viernes, 24 de octubre de 2025

Petro / El poder de un megáfono



El poder por un megáfono

William Ospina
13 de octubre de 2025

Hay muchos agitadores callejeros que sueñan con ser presidentes de la república, a nosotros nos ha tocado el único presidente de la república que sueña con ser agitador callejero. Megáfono en mano en una manifestación en Estados Unidos, pide a las tropas de ese país que desobedezcan a su jefe, pero cuando alguien sugiere que las tropas en Colombia lo desobedezcan a él, pone el grito en el cielo y amenaza con un proceso por sedición.

En eso se revela el infantilismo de un hombre que no gobierna por principios sino por impulsos, que no acaba nunca de creer en el poder que le confiaron sus electores, que piensa que ser jefe de Estado es estar de malhumor todo el día y cree que gobernar es alzar la voz. Un mandatario confuso y patético que no sabe poner orden en casa y cree que está poniendo orden en el universo, y que, incapaz de dirigir a las fuerzas que legítimamente están bajo su mando, bate los brazos en vano dándole órdenes a un invisible ejército planetario.

Hace rato ya que no habla para sus ciudadanos sino para las huestes radicales que aspira a dirigir en el mundo, y claro que no deja de ser conmovedor ver a la valiente hormiga amenazando al elefante. Sabe que hace siglos el espectáculo del pequeño David que bate su honda contra el gigante fascina a las graderías, y no le importa que en este caso las piedras se estrellen contra su propia frente.

Petro a veces acierta en lo que dice frente a la gravedad del cambio climático, frente a la crisis de los migrantes, frente al horror genocida de Gaza, pero nunca acierta en lo que hace frente al caos de Colombia. En Nueva York convoca a las fuerzas cósmicas para hacer la paz de Gaza, en Colombia aviva el conflicto incluso entre sus propios partidarios; no hay causa justa en el mundo que él no pretenda liderar, no hay aliado honesto en Colombia que no se sienta abandonado por él. Luz de la calle, oscuridad de la casa, llamaban aquí a ese tipo de héroes. Solo asume causas con entusiasmo si son ajenas, las causas propias lo desaniman. A juzgar por sus palabras, tiene el mundo bajo control, solo Colombia se le sale de las manos. 

Esto es grave porque la suerte que está empeñado en arriesgar con su martirologio no es la suya sino la nuestra. Corremos el riesgo de que, a partir de agosto, mientras el país que debía gobernar se hunde en el caos agravado por su retórica, este tribuno se dedique a dar exitosas conferencias sobre lo que está mal en todas partes. Petro desafía a los adversarios, alimenta rencores, insulta a los enemigos, pero podría dejar inermes a sus huestes mientras él se va por el mundo gritando que su país cayó en manos de la maldad y de la venganza, en vez de haber hecho algo por evitarlo.

Hombres así son más hábiles en mostrar con alarma cómo sacrifican a un pueblo que en evitar que su pueblo sea sacrificado. Prepara el desastre con el discurso del bien en los labios, y siempre intentará demostrar que los malos son los otros, que él no es responsable de nada. Es proceloso, es incendiario, y su oficio no es hacer el bien sino denunciar el mal, no es mejorar el mundo sino condenar a los que lo empeoran. Curioso que odie la fiesta brava alguien que tiene vocación de torero: que solo se luce irritando al adversario y no soporta no ser el centro de todas las miradas. “Mírenme: –parece decir, mientras ensaya albures en las astas de la suerte– ¡Siempre estoy en peligro!”.

Yo sé que en Colombia no hay presos políticos, que no se ha despeñado la moneda, pero lo que nos sostiene son los negocios criminales; la corrupción campea, la burocracia extenúa las arcas públicas, la miseria continúa, y la violencia y la descomposición social avanzan, mientras el agitador sigue pensando que el poder está en el megáfono.

Nadie tendría derecho a hacer maniobras peligrosas por una autopista en su carro privado, ¿pero qué decir del que las hace conduciendo un vehículo lleno de gente? No será precisamente un héroe, por audaz que se muestre. Y comprometer locamente la suerte de millones de personas, solo por lucirse como paladín de un nuevo género de gobernantes funámbulos, que caminan sobre la cuerda floja mientras miran a las estrellas, no le va a dar ni siquiera un premio a la temeridad. El primer deber de un buen gobierno, como el de cualquier depositario de la confianza pública, sea guía, enfermero o vigilante, es la prudencia. Gobernar no puede ser un certamen de audacias, una carrera contra el destino, tiene que ser algo más discreto, más responsable y efectivo.

Y finalmente, el verdadero benefactor de la humanidad es el que sabe irse después de haber servido con eficiencia, no el que pretende volverse irremplazable. Un buen médico es el que nos ayuda a curarnos y nos deja libres, no el que nos dice que en adelante no podremos vivir sin él. Bien dijo Chesterton que los que pretenden volverse indispensables no son los estadistas sino los charlatanes.

Hoy, todavía más que hace tres años, el país necesita cambios profundos, y todos sabemos que los que culpan a Petro de todos los males de Colombia son los que tejieron el cúmulo de injusticias y desastres que este presidente irresponsable no ha sido capaz de corregir. Llegó prometiendo esos cambios, a la cabeza de una izquierda a la que nunca se le había permitido acceder al poder. Una izquierda que tenía derecho, y lo tiene todavía, a demostrar que trae soluciones para un país carcomido de injusticia por décadas. 

Esa izquierda tenía el deber de proponerle al país un nuevo horizonte de soluciones, o al menos una manera distinta de gobernar. No lo ha hecho, y termina siendo la principal perjudicada por el estilo personalista, caprichoso, vanidoso, a menudo delirante y siempre irresponsable de su líder.

Pero lo cierto es que nadie del viejo y corrupto establecimiento colombiano tiene soluciones para Colombia: solo quieren aprovecharse de las incoherencias de Petro para recuperar el timón del Estado. Y lo peor es que Petro trabaja contra sí mismo y contra su propia causa todo el día. Es por gente como él que en Colombia hasta la sal se corrompe. 

Sin embargo, el cambio resulta cada vez más necesario y más urgente, y tiene que ser en grande después de un líder que se ha mostrado tan inferior a sus posibilidades históricas. Ojalá alguien, incluso de la izquierda verdadera, no demagógica ni ebria de charlatanería, sea capaz de proponer y de realizar, con el país entero, y no con medio país resentido y rencoroso, los cambios que se desvanecieron en este cuatrienio. 

Ojalá alguien fuera capaz de concebir un cambio que no solo signifique poner al país a producir de verdad, potenciar el papel del trabajo, de la juventud, del respeto por las reglas de juego, de la ética de la convivencia y del cuidado por los tesoros del territorio, sino pensar más en lo que podemos hacer juntos que en seguir cobrando las deudas de una historia larga y maligna.

Ojalá estos cuatro años que consumieron tantas esperanzas nos dejaran siquiera como enseñanza que el poder se desperdicia cuando solo se usa para compensar complejos personales, para sustituir burocracias y para ahondar las heridas sociales. Que el cambio tiene que ser algo más que palabras altisonantes y memoriales de agravios. Que el país sigue a la espera, no de redentores narcisistas sino de orientadores serenos, que entiendan lo que es la dignidad de una nación y lo que podría ser su grandeza.


EL ESPECTADOR





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