José Manuel Caballero Bonal Madrid, 2001 Foto de GORKA LEJARCEGI |
Conversando con José Manuel Caballero Bonald
Harold Alvarado Tenorio
2 de octubre de 2007
Poeta, novelista, estudioso del flamenco, teórico del vino, productor musical, navegante, pintor, guionista de teatro y televisión, letrista, profesor de literatura, editor, subdirector de Papeles de Son Armadans, la revista de Cela y presidente del PEN Club en España, José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) pudo ser un elegante capitán de barco por su porte elegante, de aristócrata andaluz afligido de señorío y nostalgias, yendo y viniendo entre los viñedos y pantanos, las serranías y playas del mar, amando la vida y sus placeres. Quizás por ello goza de un enorme prestigio entre casi todas las cáfilas y catervas de los intelectuales peninsulares y sudamericanos, que le han celebrado con numerosas distinciones entre las que figuran el Premio Nacional de las Letras, Nacional de Literatura, Nacional de la Crítica en tres ocasiones, Pablo Iglesias, Reina Sofía, Julián Besteiro, Andalucía de las Letras, Biblioteca Breve, Plaza y Janés, Boscán y el Nacional del Disco por su Archivo del Cante flamenco. Ochenta y un años Pepe… Cuando se mira para atrás se ve de todo. Se ve que cada vez va quedando más pasado y menos futuro, y eso no es un episodio como para andar celebrándolo. La vejez es una cosa atroz, una frontera alarmante; te has convertido en un viejo y eso te angustia en cierto modo. Has escrito lo que tenías que escribir, has cumplido con tu propia vida, con tus ambiciones y te quedas ya como sentado en tu butaca viendo caer la tarde bajo un árbol en el jardín. Y esa sensación de acabamiento, de postrimería, produce un sentimiento de fin de trayecto, y ya no hay ningún nuevo punto de partida. Todo eso es una cabronada, claro, aparte, claro, del escepticismo, la desgana, las descreencias... Da para mucho la vida de una persona que ha vivido 81 años y se sigue defendiendo de muchas cosas que aparecen cada mañana en la prensa. Basta repasar las noticias del día, esa sarta espantosa de imágenes, guerras miserables, injusticias, lo que pasa con los derechos humanos. Yo trato de recuperar la dignidad de vivir. No quiero convertirme en un viejo cascarrabias, no me gusta, pero cada vez hay una tropa mayor de majaderos, fantoches y tentetiesos. Me dan ataques de cólera que procuro dominar. Pero no tengo edad de aguantarme. Yo soy un ciclotímico literario, así que cuando no escribo me ocupo bastante de la vida cotidiana y de la política, y eso me alarma y me sofoca. Siempre me ha tentado decir lo que pienso, aunque me costara esfuerzos y me proporcionara algún que otro encontronazo. A mí, los años quizá me hayan hecho más temerario en este sentido. Y eso me produce una especie de satisfacción -digamos- de doble filo. Pero de lo único que estoy plenamente satisfecho es de mi obra literaria, que he trabajado con ahínco y creo que con solvencia, y de mi vida privada. Llevo más de media con una mujer que me ha ayudado mucho a no perder el norte. Usted nació y vivió hasta bien entrada la adolescencia en Jerez de la Frontera… Ser jerezano es una denominación de origen, una mezcla de buena educación y de ignorancia, yo nací en los años veintes y puedo decir que me gustó nacer entonces. De mi niñez siempre recuerdo la azotea de mi casa, desde donde me asomaba a ese mundo luminoso de Jerez, a las ventanas, las escaleras y los patios de nuestros vecinos, pero lo que bien recuerdo de mi niñez y primera juventud fueron aquellos veranos en Sanlúcar de Barrameda, donde conocí el mar y viví las primeras excitantes escapadas de las domésticas, un descubrimiento del mundo… Luego, en mi adolescencia estuve un año en cama, reposando, y entonces conocí la literatura, un viejo amigo de casa, amante de los libros me prestó la antología de la poesía española que había hecho Diego y los poemas de Juan Ramón Jiménez, y entonces quise ser poeta… Hijo de cubano y francesa… Sí, pero sepa usted que no me siento para nada francés, incluso hay algo que repudio en toda esa cultura francesa, no me seduce ni me siento identificado para nada con Francia. Me considero más ligado a mi sangre cubana. Mi padre, Placido Caballero, era de Camagüey. Yo he estado en Cuba varias veces y me he sentido como reencontrando las raíces familiares. Uno de mis cuatro abuelos era andaluz, andaluz de la costa malagueña mediterránea, y seguramente, a través de ese abuelo, me viene esa memoria árabe que cada vez entiendo más vigorosa y más influyente y que desplaza a cualquier otro asidero espiritual respecto a una u otra cultura. Mi madre, Julia, era bisnieta del Vizconde de Bonald, un integrista y un reaccionario de mucho cuidado, pero mi madre era otra cosa, era liberal, extrovertida. Mi padre se dedicaba a los negocios con el vino y por eso me he interesado en su elaboración, su tratamiento, color, pero no desde el punto de vista industrial o químico, sino desde la magia, la alquimia, de alguien que ve cómo la uva se convierte en ese liquido maravilloso que agrada y perturba… ¿Juan Ramón Jiménez? Si, de Juan Ramón he aprendido casi todo, incluidos sus excesos, y no sólo como poeta sino como prosista. Casi nunca ha dejado de decirme cosas inolvidables. Aunque en alguna ocasión me las haya dicho con escasa ecuanimidad o con excesiva retórica, que eso importa menos. Entre otras cosas, porque cada vez estoy más convencido que muchas de mis trastiendas artísticas, y hasta mi gusto por las infiltraciones neuróticas del lenguaje, dependen en parte de ese ya remoto entrenamiento. Lo cual siempre es muy de agradecer. Desde la Segunda antolojía -el primer libro poético que me dejó absorto- hasta Espacio -uno de los poemas más fascinantes de toda nuestra cultura literaria-, Juan Ramón Jiménez ha sido el supremo y egocéntrico regente, el gran mentor inflexible de casi todo el aparato estético que usó -y sigue usando- la poesía española del siglo XX. Con él se acota una jurisdicción literaria que aún mantiene sus prerrogativas y en la que incluso se integrarán los últimos poetas -puros o impuros, qué más da- que ya esperan tumo en el arrabal didáctico de los manuales. Pero entiendo que fue José Ignacio Javier Oriol Encarnación de Espronceda y Delgado quien lo hizo hacerse escritor… Es cierto. En Jerez, en la pequeña biblioteca familiar, descubrí una biografía de Espronceda escrita por Narciso Alonso Cortés, un historiador ya olvidado. Quedé deslumbrado por el personaje, un hombre que había hecho de todo en sus treinta y cuatro años de vida, había luchado en las barricadas de París, fundado una sociedad secreta, estado preso, exiliado por republicano, había sido diputado, guardia de corps, diplomático en Holanda y como si eso fuera poco, se fugó a Lisboa con una muchacha de la que había estado enamorado desde que ella era una niña, hasta cuando ella le dejó y un buen día, paseando por la calle Santa Isabel de Madrid, Espronceda se asomó a una casa donde estaban velando un cadáver y descubrió que la muerta era su ex amante, y entonces escribió su magnífico Canto a Teresa [Mancha]. Yo quise ser como Espronceda. Quería imitarle, pero como era imposible emularle en tantas y tan maravillosas facetas y hazañas, lo que hice fue rivalizar con él en las dos que tenía más a mano: escribir poesía, cosa que me ha durado hasta hoy, y llevar una vida licenciosa, que en aquellos años con la asignación semanal se limitaba a llegar algún día tarde a casa… Y así hasta el sol de hoy… También quiso ser marino… Aún ahora sigo siendo muy aficionado al mar. Navego con cierta frecuencia, en Galicia o en Andalucía. La mar ejerce en mí una fascinación muy especial, por todo lo que representa: la libertad absoluta, y también la aventura. Creo que me hice escritor porque soy un aventurero frustrado. Esa afición procede de mis lecturas de Emilio Salgari y Jack London. Hasta donde alcanza mi memoria me veo leyendo a Salgari. Siempre fui muy aficionado a la literatura de aventuras, sobre todo aquellas relacionadas con el mar. He sentido, siento aún, una predilección especial por todos los escritores que eligen el mar como escenario para sus historias. Autores como Stevenson, Conrad, Melville. Todo lo que tuviera que ver con aventuras en la mar me apasionaba... y cada vez me apasiona más. Yo quería ser un aventurero y la única posibilidad que tenía a mano era hacerme marino, pero luego, como casi todos los muchachos de mi edad de la posguerra, enfermé del pecho, tuve que reposar y ya no estaba en condiciones físicas de ser marino y lo cambié por Filosofía y Letras en Sevilla, que fue como equivocarme de otra manera. La Guerra Civil, como a sus compañeros de generación, transformó su vida… La guerra fue un caos, una barbarie colectiva. La verdad es que creo que nuestra relación con la guerra se materializó a través de la posguerra. En la posguerra hubo el edicto de persecución y muerte al perdedor, y eso fue horroroso. Yo era un niño cuando los acontecimientos, mis recuerdos son muy vagos, pero es que luego ya éramos adolescentes, y la guerra, aunque había acabado, seguía estando ahí, como una presencia terrible, traumática, que afectó a todos los españoles. Y, claro, también a nosotros. El titulo de mi primer libro de memorias, Tiempo de guerras perdidas, tiene un sentido figurado, se refiere a las ilusiones que no se materializan, a los sueños truncados. Pero también tiene un sentido real, el de la propia guerra perdida. Porque, al finalizar la guerra, se suponía que yo pertenecía al bando de los vencedores por mis orígenes, por mi familia, pero poco a poco empecé a sentirme del lado de los vencidos. Otro hecho es la censura, durante mi juventud eché de menos muchos textos. A medida que crecía y me aficionaba a leer, iba teniendo noticias de escritores, sobre todo poetas del 27... y a esos textos no se podía acceder. Libros de Cernuda, de Alberti, del mismo Lorca... vamos, todas aquellas páginas maravillosas que estaban fuera de la circulación. Entonces, a través de algún amigo que había salvado de la quema -en muchas ocasiones, de la quema real- yo fui leyendo aquellos autores prohibidos, falazmente censurados por la censura franquista. Al principio yo no entendía muy bien por qué aquellos libros estaban prohibidos. Por aquel entonces yo era todavía muy joven, y mis ideas políticas no estaban lo que se dice definidas. No le daba muchas vueltas al hecho de que ciertos libros estuvieran fuera de la circulación. Simplemente pensaba que, bueno, que eran autores que habían perdido la guerra, que estaban en el exilio...Me limitaba a soportar esas carencias, esa falta de determinados libros, pero reconozco que no hacía ningún tipo de crítica. Las críticas vinieron después. Y vino el viaje a Madrid... Llegué a Madrid con mi primer libro, Las adivinaciones, que ganó el Premio Platero y un accésit del Adonais. Fue una llegada muy triste, era una ciudad con restricciones de luz, medio en penumbra, existía la cartilla de racionamiento, había que comer en los restaurantes económicos. Era un Madrid muy sórdido y muy triste. Gris. Un ambiente muy hostil en la calle. Allí, en el Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe conocí a Valente y Goytisolo y a Hernando Valencia Goelkel, Jorge Gaitán Duran y Ernesto Mejía Sánchez, que fueron mis amigos y por quienes conocería buena parte de América Latina. Fueron esos los años cuando comencé a tener cierta conciencia política, en la milicia naval universitaria, un período que duraba tres veranos. Fui testigo de tantos disparates en la organización militar...esas jerarquías, ese sentido de la obediencia... Bueno, todo aquello fue provocándome un prurito de enfrentamiento a una ideología que empezaba a encontrar disparatada. A través de ese encono personal, y todavía sin una conciencia política clara, yo me fui enfrentando a toda una situación social de la España de la época. Luego ya el proceso político real se materializó de la mano de Dionisio Ridruejo, que fue un personaje al que yo quise mucho, y al que estábamos unidos un grupo de personas como Moreno Galván, Juan Benet, Fernando Baeza, Pepín Vidal Beneyto, para mí fue como el foco de donde arrancó mi actitud política antifranquista. Con Dionisio compartí yo muchas cosas... incluso la cárcel, en el año 64. Así me vinculé a la lucha antifranquista. Miembros también de la Generación del 50, a la cual usted pertenecería… El grupo del 50 fue eso, un grupo. Generación, de ninguna manera. Sólo era un grupo dentro de una generación. Éramos ocho o nueve poetas y el correlato de los novelistas: García Hortelano, Marsé, Grosso, Zúñiga, Ferres, etc. El concepto de grupo dentro de una generación ha tenido una importancia cada vez más notoria en la evolución de la poesía española y además creo que había algunos miembros de esa generación –como podían ser Barral o Gil de Biedma- que eran realmente unos hombres cultos, petulantes, unos eruditos insolentes, críticos de la cultura, personas que hablaban tres o cuatro idiomas. Un grupo diezmado por la fatalidad y un tanto, autodestructivo, con tendencia a hacer lo contrario de lo que parece convencionalmente recomendable. ¿Cuáles, de ellos, fueron sus más cercanos? Mis grandes amigos fueron Ángel González y Juan García Hortelano. Con Barral, que además fue mi primer editor, mantuve también una relación de amistad imperturbable. Con los Goytisolo, muy estrechas, sobre todo con los dos hermanos mayores, a quienes conocí en la Universidad. Luego vendrían los intensos años de Colombia… Tengo la convicción que aquellos tres años pautaron mi futuro y fijaron los modelos de las despedidas de la juventud y los anticipos de la madurez. Fueron años decisivos, tuve mi primer hijo, escribí mi primera novela, me vinculé al grupo que hacía la revista Mito, me adentré en el mestizaje, que ha sido siempre un factor esencial para mí. No obstante, veo aquella época como muy lejana. Cuando me fui a Colombia quería ser sólo poeta, pero una vez allí, empezaron a intensificarse mis recuerdos, era la época del realismo social, y quise escribir una novela donde se reflejara mi experiencia en ese mundo las viñas y las bodegas de Jerez que tenía muy cerca por razones familiares y que era un tema que se compadecía muy bien con la intención de denuncia... Y quizás influyeran también algunos de los eventos de entonces, como aquella sobremesa cuando Eduardo Carranza, raro espécimen de falangista colombiano que siempre que bebía mostraba una acusada tendencia a la elasticidad ósea y la expulsión de la dentadura, comenzó a alabar a Franco en términos que parecían emanados de la boca de Fraga Iribarne, su protector, y yo comencé a endilgarle los mas subidos improperios que causaron un detallado informe contra mí de la embajada de España en Bogotá, considerándome elemento peligroso, porque además, escribía yo en El Espectador artículos sobre las campañas represivas del franquismo. Ni olvido algunas de las mujeres que conocí esos años, como aquella española, Alicia Baraibar, que estuvo casada con un poeta diplomático y gobernador imitador de Eliot, y que como Elvira Mendoza, Rita Agudelo, Marta Traba, Gloria Zea y Sonia Osorio, con su tono libertario, predicaban el amor libre, amaban el cine erótico francés de Cofram y les encantaba divertirse. Hablemos ahora de los géneros, de la poesía, la narrativa, las memorias…. Cada día me convenzo y estoy dispuesto a admitir que no existen los géneros. Creo que lo que llamamos géneros literarios tienen mucho que ver con el artificio, las estratagemas, las trampas retoricas. Un poema es la máxima temperatura que puede alcanzarse con el manejo de la lengua. La música es esencial en la poesía, sin música no hay poesía. La poesía, aparte de un hecho lingüístico, es una especie de mezcla desigual de música y matemáticas. Yo me siento identificado con un poema cuando se me abre una puerta, se rompe un sello y me asomo a un mundo que me descubre algo emocionante y desconocido. Alguna vez dije que los temas son como el ingrediente superfluo de un todo fundamentalmente definido por el tratamiento literario que se le dé. O sea, que sigo pensando que la poesía es un hecho lingüístico. El argumento, la verdad de la poesía, se genera a medida que se hace el poema. Por eso mismo un poema no se termina nunca de corregir, puede ser corregido cada vez que lo relees. La novela, como buena parte la poesía actual, descuida el lenguaje en beneficio del asunto, del cuento en vez del canto… Hoy circula por ahí una cierta tendencia a depreciar el papel del escritor en beneficio del papel del informador. Yo detesto radicalmente y por principio, cualquier tipo de copia de la realidad. A mí todo eso me parece una estupidez, una de esas modas que se inventan los mediocres. Si un escritor no es exigente y riguroso con el uso del lenguaje, es porque no tiene ni puta idea de su oficio. Otra cosa es que el escritor deba, sin olvidar el oficio, ser un crítico de la sociedad, del poder, del signo que sea. No es que el escritor tenga que proponérselo previamente, es que traspasará siempre a su obra su propia ideología. Pero a mí lo que me interesa es la literatura considerada como obra de arte, la prosa narrativa de alcance artístico. Una palabra bien elegida puede significar poéticamente más de lo que significa en los diccionarios. La ironía, que depende del estilo, de la forma, incluso de la sintaxis, es para mí una suerte de método de interpretación de la realidad, y una literatura sin ironía, sin sentido mínimo del humor queda a trasmano, como si fuera para predicadores… Vendrían luego los interminables días del franquismo… Durante esa época he estado bastantes temporadas fuera de España. Estuve en Colombia, luego he vivido en Francia y Cuba. Cuando yo desperté a la política y a la realidad española en tiempos de Franco, mi obra se empobrece, se empobrece incluso deliberadamente porque suponía, con disculpable desenfoque, que era mucho más importante denunciar algo de lo que estaba ocurriendo a través de la literatura. Lo que no publicaban los periódicos, procuré registrarlo de alguna manera en mi obra. Entonces, la novela que publiqué en tiempos del franquismo más exacerbado, más opresivo, y un libro de poemas, adquieren un valor más ético que estético. Yo me preocupaba que en mi obra se filtrara la condición de una persona que estaba luchando contra el sistema, que estaba en la resistencia, digamos, con muchos escritores de mi generación. Fuimos encarcelados, perseguidos, silenciados. Todo eso naturalmente se refleja en algún libro mío, porque en ese tiempo creí que era más honesto acusar literariamente la realidad española que preocuparme de las contradicciones estéticas de mi obra. Sólo cuando se supera la etapa franquista, vuelvo a recuperar lo que me había sugestionado siempre en literatura. Usted bien puede decir confieso que he bebido… Porque aparte de la actividad antifranquista, estaba esa especie de autodestrucción que acabó con casi todos los miembros de aquel grupo de amigos... Ahí se filtraban muchas cosas, el aburrimiento, la necesidad de ir en contra de los convencionalismos, de soliviantar a conciencias timoratas, de enfrentarse al orden establecido, a la moralina ambiental... De todo eso había. Yo he sido muy hedonista, me gustaban los placeres que alegran la vida, que hacen soportable las desdichas y atropellos de la historia, me gusta beber, he buscado placeres de éstos, pequeños placeres, que te puede ofrecer la vida cotidiana, enfrentado a un mundo hostil, a un mundo en guerra, en manos de un ignorante como el señor Bush, peligroso ignorante, fanático del eje del mal. Todo eso me produce escalofrío y procuro, aparte de tomar partido, contrarrestar los malos efectos de todo eso con los buenos efectos del hedonismo. Hablemos de dos de sus libros, primero Ágata ojo de gato… Sigue siendo mi novela favorita, creo que logré hacer lo que quería, creo que es la manifestación de un mito, de la mater terra que castiga a todo aquel que pretende ultrajarla y me inventé esa historia medio legendaria. “Ágata” es un intento de sustituir la historia por sus presuntas equivalencias mitológicas, pero siempre manteniendo esa realidad que responde a la historia verídica del coto de Doñana. Además con ese libro me ocurrió, y eso sí que era mágico no por el método literario sino por sus consecuencias, que conocí a personajes después de haber escrito la novela que eran un reflejo fiel de los que yo me había inventado y eso es muy inquietante y muy apasionante. Conocer en la vida real a personajes de ficción, tuyos, propios, provoca entusiasmo e inquietud. En sus libros el Coto de Doñana se llama Argónida… Argónida es para mí una referencia humana ineludible, una complicidad onomástica y buena parte de las memorias las escribí frente a ese paisaje para mí irreemplazable. Es el paisaje natural de buena parte de mi biografía, de mi educación sentimental. Ahora me paso medio año frente a Doñana y eso me ayuda a ir tirando. Cada uno tiene su paraíso privado, y para mí ese paraíso es Argónida. Me inventé ese nombre, con sus deliberadas resonancias clásicas o mitológicas, porque quería buscarle a la realidad de un paisaje, de un mundo concreto, ciertas equivalencias legendarias. A mí no me atraía para nada reflejar la realidad de ese mundo, sino elaborar una aproximación artística, una interpretación distinta de ese mundo. La realidad se me antojaba tan obvia, tan insuficiente, que tenía que cambiarla hasta de nombre. Pero las amenazas de deterioro son constantes por parte de los abanderados del progreso inhumano. Doñana siempre ha estado rodeada de acosos a su integridad, a su equilibrio natural. Yo ando siempre un poco haciendo las veces de centinela privado, y eso me alivia de tensiones. Con Descrédito del héroe hecha por la borda la poesía que privilegia el asunto contra la melodía… -Por supuesto. Hace ya tiempo que procuré orientar mi poesía en ese sentido. Nunca me sentí atraído ni por el realismo de vuelo rasante ni por toda esa tabarra del coloquialismo. Y detesto el costumbrismo, venga de donde venga. Eso que llaman la “posmoderna elegía sentimental” me suena a conserva de mermelada. Descrédito del héroe contiene una serie de temas que yo creo están en mi poesía de todos los tiempos, vamos, desde que empecé a escribir poesía. Aquí está más exacerbada la preocupación por rastrear en una zona muy concreta de la experiencia, de mi propia experiencia; este libro tiene algo de memorial nocturno, donde pretendo dar forma literaria a una serie de fijaciones, de obsesiones críticas. En el fondo, el libro posee ciertos dispositivos de crítica moral de las instituciones; sobre todo en lo que se refiere al deseo de desmontar ese crédito tan poco estable sobre la figura del héroe. En su sentido más amplio: el héroe tanto como protagonista de una situación, como arquetipo de esos ídolos de barro inventados por una sociedad caduca, abolida, como era la sociedad española de los años sesenta. Yo soy un lector y un gustador inagotable de los textos clásicos griegos y latinos desde Homero hasta los poetas de la Roma decadente, pasando luego por muchas zonas de esa cultura mediterránea que llega hasta Kavafis. Yo intento, a través del propio lenguaje, aclararme mi propia experiencia, ejercer una crítica de ese lenguaje que me sirva a la vez para investigar en mis fijaciones, en mis fantasmas temáticos; en ese caso el sexo está muy elaborado en el libro; el sexo, la crítica moral y, en cierto sentido, el deseo de aproximarse a una realidad que desconozco. Libros que parecen más escritos por un latinoamericano que por un peninsular… Es posible… A lo mejor es un contagio cubano-colombiano. Aparte de García Márquez y de José Eustasio Rivera, me siento muy ligado a dos escritores cubanos: Carpentier y Lezama Lima que son muy distintos pero en el fondo coinciden en algo de esa fascinación tropical, de ese criollismo que fermenta en el lenguaje. A pesar de que sus poéticas sean muy distintas me han servido de estímulo fundamental y creo que en ese sentido también me siento muy cubano, me siento heredero de una forma digamos antillana de trasplantar a la literatura el mundo vivido. Si tuviese que reconocer un padre literario diría sin pensarlo dos veces el nombre de Alejo Carpentier, su lectura me emocionaba y contenía a la vez, así como en Lezama Lima encontraba la forma de mi tradición barroca en medio del presente. La poética de Lezama está simultáneamente incorporada a su poesía y a su obra narrativa. Paradiso es un libro fascinante. Hay allí páginas que son poemas deslumbrantes, que no creo que se hayan producido en toda la literatura castellana del siglo XX. A lo mejor en algún recodo de la obra de Valle Inclán pueda descubrirse la misma garantía de invención, la revitalización de la lengua. Yo he defendido el barroco toda la vida porque reivindico mi historia, mis tradiciones. Andalucía es barroca desde Góngora hasta la Catedral de Cádiz, no creo que lo barroco sea algo confundible con la retórica, con lo ampuloso o artificial. Ya le he dicho que todo lo que no es barroco es periodismo. Usted admiró mucho la Revolución Cubana… Cuando triunfó la revolución, en los años 1959, 1960 y 1961, Cuba fue un punto de referencia ejemplar en muchos aspectos. Luego la revolución cubana ha dado muchos virajes, muchos bandazos. Hoy es difícil que uno defienda lo que está ocurriendo en Cuba, la dictadura de Castro, pero en aquellos años era un ejemplo de dignificación social. Las transformaciones en el orden educativo, en el orden sanitario, eran magníficas; pero, poco a poco, todo eso fue declinando hacia otro tipo de actitudes. Castro es alguien absolutamente incapacitado para evolucionar, para dar un nuevo viraje a la política interior cubana. Yo no puedo estar de acuerdo con la actual Cuba, pero estuve muy de acuerdo con la Cuba triunfante después de la revolución. Ha sido una decepción para mí y para muchos. Me irrita tanto como me irritan los anticastristas. Me pasé media vida en la lucha antifranquista, pero la dictadura castrista sólo la defendí en su primera etapa. Y sigue fungiendo, a su edad, de radical, incluso ha publicado un Manual de infractores… Sí, me considero un radical. Cuando hice el libro de Espronceda me agradaba todo eso que tenía el romanticismo de insumisión, de rebelión contra una sociedad retrógrada, inmovilizada por el influjo de la tradición. Yo detesto a los obedientes, los sumisos, los bien pensantes, a los gregarios, los curas neo franquistas, los adictos a la intolerancia, a la mentira, a los fundamentalismos......, a todos esos botarates que aceptan sin rechistar lo que les mandan y van por ahí con la divisa del pensamiento único. Para ellos vivir al borde de la vida o es un delito o un pecado... Escribir bien es una forma de rebeldía, un ajuste de cuentas, de resistencia contra los acosos de una realidad que consideras detestable. A lo mejor se escribe para que alguien, una persona concreta, se indigne con lo que dices y también para que alguien se alegre compartiendo tus ideas. |
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