sábado, 9 de agosto de 2025

Yasunari Kawabata / Máscara mortuoria



Yasunari Kawabata
MÁSCARA MORTUORIA  

    No sabía cuántos amantes había tenido. Pero era obvio que él sería el último pues la muerte de ella era inminente.
    —De haber sabido que moriría tan pronto, habría preferido que me mataran. —Sonrió luminosa. Incluso cuando la sostenía, él comprobaba en su mirada que recordaba a los muchos hombres que había conocido.
    Y aun cuando estaba próximo el fin, no descuidaba su belleza, ni olvidaba a sus muchos amores, sin percatarse de que así apagaba su brillo.
    —Todos los hombres querían matarme. Aunque no lo decían, lo deseaban en su corazón.
    El hombre que ahora la tenía en sus brazos, moribunda, no albergaba la inquietud de perderla por otro, y eso lo convertía en afortunado en comparación con los atormentados amantes anteriores, conscientes de que, salvo matándola, no habría otro modo de conservar su corazón. Pero se estaba cansando de sostenerla. La mujer siempre había demandado un intenso amor. E incluso enferma, no podía conciliar el sueño sin sentir alrededor de su cuello o sobre sus senos las manos de un hombre.
    Poco a poco su condición empeoró.
    —Tómame los pies. Están tan tristes que ya no puedo tolerarlos.
    Sus pies se sentían desamparados, como si la muerte fuera a filtrarse por ellos. Se sentó al lado de la cama y se los tomó con firmeza. Tenían el frío de la muerte. Y sin que pudiera evitarlo, sus manos empezaron a temblar extrañamente. Podía sentir la sensualidad de la mujer a través de sus pequeños pies. Esos pequeños, fríos pies transmitían a las palmas del hombre la misma alegría que había sentido cuando acariciaba sus plantas cálidas y suaves. Se avergonzó de esa sensación que mancillaba la sacralidad de la muerte. Pero, preguntándose si ese pedido de tomarle los pies no sería acaso un último recurso entre las tretas del amor, se alarmó ante su descarada feminidad.
    —Tal vez estés pensando que algo se apaga en nuestro amor ahora que ya no hay lugar para los celos. Pero cuando esté muerta, tendrás motivo para padecerlos. Seguramente, por algo —dijo y expiró.
    Y fue tal como dijo.
    Un actor de teatro moderno vino al velorio y maquilló el rostro del cadáver como si quisiera resucitar, una vez más, la fresca y vital belleza que la mujer había tenido cuando estaban enamorados.
    Más tarde, un artista cubrió el rostro con yeso. El maquillaje aplicado por el actor la había hecho parecer tan viva que era como si el artista la sofocara para matarla de celos, y que quería una máscara mortuoria para recordar el rostro de la mujer.
    Viendo cómo la batalla del amor la seguía acosando, el hombre se dio cuenta de cuán vacía y efímera victoria había sido que muriera en sus brazos. Y sobre eso reflexionaba cuando fue al taller del artista, dispuesto a arrancarle la máscara de las manos.
    Pero esa máscara podía ser tanto de una mujer como de un hombre. O de una muchacha pero también de una anciana.
    —Es ella, pero no lo es. Para empezar, no podría asegurar si se trata de un hombre o de una mujer. —La voz del hombre revelaba que el fuego en su pecho se había extinguido.
    —En efecto —dijo el artista descorazonado—. Si uno observa una máscara mortuoria ignorando a quién pertenece, generalmente no puede determinar el sexo. Hasta un potente rostro como el de Beethoven, al observar su máscara, empieza a verse como de mujer… Sin embargo, yo creía que ésta se vería femenina pues no hubo nadie tan femenina como ella. Pero, al igual que todos, no pudo vencer a la muerte. La diferencia entre los sexos queda abolida con la muerte.
    —Toda su vida fue la tragedia de la alegría de ser mujer. Hasta último momento, lo fue de modo absoluto. Si finalmente ha podido escapar de esa tragedia —dijo el hombre con la sensación de que una pesadilla se había desvanecido— creo que podemos estrecharnos las manos, aquí, ante esta máscara mortuoria que podría ser tanto de hombre como de mujer.

1932


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