Jerzy Kosinski
El SANATORIO
1
Me contraté para enseñar a esquiar y viví en un lugar de veraneo de las montañas adonde enviaban a los tuberculosos. Desde mi apartamento se podía ver el sanatorio y distinguir los pálidos rostros de los recién llegados de los bronceados semblantes de los pacientes a largo plazo que se soleaban en las terrazas.
Al fin de cada tarde, mis cansados esquiadores volvían a sus hosterías y yo a mi solitaria cena. Me pasaba la mayor parte del tiempo solo. Después de cenar, el gong del sanatorio anunciaba la rutina nocturna y pocos minutos después, apagaban las luces, como si las arrancaran de una ventana tras otra.
Un perro aulló en una cabaña enclavada a lo lejos, sobre una pendiente. En alguna parte, se oyó un portazo. Luego, advertí a figuras humanas que avanzaban trabajosamente por la densa capa de nieve que cubría un campo cercano: los instructores de esquí de las hosterías vecinas acudían cautelosamente a sus citas nocturnas. Desde la compacta negrura que rodeaba el sanatorio, otras figuras se adelantaron presurosamente hacia los hombres que esperaban abajo: las pacientes salían furtivamente al encuentro de sus amantes. Las siluetas se rozaron y confundieron, como si fuesen los fragmentos de una sombra que estaban remendando. Cada una de las parejas partió por separado. A la luz de la luna, parecían pinos de la montaña que habían bajado de las laderas para aventurarse por los campos sin viento. Pronto, todos desaparecieron.
2
En las semanas siguientes, noté que a algunos de los pacientes más vigorosos les permitían pasar parte del día al aire libre. Se encontraban en el café, al pie de las pendientes y muchos de ellos formaban alianzas con los turistas y la gente del personal. Muy a menudo, desde el refugio que me brindaba un bosquecillo de abetos, yo los miraba salir en parejas, notando a veces cambios en los compañeros y confiándole a la memoria los especialmente buscados y los abandonados. Luego, cuando los últimos vestigios de luz se esfumaban y reinaba de pronto un frío glacial hasta en mi protegido refugio, yo volvía a mi apartamento.
En particular, observaba a una mujer. No era un caso grave y decían que se estaba reponiendo muy bien: la darían de alta a fin de mes. Dos hombres se disputaban su amor: el joven instructor de esquí de un hotel vecino y un turista que decía a menudo que se quedaría en ese lugar de veraneo hasta que dieran de alta a la mujer.
Ésta dividía su atención por igual entre ambos. Todas las tardes, el turista salía presurosamente del hotel, mientras el instructor esquiaba, después de haber despachado a sus alumnos. La mujer se sentaba en el café, al pie de las pendientes. Desde allí, podía observar a ambos pretendientes mientras trataban de ganarse su preferencia.
El instructor aprovechaba su destreza esquiando con la mayor velocidad posible y, cuando ya parecía casi demasiado tarde, se apartaba violentamente de la balaustrada de la terraza y patinaba sobre la sábana de nieve, junto a la mesa de la mujer. Su rival, un esquiador mediocre, merodeaba al pie de las pendientes, obligando al instructor a aminorar su velocidad o a detenerse y estropeando usualmente la rapidez y maestría de su descenso.
Una tarde, llegué al café antes de que hubiesen terminado las clases de esquí. El turista ya estaba allí, sin querer continuar aparentemente sus torpes maniobras en las laderas. El instructor había llevado a sus discípulos a las pendientes donde les brindaba sus enseñanzas y que bajaban hasta el café. Cuando el sol comenzó a ponerse los despidió, pero no descendió de lo alto de la pendiente, como de costumbre, hasta el café, sino que comenzó a desplazarse por un cerro cubierto de nieve. El cerro, señalado siempre con banderas de peligro, les estaba vedado a todos los que no tuvieran medallas nacionales de esquí. La gente abandonó sus mesas y se agolpó junto a la balaustrada de la terraza para observar su lento descenso. La mujer se levantó de un salto y salió corriendo del restaurante a fin de esperarlo al pie de la pendiente. El turista la siguió.
El instructor acometió el último centenar de metros con rapidez y en línea recta. La muchacha se liberó de la mano del turista, que se posara sobre la suya, y se adelantó levantando los brazos y gritando el nombre del instructor. El turista se abalanzó hacia ella y la asió del hombro. En un segundo, el instructor llegó a lo alto de la pendiente y se concentró como para comenzar un salto, pero, en vez de lanzarse hacia arriba, pareció desplazarse a la izquierda, en un giro forzado y repentino. No pudiendo ya girar o disminuir la rapidez del descenso, sus esquíes se levantaron y cobró altura, y toda la fuerza e ímpetu que la larga pendiente había acumulado en él, hundieron repentinamente su hombro en el pecho sin protección del turista. Ambos cuerpos resbalaron por la pendiente y se detuvieron finalmente junto a la terraza. La multitud se lanzó hacia ellos: la sangre goteaba de la boca del turista y lo llevaron inconsciente al café. El instructor se quedó sentado unos minutos sobre los peldaños de la escalinata, con la cabeza entre las manos, mientras la mujer le aflojaba la parka . Luego, se acercó la ambulancia y tendieron al turista, inconsciente aún, sobre la camilla. Cuando los camilleros lo levantaron, miré la escalinata. Ya no se veía al instructor ni a la mujer.
Sólo volví a ver al instructor mucho después. Una noche, con una mujer.
Estaban refugiados en un hueco de la pared del hotel. A su alrededor, bramaba la tormenta y la nieve de los campos saltaba como el agua en una bahía presa de frenesí. Se formaban y rugían espumosas avalanchas blancas, sólo para desmoronarse como montículos de plumas de ganso en grietas insondables. Recostado contra la pared e iluminado ocasionalmente por la vacilante luz de la linterna que se balanceaba sobre un sendero, el hombre estaba de pie más abajo que la mujer y la atraía hacia él. Ella se inclinaba hacia el hombre, aferrándose a su pecho, rindiéndose tiernamente. Sus brazos asían de los hombros a aquél. El torbellino de nieve le tiraba del chaquetón al hombre, entreabriéndolo. Por un momento, pareció que ambos habían criado repentinamente unas alas que los alejarían de ese hueco, de ese campo espolvoreado de blanco y de mi vista. Tomé mi decisión.
A la tarde siguiente, encontré un pretexto para visitar el sanatorio. Por los corredores se paseaban pacientes con pullovers de llamativos dibujos y ajustados pantalones. Otros dormían acurrucados en frazadas. Tenues sombras se filtraban a través de las abandonadas sillas plegables de la soleada terraza y la lona crujía con la fuerte brisa que llegaba de las cumbres.
Vi a una mujer recostada sobre una silla. Su chal, negligentemente echado sobre los hombros, dejaba al descubierto el largo cuello bronceado por el sol. Mientras yo la miraba, me miró a su vez pensativamente y sonrió. Mi sombra se proyectó sobre ella cuando me presenté.
Las normas para los visitantes eran muy severas y sólo me dejaban pasar dos horas diarias en su habitación. Yo no podía acercarme demasiado a ella: no me lo permitía. Estaba muy enferma y tosía sin cesar. A menudo, escupía sangre. Tiritaba, solía tener fiebre; se le sonrojaban las mejillas. Le sudaban las manos y los pies.
Durante una de mis visitas, me pidió que le hiciera el amor. Cerré la puerta con llave. Cuando me hube desnudado, dijo que me mirase en el gran espejo del rincón. La vi en él y nuestros ojos se encontraron. Luego, se levantó de la cama, se quitó la bata y se acercó al espejo. Se detuvo muy cerca de él, tocando mi imagen con una mano y oprimiéndose el cuerpo con la otra. Pude ver sus senos y sus flancos. Me esperó, mientras yo me concentraba cada vez más en el pensamiento de que era yo quien estaba allí, dentro del espejo y de que eran mis carnes lo que tocaban sus manos y sus labios.
Pero con voz baja aunque apremiante, me detenía cada vez que daba un paso hacia ella. Nos haríamos el amor de nuevo: ella de pie como antes delante del espejo, y yo, a un paso de distancia, con los ojos fijos en ella.
Su vida era medida y fiscalizada sin cesar por diversos instrumentos, registrada en negativos, anotada y archivada por un desfile de médicos y enfermeras, reforzada por agujas que le perforaban el pecho y las venas, insuflada por tubos de oxígeno. Mis breves visitas se veían interrumpidas con creciente frecuencia por la intrusión de médicos, enfermeras o empleados del sanatorio que venían a cambiar los tubos de oxígeno o a darle nuevos medicamentos.
Un día, una vieja monja me detuvo en el corredor. Me preguntó si yo sabía qué estaba haciendo y cuando le dije que no la comprendía, respondió que el personal tenía un nombre para la gente como yo: hyaenidae . Como yo no comprendía aún, la monja dijo: hienas. Los hombres como yo, declaró, merodeaban alrededor de los cuerpos que se estaban muriendo: cada vez que yo me alimentaba de esa mujer, aceleraba su muerte.
Con el tiempo, el estado de ésta empeoró visiblemente. Me quedé sentado en su cuarto, contemplando absorto su pálido rostro, que sólo iluminaba a ratos un sonrojo. Sus manos, apoyadas sobre el cobertor, eran magras, con una delicada red de venas azulencas. Sus frágiles hombros se levantaban cada vez que respiraba y se secaba furtivamente el sudor que perlaba sin cesar su frente. Yo seguía sentado en silencio y miraba fijamente el espejo mientras ella dormía; el azogue reflejaba los fríos rectángulos blancos de los muros y el cielo raso.
Las monjas entraban y salían silenciosamente de la habitación, pero yo lograba rehuir sus ojos. Se inclinaban sobre la paciente, secándole la frente, mojándole los labios con trocitos de algodón, murmurándole en algún lenguaje secreto. Su incómoda indumentaria se agitaba como las alas de unos pájaros inquietos.
Salí a la terraza, cerrando rápidamente la puerta detrás de mí. El viento empujaba la nieve sin cesar sobre los campos endurecidos, llenando con ella las profundas huellas de las pisadas de la víspera. Aferré el suave almohadón de nieve fresca que cubría la balaustrada helada. Por un momento, la nieve brilló en mi tibia palma antes de trocarse en goteante cieno.
Con creciente frecuencia, no me dejaban entrar a su cuarto y yo pasaba horas a solas en mi apartamento. Antes de dormir, sacaba de la gaveta del escritorio varios álbumes llenos de fotografías de ella, cuidadosamente ampliadas y adheridas a conciencia al duro cartón. Ponía esas ampliaciones en un rincón de mi alcoba y me sentaba frente a ellas, recordando lo sucedido en la habitación del sanatorio y las imágenes vistas en el espejo. En algunas de las fotografías, estaba desnuda: ahora, yo las tenía ante mi, para mí solamente. Las miraba como si fueran espejos donde podía ver flotar en cualquier momento mi rostro, de una manera espectral, sobre sus carnes.
Luego, salía al balcón. En torno del sanatorio, las luces de las ventanas se proyectaban sobre la nieve, que ya no parecía fresca. Yo miraba esas tenues luces hasta que empezaban a desaparecer. Más allá de los valles y colinas, veteadas por laderas boscosas, la claridad lunar iluminaba las heladas cumbres y los haces de vaporosas nubes atraídas desde las sombras de angostos desfiladeros.
Se cerraba una puerta con estridente sonido: a lo lejos, se oía la bocina de un automóvil. De pronto, aparecían figuras entre los torbellinos de nieve y avanzaban trabajosamente por los campos hacia el sanatorio, desapareciendo por momentos, como si lucharan contra la asfixiante tormenta de polvo de una planicie castigada por la sequía.
Jerzy Kosinski
Pasos
Buenos Aires, Losada, 1969, pp. 20-27

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