Ilustración de Fernando Vicente |
Mario Vargas Llosa
Las estatuas vestidas
Los intelectuales italianos han considerado, con razón, una “sumisión” intolerable la decisión de cubrir las imágenes desnudas para no incomodar al presidente iraní
EL PAÍS
6 FEB 2016 - 18:00 COT
Para no
incomodar a su huésped, el presidente de Irán, Hasan Rohani, de visita oficial
en Roma, el Gobierno italiano mandó enfundar las estatuas griegas y romanas de
los Museos Capitolinos —entre ellas, una célebre copia de Praxíteles— en
púdicos cubos de madera. Y, añadiendo a la estupidez un poco de ridículo, la
jefa de protocolo hizo desplazar los atriles y los sillones donde iban a
conversar el primer ministro Matteo Renzi y su invitado, a fin de que éste no
tuviera que topar nunca su mirada con los abultados testículos del caballo que
monta Marco Aurelio en la única estatua ecuestre de la sala Esedra de aquel
palacio museístico. Ni qué decir que en las cenas y agasajos que ofrecieron sus
anfitriones al presidente Rohani quedaron abolidos el vino y todas las otras
bebidas alcohólicas.
Por lo visto, la razón de ser de tanto celo fueron los 17.000 millones de euros en contratos que firmaron el mandatario iraní y el ejército de empresarios que lo acompañaba, inyección de inversiones que viene muy bien a la maltratada economía italiana, una de las que se deteriora más rápido dentro de la Unión Europea. Por suerte, la élite intelectual italiana, bastante más principista y lúcida que su Gobierno, ha reaccionado con dureza ante lo que, con justicia, Massimo Gramellini, en La Stampa, ha llamado la “sumisión” intolerable de unos gobernantes ante la visita del mandatario de un país donde todavía se lapida a las adúlteras y se ahorca a los homosexuales en las plazas públicas, además de otras barbaries parecidas.
Gramellini
y los periodistas, políticos y escritores italianos que han protestado (a veces
con furia y a veces con humor) por la iniciativa de vestir las estatuas tienen
razón. El hecho va mucho más allá de una anécdota que provoca risa e
indignación. Se trata, en verdad, de una actitud vergonzante y acomodaticia que
parece dar la razón a los fanáticos que, en nombre de una fe primitiva, obtusa
y sanguinaria, se creen autorizados a imponer a los otros sus prejuicios y su
cerrazón mental, es decir, aquella mentalidad de la que la civilización occidental
se fue librando —y librando al mundo— a lo largo de una lucha de siglos en la
que cientos de miles, millones de personas se inmolaron para que prevaleciera
la cultura de la libertad. Que hoy día goce de ella una buena parte de la
humanidad es algo demasiado importante para que un Gobierno, mediante gestos
tan lastimosos como el que reseño, esté dispuesto a hacer el simulacro de
renunciar a esa cultura a fin de no poner en peligro unos contratos que alivien
una crisis económica a que lo ha conducido el populismo, es decir, su propia
irresponsabilidad demagógica.
Aquel
gesto puede ser una pantomima simpática hacia el presidente Rohani, a quien,
por lo visto, los años que pasó haciendo un doctorado en la Universidad
escocesa de Glasgow no bastaron para librarlo de las telarañas dogmáticas que
traía consigo; pero es una gran traición con los miles de miles de iraníes que
son las víctimas infelices de la intolerancia de los ayatolás y que resisten
con heroísmo la lápida que les cayó encima desde que, para librarse de la
dictadura del Sah, se echaron en brazos de una dictadura religiosa.
Y es
una gran traición también hacia la civilización a la que Italia, probablemente
antes que ningún otro país, contribuyó a edificar y a proyectar por el mundo
entero, un sistema de ideas que con el correr del tiempo crearía al individuo
soberano e impondría los derechos humanos, la coexistencia en la diversidad, la
libertad de expresión y de crítica, y una concepción de la belleza artística de
la que esas estatuas griegas y romanas encajonadas para que no hiriesen la
sensibilidad del ilustre huésped son, con sus torsos, pechos y sexos al aire,
soberbia representación.
El
artículo de Massimo Gramellini da en el clavo cuando, detrás de este pequeño
incidente, detecta algo más grave y profundo: una actitud entre complaciente y
cínica, que desborda Italia y se extiende por doquier en los países y culturas
que conforman el mundo occidental, hacia la civilización de la que tenemos el
inmenso privilegio de ser beneficiarios, esa misma que nos ha librado a todos
quienes vivimos en ella de padecer los horrores que padecen las mujeres iraníes
—esas ciudadanas de segunda clase como lo son todas las de los países
musulmanes, con excepción, quizá, por ahora, de Túnez— y los hombres que, allá,
quisieran pintar, escribir, componer, pensar, votar, vestirse o desnudarse con
la misma libertad con que lo hacemos en París, Roma, Madrid, México, Buenos
Aires, y todos los rincones del mundo donde aquella llegó, afortunadamente,
librando a la gente de las horcas caudinas del despotismo y las verdades
únicas.
Las
cortesías de la diplomacia deben respetarse pero, también, tener un límite y
éste sólo puede ser el de no hacer concesiones que impliquen una
auto-humillación o un agravio hacia la propia cultura. Lo ha dicho muy bien
Michele Serra, en un artículo de La Repubblica: “¿Valía la pena, por no ofender
al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?”. Si la percepción de las
bellas nalgas y pechos de las Venus o de los muslos, falos y testículos de los
Adonis y equinos pueden herir la susceptibilidad de un ilustre invitado, que el
protocolo diseñe una trayectoria que no haga discurrir a éste entre estatuas y
caballos, y que nadie cometa la imprudencia de servirle una copa de champagne o
de vodka, pero ir más allá de esos límites es, tal cual lo dice Gramellini,
actuar como los “siervos que quieren complacer a quienes los asustan”.
A
diferencia de los fanáticos, tan orgullosos de sus creencias que las utilizan
como armas arrojadizas, es bastante frecuente en el mundo occidental llevar el
espíritu autocrítico a unos extremos suicidas. Esto es lo que hacen quienes,
asqueados de los defectos, vicios y contrasentidos que muestra nuestra
civilización, están dispuestos a vilipendiarla y, en cambio, respetan y
muestran una infinita tolerancia por las otras, las que la odian y quisieran
acabar con la nuestra, no por lo que en ella anda mal sino, por el contrario,
por lo que en ella anda muy bien y debe ser defendido contra viento y marea: la
igualdad de hombres y mujeres, los derechos humanos, la libertad de prensa,
pensar, creer, escribir, componer, crear, con total libertad, sin ser censurado
o sancionado por hacerlo. El presidente Rohani, cuando reciba de visita al
primer ministro Renzi en Teherán, no permitirá que, para complacerlo, haya
desnudos de mármol al estilo griego y romano en sus recorridos, ni que se
luzcan a su paso estatuas ecuestres con apéndices testiculares a la vista, y,
desde luego, el gobernante italiano no se sentirá ofendido por ello. En eso
—pero sólo en eso— hay que imitar a los fanáticos: nuestra cultura, que es la
cultura de la libertad, es lo que somos, nuestra mejor credencial, no hay razón
alguna para ocultarla. Al revés: hay que lucirla y exhibirla, como la mejor
contribución (entre muchas cosas malas) que hayamos hecho para que
retrocedieran la injusticia y la violencia en este astro sin luz que nos tocó.
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