jueves, 30 de octubre de 2025

Lydia Davis / Placeres exigentes

 


Placeres exigentes

¿Por qué escribe un escritor? No tanto para transmitir un mensaje como porque algo lo perturba, lo atrae o lo reclama. En este ensayo, Lydia Davis explora esa motivación íntima: el arte de observar, el impulso de convertir lo que llega del mundo exterior en forma y precisión, y el gozo laborioso que acompaña cada etapa de la escritura.

Una vez alguien me dijo: “Eres escritora. Debes tener mucho que decir.” Había establecido una suposición. He pensado muchas veces en esa suposición. ¿Es tan sencillo? ¿Escribo porque tengo mucho que decir? Es cierto que tengo mucho que decir. Por mucho que haya dicho, ¿no hay siempre más que decir? Pero, por otro lado, imagino que todo el mundo tiene mucho que decir, tanto los escritores como los que no lo son. No puedo imaginar a nadie que no tenga mucho que decir, aunque mantenga la boca cerrada.

A los seres humanos que tienen mucho que decir les gusta hacer ruido. También lo hacen los grillos, los perros, los ratones, otros insectos, los conejos cuando se asustan o los matan, los alces y muchos, muchos otros. Es impresionante pensar en todas las criaturas de la Tierra y en todos los ruidos distintos que hacen por razones diferentes. Algunos de sus ruidos son eficaces. Otros no tienen ningún efecto.

Cuando invitaron a John Ashbery a impartir las seis conferencias Charles Eliot Norton en Harvard, unos diez años antes del cambio de milenio, imaginó que le pedían que explicara su poesía, que sabía que tenía fama de hermética. Pero, como explicó en su primera conferencia Norton, sentía que su poesía era la explicación. “¿La explicación de qué?”, preguntó. “De mi pensamiento, sea lo que sea.” Decidió que no intentaría explicar su propia poesía y citó a John Barth, que dijo: “No hay que prestar mucha atención a lo que dicen los escritores. No saben por qué hacen lo que hacen.” (De hecho, ese podría ser el epígrafe de este ensayo.) En vez de eso, dedicó las seis conferencias a seis poetas “certificadamente menores” que, aunque no eran ni de lejos los únicos que le habían influido, se encontraban entre aquellos a los que solía recurrir “para empezar, para dar un impulso poético” cuando se “le agotaba la batería”.

Pasé una tarde larga, estimulante y tranquila viajando en autobús desde Boston hasta Pittsfield, Massachusetts, con solo unas pocas paradas en el camino y otros pocos pasajeros silenciosos, leyendo el libro que finalmente resultó de las conferencias de Ashbery: Other traditions. Meditado y razonado con claridad, estaba juiciosamente ilustrado con citas de los poetas –la cantidad justa de cada uno– y el análisis de Ashbery de un poeta tras otro era iluminador. Era el libro perfecto para leer en un autobús tranquilo. Como el libro exigía atención, era adecuado para esfuerzos de atención intensa, concentrada pero intermitente, y al mismo tiempo, si hacía una pausa en mi lectura y mi reflexión, el movimiento constante del autobús me incluía en algo que seguía sucediendo cuando dejaba de leer. Leía una parte de una página y luego levantaba la vista para pensar en ella, contemplando un paisaje bastante monótono, lo suficientemente monótono como para no distraerme: bosques y más bosques, campos ocasionales, casas y graneros de vez en cuando, un río ancho, una subida empinada a la cima de una montaña y un descenso desde ella, y en algún punto del camino, el letrero vegetal que señalaba friendly’s. Era la autopista de Massachusetts, que ya me resultaba familiar por viajes anteriores.

Qué idea tan sensata y modesta había tenido Ashbery, pensé: desviar la atención de sí mismo. También le benefició a él, ya que estaba más interesado en explorar a esos otros poetas y articular su exploración que en repetir sus ideas sobre sí mismo, si es que admitía tener alguna. También puede ser peligroso examinar demasiado de cerca la magia que produce algo que escribes. Barth: los escritores no saben por qué hacen lo que hacen. . .

Después de que me hayan preguntado por qué escribo, y mientras intento responder a esa pregunta, la palabra “molestar” cobra relevancia en un sentido concreto, aunque no era consciente de ello en ese sentido exacto hace un año, antes de leer lo que he leído recientemente.

La palabra “molestar” entró en mi vida en un sentido específico y positivo cuando leí una entrevista concedida por John Ashbery en la que hablaba de cómo encontró la fuente de su largo poema “Autorretrato en un espejo convexo” y su título.

No es que John Ashbery sea siempre mi ejemplo más elevado o útil; en este caso se trata más bien de una casualidad. Este ensayo que estoy escribiendo, o intentando escribir, en respuesta a la pregunta de por qué escribo, se escribe en tiempo real, y durante ese tiempo suceden cosas. Durante ese tiempo, el club de lectura del que formo parte decidió leer la colección de poemas de Ashbery Autorretrato en espejo convexo. Todos lo habíamos leído antes, pero cuando llegas a los sesenta y setenta años, como es nuestro caso, es posible que hayas leído hace tanto tiempo un libro que es como si no lo hubieras leído. Para esa sesión, planeamos leer juntos el poema que da título al libro y cualquier otro poema que nos interesara a cada uno. Entre lectura y lectura del poema que da título al libro, que me pareció denso y difícil de entender, pensaba en un título que asocio con Ashbery, “Peter and mother”, en el que pienso a menudo, aunque puede que no sea el título de ninguno de sus poemas. Como no estaba segura de si era el título de un poema suyo o, por ejemplo, el título de un artículo sobre él, busqué en internet y encontré una entrevista que le hizo Adam Fitzgerald en 2015 para la revista Interview.

Lo que encontré al leer la entrevista fueron algunos comentarios sobre cómo titulaba sus poemas, pero también, de paso, dos o incluso tres posibles respuestas a la pregunta de por qué escribía. Sobre los títulos de sus poemas, se limitó a contestar: “Vienen a mí.”

Lo primero que dijo fue que descubrió el cuadro del joven Parmigianino titulado Autorretrato en un espejo convexo en forma de reproducción en una reseña literaria del Times y que el cuadro le “atrajo y le molestó inmediatamente” y pensó que le gustaría “hacer algo” con él. Pero en ese momento no hizo nada. Muchos años después, vio por casualidad el cuadro en un museo de Viena. Dijo: “Y eso fue todo. Supe que tenía que hacer algo al respecto.” Y utilizó la palabra “molestar” de esa manera, en esa entrevista u otra, al menos en relación con otra cosa que le inspiró un poema.

La frase “hacer algo al respecto” es una forma directa y sincera de expresar tu respuesta al material que te “molesta” –en el buen sentido– cuando lo encuentras.

Di con la entrevista a Ashbery cuando empezaba a luchar por responder a la pregunta de por qué escribo. Aquí hay una respuesta muy concisa y sincera: la razón por la que escribo una historia en particular puede ser porque algo –lo que yo llamo “material”, a la manera de “materia prima”– me molesta hasta que “hago algo” al respecto. En estos casos, “molestar” es totalmente positivo. La belleza de las vacas negras al otro lado de la carretera, la geometría de las posiciones que adoptaban, me molestaba en ese sentido, y la sombra de un grano de sal en una encimera me molestaba una tarde.

Pienso en el sintagma “Peter and mother” más a menudo de lo que nadie podría imaginar porque me gusta cómo suena, y sin embargo es incómodo.

Algunas de las expresiones lingüísticas que persisten en mi memoria son aquellas que parecen estilísticamente incómodas o defectuosas. Una es el título de Ashbery (o no de Ashbery) “Peter and mother”. Otra es de Shakespeare, “Cuando las hojas amarillas, o ninguna, o pocas, cuelgan / De esas ramas…”, que también puedo oír como las primeras notas de la escala musical cantadas en desorden: “mi,o do, o re”. Otra más, que me parece redundante, la recuerdo de Moby Dick, pero en realidad es Melville citando el Libro de Job: “Y solo yo soy el único que ha escapado para contártelo.” (La huida es estrictamente temporal.) En la primera edición de la novela, británica, se omitió por error el epílogo en el que Ishmael pronuncia esa frase. Por lo tanto, a los lectores les pareció que Ishmael se había ahogado junto con los demás y, de ser así, ¿cómo podía estar contando esa historia?

Tres de los cinco miembros de mi locuaz familia original han fallecido, y sus voces y pensamientos han quedado silenciados para siempre, salvo en el papel, en diversos lugares de esta casa, y el otro que queda vivo, además de mí, decae, como yo también, inevitablemente, aunque a un ritmo diferente y por causas distintas. Al final, él o yo seremos el único que podrá dar testimonio de la vida de esa familia en particular, temporalmente “el que ha escapado para contártelo”.

Otro orden incorrecto que es perfectamente válido, en la frase en la que se encuentra, es el de Flaubert: “Cerró la puerta tras él, cuando se marchó, con una sensación de satisfacción que la sorprendió incluso a ella”, refiriéndose a Emma Bovary y a su padre, cuya compañía durante su visita la había irritado. Cuando daba clase de escritura, aunque no era excesivamente didáctica ni me ceñía a las reglas, solía aconsejar a los jóvenes escritores que contaran las acciones en el orden en que ocurrían. Pero en este caso, Flaubert consigue un énfasis astuto, lo quiera o no: ¡Emma le cierra la puerta a su padre incluso antes de que él haya salido!

La segunda cosa útil que dijo Ashbery es en respuesta a la pregunta de Fitzgerald sobre cómo reacciona ante su propia obra cuando la relee:

A menudo me gusta mucho cuando la leo. Cuando la encuentras, tal vez en un cajón del escritorio o en algún otro lugar, y es un poema que escribiste y que habías olvidado por completo. Cuando lo lees, piensas que lo escribió otra persona. Es una especie de éxtasis que nada más puede proporcionar. Tal vez por eso se escribe.

Este divorcio de uno mismo, esta sensación de distancia o alejamiento de la propia escritura, se describe de forma concreta y permanente en un relato que me contaron o que leí sobre la época en que George Oppen padecía los primeros síntomas de demencia. Caminaba por una habitación de su casa leyendo sus poemas, que estaban enmarcados y colgados en la pared (quizá esto sea algo inexacto, pero creo que la esencia es correcta), yendo de uno a otro, leyéndolos, en una habitación de su casa, y comentando a quienquiera que estuviese que le parecían bastante buenos, ignorante de que eran suyos. Aunque no sabía que eran suyos, claramente sentía una compatibilidad con ellos. Eran poemas que le gustaban y que le habría encantado haber escrito.

El proceso de la escritura, o al menos el tipo de proceso de escritura que estoy considerando aquí, incluye algo ajeno a uno mismo. Es algo ajeno a mí misma lo que se apodera de mí y, en cierto sentido, me utiliza como instrumento para cobrar vida; yo soy instrumental. No estoy inventando algo por mí misma, desde mí misma. Algo ajeno a mí me es dado o se me ofrece, por casualidad. Me concentro en ello, le doy forma y, en el proceso, me abro a los desarrollos del material que parecen surgir por voluntad propia. Esta apertura a los desarrollos involuntarios es lo que más se ve amenazado por una llamada a la puerta de mi estudio en el momento menos oportuno, aunque, curiosamente, se ve menos amenazada por el bullicio continuo que puede rodearme en un tren abarrotado o en un bar o cafetería, porque allí nadie me conoce y es probable que incluso una intrusión momentánea sea impersonal y no moleste. (“¿Puede apartar su abrigo, por favor?”)

Ashbery experimentó, según dijo, “éxtasis” al leer un poema suyo que le gustaba.

Cuando empecé a intentar responder con toda sinceridad a la pregunta de por qué escribo, una de las primeras respuestas que se me ocurrió fue el placer que me produce. Para mí, al menos, hay placer en cada etapa de la escritura. Está el impulso inicial, el reconocimiento de la riqueza potencial del material: hay que “hacer algo” al respecto. Y luego está la transformación de ese material original y provocador en algo que, en ese momento, me parece que no podría tener otra forma mejor, trabajando en la forma hasta que parece encajar perfectamente con lo que el material pide. Y luego, más tarde, cuando la tensión ha pasado –finalmente, sin prisas–, compartir la obra terminada, verla impresa o, todavía más tarde, volver atrás y leerla de nuevo, normalmente por alguna razón práctica, o simplemente porque abrí esa página. O leerla en voz alta y disfrutar del disfrute de otra persona: saboreamos juntos en qué se ha convertido ese material original.

Pero quizá sea más exacto decir que al principio del proceso hay emoción, aunque a menudo esa emoción sea el placer.

Algo que no fue una razón por la que empecé a escribir es la fama o el dinero.

Pero puede que, a los veinte años, pensara que se escribía para transmitir un mensaje, como en un poema serio. Pero pronto dejé de pensar que necesitaba transmitir un mensaje, o incluso tener un mensaje. Tenía algunos mensajes en mí entonces, y todavía tengo muchos, pero no para transmitir de forma explícita o incluso implícita por escrito, excepto de forma involuntaria, quizá solo en diatribas o arengas en voz alta a la gente. A gente que preferiría que me callara.

No escribo para transmitir un mensaje, y no escribo historias para alcanzar ningún propósito en particular. No escribo cuentos para persuadir al lector de algo en lo que creo, aunque tengo muchas, muchas creencias.

No escribo un cuento para un público en particular. No pienso en el lector mientras lo escribo, aunque después de terminarlo, me alegro o me emociono si a alguien le gusta o le conmueve.

No escribo un cuento para conmover a nadie, aunque alguien pueda conmoverse. No es tan directo. Es más indirecto: encuentro algo que me conmueve, dejo que un cuento evolucione a partir de ello, o guío el material hacia la forma de una historia que se adapte a él, que se ajuste al poder o la belleza de ese material original. Luego, un lector lee el cuento y, si ese lector tiene un temperamento similar al mío en uno o varios aspectos –por ejemplo, si tiene un sentido del humor similar o cualquier sentido del humor–, puede que el cuento le conmueva. Pero conmovido, diría yo, solo en cierto sentido, por mi cuento como intermediario, como transmisor de lo que era inherente, para mí, tal y como yo lo veía, o posible, en el material original.

Cuando pienso en aquella veinteañera que buscaba un tema serio –¿dónde estaba?– para su poema que iba a ser serio, creo que en realidad admiraba los buenos poemas que había leído y quería escribir un poema igual de bueno. Más tarde, cuando ya no intentaba escribir buenos poemas, sino buenos relatos, probablemente quería escribir prosa tan excéntrica, distinta, clara e insistente como la de Samuel Beckett. Copiaba frases de Beckett y las estudiaba.

John Clare dijo, en un poema, que encontraba sus poemas “en los campos” y “solo los escribía”. Eso no es exactamente lo que me pasa a mí, y probablemente tampoco le pasaba a él, pero mi experiencia es que una obra escrita comienza con algo externo que llega. Escribo algo porque se me ocurre escribirlo, se me ocurre a mí, en lugar de que yo salga a buscarlo. Salir en busca de un tema adecuado es algo que hice al principio, cuando pensaba, como una joven de veinte años que quería escribir “poesía”, que un poema debía ser serio y tener un tema serio, por lo que debía buscar en mi mente y en mi experiencia un tema serio y luego escribir sobre él.

Creo que al principio está bien querer escribir “poesía” y pensar que un poema debe ser serio. Es un punto de partida. Más tarde, las cosas cambiarán de dirección y será el poema, o al menos la materia prima del poema, el que venga a ti con ganas de ser escrito.

Yo no veo realmente un poema como una criatura animada que pide venir a mí, pero Russell Edson, cuyas historias me parecieron crucialmente liberadoras cuando las descubrí por primera vez a los veinte años y cuya imaginación era salvaje, doméstica y desinhibida, abierta a considerar la crueldad de las relaciones familiares y a situaciones imposibles, y abierta a que las cosas inanimadas fueran exigentes, y que tendía a antropomorfizar las cosas, incluidas las partes estructurales de una casa, convirtió un poema en una criatura animada en uno de sus relatos, “New prose about an old poem” (digo que escribió relatos, pero él decía que escribía poemas). Ese pequeño relato trata de un poema que es demasiado bueno para tirarlo a la basura, pero no lo bastante bueno como para publicarlo. El viento se lleva el poema, y el poeta se siente aliviado porque no tendrá que seguir pensando en él de vez en cuando. Pero después el viento lo devuelve a su escritorio. “El poema se alegra de estar en casa y quiere que lo lean de nuevo.” El poeta piensa que podría enviarlo por correo, presentarlo para su publicación, pero sabe que no lo hará y dice que “tendrá que seguir siendo amable con él durante el resto de su vida”. Dramatiza la situación de un escritor que tiene una carpeta o un cajón lleno de borradores que no son irredimibles, pero que tampoco están terminados ni son realmente buenos, una situación de bloqueo o de parálisis. La mayoría de los escritores tienen esas carpetas o cajones.

No estoy segura de querer saber por qué escribo. Pero no me importa hablar de cómo he escrito algunos de mis cuentos.

How I wrote certain of my books [Cómo escribí algunos de mis libros] es un título que siempre tengo en la cabeza, no porque haya leído el libro y lo conozca bien, sino por la palabra certain, que me parece un poco torpe en inglés, al menos tal y como aparece en un título, aunque en el francés original suena más natural. El libro podría considerarse una contrapartida al de George Steiner sobre cómo él no escribió algunos de sus libros.

Es el título de una colección de obras de y sobre Raymond Roussel y también del ensayo principal del libro. Lo he buscado ahora mismo y solo en este momento veo que, a través de Roussel, John Ashbery vuelve a aparecer en este ensayo, porque el libro de Roussel incluye dos ensayos de Ashbery. No tengo el libro aquí en casa, pero ahora veo, al volver a mirar Other traditions, que Roussel es uno de los seis escritores de los que habla Ashbery en sus conferencias Norton.

Al explorar cómo he escrito algunos de mis cuentos, he llegado a comprender que una historia comienza con algo externo que entra y que implica emoción, a menudo placer. Escribo algo porque se me ocurre escribirlo. En cierto sentido, se encuentra en un campo. Y el primer placer es este encuentro con algo que entra, o que quiere entrar. Algo que exige, de manera impersonal, ser transformado en otra cosa.

Puede ser una idea propia que parece venir de mí misma, o puede ser material que en realidad está fuera de mí: un insecto sociable, una vaca que se mueve lentamente, la extrañeza de la palabra “organizada” cuando se utiliza para referirse a una tormenta tropical, o una anciana enfática que dice algo inesperado que escucho por casualidad en un tren mientras está de pie junto a mí en el pasillo. Este material se presenta y me hace querer verlo expresado de una forma, una forma formal, que sea la adecuada. Entonces me pongo a escribir sin pensar demasiado, guiada por una parte de mi mente que no controlo del todo. No me detengo a mirar hasta el final de la historia. No pienso en lo que significa a menos que lo mire mucho más tarde, desde fuera, y entonces me pregunte –aunque normalmente no lo hago– qué significa.

Parte del placer, por tanto, es manejar el lenguaje, mover las palabras. Coloco la puntuación para que haga justo lo que quiero que haga con mi significado. Veo cómo evoluciona la historia. Cambio esto y aquello para mejorar las partes de un relato o una frase. Oigo, en silencio, en mi cabeza, cómo suena. Entonces veo cómo queda la historia cuando está terminada. Veo que existe una historia que antes no existía. Ha surgido de la colaboración entre la acción más consciente y controladora de mi mente y la acción más intuitiva, impulsiva y asociativa de mi mente.

Pero el placer de escribir es exigente a causa de sus implacables demandas: la sintaxis adecuada, el equilibrio adecuado, los sonidos adecuados, las palabras adecuadas, la ortografía adecuada de nuestras a menudo extrañas palabras inglesas. Pero la rigurosidad de las exigencias forma parte del placer.

Otras emociones pueden acompañar al placer de encontrar el material. A menudo disfruto del comportamiento humano, aunque también, a menudo, me horroriza. Pero puedo disfrutar del lenguaje y del manejo del lenguaje, incluso cuando escribo sobre comportamientos que me horrorizan. Casi siempre me deleito con el comportamiento de los animales y los insectos, e incluso de los minerales y los fenómenos de la física.

Me desconcierta y me impresiona un poco ver lo larga que es la sombra que proyecta la luz del sol de la tarde, casi horizontal, desde un solo grano de sal en la encimera de la cocina. En otro cuento, que tiene lugar en la misma encimera de la cocina, me compadezco de un pequeño insecto que huye de mi estropajo y siento afecto al imaginar, o no imaginar, sino saber, que el insecto tiene asuntos que hacer en otro lugar. Puede que lo haya olvidado por un momento hasta que mi estropajo lo empuja de repente, sin darse cuenta, y se va. El primer placer proviene de la diversión al ver al insecto apresurado, pero un placer adicional proviene de elegir escribir la palabra “asuntos” en relación con el insecto. Pero como respeto a los insectos y sus vidas bien organizadas, espero que el cuento no parezca condescendiente.

En otro cuento, me siento menos sola cuando me visita un insecto, un insecto que se queda despierto hasta tarde para caminar por la página de mi libro cuando yo también me quedo despierta hasta tarde, leyendo.

Nabokov también respetaba lo suficiente la anatomía y el comportamiento de los insectos –y el lenguaje– como para objetar a la traducción de Eleanor Marx-Aveling un momento concreto al principio de Madame Bovary en el que describe que las moscas “se arrastran”. No, dice, lleno de indignación nabokoviana, las moscas no se arrastran, caminan. Nunca me canso de disfrutar de su preocupación por la precisión tanto aquí como en otros lugares. Pero aunque sé lo que significa, ¿puedo definir realmente “se arrastran”? La costumbre de un traductor es buscar una palabra incluso cuando cree que la conoce perfectamente. Nabokov tiene razón, por supuesto: las moscas no se arrastran; solo las patitas de las moscas habrían tocado la superficie interior de esos vasos, con sus atractivos restos de sidra.

Escribí un cuento bastante largo que comenzaba con una pregunta sobre lo agradables que podían ser para mí unas cuantas hormigas en la cocina, mientras transportaban con dificultad unas pequeñas migas de queso parmesano hacia su hogar oculto, en un pequeño agujero en la encimera de azulejos. El cuento continuó, casi por sí solo: una parte llevaba de manera natural a la siguiente, a recordar a unos amigos míos, ya fallecidos, que, supongo que porque se sentían solos, adquirieron la costumbre, en el lugar donde vivían, en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, de dejar comida para una mosca doméstica que se unía a ellos a la hora de comer, y luego lloraron la muerte de la mosca cuando esta murió el día de Navidad.

Otras cosas de nuestro mundo pueden enfadarme, frustrarme o desesperarme. Esas emociones rara vez salen a la luz de manera directa en un relato. Siguen dentro de mí, tras haber madurado profundamente con el tiempo. Pueden salir indirectamente en un cuento, o no salir en absoluto, pero si lo leo más tarde, puedo ver que se encuentran en algún lugar debajo o detrás del cuento, o en su propia estructura. ¿Cómo no iban a estar ahí, si forman parte de lo que soy y el cuento proviene de mí?

Escribí un cuento que se titula “Las vacas”. No lo escribí con ninguna intención. Ni siquiera lo escribí de una sola vez, sino que tardé tres años en acumularlo. Su origen fue tan simple como mirar por la ventana o ponerme junto a la carretera y observar las vacas, que, a lo largo de los años, comenzaron siendo tres novillas, luego crecieron y dos de ellas tuvieron una ternera cada una. Cuando las dos terneras crecieron, se las llevaron. De vez en cuando anotaba lo que veía. Al cabo de tres años, tenía más de ochenta observaciones. Hice un pequeño libro con ellas, acompañado de fotos. Solo más tarde me di cuenta de que las emociones involucradas en ese relato no eran solo mis diversas formas de placer y, a veces, diversión o simpatía al observar las posiciones y comportamientos de las vacas y sus terneros, así como el exigente placer de plasmar mis observaciones sobre ellos, sino también mi dolor y tristeza por el trato que reciben la mayoría de las vacas en el mundo. Pude ver lo que esas vacas en particular, las vacas de mi vecino, preferían cuando se les daba la libertad casi total que tenían: entrar y salir por la puerta abierta de su establo, beber de una bañera junto a la valla, caminar hasta un lugar concreto de su gran campo, en invierno quedarse de pie en la nieve, de costado al cálido sol. Incluso cuando eran más grandes que sus madres, los terneros seguían mamando de vez en cuando, acercándose para dar unos cuantos tirones a la ubre, y sus madres se quedaban quietas y esperaban a que terminaran. Lo único que quería, para mi propia satisfacción al escribir mis observaciones, era retratar exactamente el aspecto de estas vacas y lo que hacían, en negro sobre verde o blanco o marrón, en el campo. Pero tal vez también disfrutaba de libertad para tomar decisiones.

Mi cuento “Las vacas” consiste prácticamente en descripciones de una realidad poco dramática, afectuosa. Aunque mis descripciones objetivas pueden no parecer abiertamente afectuosas, hay amor en la motivación que existe tras ellas. Y a veces se trasluce otra emoción, un sentimiento bastante fuerte por mi parte, no reprimido, que determina la elección de lo que describo.

Mi emoción era por la difícil situación de las vacas, y de los animales en general, sometidos a la manipulación, la intrusión o la apropiación territorial por parte de los humanos. Pero ¿también amaba a esas vacas en particular? Probablemente, a pesar de que una de ellas me embistió cuando me acerqué demasiado a su ternero (aunque había una valla entre nosotros). Ella no reconoció con gratitud que fui yo quien, en un día especialmente caluroso, llenó su bañera seca con cubos de agua que traje desde mi pozo al otro lado de la carretera, después de que ellas hubieran estado mugiendo durante una hora o más, mientras las tres vecinas mayores que nos quedamos en casa –una en la colina, otra a unos doscientos metros por la carretera y yo en la casa de enfrente– nos preocupábamos cada vez más por ellas.

El mugido de las vacas era una expresión de su malestar, pero ¿se convirtió entonces en una forma de comunicación para nosotras? ¿La expresión vocal se convierte involuntariamente en comunicación cuando alguien responde? ¿O en ese caso ya se trataba de una forma de comunicación?

No creo que haya puesto por escrito descripciones precisas de las vacas con el fin de transportar a nadie al lugar donde me encontraba mientras las observaba. Lo que buscaba era algo más abstracto, casi clínico, a pesar de mi motivación amorosa: una coincidencia exacta entre lo que veía, lo que me complacía y me interesaba en ese momento, y las palabras que lo describirían con tanta exactitud que no habría otra forma de describirlo. No tenía un plan general para estas observaciones, que anotaba en un cuaderno junto a otros materiales. Simplemente sentía el impulso, cada vez, de escribir esa única descripción. Luego pasaban semanas, o tal vez solo uno o dos días, o meses, antes de que me sintiera impulsada a escribir otra descripción u observación. Eso es importante para el resultado, porque si hubiera concebido el plan de 83 observaciones de las vacas desde el principio, podría haberme sentido tentada a forzar las observaciones para que me vinieran a la mente, es decir, habría salido a buscarlas. Así que el conjunto de 83 observaciones se escribió por acumulación a lo largo de varios años. Miraba por la ventana con un interés natural, recurrente y reflexivo hacia el campo donde a las vacas les gustaba estar de pie y, ocasionalmente, caminar, muy raramente correr, y cuando algo de lo que veía me llamaba la atención, lo anotaba. ¿Fue comunicación antes de su publicación? ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Harper’s Magazine


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