LA
EVANGELISTA
THE EVANGELIST
Little Tales of Misogyny
Little Tales of Misogyny
Dios vino tarde a Diana Redfern… pero
vino. Diana tenía cuarenta y dos años cuando, caminando por su calle encharcada
sobre la que caían gotitas desde los olmos, por la lluvia que muy poco antes
había cesado, experimentó un cambio… una revelación. Esta revelación afectó a
su mente, a su cuerpo y también a su alma. Notó la presencia de la naturaleza y
de un Dios todopoderoso penetrando en ella. En ese mismo instante el sol, que
había estado tratando de salir entre las nubes, se derramó sobre su rostro y su
cuerpo y sobre la toda la calle, que se llamaba la calle del Olmo.
Diana permaneció quieta, con los
brazos abiertos, y ajena a lo que la gente pudiera pensar dejó caer su bolsa
vacía de la compra y se arrodilló sobre el pavimento. Luego se levantó y su
paso se hizo más ligero, las faenas las hacía sin esfuerzo. De pronto la cena
estaba preparada y su marido Ben y su hija Prunella, de catorce años, sentados
ante la mesa con vela y unos cocktails de marisco.
—Ahora rezaremos —dijo Diana para
sorpresa de marido e hija.
Dejaron sus pequeños tenedores de
gambas e inclinaron las cabezas. Había algo de imposición en la voz de Diana.
—Dios está aquí —dijo Diana para concluir.
Nadie podía negarlo, ni desmentir a
Diana. Ben lanzó a su hija una mirada de desconcierto, que le fue devuelta por
Prunella, y entonces comenzaron a comer.
Diana
se convirtió pronto en una profesora seglar. Empezó en su casa, los martes y
jueves, con el té de las tardes al que invitaba a los vecinos. Los vecinos eran
en su mayoría mujeres, pero también podían acudir algunos jubilados.
—¿Sois conscientes de la presencia de
Dios? —solía preguntar—. Sólo la gente desdichada, que nunca ha conocido a
Dios, podría dudar de la inmortalidad del hombre y de su vida eterna tras la
muerte.
Los vecinos permanecían callados,
primero porque trataban de pensar en alguna respuesta (había un clima muy
coloquial), y también porque estaban muy impresionados y preferían dejar que
Diana hablara. La asistencia a sus reuniones del té creció.
Diana comenzó a cartearse con
ancianos, presos y madres solteras, cuyos nombres había conseguido en su
iglesia local. El predicador de la zona era el Reverendo Martin Cousins. Aprobó
el trabajo de Diana y habló de ella desde el púlpito como “alguien entre
nosotros que está inspirada por Dios”.
En el ático que Diana había despejado
y que ahora usaba como estudio, se arrodillaba sobre un pequeño banco cada
mañana, al amanecer, durante casi dos horas. Las mañanas de los domingos,
demasiado temprano para interferir con la misa de once, predicaba en las
esquinas, subida en una silla de formica que ella misma traía de su cocina.
—No os pido ni un penique. A Dios no
le interesa la moneda del César. Os pido que os entreguéis vosotros mismos a
Dios... y que os arrodilléis.
Mantenía los brazos extendidos,
cerraba los ojos y conseguía que mucha gente se arrodillara. Algunas personas
escribieron nombre y dirección en su gran libro de contabilidad. Más tarde,
ella les escribió a todos, con el objetivo de preservar su fe.
Diana usaba ahora sandalias y una
larga y blanca túnica, incluso cuando hacía mal tiempo. Nunca cogió un
resfriado. Los párpados de Diana siempre habían sido muy rosados, como si
estuviera falta de sueño, pero dormía muchísimo, o al menos lo había hecho en
el pasado. Ahora por las noches no dormía más de cuatro horas, en el ático,
donde escribía hasta más allá de la medianoche. Sus párpados se hicieron más
rosados, hasta que sus ojos parecieron más azules. Cuando fijaba su mirada en
un extraño, él o ella se solía sentir incapaz de moverse hasta que Diana había
soltado su mensaje, que parecía un mensaje personal:
—Sólo estad atentos... ¡y seréis conquistados!
A Ben le resultó difícil entender lo
que Diana quería conseguir. Ella no quería ayudantes, aunque trabajaba lo
suficiente para dejar exhaustas a tres o cuatro personas. A Ben, que dirigía
una tienda de reparación de joyas y relojes en la ciudad de Pawnuk, Minnesota,
el comportamiento de ella lo avergonzaba mucho. Pawnuk era un barrio nuevo,
compuesto por prósperos WASPS [*]que habían llegado desde una cercana metrópolis.
—Lo mejor es relajarse y ser
tolerante —pensó Ben—. De cualquier modo, Diana está toda en el lado de los
buenos.
Prunella estaba algo asustada de su
madre, y se apartaba cada vez que Diana pasaba cerca de ella en una habitación
o en el salón. Incluso Ben se dirigía ahora a su esposa de un modo muy
deferente, y a veces tartamudeaba. No obstante, Diana raramente estaba en casa.
Había empezado a hacer viajes en avión a Filadelfia, Nueva York y Boston, las
ciudades más necesitadas de salvación, según decía. Si no tenía un auditorio
preparado (estaba en contacto por carta y teléfono con varias Cámaras de
Comercio que podían arreglarle estas cuestiones), Diana se dirigía directamente
a las iglesias y sinagogas y asumía el mando. Con su túnica blanca y sus
sandalias, hiciera el tiempo que hiciera, y con su largo y rubio cabello,
presentaba una figura imponente caminando resuelta por el pasillo y subiendo al
púlpito o a la tribuna. ¿Quién podría o se atrevería a echarla? Estaba
predicando la Palabra.
—¡Hermanos... hermanas... hermanos
todos! ¡Debéis sacudiros las telarañas del pasado! ¡Olvidad las viejas frases
que aprendisteis de memoria! ¡Pensad en vosotros mismos como recién nacidos...
desde este mismo instante! ¡Hoy es el día de vuestro verdadero nacimiento!
Aunque
algunos predicadores y rabinos se sentían molestos, ninguno intentó detenerla.
Todas las congregaciones, como los vecinos a los que Diana se dirigió desde las
aceras de su ciudad, se mantuvieron silenciosas y escucharon. En seis meses, la
fama de Diana Redfern se había extendido por toda América. Los pocos que se
mofaron (que fueron muy pocos) suavizaron mucho sus críticas. La más molesta
fue la gente de la industria cárnica, porque Diana predicaba el vegetarianismo,
y sus conversos empezaban a comerse una buena parte de los beneficios de los
mataderos de Chicago.
Diana planificó una Gira Mundial de
la Resurrección Humana. El dinero fluyó hasta ella, o cayó como el maná...
dinero de extranjeros, franceses, alemanes, canadienses, gente que sólo había
leído sobre ella y que nunca la había visto. Así que los gastos de una gira
mundial no presentaron ningún problema. De hecho, Diana devolvió a los donantes
parte del dinero. Ciertamente no era ambiciosa, pero pronto fue evidente que no
podría hacer frente a toda su correspondencia (más importante) si devolvía
todas las contribuciones, así que las depositó en una cuenta bancaria especial.
Una criada a tiempo parcial preparaba
ahora la comida en el hogar de Diana, vegetariana, por supuesto. Con frecuencia
la casa semejaba un hostal para jóvenes y viejos, porque los extranjeros
llamaban al timbre y se quedaban a charlar. Ben había dejado de sorprenderse
ante familias con tres o más hijos tratando de dormir en los dos sofás de la
salita y en las habitaciones libres.
—Todo, todo es posible —le decía Diana a Ben.
Sí, pensaba Ben. Pero nunca hubiera
imaginado que su matrimonio desembocaría en esto... Diana aislada de él,
durmiendo más o menos en una cama de clavos mientras los extraños ocupaban su
casa. Sintió que los sucesos entraban en espiral hasta el clímax de la gira
mundial de Diana, y que, como los hechos bíblicos, estarían más allá de su
control. Diana se convertiría quizás en una santa viviente, y más famosa que
cualquier otro santo vivo pudo ser nunca.
La mañana de su partida para la gira
mundial Diana se subió al alféizar de la ventana de su ático, alzó los brazos
hacia el sol naciente y dio un paso hacia fuera, convencida de que podría volar
o al menos flotar. Cayó sobre una mesa redonda, de hierro blanco, y sobre los
ladrillos rojos del patio. Así la pobre Diana encontró su fin terrenal.
[*] WASPS: White
Anglo-Saxon Protestants, personas de la clase privilegiada de los EEUU,
blancas, anglosajonas y protestantes.}
CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH
Pequeños cuentos misóginos
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