Thomas Bernhard
ENTREVISTA
Declaraciones recogidas por Asta Scheib
Traducción de Thomas Kauf
QUIMERA Nº 65. 1987
¿Quién es Thomas Bernhard?
Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es ¿no? Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando de parecer.
¿Hay seres de los que usted dependa, que tengan una influencia decisiva en su vida?
Uno siempre es dependiente de las personas. No hay nadie que no dependa de algún ser. El hombre que estuviera siempre a solas consigo mismo acabaría hundiéndose al cabo de muy poco tiempo, se moriría. Yo soy de la creencia que para cada uno de nosotros existen seres decisivos. Yo he conocido a dos en mi vida; mi abuelo paterno y una persona a la que conocí un año antes de la muerte de mi madre. Fue una relación que duró más de treinta y cinco años. Todo lo que a mí se refería provenía de esta persona, de ella lo he aprendido todo. Y con su muerte también desapareció todo. Entonces uno se encuentra solo. Al principio a uno le gustaría morirse también; después se pone a buscar. A todas las personas que todavía se tienen, a las que se ha dejado olvidadas en el transcurso de la vida. Entonces se encuentra uno muy solo. Hay que aprender a vivir con ello. Cuando me encontraba solo, fuese donde fuese, siempre he sabido que esta persona me protegía, me mantenía, y también que me dominaba. Después, todo desapareció. Uno está en el cementerio. Están cerrando la tumba. Todo lo que tuvo algún significado se ha ido. Entonces se despierta cada día por la mañana con una pesadilla. No se trata forzosamente de que se quiera seguir viviendo. Pero uno tampoco quiere pegarse un tiro, o colgarse. A uno eso le parece feo, y desagradable. Entonces sólo quedan los libros. Se precipitan sobre uno con todos los horrores que en ellos se pueden escribir. Pero de puertas afuera se sigue viviendo como si nada, para evitar que el entorno, que siempre está al acecho de nuestras debilidades, nos devore. Por poco que uno las deje aflorar, abusará de nosotros y nos sumergirá en un mar de hipocresía. Entonces la hipocresía se llama compasión. Es la definición más bella de la hipocresía.
Tal como he dicho antes, es difícil, tras treinta y cinco años de convivencia con una persona, encontrarse de repente solo. Esto sólo lo entienden las personas que han vivido una experiencia parecida. Uno se vuelve de repente cien veces más desconfiado que antes. Uno se vuelve más frío de lo que antes ya se le catalogaba. Aún más reservado. Lo único que le salva a uno es que no hay que morirse de hambre.
¿Cuándo tuvo usted alguna alegría por última vez?
Uno se alegra cada día de seguir viviendo y de no estar todavía muerto. Esto constituye un capital inapreciable.
Aprendí, del ser que se me ha ido, que uno se agarra a la vida hasta el final. En el fondo, todos estamos contentos de vivir. La vida no puede ser tan mala hasta el punto de no aferrarse a ella. La curiosidad es el estímulo. Uno desea saber: ¿qué más falta aún? Es más interesante saber lo que ocurrirá mañana, que lo que está pasando hoy. Cuanto mayor se hace uno, más interesante se vuelve la vida. Tras la destrucción del cuerpo, la mente se desarrolla sorprendentemente bien.
Lo que más me gustaría es saberlo todo. Siempre trato de robar a la gente, de sacarle todo lo que lleva dentro. En la medida en que esto se puede practicar a escondidas. Cuando la gente se da cuenta de que la estás robando, entonces se cierra. Como cuando se ve a un sospechoso acercarse a la casa, se atranca la puerta. Aunque también se puede forzar la puerta, cuando no queda más remedio. Todo el mundo puede dejarse una ventana abierta en el desván. Esto puede ser muy estimulante.
¿Ha deseado usted alguna vez fundar una familia?
-Sencillamente me he limitado a sentirme feliz de sobrevivir. Fundar una familia, ni se me podía pasar por la cabeza. No tenía salud, y por lo tanto, tampoco ganas de pensar en estas cosas. No me quedó más alternativa que refugiarme en mi capacidad de raciocinio, y tratar de sacarle algún provecho ya que mi cuerpo estaba agotado. Estaba vacío. Y así ha seguido, durante años y años. ¿Es eso bueno, o malo? ¿Quién lo sabe? Pero es una forma de vivir. La vida puede asumir infinitas formas.
Mi madre murió a los cuarenta y seis años. Fue en 1950. Conocí a mi compañera un año antes. Al principio sólo fue una amistad y una relación muy fuerte con una persona mucho mayor que yo. En cualquier lugar del mundo donde me encontrase, ella era el punto central del cual yo lo extraía todo. Yo siempre sabía que esta persona era totalmente mía en los momentos difíciles. No tenía más que pensar en ella, sin siquiera buscarla, y todo se arreglaba. Incluso ahora, sigo viviendo con esta persona. Cuando estoy preocupado pregunto: ¿Qué harías tú? Así he conseguido apartarme de algunas atrocidades integrales, que no se pueden excluir con la edad, ya que todo está dentro de uno. Para mí, ella fue el elemento de moderación y de disciplina. Y por otra parte también el elemento de apertura al mundo.
En algún momento de su vida ¿se ha sentido usted satisfecho?
Nunca me he sentido satisfecho de mi vida. Siempre me he sentido muy necesitado de protección. Con mi amiga encontré protección, y siempre me impulsó a trabajar. Ella se sentía feliz de verme hacer algo. Por eso fue maravilloso. Viajábamos. Yo le llevaba sus pesadas maletas, pero aprendí muchas cosas, por poco que se pueda decir esto refiriéndose a uno mismo, pues de todas maneras siempre es poco, o casi nada. Pero para mí lo fue todo.
Cuando yo tenía diecinueve años, en Sicilia, me enseñó donde vivía Pirandello, pero sin la pedantería empalagoso de la persona muy culta. Como de pasada. Fuimos a Roma, a Split, pero lo importante entonces eran sobre todo los viajes interiores que hicimos. Vivíamos en un sitio perdido en el campo, con mucha sencillez. Por las noches la nieve caía encima de nuestra cama. Sentíamos esta predilección por la sencillez. Las vacas pastaban junto al dormitorio, tocando a donde vivíamos, donde tomábamos la sopa rodeados de libros.
¿Usted está conforme con su vida de escritor?
Bueno, uno siempre anhela mejorar escribiendo, sino sería para volverse loco. Es un fenómeno que aparece con la edad. Las composiciones deberían irse volviendo más rigurosas. Yo siempre he tratado de mejorar progresando. Partir del último paso para dar el siguiente. Evidentemente, los temas son siempre los mismos, claro está. Cada uno sólo tiene su propio tema, y se mueve dentro de él. Y entonces se hacen las cosas bien. Siempre se tienen muchas ideas: hacerse monje, ferroviario, o leñador, quizá. Pertenecer a la gente muy sencilla. Lo que evidentemente es un error, porque uno no pertenece a ella. Cuando uno es como yo, no puede convertirse en monje o en ferroviario, claro está. Siempre he sido un solitario. A pesar de este fuertísimo lazo siempre he estado solo. Al principio, claro, aún creía que tenía que ir a los sitios y participar. Pero por lo menos desde hace un cuarto de siglo apenas me relaciono con otros escritores.
Uno de sus temas principales es la música. ¿Qué significa para usted?
Estudié música cuando era joven. Me ha perseguido desde la infancia. Aunque siempre me ha gustado, la música ha sido como una caza y un acoso para mí. Sólo estudiaba para poder estar con gente de mi edad. Probablemente esta necesidad era la consecuencia de mi relación con esta persona mucho mayor que yo. He jugado, cantado, hecho teatro con mis colegas del Mozarteum. Después la música se volvió imposible debido a motivos puramente físicos. Sólo se puede hacer música cuando se está permanentemente con más gente. Como precisamente era esto lo que yo no quería, el problema se resolvió por sí solo.
Sus ataques, principalmente contra el Estado y contra la Iglesia, son a menudo muy fuertes. En Extinción (Auslóschung) describe usted el catolicismo como «lo que destruye el alma del niño, lo que le asusta, lo que anega su carácter». Para usted, su país, Austria se ha convertido en «un negocio sin escrúpulos donde sólo se comercia con todo y donde todos estafan a todos por todo». ¿ Escribe usted desde una posición de odio universal?
Yo amo a Austria. Esto no se puede negar. Pero la estructura del Estado y de la Iglesia es tan horrible que sólo se puede odiarla.
Soy de la opinión que todos los países y todas las religiones, a la que se los conoce de cerca, son igual de horribles. Con el tiempo se descubre que la estructura es en todas partes la misma, tanto en las dictaduras como en las democracias; en el fondo, para el individuo son igual de horribles. Por lo menos vistas de cerca. Pero más vale no dejarse llevar y no proclamar este tipo de cosas, para que no me echen los perros.
¿Para usted no es importante el reconocimiento, como escritor y como ser humano en su propia patria?
El hombre, desde el principio, está sediento de amor por naturaleza. Sediento del cariño, del don que el mundo tiene por ofrecer. Cuando a uno le privan de esto, por mucho que repita mil veces que es un ser frío, que nada ve ni nada oye, le golpea con toda dureza. Pero esto es así, es inevitable. Cuando se dan voces en el bosque, el eco las devuelve. Cuando se conoce el bosque, también se conoce el eco. En el fondo, también se está enamorado del odio y del desdén.
¿Es quizá por esta razón que de entrada, en sus libros, empieza usted por hacer tabla rasa? Da la impresión de un ajuste de cuentas algo brutal con determinadas personas. ¿Recibe usted las reacciones consecuentes ?
Sí. A veces se vuelve casi insoportable. Ayer, cuando estaba en la ciudad, una mujer se me echó literalmente encima. Se puso a gritar: «Si sigue usted por este camino reventará». Se está indefenso ante este tipo de cosas. O, por ejemplo, está uno tranquilamente sentado en un banco en el parque, y recibe de repente un golpe por la espalda. Aún no has tenido tiempo de reaccionar y apenas alcanzas a oír cómo alguien grita: «Muy bien, siga por este camino. » Uno mismo provoca estos incidentes. Lo que pasa, es que no se contaba con ello. Apenas puedo seguir viviendo en Ohlsdorf, mi lugar de residencia. Los atropellos por todas partes se me hacen insoportables. Por lo demás, las alabanzas son tan siniestras, falsas, hipócritas y egoistas como los insultos. Se da el caso, que la gente, si no abro en seguida la puerta, se enfada y me rompe los cristales. Primero llaman, después pican, después gritan, y acaban rompiéndome las ventanas. Después se oye el rugido de un motor que se aleja. Porque fui lo suficientemente estúpido, hace veintidós años, de dar mi dirección, ahora ya no puedo seguir viviendo en Ohlsdorf. La gente se sube al muro que rodea mi casa. Cuando por la mañana bajo hasta el portal, ya hay gente encaramada. Dicen que quiere hablar conmigo. O, los fines de semana, la gente va a ver al escritor, como antes iban al parque a ver los monos. Esto es más divertido. Se acercan hasta Ohlsdorf y asedian mi casa. Yo los observo escondido detrás de las cortinas como un preso o como un loco. Insoportable. Desde hace doce años ya no doy más, conferencias. Ya no me siento capaz de sentarme y ponerme a leer mis cosas. Tampoco soporto a la gente que aplaude. El aplauso es la recompensa del actor. Vive de ello. Yo, por mi parte, prefiero las transferencias de mi editorial. Pero las marchas, los desfiles y la gente que aplaude en los teatros o en los conciertos me son insoportables. Las calamidades siempre las provoca la masa enfervorizado que aplaude. Todos los horrores provienen de los aplausos.
Usted ha dicho, en Extinción que uno debería dejarse erigir en viejo bufón a los cuarenta. ¿Por qué?
Este método es el único que permite soportarlo todo. Usted me ha preguntado por la imagen que tengo de mí. Sólo puedo decir lo siguiente: la del bufón. Entonces funciona. La imagen del bufón, del viejo bufón. Un bufón joven carece de interés, ni siquiera se le reconoce como bufón.
¿Fue para usted la escritura, sobre todo en sus libros primerizos como El Aliento o El Frío , también un medio de superar su enfermedad?
Mi abuelo era escritor. Hasta después de su muerte no me atreví a ponerme a escribir. Cuando yo tenía dieciocho años, se descubrió en el pueblo donde había nacido mi abuelo una placa en recuerdo suyo. Después de la ceremonia todos fueron al albergue de mi tía. Yo también estaba allí, y mi tía, dirigiéndose a unos periodistas que cubrían la información, dijo: «Allí está el nieto, que nunca será nada, aunque a lo mejor también sabe escribir». Entonces uno dijo: «Mándemelo el lunes». Así recibí el encargo de escribir sobre un campo de refugiados. Al día siguiente mi reportaje ya figuraba en el diario. No he vuelto a sentirme tan entusiasmado en mi vida. Es una sensación maravillosa: escribir algo que se imprime durante la noche, aunque sea mutilado y recortado. Pero en fin, ahí estaba. De Thomas Bernhard. ¡Sangre había sudado para escribirlo! Durante dos años escribí la crónica judicial, que me volvió a la memoria cuando me puse a escribir prosa. Un tesoro inestimable. Creo que de ahí surgen mis raíces.
¿Qué siente ahora, cuando críticos como Reich-Ranicki o Benjamín Henrichs escriben sobre usted con admiración? ¿También se siente entusiasmado?
Con las críticas no me he vuelto a entusiasmar más. Al principio, sí, porque me las creía; pero cuando se llevan treinta años viendo estos cambios de valoración, estas devoluciones de favores con intereses, uno acaba descubriendo los mecanismos. Uno manda a su criado y le dice: «Ahora quiero que me hagas una crítica negativa». Así funciona.
¿Le molestan las críticas feroces?
Sí, hoy en día todavía sigo cayendo en todas las trampas. Los periódicos siempre me han fascinado, desde mi juventud hasta hoy. Apenas puedo soportar un día sin periódicos. Al cabo del tiempo se acaba conociendo a la gente en las redacciones. A lo mejor no los he visto en mi vida, pero sé cuáles son los entresijos de un teatro, el trasfondo de una redacción, conozco a los editores, a los lectores, los negocios. El espíritu siempre se pierde por el camino, el sabor también se queda en el camino, y la poesía. Por encima pasan los ejércitos de redactores y críticos. Pasan por encima de los cadáveres de todos los que hacen algo creativo. Volvemos a topar con algo fascinante: me hiere, pero ya no me molesta en mi trabajo.
En una conferencia usted dijo: «Nada tenemos que decir, excepto que somos miserables». ¿Escribe usted para dejar constancia de sus derrotas?
No. Todo lo que hago, lo hago sólo para mí. Todo el mundo lo hace todo sólo para sí, tanto el funámbulo, como el panadero, o el revisor de tren, o el acróbata del aire. Con la salvedad de que en las acrobacias aéreas, durante el espectáculo, el público mira al cielo, y, mientras el aeroplano está volando la gente ya espera que se estrelle. Con los escritores pasa lo mismo, con una diferencia importante: mientras el aviador sólo se estrella una vez, en cuyo caso suele matarse o quedar muy mal parado, el escritor también suele salir muerto o mal parado-, pero siempre resucita. Siempre vuelve a dar el espectáculo. Y cuando más viejo se hace, más alto vuelta, hasta que un día se le pierde de vista. Entonces la gente se pregunta: ¡Qué raro! ¿Cómo es que no se ha vuelto a estrellar?
Yo gozo escribiendo, lo que no es nada nuevo. Escribir es el único lazo que todavía me ata. Claro que la cuerda está algo deshilachada. Pero en fin, así es. Nadie es eterno. Pero mientras dure mi vida, viviré escribiendo. La escritura es mi existencia. Hay meses, o años, en los que no puedo escribir. Es horrible. Pero en algún momento siempre vuelve, y entonces algo se fragua. Este ritmo es terrorífico y extraordinario a la vez: es algo que los demás probablemente no conocen.
En sus libros, salvo contadas excepciones, no da usted una imagen muy favorable de la mujer. ¿Es un fiel reflejo de su experiencia personal?
Sólo puede decir que, desde hace un cuarto de siglo, me relaciono exclusivamente con mujeres. No soporto a los hombres, ni las conversaciones de hombres. Me vuelven loco. Los hombres siempre hablan de lo mismo: de su profesión o de mujeres. Es imposible escuchar algo original en boca de los hombres. Las reuniones de hombres me son insoportables. Prefiero la cháchara de las mujeres. Para mí, las únicas relaciones provechosas han sido con mujeres. Después de mi abuelo, lo he aprendido todo con las mujeres. No creo haber aprendido nada de los hombres. Los hombres siempre me han puesto de mal humor. Curioso. Después de mi abuelo, se acabó, ni un hombre más. Siempre he buscado protección y salvación entre las mujeres, que también se han mostrado superiores a mí en muchas cosas. Y además saben dejarme en paz. Yo puedo trabajar rodeado de mujeres. En cambio, sería totalmente incapaz de producir nada en un entorno de hombres.
Tras la muerte de la compañera de su vida, ¿existe alguien de quien usted no puede prescindir?
No, podría rodearme de cientos de personas, bailar en mil bodas, pero no imagino nada peor. Hace poco soñé que el ser que perdí, volvía. Yo le dije: «el tiempo que no has estado aquí ha sido el más horríble». Como si sólo hubiese sido un intermedio y los muertos ahora siguieran viviendo conmigo. Fue algo tan fuerte, irrepetible. Ya no es posible. Ahora me sitúo en el punto de vista del espectador, en un ángulo muy cerrado desde donde observo el mundo. Punto.
¿Cree usted en la posibilidad de otra forma de existencia tras la muerte?
No. Gracias a Dios no. La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo en los momentos en que he acariciado la idea del suicidio. Me ocurrió a los diecinueve años, otra vez a los veintiséis con muchas fuerza, y otra más a los cuarenta. Ahora, sin embargo, tengo ganas de vivir. Cuando se ha visto a alguien que se está muriendo, agarrarse con todas sus fuerzas a la vida, se comprende esto.
Lo más extraordinario que me ha ocurrido en mi vida es sostener la mano de este ser en mi mano, notar su pulso, notar que late más despacio, notar otro latido más lento aún, y se acabó. Es tan increíble. Cuando todavía retienes su mano entre las tuyas, entra el enfermero con la etiqueta numerada para el cadáver. La enfermera le vuelve a echar, diciendo: «Vuelva un poco más tarde». En seguida te vuelves a enfrentar a la vida. Uno se levanta sin hacer ruido, recoge las cosas; entre tanto vuelve ya el enfermero y pone la etiqueta numerada en el dedo gordo del pie del cadáver. Acabas de vaciar el cajoncito de la mesita de noche, y la enfermera dice: «También tiene que llevarse el yogurt». Fuera croan los cuervos. Como en una obra de teatro.
Entonces aparece la mala conciencia. Los muertos le dejan a uno con un inmenso sentimiento de culpa.
Me siento incapaz de volver a los sitios donde estuve con ella, donde escribí mis libros. Yo he escrito todos mis libros en lugares diferentes: en Viena, en Bruselas, en cualquier lugar de Yugoslavia, en Polonia. En sentido estricto, tampoco he tenido nunca mesa de escribir. Si se me daba escribir, me daba lo mismo donde lo hacía. Incluso he escrito sumido en el máximo ruido. Nada me molestaba. Ni el ruido de una grúa, ni los gritos de la multitud, ni los chirridos de un tranvía, ni una lavandería o un matadero debajo de mi piso. Siempre me ha gustado trabajar en países donde no entiendo el idioma. Es un estímulo increíble.
Sentirme perfectamente en mi casa en medio de la extrañeza más absoluta. Para mí lo ideal era alojarnos en un hotel; y mientras mi amiga paseaba durante horas, yo podía trabajar. A menudo, sólo nos veíamos durante las comidas. Verme dispuesto a trabajar la llenaba de felicidad. Nos quedábamos con frecuencia cinco meses, o más, en un país. Eran los momentos culminantes. Muchas veces, cuando se escribe, se tiene una sensación maravillosamente bella. Si además se puede compartir con alguien que sabe apreciarla y que sabe dejarle a uno en paz, es perfecto. Nunca he tenido mejor crítico que ella. Nada que ver con las tonterías de la crítica oficial que no profundiza. Esta mujer sacaba siempre una crítica fuerte, positiva, que me era útil. Ella me conocía a fondo. Con todos mis errores. Lo echo de menos. Me sigue gustando estar en nuestra vivienda de Viena. Allí me encuentro protegido, probablemente porque vivimos allí muchos años juntos. Es el único nido que queda de toda nuestra vida en común. El cementerio tampoco está lejos.
Es una gran ventaja haber vivido esto una vez en la vida. Las cosas después ya no te afectan. Dejas de interesarse por el éxito o por el fracaso, por el teatro o por los directores, por los redactores o por los críticos. En realidad a uno ya no le importa nada. Lo único, es tener todavía dinero en el banco para poder seguir viviendo. Por lo demás mi ambición ya no era lo que había sido, pero con su muerte también se acabó. Nada te conmueve. Sigues disfrutando con los filósofos antiguos, con algunos aforismos. Es parecido a refugiarse en la música: durante unas pocas horas se puede llegar a tener un excelente humor. Todavía tengo algunos planes: antes tenía cuatro o cinco, ahora sólo me quedan dos o tres. Pero no son imprescindibles. Ni yo, ni el mundo los estamos reclamando. Si tengo ganas todavía haré algo, si no las tengo, o me faltan las fuerzas, pues se acabó. Qué más da lo que yo escriba; en resumidas cuentas siempre son catástrofes. Esto es lo deprimente del destino del escritor: nunca consigues trasladar al folio lo que has pensado o imaginado; la mayoría se pierde durante el traslado. Lo que llegas a plasmar no es más que un pálido y ridículo reflejo de lo que habías imaginado. Esto es lo que más deprime a un autor como yo. En el fondo no puedes comunicarte. Todavía no lo ha conseguido nadie. En alemán mucho menos; es una lengua envarada y torpe, en el fondo horrible. Es una lengua espantosa que mata todo lo que es ligero y maravilloso. Lo único que se puede hacer, es sublimarla con el ritmo, confiriéndole musicalidad. Lo que escribo nunca corresponde a lo que he imaginado. Los libros deprimen menos, porque uno se imagina que el lector pone más fantasía y a lo mejor consigue que el texto cobre vida. En cambio en el escenario, en el teatro, lo único que se levanta es el telón. Sólo quedan los actores que, durante meses y meses, han sufrido hasta la noche del estreno. Ellos deberían representar a los personajes que uno ha imaginado. Pero no lo consiguen. Estos personajes que en mi mente todo lo podían, de repente se componen de carne, huesos y agua. Son torpes. Yo había concebido la obra como algo grandioso, poético; pero los actores no son más que unos intérpretes profesionales, unos traductores. Una traducción poco tiene que ver con el original. Por la misma regla de tres, la representación de una obra en el escenario, poco tiene que ver con lo que pasó por la cabeza del autor. Las tablas, que, dicen, son una representación del mundo, para mí, sólo han sido eso, tablas; unas tablas que me lo han detrozado todo. El teatro todo lo pisotea. Siempre es una catástrofe.
Sin embargo usted sigue escribiendo, tanto libros como obras dramáticas. ¿De catástrofe en catástrofe?
Sí.
No. Todo lo que hago, lo hago sólo para mí. Todo el mundo lo hace todo sólo para sí, tanto el funámbulo, como el panadero, o el revisor de tren, o el acróbata del aire. Con la salvedad de que en las acrobacias aéreas, durante el espectáculo, el público mira al cielo, y, mientras el aeroplano está volando la gente ya espera que se estrelle. Con los escritores pasa lo mismo, con una diferencia importante: mientras el aviador sólo se estrella una vez, en cuyo caso suele matarse o quedar muy mal parado, el escritor también suele salir muerto o mal parado-, pero siempre resucita. Siempre vuelve a dar el espectáculo. Y cuando más viejo se hace, más alto vuelta, hasta que un día se le pierde de vista. Entonces la gente se pregunta: ¡Qué raro! ¿Cómo es que no se ha vuelto a estrellar?
Yo gozo escribiendo, lo que no es nada nuevo. Escribir es el único lazo que todavía me ata. Claro que la cuerda está algo deshilachada. Pero en fin, así es. Nadie es eterno. Pero mientras dure mi vida, viviré escribiendo. La escritura es mi existencia. Hay meses, o años, en los que no puedo escribir. Es horrible. Pero en algún momento siempre vuelve, y entonces algo se fragua. Este ritmo es terrorífico y extraordinario a la vez: es algo que los demás probablemente no conocen.
En sus libros, salvo contadas excepciones, no da usted una imagen muy favorable de la mujer. ¿Es un fiel reflejo de su experiencia personal?
Sólo puede decir que, desde hace un cuarto de siglo, me relaciono exclusivamente con mujeres. No soporto a los hombres, ni las conversaciones de hombres. Me vuelven loco. Los hombres siempre hablan de lo mismo: de su profesión o de mujeres. Es imposible escuchar algo original en boca de los hombres. Las reuniones de hombres me son insoportables. Prefiero la cháchara de las mujeres. Para mí, las únicas relaciones provechosas han sido con mujeres. Después de mi abuelo, lo he aprendido todo con las mujeres. No creo haber aprendido nada de los hombres. Los hombres siempre me han puesto de mal humor. Curioso. Después de mi abuelo, se acabó, ni un hombre más. Siempre he buscado protección y salvación entre las mujeres, que también se han mostrado superiores a mí en muchas cosas. Y además saben dejarme en paz. Yo puedo trabajar rodeado de mujeres. En cambio, sería totalmente incapaz de producir nada en un entorno de hombres.
Tras la muerte de la compañera de su vida, ¿existe alguien de quien usted no puede prescindir?
No, podría rodearme de cientos de personas, bailar en mil bodas, pero no imagino nada peor. Hace poco soñé que el ser que perdí, volvía. Yo le dije: «el tiempo que no has estado aquí ha sido el más horríble». Como si sólo hubiese sido un intermedio y los muertos ahora siguieran viviendo conmigo. Fue algo tan fuerte, irrepetible. Ya no es posible. Ahora me sitúo en el punto de vista del espectador, en un ángulo muy cerrado desde donde observo el mundo. Punto.
¿Cree usted en la posibilidad de otra forma de existencia tras la muerte?
No. Gracias a Dios no. La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo en los momentos en que he acariciado la idea del suicidio. Me ocurrió a los diecinueve años, otra vez a los veintiséis con muchas fuerza, y otra más a los cuarenta. Ahora, sin embargo, tengo ganas de vivir. Cuando se ha visto a alguien que se está muriendo, agarrarse con todas sus fuerzas a la vida, se comprende esto.
Lo más extraordinario que me ha ocurrido en mi vida es sostener la mano de este ser en mi mano, notar su pulso, notar que late más despacio, notar otro latido más lento aún, y se acabó. Es tan increíble. Cuando todavía retienes su mano entre las tuyas, entra el enfermero con la etiqueta numerada para el cadáver. La enfermera le vuelve a echar, diciendo: «Vuelva un poco más tarde». En seguida te vuelves a enfrentar a la vida. Uno se levanta sin hacer ruido, recoge las cosas; entre tanto vuelve ya el enfermero y pone la etiqueta numerada en el dedo gordo del pie del cadáver. Acabas de vaciar el cajoncito de la mesita de noche, y la enfermera dice: «También tiene que llevarse el yogurt». Fuera croan los cuervos. Como en una obra de teatro.
Entonces aparece la mala conciencia. Los muertos le dejan a uno con un inmenso sentimiento de culpa.
Me siento incapaz de volver a los sitios donde estuve con ella, donde escribí mis libros. Yo he escrito todos mis libros en lugares diferentes: en Viena, en Bruselas, en cualquier lugar de Yugoslavia, en Polonia. En sentido estricto, tampoco he tenido nunca mesa de escribir. Si se me daba escribir, me daba lo mismo donde lo hacía. Incluso he escrito sumido en el máximo ruido. Nada me molestaba. Ni el ruido de una grúa, ni los gritos de la multitud, ni los chirridos de un tranvía, ni una lavandería o un matadero debajo de mi piso. Siempre me ha gustado trabajar en países donde no entiendo el idioma. Es un estímulo increíble.
Sentirme perfectamente en mi casa en medio de la extrañeza más absoluta. Para mí lo ideal era alojarnos en un hotel; y mientras mi amiga paseaba durante horas, yo podía trabajar. A menudo, sólo nos veíamos durante las comidas. Verme dispuesto a trabajar la llenaba de felicidad. Nos quedábamos con frecuencia cinco meses, o más, en un país. Eran los momentos culminantes. Muchas veces, cuando se escribe, se tiene una sensación maravillosamente bella. Si además se puede compartir con alguien que sabe apreciarla y que sabe dejarle a uno en paz, es perfecto. Nunca he tenido mejor crítico que ella. Nada que ver con las tonterías de la crítica oficial que no profundiza. Esta mujer sacaba siempre una crítica fuerte, positiva, que me era útil. Ella me conocía a fondo. Con todos mis errores. Lo echo de menos. Me sigue gustando estar en nuestra vivienda de Viena. Allí me encuentro protegido, probablemente porque vivimos allí muchos años juntos. Es el único nido que queda de toda nuestra vida en común. El cementerio tampoco está lejos.
Es una gran ventaja haber vivido esto una vez en la vida. Las cosas después ya no te afectan. Dejas de interesarse por el éxito o por el fracaso, por el teatro o por los directores, por los redactores o por los críticos. En realidad a uno ya no le importa nada. Lo único, es tener todavía dinero en el banco para poder seguir viviendo. Por lo demás mi ambición ya no era lo que había sido, pero con su muerte también se acabó. Nada te conmueve. Sigues disfrutando con los filósofos antiguos, con algunos aforismos. Es parecido a refugiarse en la música: durante unas pocas horas se puede llegar a tener un excelente humor. Todavía tengo algunos planes: antes tenía cuatro o cinco, ahora sólo me quedan dos o tres. Pero no son imprescindibles. Ni yo, ni el mundo los estamos reclamando. Si tengo ganas todavía haré algo, si no las tengo, o me faltan las fuerzas, pues se acabó. Qué más da lo que yo escriba; en resumidas cuentas siempre son catástrofes. Esto es lo deprimente del destino del escritor: nunca consigues trasladar al folio lo que has pensado o imaginado; la mayoría se pierde durante el traslado. Lo que llegas a plasmar no es más que un pálido y ridículo reflejo de lo que habías imaginado. Esto es lo que más deprime a un autor como yo. En el fondo no puedes comunicarte. Todavía no lo ha conseguido nadie. En alemán mucho menos; es una lengua envarada y torpe, en el fondo horrible. Es una lengua espantosa que mata todo lo que es ligero y maravilloso. Lo único que se puede hacer, es sublimarla con el ritmo, confiriéndole musicalidad. Lo que escribo nunca corresponde a lo que he imaginado. Los libros deprimen menos, porque uno se imagina que el lector pone más fantasía y a lo mejor consigue que el texto cobre vida. En cambio en el escenario, en el teatro, lo único que se levanta es el telón. Sólo quedan los actores que, durante meses y meses, han sufrido hasta la noche del estreno. Ellos deberían representar a los personajes que uno ha imaginado. Pero no lo consiguen. Estos personajes que en mi mente todo lo podían, de repente se componen de carne, huesos y agua. Son torpes. Yo había concebido la obra como algo grandioso, poético; pero los actores no son más que unos intérpretes profesionales, unos traductores. Una traducción poco tiene que ver con el original. Por la misma regla de tres, la representación de una obra en el escenario, poco tiene que ver con lo que pasó por la cabeza del autor. Las tablas, que, dicen, son una representación del mundo, para mí, sólo han sido eso, tablas; unas tablas que me lo han detrozado todo. El teatro todo lo pisotea. Siempre es una catástrofe.
Sin embargo usted sigue escribiendo, tanto libros como obras dramáticas. ¿De catástrofe en catástrofe?
Sí.
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