Daniel Moyano
La fábrica
La palabra surgió de pronto en todas las bocas con un sentido mágico. Nadie había visto una fábrica en su vida pero allí estaba la palabra para asegurar su existencia. La había traído un alemán. Según algunos, la había pronunciado en un bar, sin convicción alguna, mirando su vaso de cerveza, como si se le hubiese escapado de la boca. Era duro de lengua y en realidad no dijo fábrica sino fabrik, cuyo sonido era tenso como un vidrio. Nadie comprendió al comienzo el hechizo que acababa de producirse. Aquella noche los labradores siguieron bebiendo en silencio su vino cotidiano y se acostaron sin ningún presentimiento.
El alemán se marchó al día siguiente, pero volvió dos meses después para reparar el molino de los Morillo. En aquel pueblo no había mecánicos, pero el alemán venía a menudo en su Overland modelo 30 con la carrocería llena de caños, morsas, terrajas, llaves y repuestos para molinos. La palabra que él había pronunciado un par de meses antes se había convertido ahora en una especie de oración cotidiana. Todo el mundo hablaba de la fábrica y de sueldos increíbles, todo el mundo tenía la esperanza de poder ir allá algún día y ganar sumas fabulosas.
Cuando el alemán volvió y los labradores le preguntaron sobre la fábrica, respondió afirmativamente, pero sin convicción, como la primera vez, cuando anunció el prodigio. Dijo que era cierto y que efectivamente se ganaba mucho. Entonces nadie vaciló más.
Pero había varias leguas hasta la ciudad donde estaba la fábrica y el viaje era muy costoso. A pocos meses de la segunda entrada del alemán, uno solo, Ceballos, había logrado partir. Todos lo envidiaban y hablaban de sus defectos, pero tiempo después comenzaron a elogiar su decisión y a atribuirle poderes absolutos sobre las mujeres, las bebidas caras y los lugares prohibidos. Y nadie lo veía ya como había sido, con su sombrero de trapo, cuyas alas caían sobre su frente como el ruedo de un vestido; pero tampoco podían imaginarlo de otro modo porque un buen traje y un buen sombrero eran muy poco para el poder fabuloso que otorgaba el hecho de trabajar en la fábrica. De manera que Ceballos era un hombre invisible que existía sin embargo y que allá lejos dominaba el mundo a su antojo.
Nadie hablaba de la fuga que se preparaba, pero todos habían decidido partir secretamente, ganar la delantera por si fallaba algo. Temía cada uno para sí que la fábrica no pudiese albergar a tantos, de modo que casi nunca hablaban del asunto, y si lo hacían jamás mencionaban la posibilidad de partir. Pero, reunido el dinero para el pasaje, salían subrepticiamente. Bastaba tener el dinero para el viaje solamente, porque sin duda todo lo demás quedaba a cargo de la fábrica.
Una mañana, en el apeadero ferroviario, que estaba a poco menos de un kilómetro del pueblo, Alcántara esperaba impaciente la llegada del tren. Al fin partiría, como Ceballos, hacia la riqueza, el tren pasaría a las cinco de la mañana. Le quedaba casi media hora para regocijarse a sus anchas. ¡Cuántas cosas dirían de él al otro día! Sería un héroe. Ahora trabajaba en la fábrica. En eso vio moverse una sombra en el camino. Era Antúnez, que traía una valija bamboleando en la mano. Se sorprendieron al comienzo y se miraron con desconfianza, pero no tardaron en urdir una especie de complicidad. Después de todo el trabajo sobraría. Las fábricas eran grandes. En seguida, uno por uno, llegaron Pereyra, Gómez, Ramos, Buitrago, Camaño y Charaviglio. Entonces llegó el temor. Todos se sentían sustituidos, traicionados, y el desaliento los sobrecogía. Pero Buitrago, armado de valor, encomió la grandeza de la fábrica. Aquello era algo monumental. No había por qué tener miedo porque el trabajo no faltaría. Todos creyeron al pie de la letra, como suelen creer los aterrorizados. Buitrago, naturalmente, no tenía la menor idea sobre lo que podía ser una fábrica. Y aunque todos sabían que hablaba por hablar, que lo que decía no tenía ningún fundamento cierto, aceptaron a medias sus conceptos. Después que habló Buitrago llegaron todavía Rodríguez y Argüello, que alcanzaron a oír las últimas palabras del discurso. Los últimos fueron Santucho, Velárdez, Sandoval y Pacheco.
Cuando bajaron del tren empezaron a caminar como ebrios. Antúnez miraba hacia arriba como buscando la fábrica. Cerca de la estación, en una especie de playa, había un camión reluciente. Cuando pasaron por allí, mirando hacia los cuatro puntos, el conductor del camión, maravillosamente vestido, los llamó con un movimiento de la mano. Poco después estaban todos en la carrocería del vehículo viajando, por los últimos suburbios de la ciudad, hacia la fábrica. Santucho no quería explicarse, como otros, ese encuentro milagroso con el camión, que les permitía ahora estar viajando hacia la fábrica sin dudas ni búsquedas de ninguna naturaleza, y desechando toda explicación lógica pensaba que todo se debía al poder absoluto de la fábrica.
El camión había salido de la ciudad y se hallaba ahora en campo abierto. No se detuvo en la garita policial. El policía, viendo que se trataba del camión de la fábrica, hizo una venia respetuosa y lo dejó pasar; el conductor levantó apenas una mano del volante para saludarlo. “Claro, es la fábrica”, pensaba Santucho e imaginaba que ella era como un ser humano con atributos tales como ternura, bondad, generosidad y paciencia.
Estaban en pleno campo y la fábrica no aparecía. El camino era de cemento, impecable, limpísimo, construido por la fábrica para su uso exclusivo. Alcántara, alto y flaco, estiraba el cuello de vez en cuando como para atisbarla. El camión comenzó a subir una cuesta. No le daba trabajo subir, pese a la carga que llevaba, y parecía deslizarse suavemente hacia abajo. Sin embargo subía. Cuando el camión llegó a la cúspide el deslumbramiento fue total. Allá estaba, imponente, eterna, poderosa, una mole de hierro y de cemento que turbó el ánimo de todos. Pacheco sintió que el corazón latía fuertemente y que tenía miedo. Siempre que había amado algo, también lo había temido.
El primer día no hicieron casi nada. Los llevaron por diversas dependencias, pincharon sus venas, desnudaron sus cuerpos (quizás no seamos totalmente hombres, pensaron algunos con temor), les preguntaron por sus padres y por sus abuelos, fotografiaron por dentro sus huesos y sus vísceras, firmaron montones de papeles y finalmente conocieron el campamento donde dormirían desde esa noche.
Los días pesaban más dentro de la fábrica, pero la idea de las sumas fabulosas que cobrarían a fin de mes pesaba mucho más. Parecía una locura ganar tantos pesos por día, pero era cierto y así lo quería la fábrica. Un día Sandoval tuvo algunas dudas y quiso averiguar la verdad. Quería saber por qué ganaban tanto, hablar con alguien que pudiera explicarlo todo. Pero en la puerta de la oficina que le indicaron decía Do not slam the door, que tradujo inmediatamente por “No se permiten preguntas”, y se volvió explicándose a sí mismo lo que iba a preguntar, es decir, no explicándose nada, por ahora se daba cuenta de que si hubiese entrado no habría sabido qué decir finalmente.
La leyenda de la puerta, pensaba Sandoval, coincidía con las respuestas que, según Pacheco, daba la muchacha de la entrada principal. Pacheco fue el único que vio la entrada principal de la fábrica. Todos habían entrado directamente por la planta de trabajo, de modo que no conocían todavía el frente del edificio, que sin duda sería imponente. Pacheco, durante el ir y venir del primer día, se desvió en un momento dado de los pasillos por donde los conducían y se encontró de pronto ante una inmensa fachada de aluminio. Vio muy poco, porque para ver todo hubiera necesitado alejarse unos cien metros, pero podía imaginar el resto. Cuando quiso entrar no encontró la puerta por donde había salido, caminó unos metros y se halló en una inmensa sala de vidrio salpicada de guardianes uniformados. Cuando uno de ellos le dijo que se retirara, él había alcanzado a ver y oír a una joven bellísima que sabía a la perfección cuanta pregunta se hiciera sobre la fábrica. Parecía una mujer edénica explicando a los que quisiesen las maravillas del mundo. Sus respuestas eran siempre breves y perfectas. Los que acudían a ella lo hacían generalmente para pedir algo, y ella respondía siempre con frases tales como “No damos tal cosa”, o bien “Damos tal cosa”. Al lado de la muchacha (y esto lo advirtió Pacheco mucho tiempo después de haberlo visto) había un joven exactamente igual a ella en belleza y donaire. Su aspecto general era el de un Adán perfecto, cinematográfico, y al verlos juntos había que pensar inmediatamente en un idilio. Sin embargo se detestaban. Escasamente hablaban entre ellos (salvo cuando se consultaban para poder brindar un servicio mejor) y sus miradas tenían rasgos fugaces de una ira velada y contenida. En realidad eran un solo ser perfecto, apenas separados por el sexo, suavemente lejano.
El día de pago se acercaba rápidamente y costaba acostumbrarse a la idea de cobrar tanto dinero a fin de mes. Parecía mentira, y Pacheco creía a ratos que, aunque fuese cierto, algún suceso imprevisto evitaría a último momento esa certeza. Por la noche sacaba cuentas y se decía que tanto dinero por mes significaba muchos pesos por día muchos pesos por hora, y hasta por minuto, y ahora estaba ganando dinero, en ese minuto, el dinero se acumulaba inexorablemente, sin término, y el solo hecho de existir significaba dinero. Y pensaba que los sábados por la tarde y los domingos no trabajaban, de manera que la fábrica les pagaba también el descanso. Ella había tomado sus existencias y les pagaba por todos los minutos de vida. Hasta la muerte estaba prevista en unas planillas, donde constaba que al morir ellos sus herederos cobrarían cierta cantidad de dinero.
La sección donde trabajaba Pacheco era una pieza de dos por tres, con muchos estantes y cajones llenos de tarjetas. Su tarea era mantener o guardar el orden, pero se trataba de un puro principio, porque todos sus jefes sabían que allí no podía haber orden y que no lo había habido nunca, salvo el primer día, cuando se abrió la fábrica. Era una especie de oficina de desperdicios administrativos, con numeraciones más bien falsas y documentos fingidos. El orden era simplemente visual. Aunque los cajones fuesen iguales, adentro, entre las tarjetas, figuraba el principio de un caos. Se sabía que era imposible evitarlo por la propia naturaleza de los documentos que allí había, pero él debía tratar de hacerlo, quizás por respeto a alguna ley íntima de la fábrica. Si después de largos esfuerzos lograba restablecer parcialmente el orden al cual se aspiraba, un papelito más que llegara destruiría todo lo hecho. Y eso no significaba en modo alguno que él fuese inútil, como lo había pensado muchas veces, y que tuviesen que echarlo, porque justamente para ese juego imposible lo había empleado la fábrica. Quizás él tuviese que ser, en todo caso, una simple presencia del orden. Lo trasladaron a esa sección desde que los capataces advirtieron que era un poco atolondrado y que una grúa le había rozado la cabeza.
El último día del mes estaba próximo, el dinero estaba muy cerca de ellos pero ellos eran otros. En tan poco tiempo la fábrica los había transformado. Pacheco advirtió el cambio. Sentía que soñaba menos y que hablaba de otro modo. Atribuyó el cambio al hecho de haberse desnudado el primer día. Por eso se había convertido en un hombre de la fábrica. Pero la certeza de ser otro la tuvo cuando recibió la carta de su mujer. Durante los primeros días Laura seguía siendo para él ese cuerpo cálido que con su desnudez lo protegía de la fábrica y que lo esperaba allá lejos para cuando terminaran los días nuevos con sus infinitas imposiciones, pero ahora había perdido la percepción de aquella intimidad clara y transparente. La carta y las cosas que en ella decía su mujer eran cosas anteriores al conocimiento de la fábrica, y parecían superfluas.
El día anterior al pago fue deprimente. Todos andaban silenciosos, como secretamente cómplices de algún acto reprochable. Pacheco, desde su piecita, podía observarlos detenidamente mientras iban y venían por la planta, y los veía como mutilados. A Santucho, por ejemplo, le faltaba una pierna; a Charaviglio, un brazo; a Antúnez, los dientes; a Pereyra, una oreja. Hasta Argüello, que todos los días se asomaba para decirle así que a fin de mes va a haber plata, con una reiteración obsesiva, pasó ese día sin decir nada, y solo atinó a guiñar un ojo. Y no era que hubiesen variado las cosas, que hubiera algo que temer: la fábrica era siempre la misma y cumpliría con su promesa de pagarles, seguía siendo esa entidad poderosa que habían presentido cuando el alemán pronunció la palabra. Pero era terriblemente sorda, inconmovible y jamás hubiera podido equivocarse, o ser una simplificación o la medida de sus necesidades. Ella superaba sus sueños y sus cálculos, incluso sus facultades receptivas. Era desmesuradamente cierta cuando ellos hubieran preferido que no fuera tan poderosa, que tuviera algún instante de debilidad.
De manera que era cierto, y al día siguiente cobrarían, tendrían en sus manos una cantidad de dinero que de otra manera hubieran tardado años en reunir. Esa noche, agitados en sus catres, no podían dormir. Iban a ser poderosos, iban a poder hacer muchas cosas vedadas, ni siquiera presentidas. Velárdez juraba que compraría por lo menos cien velas para San Cayetano, que encendería simultáneamente junto a un gran cuadro que haría hacer del santo. Gómez temblaba pensando que todos le robarían, los muy malditos le robarían el dinero que él había ganado en la fábrica. Ramos tendría todas las mujeres que hubiera, se acostaría con dos juntas cada noche, para eso pagaba. Pacheco sentía que en realidad no necesitaba ese dinero. Laura se lo había dicho unas horas antes de partir: “Vamos a tener que estar separados, por un poco más de plata”. Pero era absurdo oír esa frase después de haber estado en la fábrica. Eran palabras tontas, infantiles como las de la carta. Nunca hubiera imaginado que Laura fuese tan tonta.
A las diez de la mañana Alcántara asomó la cabeza por la ventana de la pieza donde trabajaba Pacheco. “¿Cobraste?”, preguntó. Cerró con llave y se fue a cobrar. Le dieron el sobre y firmó una planilla. Eso era todo. El dinero estaba allí, en sus manos. Después lo contaría.
Esa tarde, en el campamento, decidieron ir a la ciudad. Mientras se vestía, Pacheco pensaba en el instante en que bajaron del tren. La ciudad era ya la fábrica, el deslumbramiento, el orden, la riqueza, pero él extendía los ojos y no la veía por ninguna parte. Quizás fueran puras invenciones del alemán y de todos ellos; quizás fuese solamente la palabra. Sin embargo habían cobrado y ahora tenía el dinero en el bolsillo: dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil…
Un camión de la fábrica los llevó hasta la entrada de la ciudad y volvió inmediatamente. Todavía era de día y había algunos negocios abiertos. Charaviglio compró un traje nuevo y tiró el otro en un baldío. Velárdez compró zapatos y guantes, pero conservó los zapatos viejos, que llevaba bajo el brazo, atados con un hilo. Y casi todos ellos, por un capricho unánime, compraron sombreros de paja que correspondían a una moda en desuso pero que un turco previsor guardaba en polvorientos cajones. En todas partes les preguntaban si eran de la fábrica. Antúnez respondía con severidad, de acuerdo con eI respeto con que formulaban la pregunta. Alguien a quien conocieron en un bar céntrico prometió llevarlos adonde había mujeres, les habló de baños turcos y de casas de juego. El hombre parecía conocer maravillosamente bien todos los lugares donde uno podía entregarse a algo distinto, donde podía gastarse largamente y olvidar el zumbido de la fábrica. La idea los entusiasmó un rato, pero prefirieron seguir por su cuenta, descubrir ellos mismos esos lugares codiciados. De modo que lo incorporaron al grupo para utilizarlo a su debido tiempo. El hombre, flaco pero robusto, siempre risueño y servicial, bebía alegremente. Todo lo hacía complacido y aclaraba a cada rato que él no tenía dinero. “Ya van a ver cuando estemos en La Gruta, con pocas luces y muchas mujeres”, decía, pero los otros entraban a cuanto tugurio encontraban, los más feos y sucios, y lo obligaban a participar de sus alegrías pueriles, de sus pequeños placeres, de sus chistes tontos e inocentes. El hombre se desesperaba a ratos y les decía que estaban desperdiciando la plata, perdiendo cosas mejores y gastando el tiempo en bolichitos de mala muerte. En eso Argüello lo llamó “señor mago” y todos ellos festejaron la ocurrencia con risotadas.
Hacia las dos de la mañana llegaron a un bar suburbano, grande y sucio, ubicado cerca de una estación de ferrocarril. El mago se desesperaba. ¡Cuánto mejor hubiera sido estar en La Gruta, entre mujeres cimbreantes! El tocadiscos automático tocaba un tango, y un japonés dormitaba con la cabeza apoyada en el mostrador. Dejaron los sombreros sobre una mesa grande y juntando tres o cuatro de ellas se sentaron alrededor. Por indicación del mago pidieron cerveza, que “neutralizaba los efectos del vino”. Pacheco bebía y se deleitaba oyendo el ruido de la máquina de preparar café. Era un ruido reposado, como si la máquina, ya dormida, respirara suavemente. La oía a través de las voces de sus compañeros y de los tangos melosos que cantaba Charaviglio. El mago hacía gestos de disgusto y engullía grandes cantidades de papas fritas. Habían llegado a la saciedad, pero permanecían allí como para ver qué había más allá. Tenía que haber algo mejor sin duda alguna.
Pacheco apoyó la cabeza contra la mesa. Hacía un buen rato que sentía los efectos del alcohol. Con todo lo bebido, apenas había gastado cien pesos. ¡Y cuánto dinero le quedaba todavía! Cerró los ojos y vio que más allá de la saciedad habían matado al japonés. Tenía dos venas al aire. Por una brotaba sangre y por la otra el mago le echaba vino con una botella. Velárdez caminaba por el techo y Antúnez orinaba una por una las botellas de los estantes. Alguien había amontonado todas las mesas en el centro del salón y con ellas y los sombreros encendían una gran fogata. Entonces venían mujeres desnudas para apagar el incendio, pero en vez de arrojar al fuego el agua de .los cántaros danzaban con ellos, mientras un italiano, sentado sobre la máquina del café, tocaba una guitarra larga hasta el suelo.
Alzó la cabeza y miró. Casi todos sus compañeros dormitaban, borrachos, inclinados sobre las mesas. Se levantó. El aire fresco lo reanimó y empezó a caminar despacio. Cuando se acordó había salido de la ciudad. Unas malezas duras le rozaban los tobillos. Caminó mucho en la oscuridad hasta que vio brillar la luna. Al rato oyó el rumor lejano de la fábrica, a la izquierda. Avanzó entonces en dirección contraria, para no oír, pero el rumor, aunque debilitándose, persistía.
Estaba en medio del campo, rodeado de horizonte, con el dinero en el bolsillo. Metió la mano para contarlo otra vez: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil… El rumor de la fábrica se había perdido, pero le quedaba el recuerdo en los oídos. Se sorprendió queriendo contar otra vez el dinero. Se acordó de pronto de una historia leída en una revista de historietas. Se llamaba “El ahorcado”. Era la narración de un hombre que perdía mil pesos ajenos y se ahorcaba. Lo rodeaban hombres jóvenes y alegres que bailaban debajo de un árbol, entre una lluvia de billetes. El ahorcado y el dinero y el árbol también bailaban. Dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil…
Se detuvo. Había andado mucho y tendría que caminar rápido para llegar antes de que sonara el pito de la fábrica. No sabía qué hora era, pero el pito comenzaba a sonar cuando el cielo estaba como ahora.
El cielo estaba muy claro cuando llegó al bar. Un instante antes de entrar vio a Charaviglio cantando dentro del tocadiscos, sin cabeza. Todos estaban ahorcados. El japonés y el mago y las sillas y las mujeres desnudas y las baldosas y las mesas bailaban. Una lluvia de billetes rosados y azules caía desde el techo. En un ataúd enorme, en medio del salón, yacía Laura. Todos sus compañeros, a manera de homenaje, habían depositado sobre el cajón sus sombreros de paja. Cuando entró por fin, Argüello, desde lo profundo de su cara tostada, guiñó un ojo. Era el único despierto. Los demás dormían sobre las mesas. Algunos tenían los sombreros puestos. Charaviglio roncaba con la boca abierta. El japonés barría el piso. Entonces Pacheco comenzó a despertarlos sacudiéndolos en sus sillas y señalando la hora en el reloj de la pared. Eran las seis menos cuarto y sin duda ya no tendrían tiempo para llegar a la fábrica. Sin duda los despedirían a todos por llegar tarde. No querían despertar, pero cuando alcanzaban a ver la hora saltaban de sus sillas como resortes. La idea de llegar tarde los sobrecogía.
Salieron a la calle y oyeron un rumor suave y rítmico entre la oscuridad indecisa, como un gran animal que respiraba en su cueva. Se acercaron. Era un camión de la fábrica, que los esperaba. Cuando subieron todos, sin asombro, el conductor encendió los faros y apretó el acelerador.
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