John Berger
CONVERSACIÓN
Traducción de Esther Cross
Las ocho de un atardecer de verano en el metro
rumbo a un suburbio de París. No hay asientos vacíos pero los pasajeros que
están de pie no van apiñados. Hay un grupo de cuatro hombres de unos
veinticinco años. Están de pie, a la derecha del vagón, junto a las puertas
corredizas –esas puertas no se abren cuando el tren viaja en esta dirección.
Uno de los del grupo es negro, dos son blancos y
el cuarto puede ser magrebí. Estoy de pie, bastante lejos de ellos. Lo primero
que llamó mi atención fue su complicidad evidente y la intensidad de su
conversación, de sus relatos.
Los cuatro están vestidos de manera informal
pero cuidada. Su aspecto, su apariencia, debe importarles más que a la mayoría
de los hombres de su edad. Todo en ellos está alerta, nada es inexpresivo. El
magrebí usa pantalones cortos, azules y holgados, y Nikes impecables. El negro
tiene mechones del color del sándalo en su pelo negro espeso. Los cuatro son
viriles y masculinos.
El tren se detiene y descienden algunos
pasajeros. Puedo acercarme un poco más al cuarteto.
Todos intervienen con frecuencia en el discurso
de los otros. No hay monólogos pero tampoco nada se parece a una interrupción.
Sus dedos, muy inquietos, se acercan una y otra vez a sus caras.
De pronto me doy cuenta de que son completamente
sordos. Si no lo advertí antes fue por su fluidez.
Otra estación. Encuentran cuatro asientos
juntos. Me paro justo detrás de ellos. Siguen comportándose como si estuvieran
solos. Pero la manera en que deciden ignorar al resto es una forma de tacto y
gentileza, no de indiferencia.
Miro el vagón de un extremo a otro. Al parecer
soy la única persona que se fijó en ellos. Uno casi nunca escucha lo que dicen
los pasajeros en el metro. Si el lenguaje que usan es, además, silencioso, no
hay nada llamativo, que se haga notar. De vez en cuando, uno de los cuatro
gruñe al reírse.
Siguen contándose historias, comentan hechos.
Ahora los miro con la misma curiosidad con que se miran entre ellos.
Comparten un vocabulario de signos gestuales
para reemplazar un vocabulario de palabras pronunciadas. Ese vocabulario tiene
una sintaxis y gramática propias, establecidas, sobre todo, en base al ritmo.
Sus señas gestuales están hechas con las manos, las caras y los cuerpos, que
relevaron la función de la lengua y el oído: un órgano que articula y otro que
recibe. Los dos son importantes en cualquier diálogo, en cualquier parte, pero
en el vagón –y seguramente en todo el tren– no hay diálogo que pueda compararse
al de ellos.
Los rasgos físicos con que el cuarteto gesticula
al conversar -ojo, labio superior, labio inferior, dientes, mentón, frente,
pulgar, dedo, muñeca, hombro-, esos rasgos tienen para ellos el registro de un
instrumento musical o una voz con sus notas específicas, cuerdas, vibraciones,
grados de insistencia y vacilación. Mirarlos con los ojos es como escuchar una
sesión de jazz con los oídos.
Sin embargo, en mis oídos sólo está el sonido
del tren que desacelera al llegar a la próxima parada. Algunos pasajeros se
ponen de pie. Podría sentarme pero prefiero quedarme donde estoy. Los del
cuarteto notan mi presencia, por supuesto. Uno de ellos me sonríe pero no es
una sonrisa de bienvenida, sino de aceptación.
Intercepto su miríada de frases –a la que no
puedo dar un nombre–, sigo el ir y venir de sus respuestas sin saber a qué se
refieren, me dejo llevar por su ritmo, movido por sus expectativas, y siento
que me rodea una canción, una canción nacida de sus soledades, una canción en
un idioma extranjero. Una canción sin sonido.
DE OTROS MUNDOS
DRAGON
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