sábado, 14 de diciembre de 2024

Gila, el salvador

 


Gila


Gila, el salvador

Ricardo Rivas

14 de agosto de 2022

Barcelona –sí y solo sí– es uno de mis lugares en el mundo. Quizá, el que más me atraiga y el que más disfruto en cada oportunidad que camino por sus calles, cuando inte­ractúo con sus gentes y las escucho con atención para que la lengua de esa nación permee en mí. Es una ciudad mágica y real. En ella se res­pira independentismo, rebel­día y ansias de libertad. Tal vez, lo admito, alguna vez soñé durante las caminatas haber cruzado a Gaudí, a Picasso, a Miró. Varias Diadas de l’Onze de Setembre, estuve allí para celebrar junto con catalanas y catalanes. Fiestas popula­res, vinos, pinchos, cañitas (cervezas) y esa sensación tan especial cuando una y otra vez transito el Arc del Triomf. Las ramblas, el Gótico, el puerto, la Plaça de Catalunya. Con tem­plos católicos importantes, sin embargo, mis preferencias van con la Basílica de Santa María del Mar que allá por el 1300, con esfuerzos sobrehumanos, construyeron los bastaixos, como se los llamaba a los tra­bajadores ribereños. Ildefonso Falcones –con sus novelas “La catedral del mar” y “Los here­deros de la tierra”– me condujo hasta ella y me atrapó para siempre por su belleza popu­lar, marcadamente austera.

En Jardinets de Gandhi, Barcelona, la obra del escultor y Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. La escultura del Mahatma está allí emplazada desde el 2000.
En Jardinets de Gandhi, Barcelona, la obra del escultor y Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. La escultura del Mahatma está allí emplazada desde el 2000.

LA ESTATUA DE GANDHI

Desde el 2000 mis caminatas siempre me llevan hasta los Jardinets de Gandhi (Mohan­das Karamchand Gandhi), sitio de homenaje y memoria de aquel pacifista indio asesi­nado en Nueva Delhi el 30 de enero de 1948, sin que nunca haya sido galardonado con el Nobel de la Paz para el que fuera propuesto entre 1937 y 1948 en cinco oportunida­des. Injusticias de quienes presumen ser justos y jus­tas. En cada oportunidad que llego hasta allí busco algún lugar donde sentarme para observar en silencio la esta­tua en bronce del Mahatma, allí emplazada en Poblenou, a pie de suelo, desde el 2000. Su autor, mi amigo-hermano escultor y Premio Nobel de la Paz 1980, Adolfo Pérez Esquivel, alguna noche de larga sobremesa contó que “con Jordi Pujol, cuando era presidente de la Generalitat, discutimos varios días por­que él quería a la estatua de Gandhi sobre un pedestal y me negué rotundamente porque el Mahatma siempre quiso estar entre la gente. Nunca encima de nadie”. En eso están mis recuerdos en esta noche de viernes invernal en la que el cielo está ocupado por una luna majestuosa. Los leños crepitan. Catalunya también es fuego, pensé. En el copón, un Terran Perla del 2007, criado a unos 6 metros de profundidad en el Medite­rráneo, ayudó a la memoria.

Marta Bianchi: Gila salvó su vida con una llamada telefónica.
Marta Bianchi: Gila salvó su vida con una llamada telefónica.

“QUE SE PONGA”

Estirado en la vieja mece­dora entrecerré los ojos. Vaya a saber por qué el nom­bre y la imagen de Gila, un grande del arte popular, se acercó a mi memoria. El silencio de la nocturnidad, seguramente, lo ayudó a lle­gar hasta mí. Sonreí. Su ima­gen, vestido de soldado, con un viejo teléfono sobre una pequeña mesa, completaba el recuerdo visual. “¿Hablo con el enemigo? Que se ponga”. Antes de que finalizara el siglo pasado, conversé algu­nas horas con Gila en Barce­lona, donde aquel madrileño decidió que habría de morir. Humorista, escritor, dibu­jante de historietas, actor, enorme observador social, me permitió escuchar de su boca cuando sobrevivió a un fusilamiento que lo tuvo como condenado a muerte, junto con otros “rojos” combatien­tes en el Ejército Popular de la República, cuando la dic­tadura franquista. “Los que debían fusilarnos a quienes éramos prisioneros estaban borrachos. No pudieron apun­tar y cuando hicieron fuego, creí que lo mejor era hacerme el muerto para sobrevivir. Y así fue”, contó sin ninguna sonrisa. Aunque la anéc­dota da para la carcajada, sin dudas, aquel recuerdo era de una época negra de la histo­ria española. El Viso de los Pedroches, Córdoba, supo de qué se trata saber que habrás de morir, aunque no suce­dió. “Siempre fui socialista. Hasta 1938, cuando me hicie­ron prisionero en Extrema­dura”, agregó. Cuando apenas comenzaban los años 60, Gila se exilió en la Argentina por­que, según él mismo lo dijo, estaba “atragantado de dic­tadura”. Y si bien en ese país fijó su residencia, llevó su arte y su oficio de escritor a México, a Venezuela, pero de la mano de un enorme con­ductor de televisión, músico y periodista argentino, Nico­lás “Pipo” Mancera, alcanzó gran popularidad en el país de acogida. “Era un grande que tuvo una vida terrible”, dijo Pipo mientras compar­tíamos un café –de periodista a periodista– en el bar La Paz, un mítico reducto de la por­teñidad trasnochada desde muchas décadas. “Django me avisó que estaba aquí y rápidamente lo busqué para ofrecerle trabajo y aceptó”. Gila –en este país colmado de españoles a los que, sin impor­tar de dónde fueren por naci­miento, se los llama “galle­gos” o “gallegas”– devino en una suerte de argentino más. Lo saludaban por la calle y él respondía a todos y a todas. Su expresión ya mencionada “¡que se ponga!” se popularizó y en algunas generaciones de personas mayores aún aplica.

EL PELIGRO ACECHA

Pero, ¿cuántos Gila existen? Alguna vez en Madrid, en 2014 o 15, alojado en el Moncloa Exe, una mañana lluviosa, leí al periodista Manuel Román, quien desmiente en un todo los contenidos de “Y enton­ces nací yo: Memorias para desmemoriados”, que entre 1995 y 1998 escribiera aquel grande del humor y del arte popular. Román, sin negar el izquierdismo de Gila, sos­tiene que “nadie –ni borra­cho ni sereno– lo fusiló, nunca estuvo en la cárcel y nunca fue exiliado político”. ¡Joder! Sin poner en duda que pudiera haber estado “molesto” por la dictadura franquista, dice que por problemas con, por lo menos, dos de las mujeres con las que convivió, dejó España para evitar sanciones judicia­les pecuniarias. Después llegó a su vida María Dolores Cobo, quien lo sobrevivió, sumida en profunda pena, apenas unos pocos meses en el bar­celonés barrio de Las Corts. El mes de julio del 76, en la Argentina ocupada y aterro­rizada desde el 24 de marzo de aquel año por la última dictadura cívico-militar, fue marcadamente frío. Aquel crudo invierno se hacía sen­tir. Cuando se inició el viernes 9 de julio –Día de la Indepen­dencia argentina– el termó­metro marcaba 5°3. Poco des­pués de la medianoche, el cielo estaba despejado. En el Tea­tro Lasalle –Cangallo 2263– desde el 25 de junio, con la dirección de Osvaldo Bonet, el actor Luis Brandoni, junto con las actrices Marta Bianchi y Chela Ruiz, interpretaban “Segundo tiempo”, del dra­maturgo Ricardo Halac, con buena respuesta de público.

UNA LARGA NOCHE

Pero no fue una noche más en aquellos tiempos de terror, desapariciones y muertes. Tres autos ocupados por terroristas de Estado bajo las órdenes de un criminal llamado Aníbal Gordon ace­chaban. Previamente, Gor­don había pedido “área libre” para que aquella acción delic­tiva en ciernes no fuera inte­rrumpida por nadie. Bran­doni, Bianchi, una amiga de esta cuyo nombre nunca supe, Gila y Dolores fueron encañonados, arrancados del interior de un coche en el que el grupo de amigos se encontraban y a empujones los tiraron contra la pared. Brandoni fue obligado a subir a un Renault 12 que luego se supo conducía Gordon. Bian­chi y su amiga en otros dos automóviles. Por alguna razón inexplicable, a la pareja española la dejaron a pocas cuadras sin que nunca supieran por qué. Luego de un corto viaje –menos de 30 minutos– llegaron hasta un centro de detención clandestino al que se conoce como Automotores Orletti, donde inmediatamente comenza­ron las agresiones, hasta ese momento, verbales. Las dos mujeres eran interrogadas y sometidas a simulacros de fusilamiento. Las horas pasa­ban. Luis Brandoni, desde 1974, estaba amenazado por la banda paragubernamen­tal de ultraderecha Triple A. Otros artistas también lo estaban. Mi amigo Horacio Guaraní, “El Potro”, era uno de ellos. Más aun, en marzo del 74, al que llamábamos “El Templo del vino” –Ugarte entre Naón y Estomba, en el barrio del Coghlan– donde el dueño de casa nos recibía a los amigos y amigas para cantar, recitar y tomar algún vinito que, aunque usted no lo crea, salía desde todas las canillas de aquella casona mítica, fue volado con una bomba que colocó la Triple A, alteró el sueño de los veci­nos del barrio y aterrorizó a esa aún tranquila barriada.

LA NACIÓN

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