lunes, 15 de enero de 2024

Algernon Blackwood / Los sauces / El horror está ahí

los sauces pequeña

Ilustración de Mariano Henestrosa 


LOS SAUCES, ALGERNON BLACKWOOD: EL HORROR ESTÁ AHÍ, AUNQUE SÓLO VEAS SU SOMBRA ENTRE LAS RAMAS

Fue, quizá, H.P. Lovecraft quien mejor comprendió el alcance e importancia del relato Los sauces, una de las historias de horror más brillantes escritas por el escritor británico Algernon Blackwood (1869-1951). El maestro de Providence situaba al autor de El Wendigo entre los escritores más importantes del género sobrenatural y Los sauces como una obra maestra, por encima de cualquier otro relato del primer cuarto del siglo XX. En este cuento, diría Lovecraft, el arte y la sobriedad para expresarlo “alcanzan su más pura expresión y la emoción se mantiene siempre latente a través de todo el texto sin una falsa nota”.

Lovecraft no dudó en absorber esa especial destreza para describir el horror emanado de la naturaleza con la que Blackwood dotó a buena parte de sus cuentos. Y es que Los sauces, historia publicada en 1907 en el volumen The Listener and Other Stories, cumple al pie de la letra todos los rasgos que el autor de La llamada de Cthulhu definía como imprescindibles para “el auténtico cuento fantástico”. Más allá de fantasmas con cadenas y asesinatos sin resolver, el texto debía contener “cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas; y una alusión, expresada con una gravedad y una execración que se convierten en el tema principal, a esa idea sumamente terrible para el cerebro humano: la maligna y concreta suspensión o rechazo de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios del espacio insondable”. Todo esto, en opinión de Lovecraft, podía encontrarse en Los sauces.

El escritor estadounidense tenía en tan buena estima al británico que no dudó en destacarlo en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura como uno de los renovadores del cuento de horror moderno, sólo equiparable con Lord Dunsany, otro de los pilares de la formación e inspiración del escritor de Providence. Relatos lovecraftianoscomo El color que vino del cielo beben directamente en esa misteriosa conciencia heredada de Blackwood de que ahí fuera existen “cosas” que no podemos entender y para las que el ser humano es algo execrable.

Este es, precisamente, el faro en torno al cual navega la obra de Algernon Blackwood, con Los sauces como pináculo de su creación: la fascinación por la naturaleza, aunque ésta esconda el horror o sirva de umbral hacia estancias del universo totalmente hostiles al ser humano, que, para conocerlas, sólo precisan que la insana curiosidad extienda la mano. “Estoy seguro de que a nuestro alrededor hay cosas que procuran el desorden, la desintegración, la destrucción, nuestra destrucción”, afirma uno de los protagonistas de Los sauces. Todo ello con un gran dominio estilístico en la creación de esos ambientes amenazadores, tanto en las descripciones como en los diálogos. No es por casualidad que Lovecraft definiera a Blackwood como “el maestro absoluto e incuestionable de la atmósfera misteriosa”.

El profundo conocimiento de la vida en la naturaleza y de lo que puede acechar tras ella surgió de la propia vida itinerante y viajera de Blackwood. Fue periodista, empresario fracasado, buscador de oro, decano locutor de radio y estrella de televisión en sus últimos años, agente secreto en tiempos de guerra, investigador de casas encantadas en su juventud, místico y mago. Pero por encima de todo fue un contumaz andariego, conocedor de bosques, montañas y recónditos valles, en Estados Unidos, Canadá y Europa. Su segunda historia más conocida, El Wendigo, refleja esta comunión con el medio natural y su pasión por contar historias al calor de una hoguera, de tal manera que alguno de sus conocidos lo llegó a definir como el “intérprete de la súper naturaleza”. Hubo quien remontó esta especial sensibilidad a sus conocimientos ocultos, dada su ligazón con la orden de la Golden Dawn, a su acercamiento a algunas sectas budistas y a sus relaciones con las principales corrientes teosóficas de su época, que habrían explicado esa obsesión por otras dimensiones y los portales hacia las mismas. Sin embargo, todo parece mucho más sencillo y en sus numerosos viajes y escapadas a cumbres, lagos y forestas a lo largo de su vida puede atisbarse la explicación a esa notable afinidad hacia el medio natural. Por otra parte, la tendencia de Blackwood hacia corrientes de pensamiento más o menos soterradas encuentra sus raíces en la pugna con las profundas creencias y prácticas evangelistas de su familia, y en su rebelión contra esta ortodoxia cristiana mientras buscaba su propio camino. A la férrea disciplina que le ató durante algunos años a los bancos escolares de la Hermandad Morava, en los confines de la Selva Negra, Blackwood opuso tiempo después sus lecturas del Baghavad Gita y de la Teosofía de Madame Blavatsky; a la claustrofobia de los cenobios estudiantiles confrontó la libertad que encontró en la escritura y en la simplicidad de las salvajes estribaciones del norte americano. Había renunciado a sus raíces más profundas y vendido su alma, pero no al diablo, sino a la naturaleza y sus misterios.

Dicho conflicto interior aparece en toda la obra de Blackwood y se refleja también en Los sauces y en las disquisiciones que mantienen sus dos personajes, el narrador y su compañero de viaje. El que en un momento aparece como modelo de raciocinio y calma, al siguiente aparece atrapado por lo inverosímil y abocado a la locura. La mente trata de encontrar un sentido a lo que evidentemente no lo tiene, e incluso cuando las circunstancias parecerían propiciar una tabla de salvamento, entonces el horror más descabellado tapona todos los orificios por los que la razón podría evadir su aniquilación. En su ensayo H. P. Lovecraft : Contre le monde, contre la vie, el escritor francés Michel Houllebecq plasma tal situación, que comparten ambos autores de terror y otros como Guy de Maupassant o Ambrose Bierce, y en la que “el universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos, que terminará arrastrándolo consigo”. El propio Lovecraft subrayaba la capacidad que tenía Algernon Blackwood para plasmar sobre el papel ese momento en el que la consciencia se ve al borde del abismo y donde los sueños se convierten en pesadillas, acechados por “una impresionante sensación de inminencia de elementos espirituales o de criaturas extrañas y aterradoras”. Todo ello, añade el autor de Providence, “contado con una finura y una delicadeza que no dejan de convencer allí donde un estilo más crudo o ligero no conseguiría más que entretenernos”.

Blackwood sitúa la acción principal de Los sauces en un paraje deshabitado en el curso del Danubio, río que recorren en una canoa sus dos protagonistas, el narrador y su compañero, al que denomina “el sueco”. Cuenta la historia su terrible experiencia al pernoctar en uno de los islotes del Danubio, situado en una inhóspita y deshabitada zona repleta de sauces, y que va menguando por la acción de la fuerte corriente del río. Se trata de un territorio entre dos mundos, donde ciertas presencias, como tienen la desdicha de comprobar los dos aventureros, muestran una gran hostilidad a la violación de sus lindes. Los sauces, árboles mágicos en su esencia, relacionados con la muerte y la brujería, como recordaba Robert Graves en La diosa blanca, son los transmisores de la animosidad de esas entidades o fuerzas primordiales, de ésta o de otra dimensión.

Este viaje no es sólo producto de la imaginación del autor. En junio del año 1900, Blackwood y su buen amigo Wilfred Wilson hicieron esa misma navegación, también recorriendo el Danubio en una canoa, con la intención de alcanzar el Mar Negro. No fue posible culminar el reto debido a la peligrosidad de los rápidos y represas formadas en el río, pero los dos marinos de agua dulce vivieron multitud de aventuras en su periplo fluvial. Hicieron frente a los rápidos del río en Neuberg, sortearon los voraces remolinos del Danubio en las inmediaciones de Ratisbona y vadearon las represas y cachuelas en Pleinling. Más allá de Bratislava se encontraron con que el Danubio se dividía en tres amplios cauces, con numerosas islas que aparecían y desaparecían tragadas por la corriente, y donde los sauces eran los únicos habitantes de tan desolada región. El fuerte viento confería a las delgadas ramas de estos árboles, más bien arbustos aplastados por la eterna inclemencia del tiempo en ese territorio, un aspecto fantasmagórico, con movimientos casi ajenos al normal de la vegetación. Una región de frontera, como la definió el propio Blackwood, donde las inquietantes leyendas que les habían contado algunas jornadas antes los aldeanos se hacían realidad entre el fango, la niebla y el ulular del viento. “¿Podré alguna vez olvidar la soledad de aquel campamento en el Danubio? ¡La sensación de estar completamente solo en un planeta vacío!”, cuenta el protagonista narrador de Los sauces.

La lectura de Los sauces no da pie a duda alguna sobre la veracidad de esta experiencia viajera. Blackwood es un gran narrador y sabe transmitir con sus descripciones esa “atmósfera” luminosa u opresiva, según se tercie, del lance. En este relato no hay seres extraterrestres, como en los trabajos de Lovecraft, pero pronto el lector se da cuenta, gracias a esa destreza narrativa, de que los entes que amenazan a los protagonistas tampoco son de este mundo ni de ninguno otro imaginable. Y ahí está la base del pavor que emana del cuento, según lo describe el propio narrador: “El miedo que sentía no era el miedo corriente a lo fantasmal. Era infinitamente mayor y más extraño, y parecía originarse en lo hondo del más oscuro y ancestral sentido del terror”.

Blackwood se centra en un territorio real, definido y de extensión limitada para sugerir que, en realidad, tal aislamiento es sólo la manifestación palpable de la frontera entre nuestra dimensión y otra extraña y hostil, donde hasta los dioses antiguos no son bienvenidos, “un lugar no hollado por el hombre, al que los vientos habían mantenido limpio de groseras influencias humanas, un lugar en el que los agentes espirituales eran incontrolables y agresivos”. Y, a pesar de las pinceladas imaginativas, uno puede sentir que todo lo que les ocurre a los personajes del relato es algo más que fantasía. Blackwood estuvo allí y supo transmitir en su cuento esa “atmósfera” ominosa, donde el terror es algo más que un sentimiento intuido al escuchar relatos de viejas junto a la hoguera. La imaginación viste ese horror con adjetivos, pero el horror estaba antes ahí, blanco como un espectro y sin la mácula de la palabra: “Nos habíamos descarriado, como había apuntado el sueco, en alguna región en que, quizá por un cúmulo de circunstancias, los riesgos eran grandes y, sin embargo, incomprensibles para nosotros; en una región en que las fronteras de algún mundo desconocido se había cerrado a nuestro alrededor”.

Algernon Blackwood no concluyó la escritura de Los sauces hasta más de seis años después de su viaje, de ahí que la trama creciera en su imaginación y madurara como el mejor de los vinos, sirviendo además esa experiencia para otros relatos, como el ya citado El Wendigo, donde la majestuosidad de la naturaleza no es capaz de ocultar su cara más pavorosa y desconocida. En 1905, Blackwood volvió a viajar al Danubio y de nuevo lo navegó, aunque esta vez en una barcaza de quilla plana, mucho mayor en dimensiones y más segura que el kayak del primer viaje. De nuevo pudo saborear el salvaje paisaje entre Bratislava y Komarno, y remozar sus recuerdos. En este viaje, Blackwood y sus tres compañeros de aventura avistaron tres cadáveres de personas ahogadas por el Danubio, escena que reflejaría, en parte, en Los sauces y que es fundamental para entender el sentido de la crónica.

Todo parece indicar que el escritor terminó su relato a la vuelta de esta segunda travesía por el Danubio, tras llegar, aparentemente, al punto final de una larga búsqueda, tal y como refleja en la narración: “Toda mi vida he sido extrañamente, vívidamente consciente de la existencia de otra región, no muy lejana y apartada de nuestro propio mundo en cierto sentido, pero de una clase completamente diferente, en la cual suceden grandes cosas sin cesar, en la cual actúan seres inmensos y terribles, entregados a vastos propósitos, comparados con los cuales los asuntos terrenos, la hegemonía y decadencia de las naciones, los destinos de los imperios, la destrucción de ejércitos y continentes, son como polvo en una balanza (…) Tú crees que son los espíritus de los elementos y yo creía que quizá fuesen los viejos dioses. Pero ahora te digo que no son ni una cosa ni otra”.

Blackwood deja al lector con la terrible sospecha de que la gran revelación, la gran verdad en este universo es que el ser humano es completamente insignificante y que las entidades que acechan ahí fuera (o aquí dentro, demasiado cerca en todo caso) no son amigables en absoluto y no caben en los parámetros de falsa seguridad que construimos con nuestra mente. He aquí una de las grandes influencias que tendría Algernon Blackwood en Howard Phillips Lovecraft, aunque el estadounidense dotara a esas cosas de otras dimensiones de un aspecto horrible, pero cercanamente humano.

En este sentido, el horror que emana de las historias de Blackwood es, si cabe, más perfecto y afilado por su indefinición, por esa inconcreción que daña los límites racionales y ordenados de nuestras ridículas convenciones. En Blackwood el caos del universo reflejado en algunas de sus criaturas, en este caso los sauces, es algo que se puede temer con más fuerza que los tentáculos y cuerpos amorfos de Lovecraft: “Es su sonido –susurró gravemente- es el sonido de su región, la vibración de su mundo. La separación aquí es tan tenue que, de alguna manera, la atraviesa. Pero, si lo escuchas atentamente, te darás cuenta de que no viene de arriba, sino más bien de alrededor. Es en los sauces. Son los propios sauces que vibran, porque aquí los sauces han sido hechos símbolos de esas fuerzas que están contra nosotros”.

FABULANTES




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