domingo, 19 de diciembre de 2021

Volver a dónde / La savia de la identidad

 






La savia de la identidad

Antonio Muñoz Molina mezcla en ‘Volver a dónde’ su diario del confinamiento con reflexiones sobre el presente y sus recuerdos de infancia en un pueblo. El resultado es un magistral acto de fe en la escritura como depósito de memoria


DOMINGO RODENAS DE MOYA

¿Adónde volvimos el 21 de junio de 2020, cuando, después de seis prórrogas, terminó el estado de alarma que había sido decretado el 14 de marzo para combatir la expansión de la covid-19? El Gobierno habló de nueva normalidad, expresión a la vez eufemística y paradójica que no ocultaba que lo único nuevo de esa realidad enmascarada consistía precisamente en su anormalidad. Tres meses de confinamiento, con grados progresivos de atenuación y rectificación, nos sometieron a un experimento psicosocial a gran escala cuyos resultados colectivos están por evaluar, pero de cuyos efectos individuales.





Antonio Muñoz Molina ha querido dejar testimonio concreto, lejos de abstracciones y teorías —inevitable pensar en Agamben o Zizek—, en este libro que trata de responder a la pregunta de su título, Volver a dónde.

La respuesta que brinda ni es simple ni categórica, porque está fabricada con la complejidad que se deriva de la atención a lo inmediato. En ella reencontramos al Muñoz Molina que observa puntilloso el mundo exterior y al avezado en introspecciones, al escritor que se regodea en la consignación notarial de cuanto está al alcance de sus sentidos y al que escudriña las cámaras interiores de la mente. También al narrador que describe el presente estricto y al que recrea el irremediable pasado. La combinación armónica de todas esas facetas se logra aquí mediante una estructura fragmentaria y muy meditada que alterna dos series de apuntes. De un lado, el diario del confinamiento que llevó entre el 26 de febrero y el 6 de junio de 2020, cuyas anotaciones, datadas y en cursiva, recogen el sucederse de los días y la paulatina toma de conciencia sobre la gravedad de la situación. De otro, las notas sin datar que se inician en junio de 2020, coincidiendo con el fin del estado de alarma, y en las que se superponen dos formas de nostalgia: la de los largos días del encierro y la de un pasado más remoto, el de su infancia en Úbeda. Esta disposición cronológica confiere al libro un diseño circular, en el que se abrazan el confinamiento y la escritura, el acontecimiento y su evocación o, más exactamente, su salvación literaria.


Empujado por la voz de su madre al teléfono o por el olor de las tomateras en el balcón, lo que Muñoz Molina salva del olvido es el mundo rural de su niñez, rescatado en una arqueología gestual y sensorial, colorida y fragante, pegada a los ritos estacionales de la huerta o la matanza (magnífico y atroz el relato de ese ritual sangriento), a las figuras familiares encasilladas por la imaginación infantil e incluso a los parientes ilusorios surgidos de ella. La vividez carnosa con que se rescatan personas y sensaciones (espléndidas las páginas sobre lo suave y lo áspero) dota a este mundo lejano de una profundidad de la que carece el presente plano donde imperan las cifras de contagiados y muertos y un cainismo político ciego y anonadante. Es el presente de la angustia, el estupor y la ira ante la entronización de la ignorancia, el del refugio en las sonatas de Beethoven o en la lectura de Galdós (la trilogía de Centeno o los Episodios nacionales), en el que encuentra un certero retrato del fanatismo español y al que confirma como un escritor inmenso. Es el presente de los paseos en bicicleta y de las visitas al Jardín Botánico solo para experimentar un simulacro de retorno a la huerta que le estuvo destinada y de la que, gracias al empeño de su madre en que estudiara, se libró.


Hay una consciencia militante en la vuelta a aquellos años en que el futuro estaba por definir. Es un prurito rememorativo que se traduce retóricamente en la técnica enumerativa de objetos, usos y costumbres —algunos brutales—, oficios y palabras, con su sistema de valores adherido. Aquel universo campesino en vías de extinción adquiere una encarnadura verbal en la que unas veces, la mayor parte, hay delectación, como cuando se paladea el nombre exacto de árboles y plantas (los aligustres, el cerrajón, la corregüela…), y otras, las menos, un sabor amargo: basta ver la glosa de la expresión “tener sangre [en las venas]”. El contraste entre aquellas realidades afantasmadas en el recuerdo y el Madrid pandémico que atisba el autor desde su balcón acentúa su convicción de que solo la escritura preserva la existencia de lo que alguna vez fue. Y, más emotivamente, la de quien alguna vez vivió, como su padre. Sabe que de nosotros solo quedará lo que permanezca en los relatos de quienes nos sobrevivan. Esa verdad fue el motor de su novela El viento de la Luna (2006), con la que esta crónica guarda no poca relación.


Con sus 228 capítulos breves, el libro invita a una lectura serena, de sorbos cortos, en la que muchos lectores encontraran reflejos de sí mismos, de su abatimiento durante los meses de encierro, de su indignación ante el incivismo insolidario de fiestas privadas y botellón callejero o de sus voluntariosas compensaciones cotidianas. Y tales reflejos serán inevitables para quienes posean una memoria infantil crecida en la España rural, para quienes sientan patéticamente el transcurso del tiempo como una ley injusta e ineluctable que todo lo arrastra al imbornal del olvido. Por eso el espacio al que vuelve Muñoz Molina en este libro no es tanto el de la nueva normalidad, sino aquel en el que arraigan sus raíces más profundas, de las que sube la savia de la identidad. Y, sí, este libro es una magnífica cartografía de ese lugar inmaterial.


EL PAÍS



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