jueves, 13 de noviembre de 2025

El día triunfal de Fernando Pessoa


El día triunfal de Fernando Pessoa

El día triunfal 

de Fernando Pessoa

«Quien lee deja de vivir. Haced ahora por hacerlo. Dejad de vivir, y leed ¿Qué es la vida?» (aprovecho una cita del propio Pessoa para introducir el siguiente poema):

La mano invisible del viento roza por encima de las hierbas.
Cuando se suelta, saltan en los intervalos del verde
amapolas encarnadas, amarillas margaritas juntas
y otras pequeñas flores azules que no se ven enseguida.

No tengo a quien ame o vida que quiera o muerte que robe.
Por mí, como por las hierbas un viento que sólo las dobla
para dejarlas volver a aquello que fueron, pasa.
También por mí un deseo inútilmente sopla
los tallos de las intenciones, las flores de lo que imagino,
y todo vuelve a lo que era sin nada que acontezca.

El poema anterior fue escrito por Ricardo Reis bajo el título «A la manera de A. Caeiro» y forma parte de su colección Odas. Reis, poeta portugués de principios del siglo XX, rinde homenaje en este texto a Alberto Caeiro, a quien considera su maestro. En él, Reis adopta las “maneras” de Caeiro, su estilo sencillo, su fijación por la naturaleza y su mirada pura, desprendida de filosofías y prejuicios metafísicos. Alberto Caeiro es reconocido como maestro de una generación gloriosa de escritores portugueses, entre los que se cuentan también Fernando Pessoa y Álvaro de Campos.

Sus discípulos dicen admirar a Caeiro por su originalidad y por la visión radicalmente distinta del mundo que se trasluce en su poesía. Es habitual —y casi inevitable— que cada generación artística elija a sus referentes y precursores, por lo que en ese aspecto no difiere de otras corrientes estéticas. Lo que resulta menos común es que toda una generación poética —incluyendo a sus autores, sus influencias, sus afinidades y sus diálogos— sea el fruto de la mistificación de un único escritor genial.

Y lo que resulta del todo insólito es que esa generación de poetas surgiera de un big bangcreativo que explosionó la unánime noche del 8 de marzo de 1914: el día triunfal de Fernando Pessoa. En una carta dirigida al poeta —esta vez real— Adolfo Casais Monteiro, fechada en enero de 1935, apenas ocho meses antes de morir a causa de una cirrosis hepática, Pessoa evocaba aquel día memorable: «Un día —era el 8 de marzo de 1914— me arrimé a una cómoda de cierta altura, tomé una hoja de papel y me puse a escribir de pie, como hago cada vez que puedo. Escribí más de treinta poemas seguidos, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no consigo definir. Fue el día triunfal de mi vida y jamás volveré a sentir nada parecido. Comencé por el título, El guardador de rebaños. Lo que ocurrió luego es que apareció dentro de mí alguien en quien di enseguida el nombre de Alberto Caeiro. Disculpen lo absurdo de la expresión: quien apareció en mí fue mi maestro».

"En los anales del tiempo, acaso no haya existido jamás una jornada tan fértil como aquella, ni es probable que vuelva a existir hasta el fin de los días"

Después de escribir los treinta poemas de El guardador de rebaños, del poeta recién bautizado Alberto Caeiro, Pessoa escribió los seis poemas que componen Lluvia oblicua, firmados con su personalidad ortónima. Luego surgió Ricardo Reis y sus odas de falso paganismo y, finalmente, remató aquella ilustre noche conla Oda triunfal de Álvaro de Campos.

En los anales del tiempo, acaso no haya existido jamás una jornada tan fértil como aquella, ni es probable que vuelva a existir hasta el fin de los días. La humanidad debe a la secreta noche del 8 de marzo de 1914 uno de sus días más gloriosos, aunque sólo sea desde la perspectiva de la creación literaria. Es posible que esta increíble productividad sea la causa por la que muchos críticos sean incrédulos y duden de que sea cierto lo que afirma Pessoa sobre su día triunfal, piensan que más bien se trata de otra mistificación del autor para crear su leyenda.

Fernando Pessoa solía escribir de noche, fumaba compulsivamente y bebía aguardiente de anís. Podemos imaginar, aquella noche, la ventana iluminada de su cuarto en el tercer piso de la Rua Passos Manuel, nº 24, en Lisboa, y su silueta apoyada en la cómoda, escribiendo febrilmente, junto a una botella de aguardiente Águila Real (su marca habitual) y con el sempiterno cigarrillo en la mano. Nadie que pasara por allí y viera la luz encendida en su habitación podría sospechar que un suceso extraordinario estaba ocurriendo en ese cuartucho.

Por supuesto, después de aquella noche, el universo poético originado por aquel inspirado big bang siguió expandiéndose, tomando forma a partir de la energía creativa extrema que se había liberado. Pessoa continuó desarrollando sus heterónimos, como él mismo denominó a las distintas personalidades poéticas surgidas en el día triunfal, y escribiendo su obra, haciendo de ellos, junto a su voz ortónima, el núcleo de su creación poética.

"Una sola voz, una sola personalidad, no le bastaban. Los heterónimos fueron el resultado de ese Pessoa desatado, plural e irreductible"

Los críticos y teóricos especulan desde hace años sobre las causas del llamado “fenómeno heteronímico” de Pessoa, barajando hipótesis patológicas, psicológicas, estéticas, e incluso una síntesis de las tres. Es un debate interesante que, seguro, seguirá siendo motivo de discusión durante años entre los estudiosos, pero que no debe preocuparnos demasiado a los sencillos lectores. Pessoa fue un hombre de genio con una visión y creatividad únicas, dotado de un talento inmenso que, para desplegarse plenamente, se vio impelido a crear personalidades poéticas autónomas que reflejaran sus múltiples facetas. Una sola voz, una sola personalidad, no le bastaban. Los heterónimos fueron el resultado de ese Pessoa desatado, plural e irreductible.

Tampoco hay que descartar que todo comenzara como una broma que se le acabó yendo de las manos. Aquel baile de máscaras que empezó en esa noche memorable del 8 de marzo de 1914 pudo haber surgido como un juego para divertir a su amigo Mário de Sá-Carneiro, una travesura intelectual entre dos espíritus brillantes. Pessoa, como todos los hombres verdaderamente inteligentes, no carecía de sentido del humor y le gustaba burlarse manipulando la realidad. Pero lo que empezó como un juego o una broma se convirtió en un universo poético que lo acabó absorbiendo.

En este juego de los heterónimos, como se ha referido, Alberto Caeiro era el maestro, y Ricardo Reis, Álvaro de Campos y el propio Fernando Pessoa se reconocían como sus discípulos. Pessoa se divierte y publica textos en los que los discípulos comentan y elogian la obra de Caeiro, pero también se critican entre sí como porteras, sin que el público sospeche que se trata de la misma persona. La devoción por su maestro obliga a Ricardo Reis a escribir un poema a la manera de Alberto Caeiro (el citado al inicio de este artículo). Este poema es un triple salto mortal, un no va más, una vuelta de tuerca en el juego, pues Pessoa finge ser Reis, quien a su vez simula ser Caeiro. ¿No es gracioso? Seguro que Pessoa y Mário de Sá-Carneiro pensaban que sí.

"Pessoa se preocupó de dotar a sus heterónimos de una biografía, una descripción física e incluso les elaboró sus respectivas cartas astrales"

Pessoa se preocupó de dotar a sus heterónimos de una biografía, una descripción física e incluso les elaboró sus respectivas cartas astrales (el poeta era también un consumado astrólogo). Alberto Caeiro, autodidacta de formación, era de estatura mediana, tenía el pelo rubio y los ojos azules. Ricardo Reis era médico, más bajo que Caeiro y también más robusto, con el pelo castaño apagado y mate. Álvaro de Campos medía 1,75 m, tenía el pelo lacio, habitualmente peinado con raya, y se había formado como ingeniero en Glasgow. Cabe preguntarse: ¿nos interesan la altura y el peinado de los heterónimos? ¿Nos importan estos apuntes biográficos? No mucho, pero qué más da. Si a Pessoa le divierte, dejémosle que se divierta. No hace mal a nadie.

Pessoa escribió posteriormente sobre sus criaturas un texto titulado Prefacio a las ficciones del interludiopresentándose como editor de esos poetas: «En esta visión conservo, con total nitidez, la fisonomía, los rasgos de carácter, la vida, la ascendencia y a veces la muerte de todos estos personajes […]. Algunos llegaron a conocerse, otros no. Por lo que a mí respecta, nunca tuve encuentro personal con ninguno de ellos, salvo con Álvaro Campos».

"Pero quedaba Álvaro de Campos, el inefable Álvaro de Campos, de quien no logró deshacerse y que, en ocasiones, llegaría a interferir en la vida real de Pessoa"

Pessoa había tomado la precaución de “matar” (de tuberculosis) a Alberto Caeiro en 1915 y de exiliar a Ricardo Reis en Brasil en 1919. Pero quedaba Álvaro de Campos, el inefable Álvaro de Campos, de quien no logró deshacerse y que, en ocasiones, llegaría a interferir en la vida real de Pessoa, teniendo incluso cierto protagonismo en el único episodio amoroso que se le conoce y que algunos comentaristas han exagerado.

Ofélia Queiroz conoció a Pessoa en 1920, cuando él tenía 31 años y ella 19. Trabajaba como secretaria en una compañía en la que colaboraba Pessoa como traductor ocasional. A Pessoa le gustó y comenzó a cortejarla dejando notitas cariñosas y regalitos románticos en los cajones de su mesa.

Empezaron a verse a escondidas fuera de la oficina y a mandarse cartas de amor, ridículas cartas de amor infestadas de apelativos cursis como «minha bonequinha», «meu amorzinho» o «minha pequenina». Años después, Álvaro Campos, en un conocido poema, sostendría que «todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fuesen ridículas […], pero los verdaderamente ridículos son los que nunca las han escrito». Amén.

Su relación fue secreta, tanto que ni familiares ni amigos se enteraron, y salieron sólo durante nueve meses, aunque nueve años después la retomaron brevemente.

"Afirmaba amar al dulce y amable Fernando de igual manera que detestaba y temía al desagradable Álvaro"

Lo que vio Ofélia en Pessoa, un bohemio, un literato, un aspirante (en aquel tiempo) a poeta, con nulas ambiciones mundanas (artísticas, todas), fumador empedernido y bebedor habitual, es difícil de entender. Pero, desde luego, si se enamoró, debió de enamorarse hasta las cachas. Yo calculo que, entre las mujeres, Pessoa no debía de tener mucho público, pero las pocas fans que tuviera debían de ser auténticas groupies. Sólo así se puede entender que Ofélia accediera a retomar el noviazgo nueve años después, cuando Pessoa ya estaba muy alcoholizado y físicamente desmejorado.

Es cierto que Álvaro de Campos se inmiscuyó en la relación de Pessoa con Ofélia e incluso le escribió una carta con fecha 25 de septiembre de 1929 donde calificaba a su amigo de «abyecto y miserable» y le aconsejaba «tomar la imagen mental que quizá se haya formado del individuo cuya cita está estropeando este papel razonablemente blanco y echar esta imagen mental por el desagüe del fregadero…». Álvaro de Campos era así.

Hasta qué punto Ofélia entró en este juego perverso es difícil saberlo. Afirmaba amar al dulce y amable Fernando de igual manera que detestaba y temía al desagradable Álvaro, y pedía a su novio que no se dejara influir por su loco amigo.

"Murió casi anónimamente en el hospital de São Luís dos Franceses, e incluso sus allegados tardaron en enterarse de la noticia"

Sin embargo, sostener que la relación de Ofélia con Pessoa se rompió por las injerencias del impertinente Álvaro de Campos resulta telenovelesco y es, seguramente, falso. Si Ofélia quería a Fernando «casado, cotidiano, fútil y tributable» (Lisbon Revisited, 1923), se equivocaba, Pessoa era un caso perdido para la vida doméstica.

Pessoa murió el 29 de noviembre de 1935, aunque su carta astral vaticinaba que fallecería en 1937. No sabemos qué falló, quizá su acusado alcoholismo fuera la causa de que sus días se acortaran.

Murió casi anónimamente en el hospital de São Luís dos Franceses, e incluso sus allegados tardaron en enterarse de la noticia. Cinco días después del fallecimiento, un tipo alto y atildado se presentó ante los parroquianos del Café A Brasileira como Álvaro de Campos e informó a los clientes del deceso. Uno a uno dio el pésame a los presentes y se marchó. Nunca lo habían visto y no lo volverían a ver jamás.

Esto último es, por supuesto, una broma. Álvaro de Campos murió en el mismo hospital y exactamente en la misma hora que lo hacía su alter ego Fernando Pessoa.

Que descansen en paz.


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