Juguemos a Guillermo Tell (y II)
Viene de la primera parte
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Joan se levanta del aburrimiento, como si el sopor fuese una silla demasiado cómoda. García Robles está convencido de que no es la primera vez que Bill y su mujer juegan a Guillermo Tell. Después de todo su vida consiste, cuando no se observan los pies, en correr por las azoteas, buscando el arrullo del abismo y su brisa. No hay atisbo de turbación en el gesto de Joan, como si estuviese deseando que Bill la retase. Está tranquila. En el fondo, confía en la telepatía que la une a Burroughs cuando están muy colgados. Se coloca el vaso sobre la cabeza y cierra los ojos. «No puedo mirar, no puedo soportar ver sangre», dice con humor de yonqui. En mitad del juego, se vuelve una efigie de piedra, de mirada feliz y profunda, a la que un escultor estuviese a punto de hacer hablar. Burroughs retrocede algunos pasos, hasta quedar a tres metros de la estatua. Comprueba que la pistola está cargada. Extiende el brazo. Apunta brevemente. Aprieta el gatillo. El vaso rueda intacto por el suelo, y el dibujo que traza suena como un violonchelo.
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Ciudad de México les había prometido la felicidad al fin de la escapada, cuando un día emprendieron la huida de Nueva Orleans. En realidad, Nueva Orleans también les había hecho promesas. Se habían instalado al otro lado de la ciudad, cruzando el Mississippi, después de vender su terreno en Texas, porque era fácil conseguir heroína y morfina. La droga posee una geografía propia, con sus asentamientos. Joan ya ha dado a luz a William S. Burroughs III. Ella y Bill están otra vez atrapados en la ecuación. Bill es un enfermo total, postrado, y los bajos fondos de Nueva Orleans le ayudan a perfeccionar su locura. En cuatro años lo ha visto todo, salvo el yagé. «He consumido la droga bajo muchas formas: morfina, heroína, dilaudid, eucodal, pantopón, diccodid, diosane, opio, demerol, dolofina, palfium. La he fumado, comido, aspirado, inyectado en vena-piel-músculo, introducido en supositorios rectales. La aguja no es importante. Tanto te da que la aspires, la fumes, la comas o te la metas por el culo, el resultado es el mismo: adicción». A finales de 1949, en Nueva Orleans empieza a cruzarse con demasiados agentes de policía. No quieren yonquis en la ciudad, pero Bill necesita la droga «para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme, para tomar el desayuno». Una tarde la policía le da el alto. Su coche va lleno de heroína y marihuana. Cuando registran su vivienda, encuentran marihuana, cápsulas y un revólver del 38. «Ahora su marido es propiedad del Tío Sam», le dice uno de los agentes a la mujer de Bill mientras se lo llevan. Es el momento de buscar la felicidad en otro sitio. La policía había cometido el error de registrar la casa sin mandato judicial, y William queda en libertad, a la espera de la vista oral. Pero «el juicio en Nueva Orleans por tenencia de heroína y marihuana —admite en Queer— parecía tan poco prometedor que decidí no acudir a la cita del tribunal». Hacen las maletas. México los espera.
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La bala forma una bolsa de silencio que envuelve la casa de Haely. En cierto sentido, se hace de noche. De pronto, se acaba también el verano y entra el invierno. No hay otoño. El tiro es seco, breve, y deja marcas de pasos, como si la bolsa gotease. El reloj se congela en las siete y media de la tarde para siempre. Nadie sabe, después de la detonación, en qué año se encuentra. Cada uno pisa una fecha. La bala lo remueve todo: el calendario, el suelo, la historia… Todos se vuelven en la dirección de Joan, a tiempo de oír cómo rueda el vaso de ginebra por el suelo hasta que la inercia muere, agotada. Bill no soporta el peso de su mano, y deja caer la pistola, que suena hueca y atroz. El bienestar de la droga desaparece de repente. Siente frío y calor. Quiere morir y correr hacia cualquier lugar, pero no existen lugares.
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Han huido bien. William enseguida advierte que Ciudad de México es una enorme colonia extranjera, con fabulosos burdeles y restaurantes, y cualquier forma imaginable de diversión. «Un hombre solo podía vivir bien allí por dos dólares diarios», calcula, como si siempre hubiese sido pobre. México tiene un «aire claro y brillante y un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los revoloteantes buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y despiadado azul mexicano». Por un momento, Bill y Joan tienen de nuevo el sueño de comprar acres de tierra y sembrar. «México es mi lugar —le escribe enseguida a Kerouac—. Quiero vivir aquí y criar a mis hijos aquí». Su entusiasmo es tan contagioso, que Jack y Neal Cassady no lo piensan y se suben sin maletas a su Ford 1937.
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Joan se desploma como si cayese desde un octavo piso. No deja de precipitarse lentamente. Cuando se detiene, el suelo tose. Bill tarda en reaccionar, por la mezcla de frío y calor. Apenas oscila por dentro. Ella tiene una bala en la cabeza, pernoctando. Todo parece irreal y extranjero, como pasear por calles con letreros de neón que no consigues entender. De hecho, Lewis y Eddie Woods creen que Bill y Joan bromean aburrida y toscamente. Pero la broma se disuelve poco a poco, como si solo fuese humo de cigarro, y queda a la vista la tragedia cruda y granate. La sangre de Joan se extiende cuarta a cuarta. Sufre espasmos. Trata de hablar, pero solo emito sonidos rotos. De pronto, todos comprenden lo que sucede, pero sin entender en absoluto. Hay una falta de lógica aplastante, que les abrasa las manos cuando tratan de tocar a Joan. «Marker salió despavorido del departamento en busca de un vecino estudiante de medicina», cuenta García-Robles. Burroughs es un fantasma con los pies fríos. Cae de rodillas ante el cuerpo inerme de Joan y comienza a gritar: «¡Háblame! ¡Háblame!». Joan se aferra a la luz, pero no habla. En cuanto a Haely, casi hace una hora que ha salido a «resolver un asunto» y aún no ha regresado. Woods, por su parte, baja a buscar a la encargada del edificio. Es ella la que se comunica con la Cruz Roja, la policía y el abogado de Burroughs, Bernabé Jurado. El silencio empieza a astillarse de tanto pisarlo.
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Los primeros días son felices y remotos, como cuando desciendes al infierno y ves a conocidos. Se matricula en el México City College para tomar clases de antropología y arqueología maya. «Pensé en abrir un bar en la frontera», admite en Queer. Pero ya están el Bounty, el Ku Ku y el Hollywood Steak House. Tres bares son todo el hogar que necesita. Vive rodeado de norteamericanos acostumbrados a pasear sobre el abismo, como él. Así es feliz. Y Joan también. La droga hace el resto. Basta una mordida al médico, y ya tienes recetas para la morfina. Todos los funcionarios son corruptibles. «Podías curarte de una gonorrea por 2,40 dólares o comprar la penicilina e inyectártela tú mismo. No había normas que restringieran la automedicación, y se podían comprar agujas y jeringuillas en cualquier parte», relata Burroughs.
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Joan respira vagamente, sin nociones ya de lo que es la vida. Solo la separa de morir que no conoce los trámites exhaustivos de la muerte. A las siete y media llega la ambulancia. Es como si todo ocurriese a esa hora, da igual cuánto tiempo pase. Ya hay revuelo en la calle. Se llevan a Joan. Burroughs la acompaña y escucha a su lado la agonía, que se despliega en una partitura jadeante. Cruz Roja tiene un hospital en la calle Durango esquina Sonora. No tardan en llegar. Pero una hora después, Vollmer muere, tras cumplimentar todos los trámites. Empiezan a no ser las siete y media exactamente. «Burroughs se echó a llorar desconsoladamente, jalándose los cabellos de impotencia», cuenta García-Robles. En esas, aparece la policía, que traslada a Bill a sus dependencias en la avenida Cuauhtémoc, para la primera declaración. Burroughs todavía relata los hechos tal como han sucedido: Joan y él quisieron jugar a Guillermo Tell, ella posó un vaso sobre su cabeza, él disparo. Alguien da la orden de conducirlo a la prisión.
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La ciudad lo subyuga. «La gente cagaba en la calle y después se acostaba encima mientras las moscas le entraban y le salían de la boca. Algunos emprendedores, entre los que no eran infrecuentes los leprosos, hacían fogatas en las esquinas de las calles y cocinaban unos revoltijos horribles, apestosos, indescriptibles, que ofrecían a los transeúntes. Los borrachos dormían directamente sobre las aceras de la calle principal, y ningún policía los molestaba. Me pareció que en México todos dominaban el arte de no meterse en las cosas de los demás. Si un hombre quería llevar un monóculo o usar bastón, no vacilaba en hacerlo, y nadie se volvía para mirarlo», cuenta Bill, como si describiese el paraíso. Y al principio es así. Pero los paraísos también se acaban. No son tanto un lugar, como una franja de tiempo, y un día, se agota.
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Bernabé Jurado se reúne con William en la cárcel de Lecumberri. Le aclara, con esa clase de cinismo que lleva años cultivar, que los hechos no han ocurrido exactamente como él los ha presenciado, y le acaba de relatar a la policía. En derecho, la primera versión de un crimen raramente tiene futuro. A menos que quiera pasar mucho tiempo en la cárcel. Burroughs niega con la cabeza. Ni hablar de cárcel. De todas formas, quiere saber cómo sucedieron las cosas realmente. «Fácil. La pistola se te cayó al suelo mientras la limpiabas, y se disparó sin querer». Bill asiente en silencio. Todo irá bien, le promete Jurado. «Es el abogado del diablo —explica García-Robles en La bala perdida—, hipertransa, avieso, rey del soborno y el chanchullo, amo de la maniobra y capoteo de leguleyos […]. Se casó catorce veces […]. Murió en 1980, cuando en un arranque de celos mató a su esposa en un penthouse… Luego él mismo se disparó en la sien una bala expansiva». Bill interioriza el nuevo escenario. En el siguiente interrogatorio habla ya de accidente. A la larga, el relato siempre es más fuerte y brillante que los hechos. A Konrad Kninckerocker, en los años sesenta, le cuenta que un día «tuve un terrible accidente con Joan Vollmer, mi esposa. Tenía un revólver que pensaba vender a un amigo. Lo estaba probando y me salió un disparo… y la maté. Surgió el rumor de que yo estaba tratando de darle a una botella colocada sobre su cabeza, al estilo Guillermo Tell. Es absurdo y falso».
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García-Robles sostiene que la estancia de William en Lecumberri «es de todo menos terrible». Hay droga, buenos conversadores, los presos lo tratan tan bien que incluso «le dan cobijas para que no lo agarre el frío por las noches». Pero Jurado cumple su palabra, y trece días después de la muerte de Joan, Burroughs abandona la prisión «bendiciendo la corrupción de los tribunales mexicanos». No hay nada que celebrar, pero Jurado se lleva a Bill a la cantina de la Ópera, para celebrarlo. La Ópera es un santuario. En el período de la Revolución, zapatistas y villistas bebieron y comieron en sus salones. En el techo del cuarto gabinete hay un agujero de bala. A alguien le dio por decir que se trataba de un balazo de Pancho Villa, que había entrado a caballo en la cantina. Los mexicanos saben, sin embargo, que un día Bernabé Jurado desenfundó su pistola, borracho, y su acompañante llegó a tiempo de cogerle la mano y la bala se alojó en el techo. «Habrá que seguir pagando sobornos, pero todo saldrá bien», le asegura esa noche Jurado. Cuando llegue el juicio, «los peritos avalarán que la pistola se disparó por accidente».
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William se queda solo. Su hermano, Mortimer, que había llegado de San Louis a los pocos días del accidente, con dinero para los sobornos y la fianza, regresa a Estados Unidos y se lleva a su sobrino Bill. Los padres de Joan, a la que Mortimer entierra en el panteón americano de Tacuba, se hacen cargo de Julia. William va a los toros y a las peleas de gallos y porta armas. Por supuesto, bebe y se droga. Es decir, hace vida normal, como si no hubiese ocurrido nada, salvo los hechos. En realidad, en el primer capítulo de El almuerzo desnudo, escrito en pleno delirio, dice que «un año después, en Tánger, me enteré de la muerte de Jane [Joan]», no antes. Es como si nada dramático hubiese pasado todavía, y Joan solo se hubiese ausentado. Y de pronto, durante su período africano, en una sucia habitación del barrio moro, todo emerge. Son esos días en los que Paul Bowles se lo encuentra, y todo a su alrededor resulta desolador: «Se pasa en la cama todo el día —dice— inyectándose heroína y practicando el tiro al blanco con una pistola contra la pared de su habitación».
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En el vacío mexicano, con Joan muerta, nace el escritor. No podrá sino admitir, con el tiempo, que «todo me lleva a la atroz conclusión de que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan, y a comprender hasta qué punto ese acontecimiento ha motivado y formulado mi escritura… La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo, y me embarcó en una lucha de toda la vida, en la que no he tenido más remedio que buscar la salida escribiendo». Ya tiene el primer borrador de Yonqui. En realidad, ya trabaja sobre Queer. Le gusta decir que la diferencia entre una y otra, es que Yonqui es una novela de adicción, y Queer una novela de síndrome de abstinencia. «La primera parte fue escrita con caballo y la segunda no». A la espera del juicio, y de que todo el recuerdo se agote, se entera de que Jurado es un prófugo de la justicia. Burroughs no tiene muchas opciones. Sin Jurado puede aguardarle una larga condena. Aunque no han transcurrido cinco años desde que eludió la justicia estadounidense, y su caso no está prescrito, cruza la frontera. En diciembre se le ve por Florida. Pero «mi casa está en otra parte», le escribe a Ginsberg. Todavía cree en el yagé, y emprende de nuevo su búsqueda. En julio de 1953 Ginsberg recibe una carta desde la selva amazónica peruana. «Tengo una caja llena de ayahuasca», anuncia Burroughs. El yagé existe. «Es un viaje en el tiempo y en el espacio». Si viajase hasta el presente, en febrero celebraríamos que cumple cien años.
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