martes, 25 de noviembre de 2025

Siri Hustvedt / Variaciones sobre el deseo




Siri Hustvedt
“Variaciones sobre el deseo”
(Fragmento)

No es ningún secreto que los objetos del deseo pierden a menudo su encanto una vez obtenidos. El París real no está a la altura de la ciudad soñada. Los zapatos de tacón que vemos en los escaparates de las tiendas brillando con su promesa de belleza, lustre urbano y riqueza son tan sólo zapatos una vez que encuentran su lugar en el armario. Después de una gran boda con toda su pompa y circunstancia, anuncio del matrimonio como punto de destino final, viene una vida junto a un ser humano real que, inevitablemente, es corto de miras, débil e idiosincrásico. El revolucionario come y duerme pensando en la revolución, en el momento de la gran limpieza cuando triunfe el nuevo orden, y, una vez que esto sucede, se encuentra deambulando entre ruinas y cadáveres. Sólo los seres humanos se destruyen entre sí a causa de las ideas. Emma Bovary llega a la desesperación: «Una vez más, el profundo malestar de su desesperanza volvió a invadirla. Sus pulmones se henchían como si fueran a estallar. Entonces, en un rapto heroico que casi la llena de alborozo, corrió colina abajo, cruzó el corral de las vacas, se apresuró a recorrer el sendero, subió la cuesta, atravesó la plaza del mercado y llegó frente a la farmacia.» La expresión «un rapto heroico» es la que me resulta más conmovedora. Es el deseo absurdo pero muy humano de exagerar la historia de nuestra vida para verla reflejada como algo heroico, bello o martirizado.

    El deseo es el motor de la vida. La urgencia que nos estimula a seguir adelante, con paradas intermedias, pero sin un destino final, salvo la muerte. La magnífica plenitud que sentimos después de una comida, del sexo, de un buen libro o de una conversación inteligente es inevitablemente breve. Queremos y deseamos por naturaleza y llenamos de contenido ese vacío mientras narramos nuestra vida interior. Para bien o para mal, le damos un sentido que, necesariamente, está conformado por el lenguaje y la cultura en la que vivimos. Dar sentido puede que sea la seducción última de los seres humanos. Los perros no necesitan hacerlo, pero para nosotros es esencial seguir adelante y esto es así a pesar del hecho de que la mayor parte de lo que nos sucede nos resulta imperceptible. Los circuitos de nuestro cerebro que nos permiten hablar, otorgar significados, ejercer la voluntad y percibir conscientemente son una minucia comparados con los vastos procesos inconscientes que subyacen debajo.
    Hace casi veinte años di a luz a mi hija. De hecho, «yo» no hice nada. Rompí aguas. Después vino el parto. Tras trece horas de contracciones, empujé. Me gustó el momento de empujar. Era algo activo y no pasivo y, por fin, expulsé entre mis piernas a una extraña asombrosa, húmeda y cubierta de sangre. Mi marido la sostuvo en brazos y supongo que yo también lo hice, pero no recuerdo tener a mi hija entre mis brazos hasta más adelante. Lo que sí recuerdo es que desde el momento en que supe que el bebé estaba sano, me sumí en un estado de satisfacción sin precedentes. Un torpor paradisiaco pareció apoderarse de mi cuerpo y me quedé totalmente relajada y sin fuerzas. Me llevaron a una habitación con poca luz y después de algunos minutos apareció mi ginecóloga, me miró y dijo: «Sólo vengo a ver cómo estás. ¿Te encuentras bien?». Me costaba hablar, no porque estuviera dolorida, ni siquiera cansada, sino porque en aquellos momentos me parecía innecesario articular palabra. Con la respiración entrecortada logré al fin describirle mi estado: «Me encuentro bien, muy bien. Nunca me he sentido así. No deseo nada, nada en absoluto». Recuerdo que sonrió y me dio unas palmaditas en el brazo. Después de que se marchara estuve tumbada en la cama durante algún tiempo, disfrutando de esa calma y plenitud que invadía mi cuerpo, acompañada tan sólo por la repetición de aquellas sorprendentes palabras: no deseo nada, nada en absoluto. Estoy segura de que estaba bajo los efectos de la hormona oxitocina, segregada en cantidades que nunca había experimentado, lo que me redujo a un pedazo de carne feliz. Parir fue una experiencia enteramente animal. Los brutales paroxismos corporales no daban lugar a la reflexión. El «yo» ejecutivo, pensante y narrador se había abandonado al acto creativo definitivo: un cuerpo naciendo de otro. Después del parto, el yo reapareció como un comentarista perplejo, similar a la voz que escuchamos tras las imágenes de una película, para relatar la novedad de mi situación a un público compuesto de una sola persona: yo misma. Por supuesto, la estupefacción no duró mucho tiempo. No podía durar. Yo debía cuidar de mi niña, debía sostenerla en brazos, alimentarla, mirarla, desearla con todo mi ser. No hay nada más común que este deseo, pero verte atrapada por él es algo milagroso.

Siri Hustvedt
VIVIR, PENSAR,MIRAR





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