viernes, 27 de junio de 2025

Erica Jong / El abuelo de Bennett

 



Erica Jong 

EL ABUELO DE BENNETT


 Y el día de Año Nuevo llegó el telegrama… falseado, como con frecuencia pasa con estos mensajes, y llegando a aquella sombría tarde de sábado, cuando la totalidad de la población masculina de Klein Amerika estaba embebida en limpiar el coche y la totalidad de la población femenina iba por el lugar con rulos en el pelo, y los alemanes al otro lado de la Goethestrasse ya estaban descorchando la primera botella de schnaps preparando el Año Nuevo…


ABUELO MUERTO SEIS QUINCE MARTES STOP
    REAVIVADO CON MASAJE STOP
    ATAQUE CORAZÓN STOP
    HEMORRAGIA RECTAL STOP
    NADA SE PUDO HACER STOP
    FUNERAL 4 ENERO STOP
    BESOS MAMÁ


    Fui la primera en leer el telegrama, y luego se lo pasé a Bennett. Tuve aquella sensación vomitiva que siempre experimento cuando sé que me echarán la culpa de algo horrible. Sabía que Bennett iba a encontrar de alguna manera el sistema de echarme la culpa por la muerte de su abuelo. En la época a que me refiero, los padres de mi madre aún vivían.
    Abracé a Bennett y él me apartó. Recuerdo que pensé que no era tan triste que su abuelo hubiera muerto, pero que, por mi parte, debería morir un poco por ello, como penitencia. Bennett se sentó en el sofá del salón con el telegrama en las manos. «El dedo móvil escribe y deletrea mal las palabras», pensé. Apenas conocía al abuelo de Bennett (un anciano chino que contaba 99 o 100 años, que parecía una estatuilla de marfil amarillenta y apenas si hablaba unas palabras en inglés). Pretendí que era mi abuelo quien había muerto y empecé a llorar. En verdad estaba llorando por mí, muriendo lentamente a los veinticinco años.
    Bennett estaba marcado por la muerte hasta el cuello. Arrastraba la tristeza sobre sus hombros como una mochila invisible. Si se hubiera dirigido a mí, si me hubiera permitido consolarle, hubiera podido soportarla con él. Pero me echaba la culpa. Y su acusación me alejaba. Sin embargo, temía largarme. Permanecí y me cerré más en mí misma. Me dediqué más y más a mis fantasías y a lo que escribía. Y así fue como empecé a descubrirme. Bennett se retiró a su tristeza y levantó barricadas en ella, y yo me retiré a mi habitación para escribir. Durante todo aquel largo invierno, lamentó la muerte de su abuelo, de su padre, de su hermana, fallecida a los dieciséis años, de su hermano, que nació disminuido y murió a los dieciocho, de su amigo que se lo llevó la poliomielitis a los catorce, de su pobreza, de su silencio. Lloró a los muertos y su propia preocupación por la muerte. Se lamentó de su lamentación. La rígida expresión que aparecía en su rostro era una especie de mascarilla mortuoria. Había muerto mucha gente querida (y también odiada), por lo que llevaba aquella mascarilla en penitencia. ¿Por qué estaba vivo si ellos habían muerto? Entonces hizo que su vida se pareciera a la muerte. Y su muerte era también mi muerte. Aprendí a mantenerme viva escribiendo.


Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, pp. 135-136


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