L.S. Hilton
'Maestra': thriller feminista, orgías y alta cocina
La escritora L.S. Hilton el pasado mayo en Madrid. / Luis Sevillano
Las dos primeras páginas fueron capaces de poner en tensión en un vagón de metro a una señora con pelo de moldeador y chaquetilla de vichy. Retorció la nariz y miró con aire indignado, se cambió de sitio en cuanto pudo. Es lo que ocurre con la gente que lee por encima del hombro lo que lleva el de al lado. En aquella ocasión, era Maestra, de L.S. Hilton, un batido compacto de sexo, arte, dinero, muerte y poder; eso sí, escrito por una mujer y a través de la pupila de una mujer, Judith Rashleigh, la protagonista.
Algún (o algunos) insensato la intentó comparar con E.L. James y 50 sombras de Grey. O con Perdida, de Gillian Flynn. Lejos, muy lejos de la primera, algo menos de la segunda, queda la narrativa clara y directa de Hilton, las referencias al arte con todas sus aristas (gastronomía, libros, música, cine, pintura…) y sobre todo, la nitidez y la normalidad con la que se trata el deseo de asesinar a alguien, de repente o con una pauta milimétrica; también las orgías, deseos y prácticas más o menos habituales, depende de para quién. Todo ello, sin contar el poder otorgado a la mujer en cada línea, la capacidad de decisión, la franqueza para mostrarse desnuda, literal y metafóricamente. Maestra también es un libro feminista, aunque no pretendía serlo: “Lo que sí pretendía era, sobre todo, resaltar la fuerza que muchas veces una mujer necesita para poder hacer lo que realmente quiere y ser libre de verdad. Está demasiado claro que para los hombres no es lo mismo”. Cree, sin embargo, que Judith puede ser un perfecto ejemplo de feminismo. Ella misma lo es. “Sinceramente, creo que para ser feminista no hace falta ser demasiado inteligente pero, como mujer, si no eres feminista es que eres idiota”.
Hilton, británica, nació en Liverpool en el 74. Después de licenciarse en Oxford, estudió Historia del Arte en París y Florencia y no es la primera vez que se pone a llenar páginas: “Hasta ahora había escrito principalmente novelas históricas y sobre todo biografías. Mi anterior agente literaria me propuso escribir algo distinto a lo que ya había hecho, pero cuando leyó el manuscrito de Maestra le pareció demasiado atrevido y no lo quiso”. Ahí entró en juego el azar. Hilton tiene un amigo con un restaurante en Londres, donde vive ahora, y le comentó que uno de sus cliente era editor. “Me pidió que le dejara una copia y que él mismo se encargaría de que ese señor lo leyera”. Y así fue. La primera vez que el editor fue a cenar al restaurante, ese amigo casi le obligó a llevarse el manuscrito. A la mañana siguiente, cuando fue a abrir el local, el editor estaba ahí esperándole para pedirle su número. “No me puedo quejar de cómo el azar se ha portado conmigo”.
De disfraz en disfraz
Con Judith Rashleig el azar fue algo menos benévolo. O la vida, en general. Esta ayudante en una conocida casa de subastas londinense no es solo una mujer empaquetada en un traje sobrio y tacón medio llegada de provincias e incómoda por ese origen medio; es alguien que sabe que no está cómoda en ese disfraz y quiere otro. Ese que le dará, bajo su punto de vista, lo que ella merece. Y no escatimará recursos, tiempo ni temple para conseguirlo. El reencuentro, de andén a andén de metro, con una amiga de la infancia empezará a empujarla a esa nueva Judith, la que dejará de someterse a las reglas del patriarcado, los protocolos y los supuestos sociales.
Jael y Sisera(1620), una obra de Artemisia Gentileschi.
Asegura Hilton que no hay nada en su pasado o en su presente que la asemeje a la protagonista, aunque ella también se mudara de Liverpool a Londres. “Un tema muy frecuente en las novelas inglesas de los 50 era la distancia que la educación podía crear entre una generación y otra con respecto a la clase social, distancia que tenía luego una correlación geográfica”. Hilton quiere explicarse mejor: “Era muy típico ver a jóvenes de clase medio baja que gracias a los estudios podían ascender y que normalmente se mudaban de la periferia, o de pequeñas ciudades, a Londres”. Hoy los ingleses creen que ya no existe ese clasismo, ni la dicotomía centro-periferia, ni la vergüenza por los orígenes o la procedencia, y además están convencidos de que su mundo es una meritocracia: “La vida de Judith demuestra que eso no sólo no es cierto, sino que se trata de una ilusión, algo que nos quieren hacer creer”.
Los peldaños de esa escalera, la del poder y el reconocimiento, que muchos anhelan subir, es aún más empinada para Rashleig: mujer, joven y atractiva. Con más ahínco, al final convertido en una rabia supurante, intentará alcanzar el último escalón. Esa imagen de una mujer a ratos despiadada, a ratos vulnerable, es la de cualquiera que tenga la franqueza de reconocerse no solo en el amor, sino también en la culpa, en la humillación, en el rencor o incluso en el odio. Rashleig no oculta, no aminora ni suaviza lo que siente, lo vive y mueve ficha en consecuencia. No le tiembla la mano. Es quizás ese puré de sentimientos lo que hace empatizar con ella: es la realidad de los yoes más oscuros de cualquiera, elevados y amplificados.
No hay pudor ni reticencias en Judith Rashleig, como tampoco las tuvo Hilton a la hora de escribir. “Tendríamos que aprender a no censurarnos tantos en todas las diferentes esferas de nuestra vida, desde la sexual a la profesional“. Más allá de eso de lo que habla todo el mundo, el sexo como si fuera algo a la cotidianeidad de la humanidad (casi) al completo, a Hilton le preocupaba e incluso le daba miedo la opinión sobre si estaba mal o bien escrito. “He recibido muchos mails de gente que me felicitaba por mi trabajo, pero me entristeció mucho el correo de un lector italiano que me decía que el libro no está bien escrito. Si ese lector hubiera criticado la trama o, yo qué sé… las escenas de sexo, no me hubiese importado demasiado”.
La narrativa es visual y ligera, sin construcciones intrincadas ni yuxtaposiciones infinitas. Probablemente eso, más los escenarios y una historia que engancha desde el párrafo dos, fue lo que provocó que Maestra se vaya a convertir en película en 2017. Estas 347 páginas rebosan imágenes, algunas reconocibles como las obras de arte (las de Artemisia Gentileschi y la de Bronzino sí tienen un significado especial para la autora, sobre todo las del florentino, al que va a mirar a la National Gallery de Londres cuando está triste), otras despertadoras de hambre y de sueños. Hay mucho estómago en Maestra: ossobucos, rissotos, láminas de pavo en salsa de miel, champán Cristal, Coca Cola, pollo frito y pizzas. Cada bocado es más que un añadido al texto, es también signo y símbolo del momento, de quién empuña el tenedor o sostiene el vaso, de dónde lo hace. Y de fondo, y no se pueden hacer spoilers, la muerte de los demás como supervivencia propia, contundente e instructora, narrada como una receta de tortilla, sencilla. Y agua, constante agua...
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