martes, 24 de junio de 2025

Erica Jong / Hombres y chismorreo

 




Erica Jong
HOMBRES Y CHISMORREO


Lo mejor de estas aventuras parecía ser cómo nos poníamos histéricas contándonoslas la una a la otra. Por lo demás, en su mayor parte no nos procuraban placer alguno. Los hombres nos atraían, pero cuando llegaba el momento de comprenderse y de mantener una buena conversación, nos necesitábamos. Gradualmente, los hombres se redujeron a objetos sexuales.

    Hay algo muy triste en ello. Acabamos por aceptar la mentira, por representar un papel y avenirnos a las componendas de manera tan completa que los hombres eran invisibles, incluso para nosotras mismas. De manera automática empezamos a ocultarnos cosas acerca de nuestros hombres. Nunca les permitiríamos que supieran, por ejemplo, que hablábamos de ellos entre nosotras, que discutíamos su manera de joder e imitábamos su manera de andar y hablar.
    Los hombres siempre han detestado el chismorreo de las mujeres porque sospechan la verdad: toman sus medidas y comparan. En las sociedades más paranoicas (árabe, judía ortodoxa) se mantiene a las mujeres totalmente ocultas bajo abrigos (o bajo pelucas) y separadas del mundo tanto como se pueda. En cualquier caso, chismorrean: es la forma original de despertar la conciencia. Los hombres pueden burlarse de ello, pero no son capaces de prevenirlo. El chismorreo es el opio de los oprimidos.

    Pero, ¿quién estaba oprimido? Pia y yo éramos «mujeres libres» (una frase que nada significa excepto una cita). Pia era pintora. Yo, escritora. Teníamos algo más que hombres en nuestras vidas: trabajo, viajes, amigos. Entonces, ¿por qué nuestras vidas parecían caer en una sucesión de lamentaciones acerca de los hombres? ¿Por qué nuestras vidas parecían reducirse a la caza del hombre? ¿Dónde se encontraban las mujeres verdaderamente libres, que no se pasaban la vida rebotando de un hombre a otro, que se sentían completas con o sin un hombre? Mirábamos a nuestras inciertas heroínas buscando ayuda, y he aquí el resultado: Simone de Beauvoir nunca da un paso sin preguntarse ¿qué pensaría Sartre? Y Lillian Hellman quiere ser un hombre como lo es Dashiell Hammett para que él la quiera tanto como se quiere a sí mismo. Y la Anna Wulf de Doris Lessing no puede experimentar un orgasmo si no está enamorada, lo cual le sucede muy de vez en cuando. Y el resto —las escritoras, las pintoras— son en su mayoría tímidas, acobardadas, esquizoides. Tímidas en sus vidas y valientes sólo en su arte: Emily Dickinson, las Brontë, Virginia Woolf, Carson McCullers… Flannery O’Connor criaba pavos reales y vivía con su madre. Sylvia Plath metió la cabeza en el horno del mito. George O’Keefe, sola en el desierto, era, en apariencia, una superviviente. ¡Menudo grupo! Austeras, suicidas, extrañas. ¿Dónde está el Chaucer femenino? ¿Una dama lujuriosa que tenga jugo, alegría, amor y también talento? ¿Dónde nos podíamos dirigir para que nos guiaran? ¿Colette, dominada por el africanismo galo? ¿Safo, acerca de quien casi nada se sabe? «Yo muero de hambre / y desfallezco», dice en la traducción que tengo a mano en mi mesa de trabajo. ¡Lo mismo nos pasaba a nosotras! Casi todas las mujeres que más admirábamos eran unas solteronas o unas suicidas. ¿En eso íbamos a terminar?
    En consecuencia, la búsqueda del hombre imposible siguió adelante.
    Pia no se casó nunca. Yo me casé dos veces…, pero la búsqueda siguió. Cada uno de mis numerosos psicos era capaz de decirme que estaba buscando a mi padre. ¿Lo eran todos? La explicación no me convencía totalmente. No es que me pareciera errónea, sino demasiado elemental. Quizá la búsqueda fuera una especie de ritual en el que el proceso era más importante que el fin. Quizá se trataba de una especie de investigación. Quizá no existiera el hombre en absoluto, sino que fuera sólo un espejismo creado por nuestra añoranza y nuestro vacío. Cuando te vas a dormir hambrienta, sueñas con comer. Cuando te vas a dormir con la vejiga llena, sueñas con levantarte para mear. Cuando te vas a dormir y estás caliente, sueñas que te dan un revolcón. Quizás el hombre imposible sólo fuera un espectro hecho de nuestra propia ansia. Quizás era como el intruso audaz, el violador fantasmal que las mujeres esperan encontrar bajo las camas o en los armarios. O quizás estuviera verdaderamente muerto y fuese el último amante. En un poema, lo imaginé como el hombre bajo la cama.
El hombre bajo la cama
    El hombre que ha estado allí esperando años
    el hombre que espera que flote con pies descalzos
    El hombre que es silencioso como solitarias
    avanzando en las tinieblas
    El hombre cuyo aliento es la respiración
    de pequeñas mariposas blancas
    El hombre cuya respiración oigo al coger el teléfono
    El hombre en el espejo cuyo aliento ennegrece la plata
    El hombre calavera en los armarios
    que sacude las bolas de naftalina
    El hombre al final del final de la línea
    Me lo encontré ayer noche Siempre me lo encuentro
    En pie en el aire ámbar de un bar
    Cuando el camarón se enrosca como los dedos que hacen señas
    Y corren por el aire como los sesgos de los palillos
    Cuando se quiebra el hielo y voy a caer
    dispone su cara alrededor de los agujeros
    me abre sus ojos sin pupilas
    Durante años ha esperado para arrastrarme
    y ahora me cuenta
    que sólo me ha esperado para llevarme a casa
    Bailamos el vals por la calle como la muerte y la doncella
    Flotamos a través de la pared de la pared de mi habitación
    Si es mi sueño volverá a plegarse en mi cuerpo
    Su aliento escribe cartas de neblina en el cristal de mis mejillas
    me envuelvo a su alrededor como la oscuridad
    respiro en su boca
    le hago real

Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, pp. 120-123






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