jueves, 19 de junio de 2025

Guillermo Arriaga / El Gitano y la Bautista



Foto de Triunfo Arciniegas


Guillermo Arriaga
EL GITANO Y LA BAUTISTA
Fragmentos de “Un dulce olor a muerte”

1

Gabriela Bautista no duerme, la zozobra no se lo permite. Tampoco el miedo. Aguarda inquieta a que su marido regrese en cualquier momento a coserla a golpes y muy probablemente a matarla. No tiene a dónde huir, ni dónde esconderse. Mantiene la leve esperanza de que él no lo sepa, pero no, a esas horas ya debería estar enterado de su infidelidad. Si ha tardado en llegar es porque ha ido a cobrarle la afrenta al Gitano.

Rechina la puerta. Gabriela Bautista se agazapa tras la cama. Es él y va a matarla. Transcurre lentamente un minuto, y otro más. El rechinido no se repite. Gabriela Bautista recarga la cabeza sobre la cama y cierra los ojos. Suda un sudor de adentro. El mismo sudor que la recorrió la noche anterior en que una luz brutal la descubrió restregando su carne a la carne del Gitano. Una luz sin nombre, insistente, callada, que los cegó a mitad de la noche y les escudriñó la desnudez.

—Buenas noches —le gritó el Gitano a la luz muda.

No hubo respuesta, sólo el silencio y la luz. Gabriela Bautista se ocultó detrás del Gitano y sudó, sudó miedo.

—Buenas noches —repitió el Gitano.

Nada, luz y silencio, y la fría sensación de ser venadeados por el silencio.

El Gitano adivinó en la oscuridad el resplandor del cañón de un arma. Empujó a Gabriela hacia el monte y ambos echaron a correr y la luz detrás de ellos y quién sabe quién detrás de la luz. Corrieron cuanto pudieron, tropezando, quemándose los pies con los abrojos, rasgándose los brazos y las piernas, hasta que la luz dejó de penetrar el espeso ramaje de la breña.

Se ovillaron bajo la fronda de una gavia, respirando agitados, inundados del aire caliente de la noche. No hablaron una sola palabra. Ella se acurrucó sobre él y él la besó y la acarició y Gabriela Bautista se dejó besar y acariciar y besó y acarició cada vez más asustada de sí misma.

Hicieron el amor. Al terminar el Gitano se incorporó, se abrochó el pantalón y partió por entre la huizachera. Ella se quedó quieta, embarrada de sexo y temor. A la distancia oyó el ronroneo de la camioneta del Gitano que se alejaba por la brecha. Lo escuchó perderse en el amanecer. Se puso de pie, se sacudió el vestido y se acomodó la ropa. Echó a andar con paso desangelado. La habían descubierto y no hallaba a dónde huir.

Llegó a su casa y se escondió en el único lugar en el cual creyó que podría esconderse: detrás de la cama, donde se la ha pasado todo ese domingo y desde donde ahora escucha la puerta crujir. La mira abrirse y ve entrar a Pedro Salgado, su marido.

2

Manejó hasta llegar a la cortina de la presa. Detuvo la camioneta a la vera del camino. Apagó el motor y se reclinó sobre el asiento. Saboreó de nuevo uno a uno los besos de Gabriela Bautista. La mujer lo enloquecía y él a ella, pero sabía que no podía regresar a Loma Grande en un buen rato. Debía esperar noticias y no retornar hasta asegurarse de que no hubiera pelotera en el pueblo.

Se bajó del vehículo y caminó hasta el borde de la presa. Tenía arañados los tobillos, la frente, los antebrazos y las manos. Se quitó la ropa, la hizo bulto y la ocultó debajo de unas matas de solimán. Se metió en el agua tibia y se frotó con lodo para desinfectarse los rasguños y suprimir la comezón. Una bandada de cercetas pasó volando a baja altura. Su aleteo siseante lo asustó y le hizo pegar un brinco hacia atrás. «Chingados —pensó—, todavía traigo atravesada la corretiza de anoche».

Se enjuagó la costra de lodo que se había untado. Chapoteó un rato y se divirtió tratando de pescar charalitos con las manos. Salió del agua, se secó con la camisa y se puso los pantalones. No quiso quedar desnudo: era domingo temprano y de vez en cuando transitaban por el camino algunos coches con familias. Se recostó sobre uno de los rocones que apuntalaban la cortina de la presa y se durmió.

Casi nadie conocía su nombre: José Echeverri-Berriozabal. La mayoría lo llamaba simplemente Gitano. Había nacido en Tampico, hijo bastardo de un marinero vasco y de una mesera que atendía en la nevería Élite. De su padre había heredado la altura y la mirada verde. De su madre los huesos anchos, la esbeltez, la figura correosa y un exacto dominio de la adversidad.

Desde adolescente le dio por liarse con mujeres casadas. Nunca adujo razón de su preferencia, pero sus amigos lo justificaban diciendo que se debía a que su madre nunca se matrimonió. A los quince años un marido colérico lo bañó a machetazos. El Gitano sobrevivió a duras penas los cinco tajos que le despedazaron la espalda. Curó las heridas y llevó por siempre el orgullo de sus cicatrices.

Tres años después se involucró con la mujer de un aduanero. El hombre los sorprendió en la cama, sacó una pistola Browning calibre 32 y le emplomó el pecho con tres fogonazos.

Al sanar juró vengar el ataque. Supo que el hombre que lo había balaceado se refugiaba en Tempoal. Allá fue a buscarlo y no lo encontró. Se topó —en cambio— con un comisionista que lo introdujo a la venta ambulante de artículos para el hogar. Desde entonces rodó de un pueblo a otro bajo el apodo del Gitano.

Tiempo después descubrió las ventajas de combinar su negocio con el contrabando de chucherías fabricadas en Taiwán. Si a un sartén le dobleteaba la utilidad, a un reloj de cuarzo se la sextuplicaba. Aun cuando tuvo que repartir el botín entre policías rurales, judiciales estatales y federales, presidentes municipales y delegados ejidales, invariablemente obtenía buenas ganancias.

Con sus ahorros pudo comprarse una camioneta Dodge con caseta de aluminio y construirse una pequeña casa en Tampico. No obstante, nunca mantuvo residencia fija. Pernoctaba en su vehículo a orilla de las brechas o canjeaba mercancías por casa y comida. A Loma Grande iba por lo regular dos veces al año, hasta que en una tarde de enero inició sus amoríos con Gabriela Bautista. A partir de ese momento cambió la frecuencia de sus visitas a una por mes.

En Loma Grande se hospedaba en casa de Rutilio Buenaventura, un campesino anciano y ciego que descubrió un nuevo modo de soliviantar su oscuridad gracias al walkman que el Gitano le había regalado. En agradecimiento Rutilio le ofreció techo —comida no porque él apenas sobrevivía con lo que le dejaba una docena de gallinas— y amistad. Tan amigos se hicieron que sólo el viejo sabía los motivos por los cuales al Gitano le agradaba tanto regresar a Loma Grande.




3




Pedro Salgado se deslizó por la puerta y entró a la casa. Gabriela Bautista lo miró absorta, con el terror suspendido en la órbita de sus ojos. Pedro era un hombre de brutalidad pausada y ella lo sabía. Si la mataba lo haría sin aspavientos. Como la vez en que con un único y discreto golpe de guadaña desfloró la garganta de un muchacho de otro pueblo que insistió en mirar lascivamente a la misma Gabriela y que no murió gracias a la milagrería de un médico de rancho que a falta de instrumental quirúrgico lo cosió con un anzuelo de pescar. No, Pedro Salgado no era un hombre que se tentara el corazón. Lo había demostrado en ésa y en otras muchas ocasiones. Pese a todo Gabriela lo consideraba un buen marido: cariñoso, trabajador, responsable y borracho exclusivo de fin de semana. Jamás le había puesto una mano encima, no obstante la amenazaba con descuartizarla a la primera infidelidad que saliera a flote. Amenaza que —Gabriela lo sabía— Pedro cumpliría cabalmente.

Pedro observó a su mujer arrodillada detrás de la cama y le espetó un sonoro «¿qué haces ahí?» que Gabriela interpretó como el prólogo de una tranquiza salvaje.

—Estoy buscando unos calcetines —contestó apenas.

—¿Y ya los encontraste?

Gabriela sólo atinó a responder con un débil «no».

Pedro caminó hacia la mesa y se sentó en un banco de madera.

—Dame un café y hazme unos huevos que tengo hambre.

Gabriela miró medrosa a Pedro. Se levantó, sirvió el café en una taza y se lo entregó. Pedro lo endulzó con cuatro cucharadas de azúcar y empezó a bebérselo despacio.

—¿En dónde estuviste todo el día? —preguntó sin emoción.

Gabriela derramó la botella de aceite que tenía entre las manos y se volvió hacia Pedro. Buscó en su mirada el resabio de una furia contenida, pero únicamente encontró la expresión abotagada de dos días de borrachera continua. Con las cejas levantadas y la boca abierta, Pedro esperó la respuesta.

—No he salido de la casa desde anoche —dijo Gabriela con un aplomo extraído de la nada.

Pedro ojeó a su mujer de arriba abajo.

—Entonces ¿no sabes? —preguntó con cierto dejo de incredulidad.

El miedo retornó a Gabriela. No supo si Pedro la tanteaba para provocarla a mentir, o si en realidad la interrogaba inocentemente. La duda la aterrorizó.

—¿Saber qué? —preguntó con la voz entrecortada.

De estar sobrio Pedro hubiera percibido de inmediato el nerviosismo de su mujer, pero el manso sopor de su embriaguez sólo le permitió decir:

—Que mataron a la novia de mi primo Ramón.

Gabriela pudo sentir que el miedo se le disipaba poco a poco y le toleraba al fin articular palabras sin temblarle la voz.

—¿De cuál Ramón? ¿El de la tienda?

Pedro asintió. Aliviada, Gabriela le dio la espalda y comenzó a cocinar los huevos. Cansado como estaba, Pedro se fue resbalando sobre la mesa hasta quedar casi acostado. Gabriela terminó de freír los huevos, los puso en un plato y los colocó frente a su esposo. Pedro los olfateó y se restregó el rostro con ambas manos para avivarse.

—Pásame un bolillo —pidió. Gabriela cogió uno de la bolsa y se lo entregó. Pedro lo desmenuzó y con un pedazo picó la yema.

Gabriela notó que Pedro sólo llevaba camiseta.

—¿Y tu camisa?

Pedro se quedó con el trozo de pan a medio camino a la boca.

—Se la presté a mi primo —contestó después de unos segundos—, necesitaba una para el velorio.

—¿Y cómo se llamaba la novia de Ramón? —preguntó Gabriela pretendiendo candor.

—Adela —contestó Pedro.

Gabriela repasó mentalmente el nombre.

—¿Adela?

—Sí —acotó Pedro—, pero no creo que la conocieras, era de las nuevas.

—No, no la conocía.

Pedro prosiguió con su tarea de sumergir el pan en la yema para después comérselo con evidente gusto.

Gabriela examinó cada uno de sus movimientos en busca de la posible revelación de unos celos resguardados, pero no halló en ellos ningún indicio. Tranquila hizo la última pregunta.

—¿Ya saben quién la mató?

Pedro apresuró un trago de su café para contestar con prontitud y salpicando las palabras respondió:

—Sí…, el Gitano…

Gabriela Bautista quedó muda y volvió a sudar un sudor de adentro.




4




La primera vez que el Gitano la abrazó, Gabriela Bautista se asustó, no por lo que él había hecho, sino por lo que ella misma había sentido. El hombre la había enlazado por la cintura, tomándola por sorpresa, cuando regresaba de darle pastura a las chivas en el corral situado en el baldío de atrás de su casa. Intentó zafarse. Pedro, su marido, no tardaba en llegar en el camión de redilas que transportaba a los pizcadores de algodón de regreso de las plantaciones del Salado. El Gitano la inmovilizó, más con palabras que por la fuerza.

—Si quieres te suelto —le dijo.

Ella dejó de forcejear. Sus miradas se habían cruzado las suficientes veces para que ambos entendieran que ese abrazo no era fortuito. Sin embargo, el lugar y la hora lo convertían en una maniobra inoportuna y peligrosa. Gabriela no quería desprenderse de aquel hombre que la estrujaba, tampoco tenía la intención de provocar una calamidad. No encontró mejor remedio para entibiarlo, sin rechazarlo, que desguanzar el cuerpo y perder la mirada en el infinito.

El Gitano no supo cómo interpretar la súbita languidez de la mujer que se le resbalaba entre los brazos. Respondió estrechándola con mayor ímpetu. Ella se mantuvo igual, sin ofrecer resistencia. Él la soltó desengañado, sin adivinar que —bajo su frialdad— Gabriela velaba un deseo que la sofocaba.

—Mejor me voy —masculló el Gitano entre molesto y avergonzado.

Sin cambiar en absoluto la expresión de su rostro, Gabriela le dijo:

—No me sueltes.

Ofuscado, el Gitano se volvió hacia ella y la besó en los labios. Por inercia Gabriela alzó las manos y asió el torso del hombre. Bajo la tela de la camisa regada en sudor palpó la cordillera de cicatrices que ondulaba su espalda. Se excitó profundamente. La espalda peñascosa le pareció imponente y viril. Tensó su cuerpo, lengüeteó la boca amarga del Gitano y lo apartó de sí.

—Vete —ordenó.

Caldeado, el Gitano quiso estrecharla de nuevo, pero Gabriela interpuso enérgica sus antebrazos.

—Vete —repitió—, que no tarda Pedro… Después nos vemos.

Él partió satisfecho: Gabriela ya no se le escaparía. Ella se quedó parada en medio del solar, soportando el calor que se le desataba entre las piernas.

Esa noche no cesó de pensar en la espalda rajada por cicatrices, como tampoco dejó de hacerlo, dos años después, la noche en que Pedro le reveló que el Gitano era el asesino de Adela Figueroa. Sólo que ahora la imaginó distinta: no como la espalda que tantas veces había tremolado placer sobre ella, sino como la espalda de un hombre al que perseguirían hasta aniquilarlo. Ésa era su pesadilla: que lo masacraran por la espalda, porque sólo por la espalda podían matarlo: no había quien se le atreviera de frente.

Era imposible que el Gitano cometiera el crimen que le achacaban. Sólo ella lo sabía con certeza y sólo ella podía probar su inocencia. Pero confesar la verdad significaría exponerse demasiado, cambiar su vida por la de él. Tuvo miedo y pensó que nada podría hacer por salvarlo, nada. Se arropó con las sábanas y lloró. Recordó de nuevo la espalda, las horas juntos y las enormes ganas de estar con él. Nunca pensó que le dolería tanto su secreto. Cerró los ojos y trató de dormirse en la noche pegajosa.




5




De nuevo quedó Rutilio a solas con sus gallinas y sus tinieblas. Se colocó los audífonos sobre los oídos, pero no apretó el botón de play . Carecía de ánimos para escuchar música. Estaba preocupado. Quería bien al Gitano: era el único —incluidos sus propios hijos— que lo atendía, que le consecuentaba sus quejas de ciego y sus desesperanzas de viejo. El único que soportaba su torpeza oscura. Ahora lo acechaban para matarlo. Rutilio sabía el motivo: Gabriela Bautista. Cuántas veces no lo había prevenido para que no se enredara con ella. «Vas a salir mal librado —le advertía—, el marido es cabrón de pocas pulgas y si los agarra en la movida los va a tronar». El Gitano sonreía retador: sus cicatrices eran prueba de que los maridos con cuernos poco podían contra él. «Sí, pero el marido de Gabriela templa de otro modo —insistía Rutilio—, en el momento menos pensado te raja las tripas». El Gitano le agradecía los consejos con una palmada en el hombro. «No se preocupe, mi bien, que mala yerba nunca muere».

Era seguro que habían sorprendido al Gitano en sus correrías con la Bautista: ambos se arriesgaban cada vez más en sus encuentros. Al principio cuidaban de mostrarse distantes en público. Buscaban lugares apartados, noches propicias. Últimamente habían roto toda prudencia y se procuraban con descaro. Se daban besos furtivos en la calle y se cachondeaban por las mañanas en sitios cercanos al pueblo. Incluso, los fines de semana en que Pedro desaparecía de Loma Grande para irse a emborrachar, Rutilio tuvo que escurrirse discretamente de su casa para prestársela como alcoba nocturna. Cansado de esperar durante horas a que los amantes terminaran con sus jadeos, y temeroso de que se le acusara como encubridor del amasiato y salir raspado del asunto, Rutilio les pidió que se llevaran a otra parte su relajo. Gabriela y el Gitano no protestaron: ya bastante hacía el ciego con guardarles el secreto.

Por fin despuntaba el sangriento desquite de Pedro Salgado tantas veces previsto por Rutilio. Le pareció inevitable que así sucediera: el Gitano se la había jugado demasiado apostando por una mujer casada. A Pedro le asistía la razón de hombre burlado y no podía reprochársele que tratara de emboscar a su rival: estaba en su derecho de matarlo. Supo Rutilio que no tenía modo de defender a su amigo y que lo único que podría hacer por él era tratar de darle aviso, ponerlo sobre alerta. Pero ¿cómo hacerlo con tanta ceguera a cuestas? ¿Cómo regar la noticia si él apenas podía moverse en el reducido espacio de su cuarto? ¿Dónde alcanzarlo? ¿En quién confiar para que lo localizara y le advirtiera? No tuvo más disyuntiva que esperar a que el Gitano —con su habilidad gatuna— eludiera una vez más a la muerte.




6




Tocó tres veces a la puerta y nadie respondió. A la cuarta apareció Gabriela Bautista todavía con las arrugas de las sábanas remarcadas sobre los pómulos.

—Buenas —la saludó Ramón.

Gabriela se sorprendió al verlo. Ramón era quien se había echado a cuestas el compromiso de matar al hombre que ella amaba y no pudo explicarse qué hacía tan temprano en su casa.

—¿Qué pasó? —preguntó huraña, a la defensiva.

Ramón estiró el brazo y le entregó la camisa.

—Me la prestó Pedro el domingo y se la vine a devolver.

Gabriela la recibió extrañada. De algún modo Ramón era su enemigo. Buscó calibrar sus verdaderas intenciones.

—Pedro no está —dijo tajante.

—Ya lo sé.

—Entonces ¿qué más quieres, que estoy ocupada?

A Ramón le pareció inusitado el mal humor de Gabriela. No acostumbraba ser grosera ni agria.

—Nada, no quiero nada —contestó Ramón pensando que lo agresivo le venía a Gabriela por acabarse de levantar. Ya no esperó a seguir importunándola. Se despidió con un «me saludas a mi primo» y se marchó presuroso.

—Puta madre —masculló Gabriela furiosa, y cerró con un portazo. Estaba molesta, irritada. La visita de Ramón la había zarandeado. Tomó aire para calmarse, pero no pudo quitarse la tremolina que traía por dentro. El deseo, el amor, la pasión, el placer, la culpa, se fusionaron en un sentimiento dominante: el horror. Horror a las circunstancias absurdas, a una venganza torpe y siniestra tramada sobre la base de una confusión. Horror a su clandestinidad de amante, a su reiterada condición de esposa. Horror al Gitano, a Pedro, a Ramón. Horror, sobre todo, de sí misma. Eso era lo que más le fastidiaba: su miedo a dar la cara para salvar de la muerte al hombre que amaba. No se trataba sólo de salvarlo de un muchachito al cual seguramente le temblarían las manos a la hora de asesinarlo, sino de un pueblo entero que insaciable fraguaba el crimen equivocado. Debía defenderlo de la misma gente que la lapidaría de atreverse a decir la verdad. Era necesario, entonces, callar. Callar para sobrevivir, pero sobrevivir a medias, corroída por su blandura y su mediocre indecisión.

Cogió un vaso con agua y se lo vació en la cabeza. Lo hacía todas las mañanas de verano. Era un remedio de su abuela para mitigar el calor. El agua se deslizó entre su cabellera enmarañada, refrescando su cráneo y la nuca. Recordó a su abuela sentada sobre una mecedora, con las piernas mordisqueadas por una plasta de tumores. Desahuciada, la mujer se lamentaba de las tantas cosas que no pudo vivir y de las cuales —según ella— ya no había modo de arrepentirse.

—Me quedé aquí, mi hija, asándome en este calor del carajo —le decía a Gabriela—, porque nunca imaginé que de a de veras uno se muere. De haberlo sabido antes me hubiera largado hace tiempo de aquí. Pero ya estoy fregada y no puedo jalar para ningún lado. Lo peor de todo es que ya no encuentro la pinche palanca de reversa que me aviente vuelta atrás.

Entonces la anciana se reía repitiendo «la palanca, la pinche palanca», burlándose de sus piernas atrofiadas, de sus tumores pustulentos, de su vida sofocada a pleno sol, de las dolorosas dentelladas de la muerte. La muerte: un día antes de su último día la abuela murmuró al oído de su nieta: «No me quiero morir». La enterraron la tarde siguiente. Gabriela se prometió no repetir la anodina existencia de su abuela: haría con su vida lo que quisiera. No fue así: al igual que ella, quedó enquistada en el polvo, buscando inútilmente la palanca de reversa que le permitiera echar el tiempo atrás.

Derramó de nuevo un vaso con agua sobre su cabeza, y otro y otro hasta quedar completamente empapada. Cerró las cortinas, se desnudó, se metió en la cama y prendió el radio. Estuvo escuchando música tropical un rato hasta que oyó el ruido de motor de una camioneta que se aproximaba al pueblo por el camino proveniente de la presa.

—Es él —pensó—, tiene que ser él.

Aceleradamente se puso un vestido y corrió a la puerta. En cuanto lo viera saltaría a interceptarlo, se montaría en la camioneta y le pediría que escaparan juntos. Le salvaría así la vida y de una vez salvaría la suya propia.

Durante unos segundos se mantuvo expectante, con la garganta reseca y los ojos clavados en la carretera. Se desilusionó al constatar que quien llegaba no era el Gitano, sino dos camionetas color azul plomizo que avanzaban veloces levantando polvo.




7




Despertó navegando en un sudor espeso, ahogado por pesadillas recurrentes: Gabriela rajada a pedazos, Gabriela devorada por gusanos, Gabriela lejos, Gabriela muerta, Gabriela perdida para siempre.

Aventó las sábanas con los pies y prendió la lámpara sobre la mesa lateral. Se talló los ojos lastimados por la tenue luz amarillenta. Se levantó y miró por la ventana la noche sin luna. Del otro lado del mosquitero escuchó los agudos chasquidos de los murciélagos cazando insectos.

Quiso fumar. Recogió su maletín y lo colocó sobre la cama. Lo abrió para buscar una cajetilla de cigarros. Esculcó a sabiendas de que no la encontraría: hacía diez meses que no fumaba.

El Gitano cerró la valija, se puso un pantalón y una camiseta, descorrió el mosquitero de alambre y saltó hacia el jardín. Sintió el picor del pasto crecido bajo sus pies descalzos. En la penumbra distinguió el sendero de losa que bordeaba los cuartos y conducía a la calle. Lo siguió hasta topar con la empalizada de la cerca. Un sapo brincó junto a él. Lo empujó a un lado con el talón y el sapo continuó su camino por entre una hilera de macetas.

Destrabó el pasador del postigo cuidando de no hacer ruido. Salió y echó a andar rumbo a la zona iluminada del pueblo con la esperanza de hallar a alguien que le regalara un cigarro. Llegó y no encontró a nadie. Se dirigió a la plaza: desierta. Se sentó en una banca a contemplar las palomillas que revoloteaban alrededor de los faroles. El presidente municipal le había dicho que pronto todas las poblaciones de la región contarían con luz eléctrica. No le creyó: no le creía ni a los políticos ni a las mujeres. No le creyó a Gabriela Bautista cuando le dijo que lo amaba y que estaba dispuesta a dejarlo todo por él. No le creyó sino hasta ahora.

Comenzó a deambular por la plaza. Le molestó el zumbido del generador eléctrico que rompía el silencio de la noche. Quería ese silencio, pensar, evocar a Gabriela. Recordó la mañana de agosto en que hicieron el amor en la parte posterior de la camioneta estacionada a la orilla de una brecha lodosa. Recordó el horizonte gris delineado sobre el verde de los cultivos, la lluvia chispeando sobre el toldo. Recordó su mirada, sus ojos hondos, su piel lustrosa, sus piernas envolviéndolo, su humedad. Recordó la última noche con ella, el acoso de la linterna, la carrera por entre la breña, su intimidad rasgada, su secreto al descubierto, su amor final. Imaginó a Gabriela muerta y tuvo deseos de ir a incendiar Loma Grande para después incendiarse él mismo.

Regresó cuando las parvadas de garzas blancas iniciaban su vuelo mañanero hacia los arrozales. Clareaba. Entró al cuarto por la ventana. Se desnudó completamente: a esas horas el calor le pareció aún más insoportable. Se tumbó sobre la cama y se quedó recostado boca arriba con la mirada fija en las aspas del ventilador de piso que giraban junto a él.

Emergió de la habitación avanzado el día. Se había bañado y vestido perezosamente, presa de un extraño cansancio. En el comedor sólo se encontró a los dos ancianos que no conocía. Los saludó y se quedó de pie sin atinar en cuál de las nueve sillas sentarse. La Chata salió de la cocina cargando una olla humeante y la depositó sobre la mesa.

—Buenas…

—Buenas…

—¿Se te pegaron las cobijas?

—Algo.

—¿Quieres frijoles?

—Sí —contestó el Gitano, y se acomodó desganado en la silla que tenía delante.

La Chata le sirvió. Nunca antes había visto al Gitano tan abrumado.

Los ancianos terminaron de desayunar y se retiraron. Pausadamente el Gitano comenzó a comer el plato de frijoles.

—Ya no sufras —le dijo la Chata sonriendo.

El Gitano se volvió a verla, desconcertado por la actitud de la mujer que parecía burlarse de él.

—¿Sufrir de qué? —inquirió agresivo.

La Chata sonrió de nuevo, hizo una bolita con un pedazo de migajón y se la arrojó a un gato blanco que jugueteaba con un grillo muerto junto a la puerta de la cocina.

—No mataron a la que tú crees —continuó observando al gato devorar la masa de pan y añadió—: Margarita se confundió con los nombres.

La revelación de la Chata ofuscó al Gitano: no supo si ella hablaba en serio.

—La que apuñalaron en Loma Grande se llamaba Adela, no Gabriela.

—¿Cómo sabes?

—Me lo dijeron los evangelistas. Era una de las «nuevas», ellos la enterraron el domingo por la noche.

—¿Qué más?

—Nada, los evangelistas no han vuelto a Loma Grande desde entonces y no saben qué ha pasado.

El Gitano se estremeció con alivio. La Chata adelantó su silla hasta encararlo a unos cuantos centímetros.

—Óyeme bien —le dijo—, ahora deja en paz a la tal Gabriela si no quieres que de veras te la maten.

—¿De qué hablas?

La Chata echó su cuerpo hacia atrás.

—De que te encanta hacerte el pendejo. ¿De dónde sacaste que la muerta podía llamarse Gabriela?

El Gitano sonrió.

—A leguas se nota que la Gabriela ésa te trae de un ala. Nada más acuérdate de que a la mujer casada o se le toca de pasada o se la lleva uno robada…

El Gitano terminó de almorzar y se levantó de la mesa.

—Gracias —dijo.

—¿De qué? —preguntó la Chata.

—Por los frijoles, estuvieron muy buenos…

Acostado sobre la cama el Gitano meditó: tanta zozobra y angustia por creer muerta a Gabriela sólo significaba una cosa: que la amaba y debía robársela ya. No había vuelta de hoja: al día siguiente regresaría a Loma Grande por ella.

Cerró los ojos y trató de dormir las horas que no había podido la noche anterior.




8




Despertó poco antes del amanecer por el ruidazal de los zanates que chillaban sobre las ramas del manzano bajo el cual había estacionado la camioneta. A pesar del coraje que guardaba contra Carmelo Lozano por el dinero que le había birlado y de la inquietud de saber que en unas horas más sentiría de nuevo en sus manos el cuerpo de Gabriela Bautista, durmió tranquilo. Ni siquiera el calor atosigante encerrado en el interior de la caseta le perturbó el sueño.

El Gitano abrió la portezuela y todos los pájaros emprendieron el vuelo. Sacó la cabeza para aspirar el aire fresco de la mañana: olía a caña quemada. Se sentó sobre una hielera y se calzó unos tenis. Salió de la caseta y miró el cerro del Bernal delineado entre las sombras del horizonte. Pronto cruzaría por ahí.

Prendió la estufa portátil y puso a calentar agua para café. No le corría prisa. Le convenía esperar a que el marido de la Bautista saliera rumbo a las plantaciones del Salado. Con llegar a Loma Grande a las ocho aseguraba tener lejos a su rival.

Preparó el café con cinco cucharadas de azúcar y una de leche en polvo. De niño su madre así se lo daba. Insistía en que el dulce le brindaba más energía y lo ayudaba a crecer más rápido.

Terminó el café y chupó los gajos de dos naranjas. Enjuagó la taza sucia y vació en un frasco la gasolina blanca que sobró en el depósito de la estufa portátil. Un coyote pasó trotando frente a él. Se miraron unos instantes y el coyote, sin dar muestras de temor ni alarma, prosiguió su camino.

Encendió el radio. En la estación de Tampico transmitían el programa Buenos días rancheros . Dos locutores adormilados, semejando tener un diálogo chispeante y ameno, comentaban las cartas que recibían de sus «amabilísimos radioescuchas». Después de leer cada una y ponderar los «inigualables beneficios que brindan los productos agropecuarios Bayer», señalaban la hora exacta.

Cuando el Gitano escuchó que bayticol era el mejor remedio contra las garrapatas y que eran las siete de la mañana con dieciséis minutos, decidió partir. Guardó la estufa en su estuche, enrolló la colchoneta, dobló las sábanas y sacó una naranja de la hielera para comerla en el trayecto. Arrancó el motor y dejó que se calentara. Viró el volante, echó en reversa la camioneta y tomó la carretera hacia Tampico. En cuarenta minutos más llegaría a su destino.




9




Se desnudó y vació varios vasos de agua sobre su cabello. Para refrescarse permitió que el agua se deslizara sobre su torso. Tenía que vencer otra mañana más de calor y polvo.

Encendió el radio de pilas y le subió al volumen. Se sentó sobre la cama y comenzó a cepillarse el pelo. Tarareó la cumbia que se escuchaba en el aparato. Terminó de peinarse. Se levantó de la cama y se miró en el espejo. Pequeñísimas arrugas, casi imperceptibles, circundaban sus ojos. Gabriela frunció el ceño con desencanto. Hacía tiempo su abuela le había dicho que las mujeres que empezaban a arrugarse eran como frutas que comenzaban a podrirse. Era mentira: ella había empezado a podrirse desde antes.

Dejó el espejo y se dirigió a la despensa. Tenía hambre. Pasó por la ventana y a través de la delgada tela de la cortina pudo observar a Pascual Ortega que corría a lo lejos, frente a los salones de la escuela. Advirtió que iba gritando, pero no pudo oír lo que decía por el ruido del radio. Le bajó al volumen y al regresar a asomarse ya no vio más a Pascual. Se quedó pensativa unos instantes. De pronto llegó a ella el rumor de un vehículo. Aguzó el oído: era aquel rumor inconfundible. Abrió la cortina sin importar que la pudieran ver desnuda desde la calle y sacó la cara tratando de descubrir de dónde provenía el ruido. Volteó hacia la derecha y su corazón tremolineó: doblando la esquina apareció la camioneta negra.

Gabriela, feliz, brincó hacia la cama y de debajo sacó la caja donde guardaba su ropa. Empezó a vestirse deprisa y de súbito se detuvo.

—Van a matarlo —exclamó en voz alta.

Se amarró una sábana y corrió a la entrada de la casa. Tenía que atajarlo, avisarle que querían asesinarlo, decirle que debían largarse juntos. Escuchó tres claxonazos: la señal con la cual el Gitano le indicaba que en media hora la esperaba en el lugar acostumbrado. Con angustia destrabó el cerrojo y jaló la puerta. Vio con desesperación que el Gitano aceleraba. Semidesnuda trató de alcanzarlo y le gritó:

—¡Gitano! —Y ya no pudo gritarle más porque Ranulfo Quirarte la Amistad , recargado sobre uno de los postes de la alambrada, le preguntó si se le ofrecía algo.




10




Cuatro veces cogió el picahielo y cuatro veces lo soltó. Era ése un picahielo completamente distinto al que había empuñado la tarde anterior. Tenía otra forma, otra textura, otra proporción. Éste era inasible, no se amoldaba en la mano.

Torcuato miró desesperado los inútiles esfuerzos de Ramón por esconder el picahielo dentro del puño izquierdo de su camisa.

—Apúrale —le gritó.

Ramón tomó de nuevo el picahielo. Trató de aquietar los dedos y no pudo. Volvió a dejarlo sobre el mostrador.

—No te rajes —bramó Torcuato.

No se rajaba, simplemente no hallaba cómo ocultar el arma entre los pliegues de la manga. No hallaba cómo detener el golpeteo del corazón sobre sus sienes, cómo aflojar los músculos engarrotados de su antebrazo. Torcuato le había llevado la noticia demasiado pronto. No podía prepararse para matar —o morir— tan intempestivamente. No, así no.

Torcuato trató de acomodar el picahielo dentro de la camisa de Ramón, pero lo hizo con tal brusquedad que el arma resbaló y rodó por el suelo.

De súbito Macedonio apareció por la puerta de la tienda y musitó:

—Ya vienen.

Ramón recogió el picahielo con la mano derecha y lo aferró con todas sus fuerzas. Ya no lo soltaría más.

Torcuato espió por un agujero en la pared y vio a Jacinto y al Gitano que se aproximaban.

—¿Ya le pincharon las llantas a la camioneta? —preguntó.

Macedonio asintió. Torcuato volvió a mirar por el agujero.

—Van por casa de Marcelino —exclamó. Ramón apretó la mandíbula y respiró hondo.

—No lo dejes ir vivo —le dijo Torcuato, y se marchó con Macedonio a esconderse.

Ramón se colocó detrás del mostrador. Con un trapo cubrió el picahielo y lo sostuvo lo más abajo posible.




11




Fueron indicios leves, apenas perceptibles, los que alertaron al Gitano y lo hicieron intuir un ataque sorpresivo: miradas de mujeres que curiosas atisbaban su paso por las ventanas, hombres que subrepticiamente se escabullían por las esquinas y un silencio ralo, poco usual en el pueblo a esas horas de la mañana.

Sin alarmarse demasiado el Gitano se aprestó para afrontar cualquier acometida. Tensó su cuerpo y escrutó cuidadosamente rincón por rincón.

Llegaron a la tienda y de inmediato se apostó de espaldas a la barra del mostrador. Quería tener de frente la entrada para así vigilar cualquier movimiento extraño. No le importó tener detrás a Ramón: el tendero no le significaba peligro alguno.

Jacinto saludó con un escueto «buenos días» que Ramón no pudo corresponder: lo ahogaban las palabras. Trató de controlar la temblorina que lo sacudía de pies a cabeza.

Jacinto se dirigió al congelador, sacó dos botellas y las destapó. «Vamos a tomar unas cervezas», le dijo a Ramón con una sonrisa cómplice. Se volvió hacia el Gitano y le entregó una cerveza. El Gitano la tomó con la mano izquierda: debía dejar libre la derecha para defenderse de cualquier agresión.

Jacinto bebió un trago y se recargó en la pared junto a la puerta. Atento, el Gitano lo siguió con la mirada.

Los hombres comenzaron a charlar. Ramón —aún detrás del mostrador— no lograba dominar sus nervios. A contraluz el Gitano le pareció más alto y más fuerte de como lo recordaba. Pensó que jamás podría matarlo.

Jacinto —ansioso por el aturdimiento del muchacho— terminó su cerveza y solicitó otra. Adivinó Ramón que ésa era la clave para actuar. Rodeó el mostrador y caminó hacia la hielera. Pasó junto al Gitano y lo estremeció un escalofrío. El hombre se enderezó y dejó que el tendero cruzara frente a él.

Ramón se paró a un lado del congelador, justo a la izquierda del Gitano. El picahielo vibró entre sus dedos. Alzó los ojos y vislumbró el lugar donde debía encajarlo. Paulatinamente dejó caer el trapo. El picahielo quedó a la vista.

El Gitano —puesta su atención en vigilar la entrada— no advirtió que Ramón iba armado. Levantó su brazo izquierdo para beber un sorbo de cerveza. Ramón vio la mancha de sudor bajo la axila y sobre ella lanzó el estoconazo. Hincó el picahielo hasta el mango y lo sacó de un tirón.

El Gitano trastabilló dos pasos por el golpe y se agarró de un anaquel para no caer. Sintió una punzada caliente en el costado y se llevó la mano a la axila perforada. Pronto sus dedos se humedecieron. Levantó su mano empapada de rojo y la contempló con asombro, como dudando que la sangre brotara de sí mismo. Tentó de nuevo la herida y miró a Ramón.

—Hijo de puta —murmuró.

Blandió la botella de cerveza y furioso la estrelló contra la cubierta del mostrador. Asustado, Ramón se echó hacia atrás y empuñó la punta, listo para atacar. El Gitano meneó la cabeza. Jaló una bocanada de aire y, al hincharse su pecho, la sangre se esparció en círculo por la tela de la camisa. Ebrio de muerte caminó tres metros y tambaleante se detuvo en el umbral de la puerta. Miró afuera a un par de mujeres que lo observaban pasmadas.

—Ya no —dijo resollante. Boqueó de nuevo en busca de aire. Crispó los puños, hizo un gesto de dolor y se fue doblando poco a poco, como si se agachara a recoger una moneda en el piso, hasta que se desplomó pesadamente en la tierra seca de la calle.

Ramón se deslizó por la barra del mostrador y desde el interior de la tienda contempló al Gitano vomitar una última exhalación.






Guillermo Arriaga

Un dulce olor a muerte

Norma, Bogotá, 2000

***

Nota

Faltan demasiados datos en esta historia, que cuenta los amores del Gitano, un contrabandista de poca monta, y Gabriela Bautista, mujer de Pedro Salgado. Así como el Gitano no es culpable del delito que le atribuyen, el asesinato de Adela, la venganza no debería ser la 
tarea del joven Ramón Castaños, que nunca fue el novio de la finada. Con estas dos equivocaciones se arma la trama de ‘Un Dulce amor a muerte’.

No me gustó la novela cuando la leí por primera vez, en 2012, y la consideré mala. No lo es, supuesto, pero me sigo preguntando quién mató a Adela y por qué motivo.

En una de las amplias solapas de la edición de Norma, Guillermo Arriaga menciona quince escritores que le gustan, pero se olvida de la influencia más grande: García Márquez. “Un dulce olor a muerte” mantiene una clara deuda con “Crónica de una muerte anunciada”, un texto de mayores virtudes, una obra impecable.

Hay un párrafo que sostiene el proceder de Ramón Castaños: “Bien sabía Ramón que la noche apenas comenzaba para él. Entrampado como estaba en un amorío invisible no tenía modo de echarse atrás y negar su romance sin antes pasar por cobarde o poco hombre. En adelante tendría que vivir como real ese pasado imaginario”.

Mantener la hombría (o el honor, en la novela de García Márquez) requiere el sacrificio.

18 de junio de 2025


No hay comentarios:

Publicar un comentario