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Rafael Chirbes
Cada novela
es un viaje
al fin de la noche
Por Lorenzo Rodríguez Garrido
9 de abril de 2013
Rafael Chirbes (1949) es una de las voces más singulares de nuestras letras. En 1988 quedó finalista del Premio Herralde con Mimoun, su debut literario, y en 2007 logró el Premio Nacional de la Crítica con Crematorio, una de las mejores novelas españolas del siglo (sí, la serie de televisión, protagonizada por el recién fallecido Pepe Sancho, también es magnífica, aunque desde luego es otra cosa). Entre medias se despliega una obra excelente, pausada, al margen de modas, cuya publicación de En la orilla (Anagrama, 2013) viene a completar esa radiografía social que Chirbes inició hace tiempo y que logra sacar a la luz todas nuestras miserias.
Acaba de regresar de Barcelona. Está contento con la acogida que está teniendo la novela, aunque dice estar abrumado por tantas reseñas y entrevistas. Es un hombre encantador y muy cortés. Hablamos por teléfono.
En la orilla vendría a formar un díptico con Crematorio, su novela anterior. La segunda es un retrato de la especulación inmobiliaria y aquí se cuenta la caída, los rescoldos mefíticos de todo aquello.
Se puede ver así, pero la verdad es que yo no pienso nunca en ciclos ni en nada de eso. También me dicen que las anteriores podrían ser un tríptico o que La buena letra y Los disparos del cazador forman un díptico. Escribo por mis propios impulsos a partir de lo que me desazona, me duele o me asusta. Eso me hace coger la pluma y poco a poco me va saliendo algo en lo que ni siquiera pensaba. Cada novela es un viaje al fin de la noche. Hay autores que tienen una visión más lúcida, más clara, pero en mi caso creo que la novela surge de una mezcla de voluntad y de inconsciente. Hay mucho subconsciente metido en mis novelas que va saliendo a medida que las voy escribiendo.
Yo veo el conjunto de su obra como un todo, una especie de “comedia humana”.
Sí. Cuando escribí Mimoun, en el año 85 u 86, era un momento en el que todo el mundo miraba a Europa y todo era una comedia ligera y feliz; pues yo volví el foco hacia el sur, miré hacia África y ya puse el primer personaje que sigue la ruta de los que han aparecido hasta hoy: el que no tuvo valor en la transición y le pegó una patada a sus ideales para ascender. Es un tema que aparece en todas mis novelas. En este caso, ese personaje sería Esteban, aunque es un personaje más complejo.
Por su literatura y sus opiniones se trasluce que Vd. es un pesimista antropológico.
Algo de eso tengo. Yo estudié Historia y he vivido 63 años. El bien es algo casi invisible. La historia es un desastre hasta la derrota final. Y en la vida cotidiana también es un bien escaso, es difícil encontrarlo. Yo creo que priman el egoísmo, la voracidad, la lucha por el poder, por el ascenso social, por el dinero, por el sexo… Uno no para de recibir lecciones en ese sentido y, cuando pretendes esquivarlo, te lo encuentras de frente. Valores como la fidelidad o la amistad se dan en lugares cerrados y de manera muy pequeña.
Cito de la novela: A la gente le da todo igual; mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda.
Hay una especie de sálvese quién pueda. Hemos vivido una etapa en la que todos querían participar de la gran tarta y ahora parece que reclamamos solidaridad o piedad hacia los que lo están pasando peor. Pero la mayoría llevamos una vida muy provisional y a casi nadie se le ocurre decir que esta familia se venga a vivir con nosotros, que tampoco sería la solución. Yo creo que ahora es de buen gusto estar indignado, tener corazón, apiadarse de los demás en estos momentos, pero en realidad todo sigue funcionando como funcionaba, porque debajo de esa indignación no parece que haya ningún proyecto político ni social, no hay un sujeto histórico que canalice todo esto. Hace unos años era la clase obrera la que nos iba a llevar al paraíso. Ésa ha desaparecido porque ahora no sabemos cómo nos llamamos los que no mandamos. Hay mucho cabreado, pero también por puro egoísmo. En general, esos movimientos de indignación pueden tener muy malos resultados, como conocemos por la Europa de los años veinte y treinta.
La novela se abre con un cadáver en un pantano y toda ella gira en torno a sus aguas. El pantano funciona como un elemento simbólico.
Cuando empecé a escribir, lo único que sabía era que tenía que haber un pantano. Me parecía que tenía fuerza. El pantano es lo que se ha quedado detrás de la especulación, detrás de la modernidad, lo que se ha quedado detenido a la vez puro y sucio.
El perro que aparece aquí me ha hecho recordar a ese otro que aparece en La larga marcha.
Sí, en la primera parte de La larga marcha hay un perro y la segunda parte termina con dos perros que se pelean en la basura. En ésta quise empezar donde terminaba Crematorio, que termina con un perro escarbando en la carroña.
En alguna ocasión ha dicho que cada libro que escribe lo hace pensando en otro. En el caso de Crematorio mencionó La Celestina y a Lucrecio. ¿Qué libros ha tenido en mente durante la escritura de En la orilla?
El matrimonio entre La Celestina y Lucrecio sigue estando aquí. El primero me parece un libro maravilloso y Lucrecio ya sabemos que es el padre de todos los materialistas. Yo quería que la novela fuera un pulpo que tuviera ventosas en muchas direcciones, para que no fuera la historia de un personaje, sino el retrato de un país. He pensado mucho en John Dos Passos, en la trilogía, en Manhattan Transfer. Eso me ha servido para tener el valor de colocar esos monólogos. Yo no quería hacer el artificio de colocarlos en una trama, porque me parecía que tenían más fuerza así, que eran un puñetazo más duro. También tenía en la cabeza el Tristam Shandy o Historia de una barrica de Swift, en los cuales la acción se va disolviendo en digresiones. La duda que tenía era cómo mantener la tensión del libro, y ha habido que hacer un ajuste de lengua, procurando que no se me bajara el ritmo del libro. Me gusta que el lector pase por el mismo calvario que el autor, que la novela sea para él una especie de descarnamiento, que sea capaz de escuchar cosas que no le apetece oír sobre sí mismo.
Supongo que estará un poco harto de la etiqueta de escritor realista.
El realismo cae en una polémica que califico ya de cansina. En España fue especialmente virulenta en los años 70. Se decía que cualquier realismo era vulgar, antiestético, que no tenía ninguna calidad literaria. Pero cualquier indagación sobre uno mismo es una indagación sobre el mundo. Yo no puedo hablar de Chirbes sin contar lo que está pasando en el pueblo donde vivo. Luego está la visión de los esteticistas, que pretenden que la literatura sea un mundo aparte. Proust es un escritor realista, nos está contando la Francia de su tiempo. Yo salgo de él, como salgo de Musil, de Döblin, de Marsé. En el realismo puedo emplear las técnicas que me dé la gana lo mismo que hacía Galdós; su Torquemada sueña, tiene fantasías. La literatura no se puede separar de la vida, es fruto de su tiempo.
En la novela menciona a Blasco Ibañez.
Le hago un homenaje con una frase que saqué de Cañas y barro y que dice algo así como que el agua del pantano tiene reflejos de té. Fue un novelista extraordinario y luego muy despreciado precisamente por los esteticistas, pero tiene novelas espléndidas (Arroz y tartana, La barraca, La horda, El intruso, lectura muy útil sobre el País Vasco) y después una maraña de novelas malas que han enterrado a las otras. A Sender le ocurre igual. Imán es una de las mejores novelas sobre la guerra, brilla como ninguna otra novela de principios de siglo en España. Siete domingos rojos y los primeros tomos de Crónica del alba también están muy bien.
Quizá Sender es poco leído porque estuvo en el exilio. Lo mismo que Max Aub.
Sí. En el fondo, todas estas discusiones suelen tener un trasfondo político. En la Transición hubo una operación de barrido de todo lo que suponía la memoria histórica, que después intentaron recuperar con las tonterías de Zapatero, cuando los socialistas fueron los que hicieron todo el trabajo de la Movida, en la cual invirtieron millones y millones en financiar conciertos, cantantes, pintores, fotógrafos, etc. Todo porque íbamos a entrar en Europa y había que borrar que éramos un país cainita. Fue entonces cuando se desalojó a todos los del exilio. Y luego con el sambenito de que son antiguos y españoles, para qué queremos más; pero resulta que Galdós y Clarín son los autores más cosmopolitas de su tiempo, viajan a París y conocen las literaturas extranjeras. Y Max Aub escribe casi toda su obra en el extranjero, habla un montón de idiomas y está en contacto con escritores franceses y alemanes.
Hace poco, en una entrevista, mencionaba a Fernando Aramburu y la última novela de Andrés Trapiello. ¿Está muy al tanto de la literatura española actual?
La sigo a saltos y por temporadas. Leo todo lo que va publicando Anagrama porque me mandan los libros. Por cierto, ha sacado dos o tres libros seguidos que me han gustado mucho: En tiempos de luz menguante, de Ruge; Limónov, de Carrère y Dos historias nada decentes, de Alan Bennet. Me gusta muchísimo Mauvignier. Tiene una novela maravillosa, durísima y hermosísima que se titula Hombres. Y de los españoles pues me interesan Pombo (Contra natura es excelente), Barba… También me ha gustado El anarquista que se llamaba como yo.
Rafael Chirbes es uno de los grandes novelistas españoles de las últimas décadas y uno de los cronistas más certeros de la España contemporánea. Entre su obra destaca La caída de Madrid, La larga marcha, Mimoun o su penúltima novela -adaptada por la televisión y Premio Nacional de la Crítica- titulada Crematorio.
Lorenzo Rodríguez es un joven periodista y divulgador cultural. Fue uno de los fundadores de la revista Culturamas y es director editorial de la revista Otro Lunes. Ha colaborado con varias editoriales en labores técnicas y creativas.
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