Gila |
Gila, el salvador
Ricardo Rivas
14 de agosto de 2022
Barcelona –sí y solo sí– es uno de mis lugares en el mundo. Quizá, el que más me atraiga y el que más disfruto en cada oportunidad que camino por sus calles, cuando interactúo con sus gentes y las escucho con atención para que la lengua de esa nación permee en mí. Es una ciudad mágica y real. En ella se respira independentismo, rebeldía y ansias de libertad. Tal vez, lo admito, alguna vez soñé durante las caminatas haber cruzado a Gaudí, a Picasso, a Miró. Varias Diadas de l’Onze de Setembre, estuve allí para celebrar junto con catalanas y catalanes. Fiestas populares, vinos, pinchos, cañitas (cervezas) y esa sensación tan especial cuando una y otra vez transito el Arc del Triomf. Las ramblas, el Gótico, el puerto, la Plaça de Catalunya. Con templos católicos importantes, sin embargo, mis preferencias van con la Basílica de Santa María del Mar que allá por el 1300, con esfuerzos sobrehumanos, construyeron los bastaixos, como se los llamaba a los trabajadores ribereños. Ildefonso Falcones –con sus novelas “La catedral del mar” y “Los herederos de la tierra”– me condujo hasta ella y me atrapó para siempre por su belleza popular, marcadamente austera.
LA ESTATUA DE GANDHI
Desde el 2000 mis caminatas siempre me llevan hasta los Jardinets de Gandhi (Mohandas Karamchand Gandhi), sitio de homenaje y memoria de aquel pacifista indio asesinado en Nueva Delhi el 30 de enero de 1948, sin que nunca haya sido galardonado con el Nobel de la Paz para el que fuera propuesto entre 1937 y 1948 en cinco oportunidades. Injusticias de quienes presumen ser justos y justas. En cada oportunidad que llego hasta allí busco algún lugar donde sentarme para observar en silencio la estatua en bronce del Mahatma, allí emplazada en Poblenou, a pie de suelo, desde el 2000. Su autor, mi amigo-hermano escultor y Premio Nobel de la Paz 1980, Adolfo Pérez Esquivel, alguna noche de larga sobremesa contó que “con Jordi Pujol, cuando era presidente de la Generalitat, discutimos varios días porque él quería a la estatua de Gandhi sobre un pedestal y me negué rotundamente porque el Mahatma siempre quiso estar entre la gente. Nunca encima de nadie”. En eso están mis recuerdos en esta noche de viernes invernal en la que el cielo está ocupado por una luna majestuosa. Los leños crepitan. Catalunya también es fuego, pensé. En el copón, un Terran Perla del 2007, criado a unos 6 metros de profundidad en el Mediterráneo, ayudó a la memoria.
“QUE SE PONGA”
Estirado en la vieja mecedora entrecerré los ojos. Vaya a saber por qué el nombre y la imagen de Gila, un grande del arte popular, se acercó a mi memoria. El silencio de la nocturnidad, seguramente, lo ayudó a llegar hasta mí. Sonreí. Su imagen, vestido de soldado, con un viejo teléfono sobre una pequeña mesa, completaba el recuerdo visual. “¿Hablo con el enemigo? Que se ponga”. Antes de que finalizara el siglo pasado, conversé algunas horas con Gila en Barcelona, donde aquel madrileño decidió que habría de morir. Humorista, escritor, dibujante de historietas, actor, enorme observador social, me permitió escuchar de su boca cuando sobrevivió a un fusilamiento que lo tuvo como condenado a muerte, junto con otros “rojos” combatientes en el Ejército Popular de la República, cuando la dictadura franquista. “Los que debían fusilarnos a quienes éramos prisioneros estaban borrachos. No pudieron apuntar y cuando hicieron fuego, creí que lo mejor era hacerme el muerto para sobrevivir. Y así fue”, contó sin ninguna sonrisa. Aunque la anécdota da para la carcajada, sin dudas, aquel recuerdo era de una época negra de la historia española. El Viso de los Pedroches, Córdoba, supo de qué se trata saber que habrás de morir, aunque no sucedió. “Siempre fui socialista. Hasta 1938, cuando me hicieron prisionero en Extremadura”, agregó. Cuando apenas comenzaban los años 60, Gila se exilió en la Argentina porque, según él mismo lo dijo, estaba “atragantado de dictadura”. Y si bien en ese país fijó su residencia, llevó su arte y su oficio de escritor a México, a Venezuela, pero de la mano de un enorme conductor de televisión, músico y periodista argentino, Nicolás “Pipo” Mancera, alcanzó gran popularidad en el país de acogida. “Era un grande que tuvo una vida terrible”, dijo Pipo mientras compartíamos un café –de periodista a periodista– en el bar La Paz, un mítico reducto de la porteñidad trasnochada desde muchas décadas. “Django me avisó que estaba aquí y rápidamente lo busqué para ofrecerle trabajo y aceptó”. Gila –en este país colmado de españoles a los que, sin importar de dónde fueren por nacimiento, se los llama “gallegos” o “gallegas”– devino en una suerte de argentino más. Lo saludaban por la calle y él respondía a todos y a todas. Su expresión ya mencionada “¡que se ponga!” se popularizó y en algunas generaciones de personas mayores aún aplica.
EL PELIGRO ACECHA
Pero, ¿cuántos Gila existen? Alguna vez en Madrid, en 2014 o 15, alojado en el Moncloa Exe, una mañana lluviosa, leí al periodista Manuel Román, quien desmiente en un todo los contenidos de “Y entonces nací yo: Memorias para desmemoriados”, que entre 1995 y 1998 escribiera aquel grande del humor y del arte popular. Román, sin negar el izquierdismo de Gila, sostiene que “nadie –ni borracho ni sereno– lo fusiló, nunca estuvo en la cárcel y nunca fue exiliado político”. ¡Joder! Sin poner en duda que pudiera haber estado “molesto” por la dictadura franquista, dice que por problemas con, por lo menos, dos de las mujeres con las que convivió, dejó España para evitar sanciones judiciales pecuniarias. Después llegó a su vida María Dolores Cobo, quien lo sobrevivió, sumida en profunda pena, apenas unos pocos meses en el barcelonés barrio de Las Corts. El mes de julio del 76, en la Argentina ocupada y aterrorizada desde el 24 de marzo de aquel año por la última dictadura cívico-militar, fue marcadamente frío. Aquel crudo invierno se hacía sentir. Cuando se inició el viernes 9 de julio –Día de la Independencia argentina– el termómetro marcaba 5°3. Poco después de la medianoche, el cielo estaba despejado. En el Teatro Lasalle –Cangallo 2263– desde el 25 de junio, con la dirección de Osvaldo Bonet, el actor Luis Brandoni, junto con las actrices Marta Bianchi y Chela Ruiz, interpretaban “Segundo tiempo”, del dramaturgo Ricardo Halac, con buena respuesta de público.
UNA LARGA NOCHE
Pero no fue una noche más en aquellos tiempos de terror, desapariciones y muertes. Tres autos ocupados por terroristas de Estado bajo las órdenes de un criminal llamado Aníbal Gordon acechaban. Previamente, Gordon había pedido “área libre” para que aquella acción delictiva en ciernes no fuera interrumpida por nadie. Brandoni, Bianchi, una amiga de esta cuyo nombre nunca supe, Gila y Dolores fueron encañonados, arrancados del interior de un coche en el que el grupo de amigos se encontraban y a empujones los tiraron contra la pared. Brandoni fue obligado a subir a un Renault 12 que luego se supo conducía Gordon. Bianchi y su amiga en otros dos automóviles. Por alguna razón inexplicable, a la pareja española la dejaron a pocas cuadras sin que nunca supieran por qué. Luego de un corto viaje –menos de 30 minutos– llegaron hasta un centro de detención clandestino al que se conoce como Automotores Orletti, donde inmediatamente comenzaron las agresiones, hasta ese momento, verbales. Las dos mujeres eran interrogadas y sometidas a simulacros de fusilamiento. Las horas pasaban. Luis Brandoni, desde 1974, estaba amenazado por la banda paragubernamental de ultraderecha Triple A. Otros artistas también lo estaban. Mi amigo Horacio Guaraní, “El Potro”, era uno de ellos. Más aun, en marzo del 74, al que llamábamos “El Templo del vino” –Ugarte entre Naón y Estomba, en el barrio del Coghlan– donde el dueño de casa nos recibía a los amigos y amigas para cantar, recitar y tomar algún vinito que, aunque usted no lo crea, salía desde todas las canillas de aquella casona mítica, fue volado con una bomba que colocó la Triple A, alteró el sueño de los vecinos del barrio y aterrorizó a esa aún tranquila barriada.
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