¿Quién? ¡Ah,
por supuesto! —rectificó—. Todos los transeúntes te miran. Eres muy linda.
—Me es indiferente. Pero no quiero parecer una
loca. Yo estaba siempre muy bien peinada y bien vestida. Mis padres se
preocupaban por ello mucho.
Unos cuervos se elevaron bruscamente de un baldío,
revolotearon un momento sobre la plaza desierta y se alejaron graznando. La
muchacha levantó un poco la cabeza y sonrió.
—¿Oye usted? Me gusta mucho el graznido de los
cuervos. Se ve inmediatamente el paisaje.
—Sí —contestó el hombre.
Miró a su alrededor temerosamente, sacó con
rapidez del bolsillo el frasco de aguardiente y bebió.
—Es un paisaje de Navidad —dijo la muchacha,
sin dejar de sonreír y con los ojos levantados—. Me lo imagino muy bien, como
si lo viese. Chimeneas que humean en el crepúsculo, el vendedor ambulante que
empuja su carretilla cargada con abeto, tiendas alegres y bien abastecidas, los
copos blancos en las ventanas iluminadas...
Su compañero bajó la botella y se secó los
labios.
—Sí —dijo, con la voz un poco ronca—, sí, así
es en efecto. Hay también un muñeco de nieve, con sombrero de copa y una pipa.
Lo han hecho seguramente los niños. Nosotros hacíamos siempre uno en la
Navidad.
—Si verdaderamente he de recobrar la vista, me
gustaría que eso sucediera en la Navidad. Todo está tan blanco, tan limpio...
El viejo miró un charco de barro que tenía a
sus pies con aire triste.
—Sí.
—Advierta que no tengo prisa. Estoy bien como
estoy.
El hombrecillo se animó de pronto, gesticuló y
levantó los brazos.
—Pero no, no —protestó—. No hay que decir eso. Precisamente es
eso lo que te impide ver. La cosa es sicológica. Todos los médicos han reconocido
que el tratamiento puede ser largo, que puede ser difícil, pero te curarás
seguramente. Si sigues resistiendo, ni siquiera el profesor Stern podrá hacer
nada por ti. Sé muy bien todo lo que has visto, todo lo que te han hecho ver...
Gesticulaba mientras peroraba, sentado en la
valijita, y los dos extremos de su chal se agitaban también.
—Has sufrido una impresión muy grande. Pero
eran soldados, animales de guerra... Todos los hombres no son así. Hay que
tener confianza en los hombres. No estás verdaderamente ciega. No ves porque no
quieres ver. Todos los médicos han dicho que es un choque nervioso. Si pones en
ello un poco de buena voluntad, si no te resistes, si quieres ver, el profesor
Stern te curará seguramente, quizá para la Navidad próxima. ¡Pero hay que tener
confianza!
—Huele usted a alcohol —dijo la muchacha.
El hombre calló, hundió las manos en las
mangas de su sobretodo y metió la cabeza entre los hombros. Se apretó un poco
más contra la muchacha y se quedaron de nuevo silenciosos sobre la valijita,
mientras la nieve continuaba alrededor de ellos su vals vacilante.
Un camión salió de las ruinas de la Schola
Cantorum y cruzó la plaza. El hombrecito se levantó una vez más para detenerlo,
pero no manifestó esperanza alguna cuando el camión disminuyó la marcha, ni
despecho cuando se alejó. El camión iba cargado con escombros y dejó a su zaga
un polvo rojo. La muchacha lo recibió en la cara y se frotó los ojos. Su
compañero sacó del bolsillo un pañuelo muy limpio y le frotó delicadamente los
párpados y la frente, poniendo en ello gran cuidado, como si quisiera hacer que
desapareciera hasta la menor huella de impureza.
—¿No se ha detenido? —preguntó la muchacha.
—No nos ha visto, seguramente.
La noche los iba envolviendo poco a poco y el
cáelo remplazó sus copos con estrellas. Los últimos cuervos se echaron a volar
dando gritos y medio dormidos y la luna apareció para arreglar un poco las
cosas y atenuar las tinieblas. Pasó otro camión; los faros miraron fijamente a
la pareja y luego se desviaron con indiferencia.
—Habrá que caminar —dijo el anciano—. No van,
seguramente, en nuestra dirección, y no se les puede pedir que cambien de
camino.
La muchacha se levantó y esperó. Su compañero
registró la valija.
—Aquí está, aquí está —murmuró.
Miró a hurtadillas a la muchacha, sacó
rápidamente de la valija otra botella mayor y bebió. Se interrumpió para soplar
y siguió bebiendo. En la valija había juguetes, muñecas, osos de felpa,
cabellos de ángeles y pelotas multicolores. Había también un disfraz de Papá Noel:
una túnica roja con orla blanca, con bonete con su pompón y una falsa barba
blanca. El anciano cerró la valija, tomó a la muchacha de la mano y comenzaron
a caminar hacia la autopista. La nieve había humedecido el asfalto y la
carretera brillaba bajo sus pasos. Llegaron pronto a un mojón que indicaba la
dirección de Hamburgo y la distancia: sesenta y cinco kilómetros. El viejo
lanzó una mirada a la inscripción y apresuró el paso.
—Casi hemos llegado —dijo con satisfacción.
Los faros de un camión aparecieron en la
carretera y ampliaron rápidamente su mirada en medio de un estruendo monótono.
El anciano dio un salto, se agitó, levantó el brazo e hizo grandes gestos. El
camión los dejó atrás al principio, luego frenó y retrocedió lentamente. El
anciano corrió hacia la portezuela.
—Vamos a Hamburgo —gritó.
No se le veía la cara al conductor, en el
fondo de la cabina, sino solamente una silueta oscura y las manos bajo la
lamparilla azul que temblaban en el volante. El hombre pareció observarlos
durante un instante y luego una mano se separó del volante y les hizo seña para
que subieran. Hacía calor en la cabina. La muchacha se apoyó contra la
portezuela, metió las manos en las mangas del vestido y se durmió aún antes que
el camión reanudara la marcha. Su compañero se instaló a su lado, con la valija
sobre las rodillas. Era verdaderamente pequeño, y sus pies, calzados con
gruesos zapatos agrietados y enfangados, se balanceaban sin tocar el suelo. A
la luz de la lamparilla, su rostro descolorido y redondo parecía infantil a
pesar de las arrugas y el pelo gris de las mejillas y el mentón. Su cuerpo
seguía los movimientos del camino, pero ponía gran cuidado en no golpear a la
muchacha y despertarla. El ruido del motor y el calor de la cabina le subían
visiblemente a la cabeza y, agregados a la fatiga y a los efectos del alcohol,
parecieron embriagarle. Comenzó a hablar locuazmente con el chófer. Se llamaba
Adolf Kanninchen y era de Hanóver y mercader ambulante; vendía juguetes, y si
el chófer tenía hijos, le mostraría con mucho gusto sus artículos... El chófer
no parecía escuchar, y de su rostro sólo se veía una mancha brillante. De vez
en cuando lanzaba una mirada rápida a la muchacha, dormida en un rincón. Por
desgracia, charlaba el viejo, los negocios no andaban muy bien. Había contado
mucho con las fiestas y hecho un desembolso considerable para comprar artículos
de Navidad y un disfraz para él mismo, pero por más que recorría las calles con
su bonete rojo y su barba blanca, ni siquiera conseguían satisfacer su hambre.
Quizá en Hamburgo, que era una gran ciudad, les iría mejor. Sí, iban a
Hamburgo; se trataba de la muchacha. Ella estaba..., ¿cómo decirlo?..., estaba
enferma. A los padres los habían matado y, además, la pobrecita había tenido
una desgracia. ¡Oh!, no quería entrar en detalles, pues los soldados son lo que
son y no se les puede guardar rencor ciertamente. Pero, en fin, fue una fuerte
impresión para la niña y perdió bruscamente la vista.
»Más exactamente, como ha dicho el médico, se
trata de una ceguera sicológica. Ha cerrado los ojos al mundo, ésa es la cosa.
Se trata de algo bastante complicado. Hablando con propiedad, no está ciega,
pero es como si lo estuviera, pues no puede ver. Naturalmente, se niega a ver,
pero los médicos dicen que eso viene a ser lo mismo. No es simulación, sino una
forma de histeria, como lo llaman los médicos. Ya no puede ver nada. Se ha
refugiado en la ceguera, como ellos dicen. Eso es muy difícil de curar; hace
falta mucha delicadeza, abnegación, afecto...»
El chófer volvió una vez más la mancha
brillante de su rostro hacia la muchacha y luego miró de nuevo el camino...
—Sí, la pequeña es de vidrio rajado, frágil.
Los bombardeos, la vida en las ruinas y luego esos malditos soldados... ¡Oh!,
seguramente no sabían lo que hacían, era la guerra, y creían que obraban bien.
Sólo que después, ahí está, la pequeña ha cerrado los ojos a todo. Es decir,
los ha cerrado dentro de sí misma, pues de otro modo los tiene siempre
abiertos, incluso son muy lindos, muy azules... En fin, es difícil explicarlo.
Todo eso es muy sicológico. Se lo puede curar, por supuesto, pues la ciencia ha
progresado mucho. Basta con mirar alrededor; es maravilloso, sobre todo en
Alemania. Tenemos sabios muy grandes, verdaderos precursores de un mundo nuevo;
lo admiten hasta nuestros enemigos. Sólo que, según dicen los médicos, no hay
más que un verdadero especialista: el profesor Stern, de Hamburgo. Es un hombre
sin precedente, un acontecimiento en la tierra. Todos los médicos están de acuerdo
al respecto. E incluso atiende gratuitamente si el caso es interesante. Y el
caso de la pequeña es muy interesante, no cabe la menor duda. Ceguera
sicológica, dicen los médicos; algo muy raro, extraordinario. Enteramente, lo
apropiado para el profesor Stern, que hace todo por medio de la sicología. Le
habla al enfermo con amabilidad —la amabilidad es lo esencial, como en todas
las cosas—, luego toma notas y al cabo de algunos meses el enfermo está curado.
Eso tarda mucho tiempo, por desgracia. Hay que ir muy despacio. Como usted
comprende, es de vidrio rajado esta muchacha y hay que conservarla en algodón.
Por eso yo pongo mucho cuidado en lo que le digo y siempre le pinto todo con
colores agradables. Nada de ruinas ni de soldados; nada más que casitas lindas,
tejas rojas, huertas, buenas personas en todas partes. Le pongo un poco de
color de rosa en todo, usted comprende. Por lo demás, eso me sienta muy bien,
pues soy naturalmente optimista. Tengo confianza en la gente. Digo siempre: Ten
confianza en la gente y te la devolverán centuplicada. Lo que me inquieta un
poco es que el tratamiento sea tan largo; pero espero que en Hamburgo la gente
sea muy aficionada a los juguetes. En Alemania no faltan los niños; son más
bien los padres los que faltan, lo que explica un poco que se vendan mal los
juguetes. En fin, sigo siendo optimista. Nosotros, los hombres, no hemos
llegado todavía, no hemos hecho más que partir; basta con ir hacia adelante y
un día llegaremos a ser verdaderamente alguien. Confío en el porvenir. La
pequeña no es mi hija, ni mi sobrina, ni nada de eso; es una extraña, si usted
quiere, en la medida en que un hombre puede considerar como un extraño a su
prójimo...
Sentado en la banqueta, con la valija en las
rodillas, hacía grandes gestos, y su carita estaba completamente azul a la luz
de la lamparilla. La mirada del chófer se deslizó una vez más hacia la
muchacha, se detuvo un instante en las mejillas pintadas, los labios
entreabiertos en una sonrisa adormecida y la cinta rosada que tenía en el
cabello rubio. El anciano seguía charlando, pero se balanceaba cada vez más y
se tocaba el pecho con la barbilla... Los frenos chirriaron. El anciano, que se
había dormido, doblado sobre su valija, fue lanzado hacia adelante, dio con la
nariz en el parabrisas y lanzó un grito.
—¿Qué sucede, Dios mío?
—Desciende.
—¿No va más allá?
—Desciende, te digo.
El anciano se levantó.
—Está bien —dijo—, no importa, no importa...
Se lo agradezco...
Saltó a la calzada, dejó la valija en el suelo
y tendió los brazos para ayudar a la muchacha a bajar. Pero el chófer se
inclinó, le cerró la portezuela en la nariz y puso el camión en marcha. El
viejo se quedó solo en la carretera, con los brazos todavía tendidos y la boca
abierta. Vio que la luz roja del camión se alejaba rápidamente en la oscuridad
y luego lanzó un grito, tomó la valija y echó a correr. En aquel momento nevaba
copiosamente y su silueta gesticulaba y se agitaba lamentablemente entre los
copos blancos. Corrió durante largo tiempo y luego disminuyó el paso, sofocado,
se detuvo, se sentó en la carretera y se echó a llorar. La nieve bailaba
graciosamente a su alrededor, iba a posarse en su cabello y se le deslizaba en
el cuello. Dejó de sollozar, pero comenzó a hipar y tuvo que golpearse el pecho
para dominar el hipo. Por fin suspiró profundamente, se enjugó los ojos con el
extremo de la bufanda, tomó la valijita y reanudó la marcha. Caminó una media
hora y de pronto divisó delante de él una silueta conocida. Lanzó un grito de
alegría y corrió hacia ella. La muchacha se hallaba inmóvil en medio de la
calzada y parecía esperarle. Sonreía, con la mano tendida. Los copos espesos se
fundían suavemente entre sus dedos. El anciano la abrazó.
—Perdóname —farfulló él—. Perdí la confianza
durante un instante... ¡Tenía tanto miedo! Me imaginaba las peores cosas...
Pensaba que no te volvería a ver.
La bella cinta de seda rosada estaba deshecha.
La pintura de la cara se había embrollado, el rojo de los labios estaba
esparcido por las mejillas y el cuello. El cierre de cremallera de la falda se
hallaba arrancado y la muchacha tiraba torpemente de una media que se negaba a
sostenerse.
—Además, nunca se sabe; habría podido hacerte
daño...
—No hay que imaginarse siempre lo peor —dijo
la muchacha.
El viejo aprobó enérgicamente.
—Es cierto, es cierto —reconoció.
Levantó la mano y apresó un copo.
—Si pudieras ver esto —exclamó—. ¡Esta vez es
verdadera nieve! Mañana no se verá otra cosa. Todo estará blanco y nuevo, muy
limpio. ¡Vamos, en marcha! Ya no debemos de estar muy lejos.
Llegaron casi en seguida a un mojón y el
anciano leyó, estirando el cuello: «Hamburgo, ciento veinte kilómetros.» Se
quitó los anteojos precipitadamente y los ojos y la boca se le abrieron
desmesuradamente con una expresión de consternación. El desdichado chófer les
había hecho recorrer sesenta kilómetros en una mala dirección. No iba a
Hamburgo. Sin duda, el pobre había comprendido mal lo que se le decía.
—Vamos —dijo alegremente—, ahora ya no queda
muy lejos.
La tomó de la mano y siguieron andando en la
noche blanca que les acariciaba el rostro.
Romain Gary
Los pájaros van a morir al Perú
Bruguera, Barcelona, 1968, pp. 166-180
Lea, además
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú
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