Ha sido un año difícil. Un gobierno que parece una bola de demolición y un país que, entre aterrado y nervioso, ve cómo caen a pedazos muchas de las cosas que ya dábamos por sentadas.
Petro no nos ha convertido en Venezuela, al menos hasta ahora, y tengo la impresión de que su excesiva vanidad y su pretensión de ser un líder mundial alejan cada vez más las posibilidades de que opte por un régimen totalitario. No buscará perpetuarse, entre otras cosas porque él, como el país, sabe que lo suyo no es gobernar. Se le da mejor la oposición: la mera crítica y los discursos sobre lo que sería posible.
Sin embargo, su gobierno ha hecho muchos daños. Dejará a Colombia más emproblemada de lo que la encontró.
Siendo un presidente impredecible y caprichoso, ha colmado nuestra economía de incertidumbre. Como nadie sabe qué va a pasar, muchos han preferido no invertir en el país. Como algunos adivinan lo que planea hacer, escogen no invertir. Las nociones económicas del Presidente nos generan asombro y perplejidad. Es como si se hubiera quedado dormido en los años 60 y, al despertar en este siglo, pretendiera aplicar políticas que fracasaron estruendosamente en el pasado.
Pero no contento con apuestas tan retrógradas, como querer que los Bancos Centrales hagan redistribución económica, nos embiste con una agenda estatista. Le estorba el sector privado en todos los servicios: pensiones, salud, educación, servicios públicos, minería, construcción… Así que, en vez de usar incentivos económicos y tributarios para estimular el crecimiento económico, estamos ante los tratamientos de sangría —de hace algunos siglos—, donde lentamente se extrae la sangre a los sectores que tiene en su lista negra.
No le da recursos a la salud, le corta los recursos al Icetex, no paga los subsidios del gas ni de energía, elimina los subsidios de vivienda (Mi Casa Ya)… y el paciente va debilitándose. Todo parece muy oportuno para un gobierno que pretende sacarlo del negocio y acapararlo todo con el poder estatal.
Sin embargo, estamos en Navidad, y vale la pena pensar en lo positivo. Estamos ya más allá de la mitad del gobierno y debemos prepararnos para su final. Quedará mucho desorden, y vamos a necesitar organizar la casa y proponernos una ambiciosa agenda para el futuro.
Estoy convencida de que los colombianos debemos aferrarnos a nuestra idea de futuro. De manera general, sin que parezca imposible, nos une el deseo de un país más justo, con oportunidades para que todos prosperen. Al ver ese país —que es posible—, parece sencillo volver al presente y ver de manera clara la ruta que debemos seguir.
Colombia no puede quedarse inmóvil ante las dos revoluciones que vive el mundo. Por una parte, la producción de energías limpias, no solo alternativas. Hay que apostar por nuevas hidroeléctricas, hidrógeno verde y azul, y explorar la posibilidad de entrar en el mercado de amoniacos para el transporte marítimo. Incluso deberíamos pensar en energías nucleares.
Es la revolución de la inteligencia artificial la que más debería motivarnos. Nos ofrece la posibilidad de romper, de una vez por todas, las inequidades de nuestro segregado sistema educativo. Nos da la oportunidad de pensar en un futuro diferente para todos nuestros niños y jóvenes. Nos ilumina sobre una justicia y un Estado más eficientes. Pero el proceso está en marcha, y debemos tomar decisiones de fondo ahora: es el momento.
El deseo que dejo sobre el Pesebre, en manos del Divino Niño, es que nos permita pasar por encima de todas las diferencias para concentrarnos en lo grande, en lo que nos une, en nuestro futuro. Todos queremos que nuestros hijos puedan vivir en una Colombia ordenada, segura y justa. Ojalá esa visión de futuro sea suficiente para inspirarnos a actuar.
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