LUIS GARCÍA MONTERO 28 DIC 2013 - 01:17 CET
La realidad existe mientras se cuenta. Los hechos no son un escenario objetivo, sino el resultado de un orden y de una construcción. El instante puede ser muy orgulloso en nuestra sociedad, puede identificarse con un cuerpo deportivo, convertir en imperio la fugacidad de una mercancía, pero resulta incomprensible en sí mismo, no está operativo si no se reconoce en un pasado, es decir, en un modo de intuir el futuro. La realidad es inseparable del sentido.
Rafael Chirbes es uno de los novelistas españoles que mejor cuenta la realidad porque lleva muchos años persiguiendo su sentido. Los lectores hemos celebrado el poder de la ficción, la palabra directa, la mirada certera y seca sobre los personajes y las historias, a través de libros como La buena letra (1992), La larga marcha (1996), Los viejos amigos (2003) o Crematorio (2007). La intimidad de los personajes, el decorado de las vidas privadas y las historias públicas se tejen en un universo narrativo que ordena e interpreta ese argumento llamado España. La dimensión ética perfila la mirada y el vocabulario de Chirbes. Su poder es inseparable de la búsqueda de sentido, de la lucidez.
Quizás podemos situar este sentido en la conciencia de que la Transición no fue en realidad el paso de una dictadura a una democracia, sino la época en la que pasamos de los códigos económicos y vitales del subdesarrollo a las conductas del capitalismo avanzado. Una mutación antropológica. La prepotencia del lujo, encadenada siempre al imperio del instante, no dudó en traicionar los viejos ideales y devorar la memoria al mismo tiempo que cancelaba el futuro como lugar solidario. Los jóvenes rebeldes se iban vendiendo al poder, mientras el dinero lo corrompía todo. Y la mirada de protesta solo encontró en ese camino, ya que todas las banderas se acomodaban a la mentira, las complicidades de la enfermedad. El deterioro del cuerpo ha ido ocupando un lugar decisivo en las narraciones de Chirbes porque la voluntad de maquillaje perpetuo acaba derrotada por la ley implacable de los años y la biología.
La última novela de Chirbes, En la orilla (2013), se sitúa ya en los años de la crisis económica y entiende la irrupción de las dificultades como el estado de una agonía generalizada. El narrador busca un paisaje significativo, el pantano de Olba, y coloca un cadáver entre el fango para desatar la lucidez del sentido. La codicia, la traición, las miserias personales, la explotación aceptada como sistema, nos hacen a todos responsables de la agonía, del desempleo, la quiebra de los negocios y la infelicidad. Eva echó mano a la serpiente creyendo que era un collar de esmeraldas. Es “la seguridad de que no hay ser humano que no merezca ser tratado como culpable”, confiesa el protagonista, Esteban, un carpintero, amo y esclavo, que se ha visto obligado a cerrar su taller y a despedir a sus trabajadores.
No hay salida. El presente es la historia de alguien que se arruina al caer en la tentación de la avaricia. El pasado es un padre, educado en los viejos sueños revolucionarios, que se fue separando poco a poco de la vida por culpa de sus propios rencores y de su lejanía ante una realidad despreciable. El rencor conduce también a la falta de sentido y la inutilidad. Y el futuro tampoco parece una alternativa porque los descendientes nacionales siguen la senda macabra del dinero y los que llegan de fuera, empujados por una necesidad anterior, solo aspiran a competir en el festín de la indignidad.
En esta desolación adquiere especial protagonismo una sirvienta latinoamericana. Si los cuidados son el vínculo de una comunidad posible, el síntoma del amor y la solidaridad, En la orilla presenta una realidad muy distinta. La cuidadora ejerce el egoísmo, la hipocresía y el mundo entendido como compraventa. Igual que los demás personajes, pertenece al deterioro y la degradación. La voz narrativa es minuciosa, mancha todos los rincones, se convierte en obsesión, pasa del monólogo a la tercera persona para no dejar nada a salvo, ni desde la perspectiva de las intimidades, ni desde la descripción exterior de la sociedad.
Los lectores de Chirbes llegamos hasta aquí. La realidad es una enfermedad mortal, una vejez sin piedad, un pantano, un vertedero. ¿Y ahora qué? Es el momento de preguntarse si esta radicalidad de la mirada negativa mantiene su lealtad a la lucidez o paga la factura del rencor. ¿Es que no hay nada bueno en la vida? ¿Todo ser humano es sospechoso? ¿El amor resulta siempre una estafa? El buenismo, desde luego, falsea cualquier meditación. Pero, en el otro extremo, conviene también preguntarse por el nihilismo totalitario y su voluntad absoluta de descrédito. ¿Sirven para entender la realidad? ¿No son una forma más de acomodarse a los dictados de un poder que pretende cegar cualquier alternativa? La última novela de Rafael Chirbes me ha dejado estas preocupaciones.
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