Yuri Valentinovich Tsarev
Erica Jong
QUERÍA ESCRIBIR ‘GUERRA Y PAZ’
Fue el invierno en que empecé a escribir en serio. Empecé a escribir como si fuera mi única esperanza de supervivencia; para escapar. Siempre había escrito, en cierto modo. Siempre admiré a los autores. Solía besar sus retratos en las contracubiertas de los libros cuando acababa de leerlos. Consideraba cualquier cosa impresa como una reliquia sagrada, y los autores como criaturas de un conocimiento y una inteligencia sobrehumanas. Pearl Buck, Tolstöi o Carolyn Keene, la autora de Nancy Drew . No establecía ninguna de las divisiones llenas de vanidad que uno aprende más adelante. Podía pasar tranquilamente de A través del espejo a un comic de horror , de Las grandes esperanzas o El jardín secreto a la revista Mad .
Al crecer en el seno de mi caótica familia, rápidamente aprendí que un libro dispuesto con todo cuidado delante de tu cara es un escudo antibalas, una pared de amianto, una capa de invisibilidad. Aprendí a refugiarme tras los libros, a convertirme, como me llamaron mis padres, en «el profesor despistado». Me gritaban, pero no podía oírles. Estaba leyendo. Estaba escribiendo. Estaba a salvo.
El abuelo de Bennett era un esforzado anciano que llegó de China a los veinte años, y a quien un misionero que le había prometido enseñarle inglés (y nunca lo hizo) convirtió al catolicismo. Predicó luego el Evangelio a los trabajadores chinos en las zonas mineras del Noroeste, y acabó sus días al frente de una tienda de recuerdos en Pell Street. Nunca, en sus 99 o 100 años, aprendió a hablar más que unas pocas palabras de inglés inteligible, y mucho menos fue capaz de escribirlas. Pues bien; aquel hombre me lanzó a mi carrera de escritora al morirse. En ocasiones la muerte es el principio de algunas cosas.
Mientras Bennett guardó el luto en silencio durante aquel largo invierno, escribí. Saqué todos mis poemas de la universidad a la luz, incluso los que habían sido publicados. Saqué todos mis falsos principios de narraciones y novelas. Quería hacerme nueva, hacerme una vida nueva para mí escribiendo.
Me sumergí en el trabajo de otros escritores. Solía pedir libros a la librería Foyle’s de Londres o a mis amigos o a mis padres que me los mandaban de Nueva York. Me dedicada a estudiar a un poeta o a un novelista contemporáneo durante un tiempo, leyendo y releyendo sus obras, estudiando cómo había cambiado de un libro a otro y cómo imitaba el estilo de un autor distinto al cabo de unos meses. Durante todo el tiempo sentí horror y me consideré un fracaso. En una ocasión, cuando contaba unos dieciocho años y consideraba que treinta ya era la vejez, me prometí matarme si no publicaba mi primer libro a los veinticinco años. ¡Tenía ya los veinticinco y sólo estaba empezando!
Mandar trabajos a revistas estaba enteramente fuera de lugar. Pese a que fui el poeta de la clase en la universidad y gané los premios habituales, abrigaba la convicción de que nada de lo que escribía era lo bastante bueno para mandarlo a ninguna parte. Veía a los directores de revistas trimestrales como criaturas divinas que ni siquiera iban a dignarse leer algo que no fuera una obra maestra. Y lo creía a pesar de que me había suscrito a revistas trimestrales y leía los trabajos que allí se publicaban. A menudo lo publicado no valía nada, tenía que admitirlo, pero estaba convencida de que lo mío debía ser peor, mucho peor.
Vivía en un mundo poblado de fantasmas. Podía tener imaginarias historias amorosas con poetas cuya obra leía regularmente en las revistas. Ciertos nombres acababan por parecerme casi vivos. Leía los resúmenes biográficos de los escritores y creía conocerlos. Resulta extraña la muy íntima relación que se puede establecer con alguien a quien no has visto nunca… ¡Y cuán erróneas pueden ser nuestras impresiones! Más tarde, de regreso a Nueva York y después de empezar a publicar poemas, conocí algunos de aquellos nombres mágicos. Por regla general, eran totalmente distintos de como los había imaginado. Graciosos en letra impresa, podían resultar unos imbéciles al natural. Autores de sombríos poemas sobre la muerte podían resultar afectuosos y divertidos. Escritores encantadores podían resultar las personas menos encantadoras del mundo. Escritores generosos, de corazón abierto y altruistas, podían resultar personas tacañas, de trato difícil y celosas… No es que se diera el caso de que existieran reglas fijas, pero, por lo general, nos esperaban algunas sorpresas. Era una de las cosas más difíciles: juzgar el carácter de un escritor por lo que escribía. Pero toda esta realidad llegó más tarde. En mis días en Heidelberg, estaba sumergida en un mundo literario, de imaginación, agradablemente fuera del contacto con la realidad mugrienta. Un aspecto de ello fue mi curiosa relación con el semanario The New Yorker .
En la época sobre la que estoy escribiendo, The New Yorker (y otro material de tercera clase) solía cruzar el Atlántico por barco. Quizás esta era la razón de que tres o cuatro New Yorker (ninguno de ellos con menos de tres semanas de retraso) llegaron juntos en un paquete pesado. Acostumbraba a desgarrar el envoltorio como alguien en trance. Tenía todo un ritual para atacar esa revista ritualista. Tampoco entonces tenía un índice del contenido (exactamente el esnobismo al revés de aquellas pequeñas líneas a un lado precedidas por tímidos puntitos), y me lanzaba a las últimas páginas, escudriñando primero los nombres debajo de los largos artículos, sondeando los títulos y autores de las narraciones cortas y examinando los poemas sin aliento.
Lo hacía con sudor frío, como acompañamiento golpeando mi corazón. Lo que me aterraba era encontrar un poema, una narración o un artículo de alguien a quien conociera . Alguien que hubiera sido un idiota en la universidad o un copión o que (combinando una o ambas cosas) fuera más joven que yo, aunque sólo le llevara yo dos meses.
No se trataba sólo de que leyera The New Yorker : lo vivía de una manera íntima. Me había creado un mundo de New Yorker para mí (situado en algún punto al este de Westport y al oeste de los Cotswolds) donde Peter de Vries (haciendo suaves juegos de palabras) siempre levantaba una copa de Piesporter, donde Niccolò Tucci (con un esmoquin de terciopelo color ciruela) coqueteaba en italiano con Muriel Spark, donde Nabokov sorbía oporto leonado de una copa de plata prismática (mientras un Rojo Admirable se servía el suyo, rosado), y donde John Updike pasaba por encima de los zapatos suizos de su maestro, pidiendo perdón de manera encantadora (repitiendo todo el tiempo que Nabokov era el mejor escritor de los que tenían la ciudadanía americana en regla). Mientras, los escritores indios se arracimaban en un rincón apartando a los del Punjab con acentos sellerianos (y soltando un penetrante olor de curry), y los memorialistas irlandeses (con jerseyes de pescador y el aliento oliendo a whiskey) estaban muy atareados repudiando a los repipis memorialistas ingleses vestidos con trajes de lanilla.
Ah, había mitificado otras revistas y publicaciones trimestrales literarias, pero The New Yorker fue mi santuario desde la infancia. ( Commentary , por ejemplo, reunía a grupos bastante desastrosos a los que semitas de aspecto bilioso —todos los cuales se llamaban Irving— se preocupaban hasta morir acerca de su condición de judíos de negros y de concienciados, mientras se bañaban en platos de hígado picado y fuentes de Nueva Escocia). Estas veladas me divertían, pero yo reservaba mi admiración para The New Yorker . Nunca me hubiera atrevido a mandar mis propios e insignificantes esfuerzos allí, tanto me molestaba y me sorprendía encontrar a alguien a quien, de hecho, había conocido frecuentando sus páginas.
En cualquier caso, tenía una noción exacta en su conjunto de lo que significaba ser un autor . Yo los imaginaba como una misteriosa fraternidad de mortales que iban por el mundo más ligera y suavemente que los otros: como si de alguna manera tuvieran alas en los hombros. Sonreían con ironía y se reconocían mutuamente por un pequeño detalle: quizá como el radar que, según se dice, poseen los murciélagos. Con seguridad nada tan tosco como un apretón de manos secretos.
También Bennett estaba secretamente relacionado con lo que yo escribía, a pesar de que casi nunca leyera una sola palabra. Verdaderamente no necesitaba que nadie leyera mi obra en aquel punto (porque el trabajo era, principalmente, una preparación de la obra que seguiría), pero necesitaba muchísimo que alguien aprobara el acto de escribir. Lo hizo. En algunas ocasiones, no quedaba muy claro si aprobaba el hecho de que escribiera exactamente porque no le molestaba en su depresión, o si disfrutaba jugando a ser Henry Higgins para la Eliza Doolitle que era yo. Pero, en realidad, creía en mí mucho antes de que yo misma. Fue como si a lo largo de todo aquel tiempo eternamente malo de nuestro matrimonio, nos hubiéramos encontrado indirectamente a través de lo que escribía. A pesar de que nunca lo leíamos juntos, estábamos unidos por nuestro retiro del mundo.
Ambos estábamos aprendiendo a buscar en el inconsciente. Bennett se instalaba casi sin moverse en el salón, meditando con todo cuidado acerca de la muerte de su padre, la muerte de su abuelo, todas las muertes que se habían amontonado sobre sus hombros cuando apenas era lo bastante adulto como para asirse a su propia vida. Yo estaba en mi estudio escribiendo, aprendiendo a adentrarme en mí misma y recuperar fragmentos y jirones del pasado. Estaba aprendiendo a recorrer mi inconsciente y cómo atrapar mis pensamientos y fantasías, que parecían fortuitos. Al cerrarme su mundo, Bennett me había abierto todo tipo de mundos dentro de mi propia cabeza. Gradualmente empecé a caer en la cuenta de que ninguno de los temas acerca de los que escribía poemas comprometía mis sentimientos más profundos, y que se abría un gran abismo entre lo que me importaba y los temas acerca de los que escribía. ¿Por qué? ¿De qué tenía miedo? Al parecer, de mí misma, principalmente.
Empecé dos novelas en Heidelberg. Ambas tenían narradores masculinos. Me limitaba a admitir que nadie se interesaría por el punto de vista de una mujer. Además, no deseaba arriesgarme a que me dijeran todo lo que se dice a las mujeres que escriben (incluso a las buenas escritoras): «inteligente, aguda, brillante, conmovedora, pero con escaso sentido de la acción». Deseaba escribir acerca de todo el mundo. Quería escribir Guerra y paz … o nada. Nada de los temas propios de una «dama de las letras». Iba a narrar batallas, corridas de toros y safaris en la jungla. Sólo que yo (como la mayor parte de los hombres) no tenía la más ligera idea acerca de batallas, corridas de toros ni safaris en la jungla. Languidecía en profunda frustración, pensando que los temas que conocía eran «triviales» y «femeninos», mientras que los temas de los que nada sabía eran «profundos» y «masculinos». No importaba lo que hiciera; me sentía abocada al fracaso. Fracasaría por escribir o fracasaría por no hacerlo. Me sentía paralizada.
Gracias a mi suerte, mi tristeza, la extraña relación con mi marido, mi obstinada determinación (en la que no creía en absoluto entonces), conseguí escribir tres libros de poemas a lo largo de los tres años que siguieron. Rompí dos y se publicó el tercero. Entonces empezó todo un nuevo conjunto de problemas. Por una parte, tuve que aprender a afrontar mi propio miedo al éxito, y era casi más duro tener que vivir con él que con el miedo al fracaso.
Si había aprendido a escribir, ¿no podría también aprender a vivir? Adrian, al parecer, deseaba enseñarme a vivir. Bennett, al parecer, deseaba enseñarme a morir. Y ni siquiera sabía qué deseaba. O quizá los hubiera etiquetado mal. Quizá Bennett era la vida y Adrian la muerte. Quizá la vida la componenda y la tristeza, mientras que el éxtasis acababa siempre en la muerte. A pesar de que era maniquea, no podía ni siquiera reconocer los jugadores sin una carta de puntuación. Si hubiera sido capaz de distinguir el bien del mal, quizás hubiera podido elegir, pero me sentía más confusa que nunca.
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