Plagiarios
Por Alberto Chimal
[Esta nota incorpora fragmentos de dos textos que escribí
hace años en mi sitio Las Historias. Y debo hacer la aclaración
de que tanto Verónica Murguía como José Luis Zárate
son amigos míos, además de espléndidos escritores.]
hace años en mi sitio Las Historias. Y debo hacer la aclaración
de que tanto Verónica Murguía como José Luis Zárate
son amigos míos, además de espléndidos escritores.]
“Malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de oros.”
Quevedo,Vida del buscón llamado don Pablos (1626)
Hoy, 17 de marzo de 2015, aparece la noticia de una acusación de plagio contra
el escritor español Arturo Pérez Reverte. Un artículo suyo, recogido en el
libro Perros e hijos de perra (2014), parece
reproducir sin crédito alguno porciones significativas de otro: “Historia de Sami”, de la escritora mexicana Verónica Murguía, publicado el 10 de noviembre de
1997 en la revista El Laberinto Urbano, ya desaparecida.
La nota de hoy, escrita por Ericka Montaño Garfias y aparecida en el
diario mexicano La Jornada, dice:
Meses después [de la aparición de “Historia de Sami”], el domingo 15 de
marzo de 1998, Arturo Pérez-Reverte publicó en El Semanal el artículo “Un chucho mejicano”, que tiene la anécdota,
narrada en el mismo orden cronológico, y frases completas idénticas a las del
texto de Murguía.
He tenido oportunidad de leer ambos textos y creo que la semejanza — la
copia — no se puede negar, aunque Pérez Reverte lo intenta: cuestionado sobre
el asunto, arguye que no recuerda bien lo sucedido y que la anécdota del texto
de Murguía, a partir de la cual habría escrito el suyo — pero sin copiar nada a
nadie — se la contó Sealtiel Alatriste, escritor y editor, en aquel tiempo, en
la editorial Alfaguara. Por desgracia, a Alatriste se le conoce, además de por
su propia obra, por haber sido acusado de plagio en repetidas ocasiones a lo
largo de años. Esas acusaciones fueron retomadas en 2012, cuando Alatriste ganó
en México el Premio Xavier Villaurrutia, y la polémica furibunda que se levantó
—y que se enlazó con otras acusaciones — lo hizo renunciar al
premio y le costó también el puesto que entonces tenía en la Coordinación de
Difusión Cultural de la UNAM.
Que Pérez Reverte mencione a Alatriste suena a intento de cargar a otro
la responsabilidad del lío. Alatriste sería no sólo plagiario él mismo sino
instigador de plagios ajenos…, y de hecho esa es otra acusación que se le ha
hecho desde hace años, como se documenta en esta nota
de la revista Proceso. En cualquier caso, el asunto deja una
sensación de desconcierto similar a la que dejó el otro caso famoso de plagios
de 2012: el de Alfredo Bryce Echenique, quien también había sido denunciado
durante largo tiempo. El asunto sólo fue noticia de primera plana hasta que el
escritor peruano ganó el Premio FIL. Bryce no sufrió más reveses ni renunció al
premio, pero lo recibió en su casa — dando la impresión de que se escondía a
pesar de varias declaraciones arrogantes — y no en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, como estaba previsto.
En su momento escuché las mismas preguntas respecto de todos estos
casos. Sin duda las podría escuchar también hoy en relación con Pérez Reverte.
Son preguntas que algunos podrían considerar ingenuas, por debajo de las que
debe formular un entendido en las tendencias actuales de las artes, pero son
preguntas válidas. ¿Un autor de prestigio, talento reconocido y éxito editorial
necesitaba siquiera copiar fragmentos del texto de otra persona? ¿Le parecía
más fácil o menos grave hacerlo en textos periodísticos, “de ocasión”, que
igual cuestan trabajo y tienen valor pero que el público puede no considerar
parte de su “obra mayor”? ¿No podía haber hecho el mismo esfuerzo que en sus
novelas — ampliamente celebradas, de las que jamás se ha sospechado— y
producido todos sus textos él mismo?
La polémica mexicana de 2012 alrededor del tema dio lugar a toda clase
de argumentos, incluyendo defensas
del plagio y de otras prácticas similares de escritura como
imprescindibles, generalizadas y justificables en tanto “estrategias
estéticas”. Pero aun esos textos dejaban entrever, en su mayoría, la idea de
que el plagio que estaban defendiendo era el de Lautréamont copiando pasajes de
diversos libros en los Cantos de Maldoror, por ejemplo, o el de Jonathan Lethem
escribiendo un ensayo entero contra la originalidad por
medio de copy-paste, para que la teoría fuera la práctica, y no el plagio más
burdo, más torpe, que se discute aquí.
¿La diferencia? Se dice que el plagiario “común” copia sin
modificación — sin intención ni esfuerzo creativo en absoluto— lo hecho por
otros, a quienes suplanta. Pero se puede agregar algo más. Lo que está en juego
en estos casos no es en realidad una cuestión estética o cultural: es un asunto
de poder, que se refleja en la mentalidad de los plagiarios.
El pensamiento del plagiario común es muy llamativo: hay algo en él que
colinda con la sociopatía. Sus rasgos más notables son la alevosía y la
arrogancia. El plagiario toma texto escrito por alguien más y simplemente
intenta hacerlo pasar por suyo. No hay ninguna intención de modificar el texto
ajeno, de plantear una relación intertextual con él ni de ninguna otra
propuesta conceptual o artística. De lo que se trata es de borrar la existencia
del texto previo y de quien lo haya creado: de que un lector desprevenido
llegue, digamos, a “Un chucho mejicano” y no sepa jamás que existe Verónica
Murguía y que ella escribió “Historia de Sami”. El texto y la persona son
meramente las fuentes del contenido que otro firmará y explotará. Una vez que
han cumplido esta función no tienen otra y pueden ser olvidados sin dificultad.
Algunos plagiarios intentan alargar la “distancia” entre ellos y sus
víctimas. Es lo que sucede cuando, por ejemplo, Bryce Echenique toma artículos escritos por
autores poco conocidos para reproducirlos casi enteros, y lo que al parecer
sucedió en el caso de Pérez Reverte: si bien Verónica Murguía es hoy una autora
muy celebrada — la primera mexicana en obtener el Premio Internacional Gran
Angular de Literatura Juvenil —, en los años noventa no era aún tan conocida.
Quien haya elegido su texto como fuente para Pérez Reverte simplemente lo vio
como un artículo cualquiera en una publicación humilde y desconocida fuera de
la ciudad de México.
La intención, pues, es que el texto del plagiario célebre llegue mucho
más lejos que sus fuentes y quede como “original” en la percepción de muchas
personas simplemente por el prestigio de su nueva firma. También actúan así
plagiarios menos famosos pero que se esfuerzan en publicar lo que “escriben” en
medios diferentes de los de la publicación inicial, con la esperanza de que los
lectores de una no se enteren de la existencia de la otra.
El hecho de que haya numerosos casos de plagio documentados además de
los que aquí discuto deja ver que ninguna “estrategia” de distanciamiento sirve
de mucho, y menos todavía más en nuestro mundo hipercomunicado y sobresaturado
de información. Y hay también quien ni siquiera intenta “protegerse”: un caso
de torpeza proverbial es el de la conductora de televisión española Ana Rosa Quintana, que en 2000 reprodujo (o
permitió que reprodujera su redactor a sueldo) trozos extensos y perfectamente reconocibles
de libros de Danielle Steel y Ángeles Mastretta — dos autoras famosas — en una
novela firmada por ella. El robo se denunció a los pocos días de la publicación
del libro y su tiraje entero fue retirado.
Tarde o temprano, en fin, termina por descubrirse lo sucedido…, pero los
plagiarios siguen intentándolo: siguen repitiéndose que “nadie se dará
cuenta”. La terquedad puede deberse a que su punto de partida parece ser
siempre el deseo de halagar su propio ego. Cumplir con una fecha de entrega
perentoria (el motivo aparente de los Bryce y los Pérez Reverte: entregar el
artículo a tiempo para salir en el periódico y cobrar el pago semanal) puede
lograrse sin hacer copy-paste de una revista marginal o de un artículo de
Wikipedia. Pero lograrlo a expensas de otro da, acaso, una sensación de poder:
de ser el “león” que “se alimenta de corderos”, como escribió Octavio Paz, con
un descaro que para muchos sigue siendo admirable, respecto de otro caso de plagio en el que él mismo fue
el acusado. “El plagiado ya no existe”, parecen decirse a sí mismos. “Mi gloria
lo borra”.
Cuando esos leones altaneros y poderosos son descubiertos, y
denunciados, su reacción es siempre la misma: menospreciar el suceso, o bien
descalificar al plagiado llamándolo “resentido” o “trepador”: acusarlo de
querer aprovecharse de la fama de su plagiario.
En 2008, otro escritor mexicano, José Luis Zárate,
fue también víctima de plagio. El hecho está documentado en esta nota de esta
bitácora y es en apariencia muy poca cosa: un profesor llamado Mikel
Agirregabiria copió uno de los textos brevísimos que Zárate
escribe en su cuenta de Twitter y lo publicó en su propia
página sin mencionar la fuente. Pero la reacción posterior de Agirregabiria es
idéntica a la de plagiarios descubiertos con robos mucho más copiosos y mucho
más difundidos. Éste fue su comentario en el sitio:
Hay quienes se creen que pueden patentar una frase en Twitter de un
máximo de 140 caracteres… Por favor, que esto no es una fórmula magistral tipo
E=mc^2. Les permito que copien, o recopien, mis 4.000 tuiteos de una frase.
Para mí, Twitter cumple muchas funciones. Entre otras, es un
recordatorio tipo Del.icio.us . Una frase que me impacta, la recojo y
transmito… y si cabe, con su link.
Pero, aprendida la lección sobre tanta sensibilidad, no seguiré en
microblogging (Plurk, Twitter) a algunos quisquillosos que teclean sus frases
creyendo que dejan un legado a la Humanidad… .. y dedican el resto de sus vidas
a ver si alguien les “copia” tan insignes pensamientos (en 140 caracteres) como
si fuesen tesis doctorales.
¡Hasta nunca, puntilloso (para lo que te da la gana) director de
Instituto!
Sigue encaminando con tu “sabiduría endogénica” a quienes te quieran
seguir en tan sagaces investigaciones… Cuando escribas y te ilustres un poco
más, seguiremos hablando.
NB: He borrado las dos frases que repetí sin citar al autor, para que
nada perturbe tus genuinos pensamientos…
La agresividad delata un miedo soterrado y muy particular: no trata de
negar lo hecho sino de negar su importancia y de atacar (falazmente) a las
personas que lo atacan, en vez de a sus argumentos. También, a la vez que elude
todo razonamiento, trata de ofrecer una especie de compensación desplazada de
las iras de sus oponentes al afirmar que no publicará más en Twitter, como si
alguien se lo hubiese pedido o como si borrar la huella del hecho anulara por
completo el hecho mismo.
Es una actitud tan típica que debería tener nombre. En ella se
entrelazan, creo, la culpa — la convicción, aunque sea negada y suprimida, de
haber hecho algo mal — , una conciencia súbita y clara de todas las implicaciones
de lo sucedido que también se reprime, y un deseo fortísimo de dejar atrás
cualquier posibilidad de humillación adicional. Poco después de que su novela
fuera retirada, Ana Rosa Quintana declaraba ser “aunque no culpable (…)
responsable y víctima de lo ocurrido”: igual Agirregagabiria y otros
racionalizan y se inventan historias en las que tienen la razón y sufren por
causa de la malicia de alguien más. Esto los vuelve personajes extrañamente
llamativos cuando caen en desgracia, y aún más odiosos cuando llegan, siquiera
por un tiempo, a salirse con la suya.
(Alguien tendría que hacer una gran novela sobre el plagio común: un
estudio del autoengaño y de la falta de escrúpulos. No son temas irrelevantes
en una época como ésta.)
Con pesimismo, Verónica Murguía dice que no intentará demandar a Pérez
Reverte:
“No quiero dinero ni voy a entablar una batalla legal con un hombre que
es mucho más poderoso y rico que yo. No soy ni poderosa ni rica, pero por esas
razones me parece de lo más horrible que alguien haga pasar un documento como
suyo, cuando es una persona que tiene una carrera hecha y derecha y no necesita
nada y le publican donde sea. Lo que quiero es una disculpa pública, que retire
el texto del libro, y si no lo hace entonces que done una parte de las
ganancias a un refugio de perros en México.”
Quién sabe si sucederá. Las polémicas se apagan. Por otra parte, casos
como el de hoy demuestran que ciertos actos — como el plagio — no se olvidan
tan fácilmente.
Hoy, 17 de marzo de 2015, aparece la noticia de una acusación de plagio contra
el escritor español Arturo Pérez Reverte. Un artículo suyo, recogido en el
libro Perros e hijos de perra (2014), parece
reproducir sin crédito alguno porciones significativas de otro: “Historia de Sami”, de la escritora mexicana Verónica Murguía, publicado el 10 de noviembre de
1997 en la revista El Laberinto Urbano, ya desaparecida.
La nota de hoy, escrita por Ericka Montaño Garfias y aparecida en el
diario mexicano La Jornada, dice:
Meses después [de la aparición de “Historia de Sami”], el domingo 15 de
marzo de 1998, Arturo Pérez-Reverte publicó en El Semanal el artículo “Un chucho mejicano”, que tiene la anécdota,
narrada en el mismo orden cronológico, y frases completas idénticas a las del
texto de Murguía.
He tenido oportunidad de leer ambos textos y creo que la semejanza — la
copia — no se puede negar, aunque Pérez Reverte lo intenta: cuestionado sobre
el asunto, arguye que no recuerda bien lo sucedido y que la anécdota del texto
de Murguía, a partir de la cual habría escrito el suyo — pero sin copiar nada a
nadie — se la contó Sealtiel Alatriste, escritor y editor, en aquel tiempo, en
la editorial Alfaguara. Por desgracia, a Alatriste se le conoce, además de por
su propia obra, por haber sido acusado de plagio en repetidas ocasiones a lo
largo de años. Esas acusaciones fueron retomadas en 2012, cuando Alatriste ganó
en México el Premio Xavier Villaurrutia, y la polémica furibunda que se levantó
—y que se enlazó con otras acusaciones — lo hizo renunciar al
premio y le costó también el puesto que entonces tenía en la Coordinación de
Difusión Cultural de la UNAM.
Que Pérez Reverte mencione a Alatriste suena a intento de cargar a otro
la responsabilidad del lío. Alatriste sería no sólo plagiario él mismo sino
instigador de plagios ajenos…, y de hecho esa es otra acusación que se le ha
hecho desde hace años, como se documenta en esta nota
de la revista Proceso. En cualquier caso, el asunto deja una
sensación de desconcierto similar a la que dejó el otro caso famoso de plagios
de 2012: el de Alfredo Bryce Echenique, quien también había sido denunciado
durante largo tiempo. El asunto sólo fue noticia de primera plana hasta que el
escritor peruano ganó el Premio FIL. Bryce no sufrió más reveses ni renunció al
premio, pero lo recibió en su casa — dando la impresión de que se escondía a
pesar de varias declaraciones arrogantes — y no en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, como estaba previsto.
En su momento escuché las mismas preguntas respecto de todos estos
casos. Sin duda las podría escuchar también hoy en relación con Pérez Reverte.
Son preguntas que algunos podrían considerar ingenuas, por debajo de las que
debe formular un entendido en las tendencias actuales de las artes, pero son
preguntas válidas. ¿Un autor de prestigio, talento reconocido y éxito editorial
necesitaba siquiera copiar fragmentos del texto de otra persona? ¿Le parecía
más fácil o menos grave hacerlo en textos periodísticos, “de ocasión”, que
igual cuestan trabajo y tienen valor pero que el público puede no considerar
parte de su “obra mayor”? ¿No podía haber hecho el mismo esfuerzo que en sus
novelas — ampliamente celebradas, de las que jamás se ha sospechado— y
producido todos sus textos él mismo?
La polémica mexicana de 2012 alrededor del tema dio lugar a toda clase
de argumentos, incluyendo defensas
del plagio y de otras prácticas similares de escritura como
imprescindibles, generalizadas y justificables en tanto “estrategias
estéticas”. Pero aun esos textos dejaban entrever, en su mayoría, la idea de
que el plagio que estaban defendiendo era el de Lautréamont copiando pasajes de
diversos libros en los Cantos de Maldoror, por ejemplo, o el de Jonathan Lethem
escribiendo un ensayo entero contra la originalidad por
medio de copy-paste, para que la teoría fuera la práctica, y no el plagio más
burdo, más torpe, que se discute aquí.
¿La diferencia? Se dice que el plagiario “común” copia sin
modificación — sin intención ni esfuerzo creativo en absoluto— lo hecho por
otros, a quienes suplanta. Pero se puede agregar algo más. Lo que está en juego
en estos casos no es en realidad una cuestión estética o cultural: es un asunto
de poder, que se refleja en la mentalidad de los plagiarios.
El pensamiento del plagiario común es muy llamativo: hay algo en él que
colinda con la sociopatía. Sus rasgos más notables son la alevosía y la
arrogancia. El plagiario toma texto escrito por alguien más y simplemente
intenta hacerlo pasar por suyo. No hay ninguna intención de modificar el texto
ajeno, de plantear una relación intertextual con él ni de ninguna otra
propuesta conceptual o artística. De lo que se trata es de borrar la existencia
del texto previo y de quien lo haya creado: de que un lector desprevenido
llegue, digamos, a “Un chucho mejicano” y no sepa jamás que existe Verónica
Murguía y que ella escribió “Historia de Sami”. El texto y la persona son
meramente las fuentes del contenido que otro firmará y explotará. Una vez que
han cumplido esta función no tienen otra y pueden ser olvidados sin dificultad.
Algunos plagiarios intentan alargar la “distancia” entre ellos y sus
víctimas. Es lo que sucede cuando, por ejemplo, Bryce Echenique toma artículos escritos por
autores poco conocidos para reproducirlos casi enteros, y lo que al parecer
sucedió en el caso de Pérez Reverte: si bien Verónica Murguía es hoy una autora
muy celebrada — la primera mexicana en obtener el Premio Internacional Gran
Angular de Literatura Juvenil —, en los años noventa no era aún tan conocida.
Quien haya elegido su texto como fuente para Pérez Reverte simplemente lo vio
como un artículo cualquiera en una publicación humilde y desconocida fuera de
la ciudad de México.
La intención, pues, es que el texto del plagiario célebre llegue mucho
más lejos que sus fuentes y quede como “original” en la percepción de muchas
personas simplemente por el prestigio de su nueva firma. También actúan así
plagiarios menos famosos pero que se esfuerzan en publicar lo que “escriben” en
medios diferentes de los de la publicación inicial, con la esperanza de que los
lectores de una no se enteren de la existencia de la otra.
El hecho de que haya numerosos casos de plagio documentados además de
los que aquí discuto deja ver que ninguna “estrategia” de distanciamiento sirve
de mucho, y menos todavía más en nuestro mundo hipercomunicado y sobresaturado
de información. Y hay también quien ni siquiera intenta “protegerse”: un caso
de torpeza proverbial es el de la conductora de televisión española Ana Rosa Quintana, que en 2000 reprodujo (o
permitió que reprodujera su redactor a sueldo) trozos extensos y perfectamente reconocibles
de libros de Danielle Steel y Ángeles Mastretta — dos autoras famosas — en una
novela firmada por ella. El robo se denunció a los pocos días de la publicación
del libro y su tiraje entero fue retirado.
Tarde o temprano, en fin, termina por descubrirse lo sucedido…, pero los
plagiarios siguen intentándolo: siguen repitiéndose que “nadie se dará
cuenta”. La terquedad puede deberse a que su punto de partida parece ser
siempre el deseo de halagar su propio ego. Cumplir con una fecha de entrega
perentoria (el motivo aparente de los Bryce y los Pérez Reverte: entregar el
artículo a tiempo para salir en el periódico y cobrar el pago semanal) puede
lograrse sin hacer copy-paste de una revista marginal o de un artículo de
Wikipedia. Pero lograrlo a expensas de otro da, acaso, una sensación de poder:
de ser el “león” que “se alimenta de corderos”, como escribió Octavio Paz, con
un descaro que para muchos sigue siendo admirable, respecto de otro caso de plagio en el que él mismo fue
el acusado. “El plagiado ya no existe”, parecen decirse a sí mismos. “Mi gloria
lo borra”.
Cuando esos leones altaneros y poderosos son descubiertos, y
denunciados, su reacción es siempre la misma: menospreciar el suceso, o bien
descalificar al plagiado llamándolo “resentido” o “trepador”: acusarlo de
querer aprovecharse de la fama de su plagiario.
En 2008, otro escritor mexicano, José Luis Zárate,
fue también víctima de plagio. El hecho está documentado en esta nota de esta
bitácora y es en apariencia muy poca cosa: un profesor llamado Mikel
Agirregabiria copió uno de los textos brevísimos que Zárate
escribe en su cuenta de Twitter y lo publicó en su propia
página sin mencionar la fuente. Pero la reacción posterior de Agirregabiria es
idéntica a la de plagiarios descubiertos con robos mucho más copiosos y mucho
más difundidos. Éste fue su comentario en el sitio:
Hay quienes se creen que pueden patentar una frase en Twitter de un
máximo de 140 caracteres… Por favor, que esto no es una fórmula magistral tipo
E=mc^2. Les permito que copien, o recopien, mis 4.000 tuiteos de una frase.
Para mí, Twitter cumple muchas funciones. Entre otras, es un
recordatorio tipo Del.icio.us . Una frase que me impacta, la recojo y
transmito… y si cabe, con su link.
Pero, aprendida la lección sobre tanta sensibilidad, no seguiré en
microblogging (Plurk, Twitter) a algunos quisquillosos que teclean sus frases
creyendo que dejan un legado a la Humanidad… .. y dedican el resto de sus vidas
a ver si alguien les “copia” tan insignes pensamientos (en 140 caracteres) como
si fuesen tesis doctorales.
¡Hasta nunca, puntilloso (para lo que te da la gana) director de
Instituto!
Sigue encaminando con tu “sabiduría endogénica” a quienes te quieran
seguir en tan sagaces investigaciones… Cuando escribas y te ilustres un poco
más, seguiremos hablando.
NB: He borrado las dos frases que repetí sin citar al autor, para que
nada perturbe tus genuinos pensamientos…
La agresividad delata un miedo soterrado y muy particular: no trata de
negar lo hecho sino de negar su importancia y de atacar (falazmente) a las
personas que lo atacan, en vez de a sus argumentos. También, a la vez que elude
todo razonamiento, trata de ofrecer una especie de compensación desplazada de
las iras de sus oponentes al afirmar que no publicará más en Twitter, como si
alguien se lo hubiese pedido o como si borrar la huella del hecho anulara por
completo el hecho mismo.
Es una actitud tan típica que debería tener nombre. En ella se
entrelazan, creo, la culpa — la convicción, aunque sea negada y suprimida, de
haber hecho algo mal — , una conciencia súbita y clara de todas las implicaciones
de lo sucedido que también se reprime, y un deseo fortísimo de dejar atrás
cualquier posibilidad de humillación adicional. Poco después de que su novela
fuera retirada, Ana Rosa Quintana declaraba ser “aunque no culpable (…)
responsable y víctima de lo ocurrido”: igual Agirregagabiria y otros
racionalizan y se inventan historias en las que tienen la razón y sufren por
causa de la malicia de alguien más. Esto los vuelve personajes extrañamente
llamativos cuando caen en desgracia, y aún más odiosos cuando llegan, siquiera
por un tiempo, a salirse con la suya.
(Alguien tendría que hacer una gran novela sobre el plagio común: un
estudio del autoengaño y de la falta de escrúpulos. No son temas irrelevantes
en una época como ésta.)
Con pesimismo, Verónica Murguía dice que no intentará demandar a Pérez
Reverte:
“No quiero dinero ni voy a entablar una batalla legal con un hombre que
es mucho más poderoso y rico que yo. No soy ni poderosa ni rica, pero por esas
razones me parece de lo más horrible que alguien haga pasar un documento como
suyo, cuando es una persona que tiene una carrera hecha y derecha y no necesita
nada y le publican donde sea. Lo que quiero es una disculpa pública, que retire
el texto del libro, y si no lo hace entonces que done una parte de las
ganancias a un refugio de perros en México.”
Quién sabe si sucederá. Las polémicas se apagan. Por otra parte, casos
como el de hoy demuestran que ciertos actos — como el plagio — no se olvidan
tan fácilmente.
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