Yasunari Kawabata
El anillo
Un pobre estudiante de derecho que llevaba unos trabajos de traducción fue a una posada de aguas termales en la montaña.
Tres geishas de ciudad hacían la siesta en el pequeño pabellón del bosque, con sus rostros cubiertos por redondas pantallas.
Él bajó por los escalones de piedra en el límite del bosque hacia el arroyo de montaña. Una gran roca dividía la corriente, y grupos de libélulas revoloteaban por aquí y por allí.
Una niña estaba desnuda en la tina que había sido cavada en una parte de la roca.
Calculando que tendría unos once o doce años, él no se fijó en ella al dejar su ropa en la orilla y se lanzó al agua caliente a los pies de la jovencita.
Ella, que parecía no tener nada que hacer, le sonrió y se irguió con cierta coquetería, como para atraerlo hacia su prometedor cuerpo sonrosado con el calor. Una segunda mirada reveladora le hizo darse cuenta de que era la hija de una geisha. Tenía una belleza enfermiza, en la que se podía presentir un futuro destinado a dar placer a los hombres. Sus ojos, sorprendidos, se dilataron como un abanico al apreciarla.
De pronto, manteniendo en alto su mano izquierda, exhibiendo el anillo, la niña dio un grito.
—¡Ah! Olvidé quitármelo. Entré en el agua con él puesto.
Atraído a pesar de sí mismo, él observó su mano.
«Vaya mocosa». Más que sentirse molesto por estar pendiente de la niña, sintió un repentino y violento rechazo por ella.
Ella quería exhibir el anillo. Él ignoraba si había que quitarse o no los anillos al entrar en las aguas termales, pero estaba claro que la estratagema de la jovencita lo tenía atrapado.
Evidentemente, su cara había denotado su disgusto más claramente de lo que había pensado. La muchacha, ruborizada, jugueteaba con su anillo. Ocultando su propia puerilidad con una mueca, él dijo, como al pasar:
—Es un lindo anillo. Muéstramelo.
—Es de ópalo.
Feliz con la atención que se le concedía, ella se había acuclillado en el borde de la tina. Al perder un poco el equilibrio por tender la mano con el anillo, se apoyó con la otra en su hombro.
—¿Ópalo?
Impresionado por la precoz precisión con que había pronunciado la palabra, él la repetía.
—Sí, mi dedo es demasiado fino. Me hicieron el anillo especialmente de oro. Pero ahora dicen que la piedra queda demasiado grande.
Jugueteó con la pequeña mano de la niña. La piedra, gentil, luminosa, con color yema de huevo infiltrado de violeta, era bella en extremo. La jovencita, avanzando su cuerpo, cada vez más próximo, y escudriñando su rostro, parecía exaltada y satisfecha.
Para que él apreciara mejor el anillo, no le habría molestado en lo más mínimo que la tomara y la sentara, desnuda como estaba, sobre sus piernas.
1924

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