lunes, 20 de agosto de 2007

Shomei Tomatsu / El retrato del Japón de la posguerra



El retrato del Japón de la posguerra

La exposición 'La piel de la nación' descubre la fotografía de Shomei Tomatsu


Shomei Tomatsu (Nagoya, 1930) ha sido el fotógrafo más influyente e innovador del Japón de la posguerra. Ha mostrado sus fotografías en numerosas exposiciones y ha publicado una veintena de libros, pero su trabajo, una intensa mirada sobre las gentes y los paisajes de su país marcados por la II Guerra Mundial, apenas se conoce fuera de su Japón natal. La exposición restrospectiva La piel de la nación presenta ahora su trabajo en Bilbao a través de 10 series que constituyen un retrato del Japón de la segunda mitad del siglo XX, desde los vestigios de las viejas tradiciones y los supervivientes de las dos bombas atómicas al prodigioso desarrollo económico y los cambios sociales que impulsó.
La piel de la nación (Aula de Cultura BBK. Elcano 20, Bilbao. Desde mañana y hasta el 3 de octubre) reúne más de 250 imágenes, en su mayoría procedentes de los archivos del propio Tomatsu. Entre ellas figura su imagen más conocida, Nagasaki 11:02, en la que se puede ver un reloj detenido en el momento de la explosión de la bomba atómica sobre esa ciudad el 9 de agosto de 1945. Tomatsu tomó la fotografía en 1962 dentro de un proyecto para plasmar la vida de los supervivientes del ataque nuclear sobre aquella ciudad.


Las diez series de la muestra abarcan los grandes asuntos que Tomatsu ha ido abordando a lo largo de su carrera, como la americanización de Japón o la influencia del glamour de Hollywood, y la larga e intensa transformación de su país. Sus imágenes reflejan desde la huella de la cultura tradicional o la dramática salida de los años de la guerra hasta los cambios que llegaron de la mano de su impresionante desarollo económico y la implantación de nuevas formas de vida. A través de las fotografías se descubre toda esta evolución. Las series fueron realizadas para ser publicadas en revistas ilustradas japonesas, concebidas para ser vistas en un formato secuencial.
El título de la exposición hace una referencia literal y metafórica a las superficies que con frecuencia figuran en las fotografía de Tomatsu. Para el artista, la piel supone una especie de mapa en el que se puede leer la historia de Japón, según explican los comisarios de la muestra, Sandra S. Philips, miembro del Departamento de Fotografía del Museo de Arte Moderno de San Francisco, y Leo Rubinfein, de la Universidad de Nueva York. La obra de Tomatsu destaca por su fascinación por la experiencia inmediata y la pasión por lo tangible. Sin dejar de lado la cara documental, se ha preocupado por evocar en sus fotografías la ansiedad, la pena y la alegría que impregna la vida cotidiana de la nación asiática.
La piel de la nación fue producida por el Museo de Arte Moderno de San Francisco, con la colaboración de la Japan Society de Nueva York, con el objetivo de divulgar el trabajo y la influencia de Tomatsu en la fotografía contemporánea japonesa y en los países occidentales. Tras su presentación en Nueva York, Washington y San Francisco el pasado año, la retrospectiva se ha mostrado también en Suiza, la República Checa e Italia.

Un trabajo desconocido

Tomatsu es reconocido en Japón como uno de los autores que más ha influido en la fotografía de la segunda mitad del siglo, pero "la increible profundidad, variedad e inteligencia de su trabajo es practicamente desconocido fuera de su país", señala Phillips.
Después de estudiar Ingeniería y Economía, Tomatsu comenzó a trabajar en una empresa editora de libros fotográficos de bolsillo. En 1956, se convirtió en fotógrafo independiente, colaborando con los principales semanarios ilustrados japoneses. Fundó entonces junto a otros colegas la agencia Vivo, a través de la que canalizaron su trabajo hacia las grandes revistas de la época. Tomatsu ha compatibilizado la realización de libros y exposiciones con la docencia.

EL PAÍS
GALERÍA







Tokyo exhibit at the MoMA. Tomatsu Shomei. Protest, Tokyo. 1969.



Hibakusha (bomb victim) Tsuyo Kataoka, Nagasaki, 1961






domingo, 5 de agosto de 2007

Graham Greene / Nada como el pecado







Nada como el pecado


Manuel Vicent
5 de agosto de 2007

Su niñez estuvo dividida entre dos lealtades. Su padre era director del colegio de Berkhamsted, ubicado en un viejo edificio que se comunicaba con la casa natal del pequeño Graham por una puerta tapizada de bayeta verde.


Greene jugó a la ruleta rusa cuatro veces con una Smith & Wesson, calibre 32, cuyo tambor era de seis balas

Esa puerta daba también a dos lados de su propio cerebro. En una parte hervía la brutalidad escolar del patio donde sus compañeros le exigían compartir los ritos feroces contra los maestros; en otra estaban su padre y los hermanos dentro del orden apacible del hogar. En el recreo su timidez mórbida se hallaba a merced de las humillaciones que le infligía el más duro e inteligente de la banda, un tal Carter, para que tomara partido contra el director, y esta tortura le produjo una esquizofrenia de la que nunca se repuso. Graham Greene ha confesado que se hizo escritor sólo para vengarse de aquel tipo. Derrotar a Carter, enmascarado después en varios perdedores de sus novelas, se convirtió en un destino.
Esa neurosis tuvo un primer tributo. A los 16 años fue sorprendido acariciando la culata del revólver de su hermano mayor, un Smith & Wesson, calibre 32. Graham Greene jugó a la ruleta rusa cuatro veces con aquel arma, cuyo tambor era de seis balas. Durante el rodaje de Nuestro hombre en La Habana se lo contó a Fidel Castro. Y éste le dijo: "Si el tambor era de seis balas y se disparó en la sien en cuatro ocasiones, usted está matemáticamente muerto". Graham Greene contestó: "Yo no creo en las matemáticas". Después de todo, el azar de su vida fue un largo suicidio, unas veces feliz y otras atormentado, que duró 86 años.
A raíz de aquel lance sus padres lo dejaron en Londres en manos de un psicoanalista. Tumbado en el diván, el chico un día explicó su sueño erótico más recurrente. "Su mujer entra en mi habitación con los pechos desnudos y yo se los beso". El psicoanalista, sin pestañear, le preguntó: "¿Qué asocia en primer lugar con los senos de mi mujer?". El chico contestó: "Dos vagones del metro". Oído lo cual, el psicoanalista, para quitárselo de encima, lo dio por curado y Graham, embargado por un gran sentimiento de libertad, entró en Oxford como un caballo desbocado, se hizo periodista, redactor del Times, crítico literario y cinematográfico y a los 23 años se convirtió al catolicismo para poder casarse con la católica Vivien Dayrell Browning, pero sólo empezó a creer en el Dios de los católicos cuando conoció en México a un cura lujurioso y alcoholizado, perseguido por los revolucionarios, que estando ya a salvo fuera de la frontera vuelve a cruzarla hacia este lado para darle el sacramento a un agonizante y muere fusilado en pecado mortal. Este desecho humano, que luego sería el protagonista de su mejor novela, El poder y la gloria, le hizo degustar la sabrosura del pecado, y en medio de sus combates de la existencia Graham Greene supo que ese sabor era el único que le había dado sentido a su vida, como escritor, espía, esposo infiel, amante apasionado y viajero por los lugares más turbios del planeta.
A finales de 1946, con Europa todavía humeando, Graham Greene, ya famoso, conoció a Catherine Walston, una norteamericana de 30 años, casada con el multimillonario terrateniente laborista judío inglés Harry Walston. Ella era una especie de Lauren Bacall, madre de cinco hijos, frívola, atractiva, que solía ir descalza con el whisky en la mano por los salones de su mansión. Nuestro hombre quedó abducido por esta mujer con una pasión que duró 13 años, en cuya carne conjugó la emoción del adulterio con el placer del remordimiento, un privilegio espiritual que consistía en alcanzar el cielo a través del camino de perdición. Aquella millonaria turbulenta y caprichosa le llevaba todos los días al éxtasis de tener que pegarse un tiro en la cabeza para salvarse. Se separaron en 1960 porque ella se había enamorado de otro y lo dejó tirado.
Cuando Graham Greene ya era un viejo sonrosado, de ojos azules acuosos y sonrisa bondadosa, sentado en un sillón de mimbre junto a una botella terciada de JB en la terraza de su pequeño apartamento, que daba al puerto de Antibes, en la Costa Azul, aún iba a misa todos los domingos muy planchado, con las piernas largas, ligeramente encorvado, del brazo de su amante Yvonne Cloetta, con la que convivió los últimos treinta años de su vida. Seguía siendo católico, aunque no creía en el infierno, sino en el purgatorio, por ser éste un castigo no tan duro pero mucho más refinado. Pocos vecinos podían imaginar que este hombre, rehogado en alcohol, había llevado dentro un alma siempre al borde del abismo.
A Graham Greene nunca le abandonó la aureola de haber sido espía al servicio de la Corona durante la II Guerra Mundial. Este oficio llenó de fascinación la imagen del escritor, aunque se trata de un trabajo la mayoría de las veces burocrático, aburrido, rutinario e incluso cutre. Pese a que él procedía de Oxford, fue captado para el servicio secreto por Kim Philby, un tipo simpático que dirigía el grupo de espías esnobs, turbios y sofisticados de Cambridge. Graham Greene fue destinado a Sierra Leona y de esa misión extrajo, como siempre, una novela, El revés de la trama. Cuando Kim Philby, agente doble, al ser descubierto, se pasó al bando de los soviéticos su amigo Graham Greene lo convirtió en el personaje de El factor humano.
Siempre el doble juego, entre la vida y la muerte, la política y la religión, el amor y el odio, el sufrimiento y la compasión, la inocencia y la presencia del mal desarrollados en ambientes cargados de calor húmedo y de lujuria pegajosa que llevan al protagonista hacia un destino trágico de tener que apurar el cáliz del perdedor. Graham Greene, como buen católico, se excitaba en los prostíbulos más espesos. A uno de ellos, en París, llevó a su nueva amante Yvonne. La dejó en la barra frente a una copa y él se adentró en el laberinto abrazado a una prostituta. Su amante era una mujer casada a la que había rescatado de un marido ejecutivo en la selva del Camerún, una francesa ordenada, con cada pasión en su sitio, pero después de aquella aventura comenzó a pensar que el alma de Graham era más oscura de lo que aparentaba su diseño de apacible burgués. Se enamoró de aquel hombre hasta el fondo donde nadan los peces negros que nunca ven la luz.
La mayor parte de sus novelas fueron llevadas al cine, pero sólo dos, El tercer hombre y El americano impasible, pertenecen a la imaginación colectiva. Los sótanos de Viena dividida en la posguerra mundial y el Vietnam a punto de ser abandonado por los colonialistas franceses están ya unidos para siempre al poderío de Graham Greene de contar historias duras, sin adjetivos, aparentemente ligeras, pero llenas de misteriosos laberintos que son los del alma humana.
Murió en Vevey, un pueblo de Suiza, adonde se había retirado para estar cerca de una de sus hijas. El funeral fue la última secuencia de cualquiera de sus novelas. En un lado de la iglesia estaba Vivien, su primera mujer, de 86 años, de la que no se había divorciado. En el otro estaba Yvonne, de 60 años, su última amante, que tampoco se había separado de su marido. En medio estaba Graham dentro del féretro, ante la puerta que daba a la vez al cielo y al infierno.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de agosto de 2007

La vida perra de Billie Holiday

La vida perra de Billie Holiday

'Con Billie', una biografía coral recién publicada, relata las miserias de la más celebrada cantante de jazz a través del testimonio de novios, músicos, amigas, chulos y policías


DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 5 AGO 2007

Su nombre es sinónimo de cantante de jazz, si hablamos del estereotipo: artistas de existencia turbulenta, criaturas desdichadas pero con una rara capacidad para conmover al oyente sensible. Como modelo expresivo, Billie Holiday es seguida por Madeleine Peyroux y demás aspirantes a divas que nos han visitado este verano. Hay mucho material para estudiar a Billie: aparte de sus numerosos discos, abundan los libros que analizan su arte y, sobre todo, su vida.
Billie incluso dictó en 1956 una autobiografía, Lady sings the blues, popularizando ese subgénero tan estadounidense de los relatos confesionales, donde el pecador exhibe sus vicios y pide perdón. El libro se transformaría en una película tramposa (El ocaso de una estrella, 1972), a mayor gloria de Diana Ross. El material de base no era fiable: Billie mentía sin complejos y tenía mucha imaginación. Además, el periodista que recogió sus vivencias buscaba un perfil tópico y la editorial eliminó pasajes, para evitarse querellas.
Mientras, en el núcleo duro de aficionados a Billie se anhelaba un libro que no llegó a publicarse. En los setenta, una fan se empeñó en escribir la biografía más completa sobre la cantante. Linda Kuehl realizó unas 150 entrevistas y acumuló documentación. Sin embargo, no pudo dar forma coherente a su manuscrito, que fue rechazado por Harper & Row. Tal vez esa negativa editorial explique la tragedia: en 1979, Linda se suicidó después de un concierto de Count Basie, antiguo jefe de Billie.
Su archivo fue vendido a un coleccionista. Y estaba cubriéndose de polvo cuando lo revisó una escritora británica, Julia Blackburn, que quedó maravillada por aquel tesoro. Descubrió que la Kuehl era una gran entrevistadora, capaz de flirtear para lograr que hombres encallecidos se mostraran locuaces. Blackburn decidió que, en vez de pretender ordenar aquella masa de información, lo instructivo sería seleccionar las entrevistas más sabrosas, aunque se contradijeran.
El resultado es Con Billie (Global Rhythm Press, Barcelona, 2007). Un desfile de personalidades rotundas, que evocan la tortuosa vida en los guetos, en el submundo del jazz o en la bohemia, entre la Depresión y finales de los cincuenta. Hablan novios, amigas, músicos, agentes de narcóticos, chulos, admiradores: Billie era una luz poderosa que atraía a todo tipo de moscones, inofensivos y venenosos.
Todo lo que sabíamos -o imaginábamos- sobre Billie Holiday parece un pálido reflejo de la realidad. Criada en la calle, se dedicó a la prostitución y quedó marcada por las leyes de aquel negocio: solía casarse o emparejarse con proxenetas violentos y ladrones. La grabación clandestina de una conversación telefónica con su último marido, Louis McKay, revela que era considerada como una caja registradora: "Todas las mujeres que he tenido eran grandes personas, buena gente. Y ella va por ahí regalándole el coño a cualquiera...yo no trabajo así. ¡Yo me dedico a vender!". Pasma pensar que McKay quedara como héroe en El ocaso de una estrella.
Para los hombres de Billie, el problema era su dificultad para generar dinero. Al ser encarcelada por drogas, perdió la tarjeta necesaria para actuar en los lucrativos locales nocturnos neoyorquinos, lo que la empujó a viajar a ciudades donde tocaba con inexperimentados músicos locales y a realizar giras tan desastrosas como la que la llevó al Sur de los Estados Unidos, cantando ante paletos que no apreciaban su arte. Cuando había dólares, reinaba el derroche. Aparentemente, McKay compraba hasta un kilo de heroína y allí chupaban todos. Billie era una yonqui atípica: tras grandes festines, podía pasar temporadas sin consumir. Desdichadamente, se había convertido en la adicta más famosa del país y eso la hacía objetivo fácil para los policías, a veces conchabados con los traficantes o con sus propios amantes. Las humillaciones fueron constantes: las autoridades exigían que se declarara como "delincuente" cada vez que entraba o salía del país.
Con Billie ofrece mil detalles sórdidos. Ella podía seducir a ambos sexos pero llegó un momento en que su agujereada figura -solía andar desnuda por los camerinos- espantaba incluso a quien acudía con ansias carnales. El milagro se repetía cuando salía al escenario: con su voz espesa y lánguida, hasta la canción más tonta rebosaba sensualidad, sabiduría, emoción. Era, una vez más, Lady Day.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de agosto de 2007