lunes, 11 de agosto de 2025

Osamu Dazai / Una señora encantadora

 

Osamu Daza

UNA SEÑORA ENCANTADORA

    La señora es una persona muy solícita a la que siempre le ha gustado tener invitados en casa. Bueno, no exactamente. Más que gustarle, es como si se sintiese obligada a ello. Siempre que algún visitante llama al timbre, salgo para recibirle. Cuando llego a la habitación de la señora para comunicarle quién ha venido, su cara está alerta, como si fuese un pequeño pájaro a punto de alzar el vuelo tras haber oído el aleteo de un águila. Se arregla el pelo rápidamente con una mano, se coloca el cuello del kimono y, sin dejarme terminar la frase, sale al pasillo y acude corriendo a la entrada para recibir a los invitados entre exclamaciones, empleando un extraño tono de voz similar a un silbato que me hacía dudar de si era llanto o risa. Entonces, va y viene del salón a la cocina, y de la cocina al salón, corriendo como una loca y con la mirada totalmente abstraída. Incluso a mí, que soy su criada, me pide disculpas cada vez que vuelca la olla o se le cae un plato. Cuando ya todos se han marchado, se tumba a solas en la sala de estar, exhausta, e incluso a veces se pone a llorar.
    La señora procede de una familia adinerada de agricultores de la prefectura de Fukushima. Se casó con un profesor de la Universidad de Hongō que también era de buena familia. Solían comportarse como críos, quizá por el hecho de no haber tenido hijos. Vivían sin preocupaciones, e incluso daba la sensación de que nunca habían sufrido por nada. Entré a trabajar en esta casa hace cuatro años, cuando todavía estábamos en guerra. Su marido fue nombrado soldado nacional de segunda [95] debido a su delicada salud. A pesar de ello, le llamaron a filas medio año después, con tan mala suerte que le destinaron a una isla del Pacífico meridional. Poco después acabó la guerra, pero su marido no regresó. No teníamos noticias de lo que podía haberle pasado. Incluso recibimos un día una carta del comandante del regimiento al que pertenecía en la que decía que era muy poco probable que hubiese sobrevivido. A partir de entonces, la señora empezó a tratar a sus invitados de un modo mucho más efusivo. Me daba muchísima pena verla comportarse de esa manera.
    Al principio solamente venían familiares suyos, de vez en cuando. Hasta que apareció el doctor Sasajima. Cuando el marido de la señora fue destinado a aquella isla en medio del Pacífico, su familia empezó a mandarle abundantes cantidades de dinero, así que pudo seguir permitiéndose una vida tranquila y sin estrecheces. Pero, desde que el doctor Sasajima empezó a visitarla, la vida de mi señora cambió para siempre.
    Este barrio, a pesar de encontrarse a las afueras de Tokio, está bien comunicado con el centro. Como afortunadamente no sufrió los estragos de la guerra, muchas de las personas que perdieron sus hogares en la capital se trasladaron aquí cuando esta terminó. Esa es la razón por la cual no hacíamos más que toparnos con desconocidos en las zonas comerciales.

    Si no recuerdo mal, fue a finales del año pasado cuando la señora trajo al doctor Sasajima por primera vez a casa. Al parecer, se encontraron por casualidad en el mercado. Hacía diez años que no se veían. Y ese súbito reencuentro supuso para nosotras el comienzo de nuestras desgracias.
    El doctor Sasajima tiene alrededor de cuarenta años, la misma edad que debería tener el marido de la señora. También da la casualidad de que es, como él, profesor de la Universidad de Hongō. Solo se diferenciaban en la especialidad: la de uno era la Literatura y la del otro la Medicina. Por lo visto, habían sido compañeros de instituto. También me enteré de que, antes de que construyesen esta casa, la señora y su marido pasaron cierto tiempo viviendo en un apartamento del barrio de Komagome, al norte de la ciudad, y que el doctor Sasajima, que por aquel entonces era soltero, vivía en el mismo edificio que ellos. Supongo que, al pertenecer a distintas especialidades, perdieron el contacto al venirse mi señora y su marido a vivir aquí. Así que, cuando unos diez años después, la señora se lo encontró por casualidad en un mercado de la zona, se llevó una buena sorpresa. Aunque entablaron conversación, la señora bien podría haberse despedido de él una vez hubiesen terminado de hablar, pero no. Mi señora era demasiado amable como para no ofrecerse a recibirle. Siempre era igual. Le dijo que su casa estaba cerca y, que si no tenía inconveniente, podía acercarse algún día a tomar algo. Aunque en realidad, según supe después, no tenía muchas ganas de que viniese, se mostró muy insistente. Es así como se comporta mi señora. Tiene miedo de decirles a los demás lo que piensa.
    El doctor Sasajima le tomó la palabra y poco después la acompañó hasta casa. Era la primera vez que yo lo veía. Venía vestido de manera extraña, con una capa y sujetando una cesta de la compra.
    —¡Caramba!, qué buena casa —dijo—. ¡Qué suerte que se haya salvado de los bombardeos! ¿Vives aquí sola? ¡Es demasiado lujo para solo una persona! ¡Normal que no venga nadie! ¿Quién puede vivir en una casa habitada solo por mujeres en la que todo está cuidado hasta el mínimo detalle? Si me viniese a vivir aquí seguro que me sentiría de lo más incómodo. Aunque no me imaginaba que estuvieses tan cerca de donde yo vivo. Sabía que vivías por la zona de M. Llevo ya casi un año viviendo aquí y nunca me había fijado en la placa de la puerta con tu nombre. ¡Qué tonto soy! Lo cierto es que suelo pasar por delante de tu casa muy a menudo. Siempre que voy a comprar al mercado, paso por esta calle. —El doctor Sasajima inspeccionaba con ojo analítico la casa—. Um… ¿Sabes? Lo pasé muy mal durante la guerra. Nada más casarme, me llamaron a filas. Cuando por fin pude volver, mi casa se había quemado por completo y mi mujer se había refugiado en Chiba, en casa de sus padres, con nuestro hijo, que había nacido durante mi ausencia. De momento no tengo más remedio que vivir aquí solo, alquilando una habitación de tres tatamis encima de la droguería que hay aquí cerca. Cuando me encontraste, estaba deambulando por el mercado con la cesta en la mano, pensando en hacerme un caldo de pollo para esta noche y luego dedicarme a beber sake. En esta situación a la que he llegado, ya todo me da igual. Ya ni siquiera sé si estoy vivo o muerto.
    Se sentó en el salón, cruzó las piernas, y siguió un rato más hablando de sí mismo.
    —Siento mucho por todo lo que ha tenido que pasar —dijo la señora. De pronto, como de costumbre, empezó a ofrecerle abundante comida. Vino corriendo a la cocina con el rostro demudado y me dijo, como disculpándose—: Ume, ¿te importaría…? —Y me pidió que les preparase un caldo de pollo y que les sirviese algo de sake.
    Se dio la vuelta y volvió corriendo para encender el fuego. Luego sacó el juego de tazas de té. En lugar de ternura, sentí cierto desagrado al ver lo nerviosa que se ponía intentando agradar a su invitado.
    De pronto, escuché al doctor Sasajima decir en voz muy alta, sin pudor alguno:
    —¡Anda! No me digas que vas a preparar pollo. Siento importunarte tanto, pero siempre que hago pollo suelo acompañarlo con konnyaku [96] en tiras. ¿Te importaría echarle un poco? ¡Ah! Y si tienes tofu quedará todavía mucho mejor. Si lo haces solo con puerro queda muy soso.
    La señora le dejó con la palabra en la boca y se vino corriendo a la cocina y se dirigió a mí pidiéndome que preparase esas cosas como si fuese una niña, como si le diese vergüenza decírmelo o como si estuviese a punto de llorar:
    —Ume, ¿sería mucha molestia si…?
    El doctor Sasajima se emborrachó rápidamente; bebía el sake en vaso, porque decía que le daba pereza tomarlo en ochoko.
    —Ya veo. Así que tu marido acabó desapareciendo. En ese caso debe de haber un ochenta o un noventa por ciento de probabilidades de que haya muerto. Así es, no eres la única desafortunada —comentó como si nada para luego seguir hablando sobre sí mismo—. Mírame a mí. He perdido mi casa y no me queda otra que vivir lejos de mi querida familia. Todo lo que tenía se quemó en la guerra. Los muebles, la ropa, el futón , la mosquitera… ¡No me queda nada! ¿Y sabes qué? Incluso tuve que dormir en los pasillos del hospital de la universidad antes de poder alquilar la habitación de tres tatamis de la droguería. Nosotros, los médicos, llevamos una vida mucho más dura que la de los pacientes, créeme. Casi preferiría ser uno de ellos. ¡Ay! Qué desagradable y miserable es mi vida. Pero tu situación es mucho mejor que la mía.
    —Sí, es verdad —contestó ella rápidamente—. Tienes razón. A veces pienso que soy demasiado afortunada.
    —Exacto, así es. Algún día me traeré a algunos amigos, ¿vale? Todos lo están pasando realmente mal. No me queda otra que pedirte que cuides bien de ellos, ¿comprendes?
    La señora se rio como si le agradase mucho la idea y contestó con ternura:
    —Claro que sí, ¿cómo no? Es lo menos que puedo hacer.
    A partir de entonces, esta casa pasó a convertirse en un manicomio.
    Aquello que dijo el doctor Sasajima resultó no ser la típica broma de un borracho. Cuatro o cinco días más tarde, se presentó con tres amigos y exclamó el muy sinvergüenza:
    —Acabamos de celebrar la cena de fin de año del hospital y hemos decidido continuar la fiesta en tu casa. ¡Hala! ¡A beber toda la noche! Últimamente no hay muchos locales cómodos donde podamos armar jaleo, ¿sabes? ¡Eh, oídme todos! ¡Pasad, pasad! El salón está allí, no os cortéis. Dejaos el abrigo puesto, que hace mucho frío —dijo a voces, como si fuese su propia casa.
    Entre ellos había una mujer que parecía ser enfermera y saltaba a la vista que estaba intentando seducirla. No tenía reparo alguno en que nos diésemos cuenta. La señora no supo qué hacer más que reírse de modo forzado y dejarles pasar. El doctor Sasajima comenzó a darle órdenes como si fuese su propia sirvienta:
    —Eh, enciéndenos el kotatsu , anda. Ah, y si no te importa, tráenos algo de sake. Del bueno, eh, como el del otro día. Y si no tienes sake, tráete algo de shōchū o de whisky, ¿vale? Y para comer… ¡Ah, sí! Mira, te he traído un regalo. ¡Toma, es anguila! Anguila a la brasa. Cuando hace frío no hay nada mejor que esto. Una para ti y otra para nosotros, ¿te parece? ¡Ah! Y además… ¡Oye! ¡Alguno de vosotros tenía una manzana!, ¿no? ¡No seáis tacaños, dádsela! Es una manzana de tipo India, ¡huele muy bien!
    A uno de ellos se le cayó una pequeña manzana que vino rodando hasta mí cuando entré para servirles el té. Me dieron ganas de arrearle una patada a la manzana. Solo una. Y además, ¿qué pretendía que hiciéramos con una mísera manzana? ¡El muy descarado! Más tarde le eché un ojo a la anguila que trajo y resultó ser diminuta y muy fina, y además estaba seca.
    La fiesta duró hasta el amanecer. Hicieron beber a la señora y, cuando ya había salido el sol, se quedaron todos dormidos en el suelo alrededor del kotatsu . Le insistieron para que durmiese con ellos. Imagino que ella no pegó ojo, pero los demás durmieron como troncos hasta el mediodía. Cuando se levantaron y ya se les había pasado la borrachera, tomaron ochazuke en silencio. Se dieron cuenta de que yo estaba muy enfadada con ellos, así que no se atrevían a mirarme. Al rato, cada uno se fue a su casa. Tenían unos ojos tan vacíos y vidriosos que parecían pescados podridos.
    —Señora, ¿por qué ha dormido usted con ellos en el suelo? Es de muy mala educación.
    —Lo siento mucho, no… Es que no sé decir que no a nadie…
    No fui capaz de reprocharle nada. Estaba demasiado pálida. Parecía agotada por no haber dormido y tenía lágrimas en los ojos. A partir de entonces, los lobos empezaron a atacarnos con más frecuencia y esta casa pasó a ser algo así como la residencia de los amigos del doctor Sasajima. Incluso aunque no viniese el doctor, sus amigos se presentaban a las horas más intempestivas y se quedaban a dormir, insistiendo a la señora para que durmiese con ellos en el suelo. Ella era la única que no conseguía dormir. Así que, como no es muy fuerte, en las ocasiones en las que no venía ningún invitado se veía obligada a guardar cama.
    —Señora, últimamente la veo muy agotada. ¿No puede dejar de relacionarse con esta gente?
    —Lo siento, no puedo… Es gente sin suerte. Venir a esta casa es la única forma de divertirse que tienen, ¿no crees?
    ¡Qué tontería! Pronto empezó a gastarse un montón de dinero en ellos. A este paso, en medio año tendría que vender la casa. Sin embargo, a ellos no les decía nada. Obviamente no tardó en caer enferma, pero cuando venía alguien a visitarla, se levantaba enseguida, se arreglaba rápidamente y acudía corriendo a la entrada para recibir al recién llegado entre exclamaciones de alegría, empleando un extraño tono de voz similar a un silbato que me hacía dudar si era llanto o risa.
    Ocurrió una noche a principios de primavera. Vino un grupo de gente a casa. Como yo sabía que, al igual que ocurría siempre, la fiesta duraría hasta el amanecer, le recomendé a la señora que comiésemos algo rápidamente antes de que comenzase el jaleo. Comimos unos bollitos de mushipan en la cocina sin ni siquiera sentarnos. Siempre les ofrecía a los invitados los platos más lujosos que se podía permitir, pero ella, por el contrario, se apañaba con este tipo de sucedáneos. Justo en ese momento, todos los borrachos que estaban en el salón empezaron a reírse de manera desagradable y pudimos escuchar lo que decían en voz alta:
    —No, no. No me lo creo. Todavía tengo dudas sobre vuestra relación. Dices que la señora esta y tú… —A continuación dijo una palabra de lo más sucia, desagradable e irrespetuosa, seguida de unos cuantos tecnicismos médicos. A lo que el joven doctor Imai contestó:
    —¿Pero qué coño dices? Yo no vengo aquí por amor. Para mí esto es como un hostal. Nada más.
    Noté cómo el rostro se me encendía de ira.
    La señora estaba bajo una luz tenue, comiendo el bollito de pan en silencio, con la cabeza baja. Noté que había lágrimas en sus ojos. Me dio tanta lástima que no pude decirle nada. De pronto, sin ni siquiera alzar la mirada, me dijo en voz baja:
    —Ume, siento hacerte trabajar tanto, pero mañana por la mañana llena la bañera de agua caliente, por favor. Al doctor Imai le gusta bañarse cuando se levanta.
    Aquella fue la única vez en la que pude ver algo de rabia en su rostro. Inmediatamente después, volvió corriendo al salón, y empezó a fingir que se reía con los visitantes como si no hubiese pasado nada.
    Yo era consciente de que su salud había empeorado muchísimo. Sin embargo, como siempre que venía alguien hacía como si estuviese bien, ninguno de ellos, a pesar de tratarse de médicos profesionales, se daba cuenta de su verdadero estado.
    Fue en una tranquila mañana de primavera. Por suerte, nadie se había quedado a dormir aquella noche, por lo que yo me hallaba haciendo la colada tranquilamente junto al pozo. De pronto, la señora salió tambaleándose al jardín, descalza y, arrodillándose, vomitó un montón de sangre frente al seto donde brotan las flores amarillas. Solté una exclamación y me fui corriendo hacia ella, la agarré por las axilas y me la llevé a rastras hasta su habitación. Allí la acosté con sumo cuidado.
    —¡Por esto! ¡Justo por esto odio que venga tanta gente! Puesto que todos son médicos tendrían que curarla y hacer que se pusiera mejor. ¡Si no, jamás los perdonaré! —dije llorando.
    —No, no. No les digas nada, que se sentirán culpables.
    —Pero ¿qué va a hacer? Está muy enferma. ¿Va a levantarse y a seguir atendiéndoles como siempre? ¿Y si vomita sangre frente a ellos mientras duermen en el suelo? ¡Menudo espectáculo daría!
    La señora se quedó pensando durante un instante con los ojos cerrados. Al cabo de un rato dijo:
    —De momento me iré a casa de mis padres. Tú quédate aquí y sigue atendiéndoles lo mejor que puedas, por favor. Son gente que no tiene ningún sitio en el que poder dormir con tranquilidad. Ah y, por favor, no les digas nada de que estoy enferma —dijo, sonriendo con ternura.
    Acto seguido hice la maleta para poder salir antes de que viniese alguien. Pensé que, al menos, debería acompañarla hasta Fukushima, donde vivían sus padres, así que pensé en comprar dos billetes. Pero estaba demasiado débil para poder viajar. Tres días después, la señora mejoró un poco y, aprovechando que estábamos solas, le dije que se preparase para salir. Cerré rápidamente el amado , eché todas las llaves de la casa y abrí la puerta. Entonces, justo cuando nos disponíamos a salir…
    ¡Ay, Dios mío!
    Apareció el doctor Sasajima. A pesar de que estábamos a plena luz del día, venía borracho y acompañado de dos mujeres jóvenes que probablemente serían enfermeras de su hospital.
    —¡Anda!, ¿os vais? ¿A dónde?
    —Nada, nada, no se preocupe, no nos íbamos. Ume, ¿podrías abrir el amado ? Pase usted, doctor, pase, por favor. No hay ningún problema.
    Saludó a aquellas dos mujeres con esa extraña voz que yo seguía sin saber si era llanto o risa. De nuevo, la locura. Empezó a moverse de acá para allá como un ratón. En cuanto pudo me dio su bolso, el mismo que había preparado para el viaje, y me dijo que fuese al mercado. Una vez allí, cuando lo abrí para coger el dinero de la compra, me sorprendí al descubrir que su billete de tren estaba partido en dos. Lo había roto sin que nadie se diese cuenta cuando nos encontramos con el doctor Sasajima al salir de casa. Me quedé atónita al contemplar la bondad sin límites de la señora. Al mismo tiempo, sentí, por primera vez en mi vida, que había seres humanos en cuyo interior se encontraba un raro y precioso tesoro. Yo también saqué mi billete y lo rompí. Acto seguido me dispuse a buscar los alimentos más deliciosos que pudiese encontrar en el mercado a fin de agradar a nuestros invitados.


Osamu Dazai

Osamu Dazai (Kanagi, 1909 - Tokio, 1948), seudónimo de Shuji Tsushima, nació en 1909 en Kanagi, en la prefectura de Aomori. Fue el octavo hijo superviviente de un rico terrateniente y de una mujer de salud frágil, por lo que fue criado por los sirvientes.
    Aficionado a la vida licenciosa, en 1927 intentó suicidarse por primera vez ingiriendo barbitúricos. En octubre de 1930 se escapó de casa con Hatsuyo Oyama, una geisha de bajo rango, lo que motivó su expulsión formal de la familia. Diez días después intentaría suicidarse de nuevo, arrojándose al mar junto a una chica de 19 años a quien acababa de conocer. Ella moriría, pero él sobreviviría. Tras ser readmitido por su familia, se casó con Oyama. Comenzó entonces a sentar la cabeza y se las arregló para obtener el patrocinio del escritor Masuji Ibuse, gracias al cual pudo empezar a publicar sus obras. Su primera obra («Tren», 1933), aparecida ya bajo seudónimo, constituiría también su primera experiencia con el género del watakushi shosetsu , estilo autobiográfico en primera persona en el que se reveló como un maestro.
    Tras ser rechazado por un periódico tokiota en el que quería trabajar, el 19 de marzo de 1935 intentó ahorcarse sin éxito. Pero lo peor estaba por venir. Menos de tres semanas después, Dazai enfermó de apendicitis e ingresó en una clínica, donde se haría adicto al Pabinal, un analgésico a base de morfina. En octubre de 1936 fue trasladado a una institución mental. Durante su «tratamiento», que duró un mes, su mujer estuvo engañándolo con su mejor amigo. Cuando Dazai se entera, intenta cometer suicidio doble con su propia esposa, tomando pastillas. Pero ninguno de los dos muere y Dazai rápidamente solicita el divorcio. Vuelve a casarse muy poco después, esta vez con una maestra de secundaria, Michiko Ishihara, que le daría tres hijos.
    Sería tras la guerra, en la que Dazai no participó a causa de una tuberculosis, cuando llegaría a la cima de su popularidad. En 1947 publica su obra más conocida, Ocaso , basada en el diario de una de sus seguidoras, Shizuko Ōta, con la que intimó hasta el punto de dejarla embarazada de una niña. A esas alturas, Dazai ya era alcohólico y su salud se deterioraba a toda velocidad. Conocería entonces a Tomie Yamazaki, una esteticista y viuda de guerra con quien huiría. Junto a ella escribió la novela parcialmente autobiográfica Indigno de ser humano (1948).
    El 13 de junio de 1948, Dazai por fin tuvo éxito en sus planes suicidas y se ahogó junto a Tomie en las aguas del canal de Tamagawa, que venía especialmente crecido por las últimas lluvias. Sus cuerpos no fueron hallados hasta el día 19 de junio. Curiosamente, ese día Dazai habría cumplido treinta y nueve años.


No hay comentarios:

Publicar un comentario