Julio Ramón Ribeyro Miraflores, 1960 Foto de Baldomero Pestana |
JULIO RAMÓN RIBEYRO
Y LA CRÓNICA DEL FRACASO
Por Luis Veres
Universidad Cardenal Herrera-CEU
Valencia, España
Lo cierto es que desde el propio título de sus diarios hasta el párrafo más pequeño de sus cuentos la idea del fracaso como componente esencial de la vida se presenta en su producción como una constante que inunda sus escritos y que está especialmente presente en lasProsas apátridas. Las prosas de Ribeyro reproducen los postulados característicos de su época, una época compartida con escritores como Enrique Congrains, Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, u Oswaldo Reynoso, al convertirse en la voz de una generación acuciada por los cambios históricos a los que se sometió un país como el Perú que quedaba definitivamente relegado a una crisis e inestabilidad que iba afectar a los escritores de la generación de 1950.
La trasformación acelerada de esa sociedad produjo el desplazamiento de un grueso de la clase media de las instancias de decisión y, como consecuencia, la sensación de la imposibilidad de cambiar el estatismo y el encasillamiento de cada clase social. La idea de Ribeyro reproducía en cierto modo los andares del Sorel de Stendhal en la Francia napoleónica, un mundo en el que las posibilidades de promoción social eran dificultosas, quizás imposibles. Como señala Mª Teresa Pérez “este venir a menos en el orden social (y sus consecuencias: desclasamiento, marginalidad, precariedad existencial) se convierte en uno de los ejes sustentadores de toda su obra.”[4]
De ahí surge la certeza de una desasistencia existencial, un pesimismo ante la vida ya presente en la frase de Tagore que abre el libro: “El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo.”[5]Ante ese clima de perdición, la literatura es realista y es cierto que la obra de Ribeyro se caracteriza por la presencia de ese mundo asfixiante propio de los barrios sórdidos de Lima, que, sin ser localista apunta a una “realidad inquietante lograda mediante una especie de acumulación de lo grotesco y de lo hórrido”[6]. Ribeyro inicia una tradición que se remonta a las Tradiciones peruanas, de Palma, momento en el que se da lo que Eva Valero ha denominado “la fundación literaria de la ciudad, esto es, la primera creación de la ciudad mítica”[7]. Pero la generación del 50 reacciona de manera crítica sobre esa realidad nueva que ha cambiado con los nuevos procesos modernizadores que suponen la implantación del capitalismo inflexible e inhumano. Ribeyro reconoció este carácter de su obra repetidamente:
“Escribir, más que trasmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba de forma incompleta, velada, fugitiva o caótica (…). Escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.”[8]
Como en muchos de los relatos del autor limeño, desde Los gallinazos sin plumas o Al pie del acantilado a El profesor suplente o Por las azoteas, la realidad se presenta como un estrato falto de consistencia, como una zona marginal del mundo en el límite entre dos grados de desarrollo que se corresponden con dos mundos perceptibles en los que se ubica la clase social de esa pequeña burguesía. Se da, por tanto, un mundo que no se entiende o no se puede explicar[9].
La complejidad de un mundo edificado en esa ciudad que Salazar Bondy denominó horrible se convierte en reflejo del ánimo de un narrador que no encuentra su lugar en el mundo de los hombres que actúan en la vida, ni tampoco en el de los escritores que triunfan, y hay que tener en cuenta que Ribeyro sólo triunfó al final. Porque a Ribeyro hay que leerlo a la sombra de sus diarios, sus cuentos y sus declaraciones en la escasas entrevistas que concedió. En la realidad existen para Ribeyro pocas verdades: “no hay verdad que no contenga su contraverdad, o como dice Proust más explícitamente, il n’ya pas un idée que ne porte en elle sa réfutation possible”[10].Este hecho es sintomático para que a menudo la realidad aparezca como una entidad en donde domina el relativismo como impedimento para la actuación del propio Ribeyro, que se muestra como un sujeto dominado por la duda y la pasividad:
“Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mi la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me hadado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad”[11].
El relativismo no sólo afecta al lenguaje, a conceptos y a valores que deberían ser absolutos, cuestiones tan mesurables como la edad: “El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzarán la edad de su madre, lo que es cierto además.”[12]
Ese universo de la urbe se plantea como algo confuso cuya percepción esta velada a los mortales. Así el protagonista de Silvio en el Rosedalintenta salir de su brumosa cotidianeidad en busca de “algo que le permitiera quebrar la barrera de la rutina y acceder al conocimiento, a la verdadera realidad”[13] y en Los gallinazos sin plumas la ciudad se manifiesta al amanecer con “una fina niebla” y “las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal”[14]. Pero en las Prosas apátridas esta idea de irrealidad se manifiesta en la misma tesis fenomenológica de considerar la realidad una construcción de la mente que pone de relieve el conflicto entre la percepción, la memoria y el olvido[15].
Este conflicto conduce a una interpretación de la historia que también se muestra como relativa y dependiente del sujeto que la juzga, de modo que se pone de relieve la paradójica naturaleza de la historia, hecha no para recordar sino para olvidar. Como señaló en una entrevista, “en la historia no existen reglas, no hay un progreso que va desde lo más rudimentario hasta lo más desarrollado, no hay una perfectibilidad en el hombre, en la sociedad.”[16]Los hechos que fueron importantes en el pasado no lo son hoy y los acontecimientos triviales de la actualidad serán las páginas de la Historia del futuro. La recopilación de los hechos se convierte en algo sujeto un tanto al azar y al capricho humano:
“Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse. ¿Qué humano a no ser un especialista, reflexiona ahora sobre las exacciones que sufrieron los judíos bajo Felipe el Hermoso o sobre la confiscación y destrucción de los templarios? Por ello mismo, en la historia que se escriba en el año tres mil, la segunda guerra mundial que tanto costó a la humanidad ocupará tan sólo un párrafo y la guerra de Vietnam, una nota al fin del volumen que muy pocos se darán el trabajo de leer. La explicación reside en que el hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria.”[17]
La historia general no se comporta de manera diferente a como transcurre nuestro propio acontecer. El propio sujeto que narra es incapaz de reconocer su propia trayectoria vital, ya que ésta está sujeta al olvido que supone toda interpretación, ya que, como señalaba Bergson, “para evocar el pasado en forma de imágenes , hay que poder abstraerse de la acción presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil, hay que querer soñar”[18]. O en palabras de Ribeyro:
“Un amigo me revela negligentemente, como si de nada se tratara, algo que ocurrió hace años, muchos años, y de pronto siento dentro de mí un derrumbe de galerías. Zonas íntegras de mi pasado se hunden, se anegan o se transfiguran. Esto me sirve para comprobar que no somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutables, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro. La maravillosa historia de amor, que guardábamos en un sarcófago de nuestra memoria y que visitábamos de cuando en cuando para buscar en ella un poco de orgullo, de ánimo, de calor, de consuelo, puede reducirse a polvo por la carta que hallamos en un libro viejo el día en que mudamos de lugar la biblioteca. Una puta nos revela una noche que el padre venerado, que permanecía hasta la tarde en la oficina para ganar más y mantener con holgura a su familia, frecuentaba a esa misma hora los prostíbulos más abyectos de la ciudad. Por un azar descubrimos que el amigo adulto, porque era con nosotros tan generoso y tan asiduo, era un pederasta que nos hacía astutamente la corte con el propósito de corrompernos. Pero no todo se deteriora en esta permanente erosión del pasado. También las épocas sombrías se iluminan. Así la abuela que odiábamos y que llenó de rencor nuestra infancia por su severidad, su mal humor, sus caprichos, era en realidad una mujer buenísima, que sufría un mal incurable y que repartía prospectos de madrugada en las casas para con su salario comprarnos caramelos. En suma, nada hemos adquirido, ni paz, ni gloria, ni dolor, ni desdicha. Cada instante nos hace otros, no sólo porque añade a lo que somos, sino porque determinará lo que seremos. Sólo podremos saber lo que éramos cuando ya nada pueda afectarnos, cuando –como decía alguien- el cuadro quede colgado en la pared.”[19]
La imposibilidad de retener el pasado en la memoria y la propia imposibilidad de percibir correctamente esa realidad ambigua que se le escapa a Ribeyro de las manos y le conduce, como hemos visto a la paradoja histórica que se extiende a la propia historia personal, la cual resulta difícil de construir. En consecuencia, para él, el mundo está lleno de confusión, ante la cual el sujeto se muestra como un ser incapaz de darle sentido, de darle un orden que resulta imposible de encontrar:
“Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. Otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas. Así, vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia, que es una inteligencia disociadora, ducha en platearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo.”[20]
Ello implica la existencia de un hombre sin atributos, un sujeto que se diluye en la nada, una pieza del sistema que carece de todo o que lo pierde todo en la maraña del sistema social, un hombre que ve perderse su propia denominación. La imposibilidad de esa historia dificulta la consistencia del sujeto que habita un universo de paradojas:
“Nuestra vida depende a veces de detalles insignificantes. Por un desperfecto momentáneo del teléfono no recibimos la llamada que esperábamos, al no recibirla perdemos para siempre el contacto con una persona que nos interesaba, al perderlo nos privamos de una relación capaz de trasformarnos, al privarnos de ella desaparece una fuente de gozo, de innovación y de enriquecimiento, al desaparecer clausuramos la única alternativa verdaderamente fecunda que nos ofrecía el mundo, al clausurarse volvemos al punto de partida: la de quien espera la llamada que nunca vendrá.”[21]
La imposibilidad de retener la realidad no conduce siempre al fracaso, como puede parecer. Ribeyro reconoce la imposibilidad de retener el dolor y el sufrimiento como modo de liberación del propio hombre:
“Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.”[22]
Ante ese mundo inaprensible y esa realidad escurridiza la única salvación que queda para el escritor es la propia literatura, porque es el arte la que fija para el recuerdo esos hechos, objetos o realidades que desaparecen de la memoria y sólo quedan recogidos en el soporte artístico. Ello implica la necesidad de una literatura de lo cotidiana, acorde con la postmodernidad y alejada de los grandes hechos y los grandes discursos:
“No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura. El empapelado de un muro que vimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro, aquel rostro que nos sorprendió en el tranvía, pueden ser más importantes para nosotros que los grandes hechos del mundo. Quizás cuando hayamos olvidado una revolución, una epidemia o nuestros peores avatares, quede en nosotros el recuerdo del muro, del árbol, del pájaro, del rostro. Y si quedan, es porque algo los hacía memorables, algo había en ellos de imperecedero, y el arte sólo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria.”[23]
Por esta razón, en la reflexión sobre la literatura de Ribeyro hay que tener en cuenta que ésta siempre está sujeta a las duplicidades y las paradojas, ya que la literatura está férreamente pendiente de esa realidad que se muestra de modo ambiguo y confuso. Por ello la literatura es para Ribeyro vida y liberación, pero también una forma de esclavitud que retiene al hombre y lo priva de otros placeres y componentes de la existencia humana:
“En algunos casos, como en el mío, el acto creativo, está basado en la autodestrucción. Todos los demás valores –salud, familia, porvenir, etc.-quedan supeditados al acto de crear y pierden toda vigencia. Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser, en la medida en que se implica el sacrificio de nuestro ser. Admiro pues a los artistas que crean en el sentido de su vida y no contra su vida, los longevos, verdaderos y jubilosos, que se alimentan de su propia creación y no hacen de ella, como yo, lo que se resta a lo que nos estaba tolerado vivir.”[24]
Pero también el terreno de la cultura encierra un cúmulo de contradicciones, ya que la cultura se incluye dentro del sistema social. Muertos los grandes discursos, también se agota la cultura con mayúsculas. El reconocimiento del fracaso de la cultura en determinados contextos es acorde con el debate planteado con Eco enApocalípticos e integrados al confundirse cultura y erudición[25]:
“Lo fácil que es confundir cultura con erudición. (…) Por eso mismo el componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.”[26]
Este cuestionamiento de la cultura con mayúsculas le conduce a Ribeyro a cuestionar el papel de la crítica, sobre todo el de la crítica universitaria. Frente a la literatura como discurso que prevalece en la historia y que sobrevive en ella, se encuentra el discurso pasajero de la crítica al cual se le achaca su falta de validez en el futuro. Los grandes discursos del pasado quedan cojos en una sociedad postmoderna y huérfana de tradición en donde todo se pone en cuestión:
“La crítica no se opone necesariamente a la creación y son conocidos los casos de creadores que fueron excelentes críticos y viceversa. Pero generalmente ambas actitudes estas actitudes no se dan juntas, pues lo que las separa es una manera diferente de operar sobre la realidad. Ahora que he leído las actas de un coloquio sobre Flaubert me he quedado asombrado por el saber, la inteligencia, la penetración, la sutileza y hasta la elegancia de los ponentes, pero al mismo tiempo me decía: A estos hombres que han desmontado tan lúcidamente la obra de Flaubert nadie los leerá dentro de cinco o diez años. Un solo párrafo de Flaubert, qué digo yo, una sola de sus metáforas, tiene más carga de duración que estos laboriosos trabajos. ¿Por qué? Sólo puedo aventurar una explicación: los críticos trabajan con conceptos, mientras que los creadores con formas. Los conceptos pasan, las formas permanecen.”[27]
Las confusiones humanas afectan a la historia, a la memoria, a la historia personal de los hombres y también al universo de lo cotidiano, al día a día. Ello da lugar a que Prosas apartidas quede plagado de pequeñas historias, meras captaciones de instantes efímeros, muy propios del periodismo, el cual Ribeyro cultivo en muchas publicaciones, y que decoran y deslumbran el libro con pintorescas escenas que constituyen elegantes microrrelatos en donde abunda el humor:
“El curita profesor del colegio andino que encontré en la Feria de Huanta. No sé cómo terminamos almorzando y tomando cerveza juntos en una tienda campestre. Julio Ramón Ribeyro, decía mirándome arrobado, quién lo iba a pensar. Estas y otras frases del mismo género, Me parece mentira, Julio Ramón Ribeyro, puntuaron nuestro encuentro. Cuando nos despedíamos, al estrecharme la mano calurosamente, añadió: Y decir que he almorzado con el autor de La ciudad y los perros. Quedé lelo. Todo había sido el producto de un equívoco. No lo desengañé, ¿para qué? Que me atribuyera, además, la célebre novela de Vargas Llosa me pareció lisonjero. Que más tarde descubriera su error y me tomara por un impostor poco me importa.”[28]
Estos pequeños relatos ponen de relieves los aspectos más grotescos de la vida, cuestiones disparatadas que reflejan el universo de paradojas de Ribeyro. Así un poema de Baudelaire exige una prologista sensual y hermosa, impúdica, una novela de Proust exige un prologuista lento y los poemas de Rimbaud alguien que sea capaz de dar golpes con violencia:
“Un editor francés, comprobando que ha decaído la venta de clásicos, decide lanzar una nueva colección, pero en la cual los prólogos nos serán encomendados a eruditos desconocidos, sino a estrellas de la actualidad. Así Brigitte Bardot hará el prefacio de Baudelaire, el ciclista Raymond Poulidor el de Proust y el actor Jean Paul Belmondo empieza su preámbulo con estas palabras: cada vez que leo un poema de Rimbaud siento como un puñetazo en la quijada. Venta asegurada.”[29]
Estos mismos relatos ponen de relieve la imposibilidad de captar la realidad al ser ésta un estrato confuso y diluido de la vida de los hombres. Las personas de este modo pueden tener su envés, su doble, el lado de los simulacros en sentido postmoderno de Baudrillard. Todo ello envuelto con cierto humos y a modo de pequeña historia sin pretensiones, tal como es la vida del pequeño burgués:
“El asombro, el sobresalto, incluso el malestar que me produjo comprobar hoy que el inquilino calvo, con anteojos y perrito con el que me he cruzado durante ocho años en las escaleras, diciendo siempre la misma e invariable frase, “Pardon, monsieur”, no era uno, sino eran dos. Dos hombres exactamente iguales, con anteojos, calvos y perrito, pero con los que me he cruzado siempre a horas diferentes, de modo que los había fundido en un solo ser. Ya me había intrigado un poco la facultad que tenía este hombre de multiplicarse, pues a veces tenía la impresión de cruzarme siempre a horas diferentes, de modo que los había fundido en un solo ser. Ya me había intrigado un poco la facultad que tenía este hombre de multiplicarse, pues a veces tenía la impresión de cruzarme con él demasiado seguido y a veces en lugares incongruentes, Pero hoy sucedió lo que debía haber sucedido hace años y encontré a ambos en la puerta del edificio, con sus perritos y sus anteojos, departiendo amigablemente, al igual que sus perros. Tan confundido quedé que no supe a cuál decirle mi “Pardon, monsieur”, y los miré alternativamente, con la boca abierta, hasta que al fin ambos se anticiparon y pronunciaron al unísono el saludo habitual, acompañándolo de una sonrisa y una venia. Salí a la calle sin responderles, francamente indignado, como si hubiera sido víctima de una farsa.”[30]
Como se puede observar, Julio Ramón Ribeyro capta la realidad con cierto desengaño, unido a una falta de confianza en los asideros reales que sujetan la existencia del hombre. Pero dicho desengaño se ve acompañado por cierta resignación, cierto estoicismo y cierta falta de ambición que fue un rasgo predominante de su carácter, pero que enalteció su obra como una de las más interesantes de la literatura latinoamericana del S.XX y, sin duda alguna, de la literatura peruana de todos los tiempos.
“La carta que aguardamos con más impaciencia es la que nunca llega. No hacemos otra cosa en nuestra vida que esperarla. Y no nos llega, no porque se haya extraviado o destruido, sino sencillamente porque nunca fue escrita.”[31]
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-Vila-Matas, Enrique, “Conspiración Shandy: el descarriado por la soledad”, en Letras Libres, nº51, marzo de 2003.
NOTAS
[1] Sergio R. Franco, “Primer acercamiento a La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro”, en Espéculo, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, nº15.
[2] Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso, Barcelona, Seix Barral, 2003, p.30.
[3] Ibídem, p. 1.
[4] Mª Teresa Pérez, “Introducción”, en Julio Ramón Ribeyro, Cuentos, Madrid, Cátedra, 1999, p.12.
[5] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Barcelona, Seix Barral, 2007, p.7.
[6] Giuseppe Bellini, Nueva historia de la literatura hispanoamericana, Madrid, Castalia, 1997, p. 519.
[7] Valero, Eva María, “La otra ribera: un escritor entre dos mundos. Introducción a la ciudad en la obra de Julio Ramón Ribeyro”, enCiberayllu, 7 de enero de 2008, p.4.
[8] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp. 50 y 52.
[9] Jesús Rodero, Los márgenes de la Realidad en los Cuentos de Julio Ramón Ribeyro, New Orleáns, University Press of the South Inc., 1999, p.60.
[10] Carta a Luis Loayza, París, 7 de junio de 1975, en Luis Loayza, “Algunas cartas”, en Hueso húmero, nº47, agosto de 2006.
[11] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., p14.
[12] Ibídem, p.15
[13] Julio Ramón Ribeyro, “Silvio en el Rosedal”, en La Palabra del Mundo, Lima, Editorial Milla Batres, 1972, pp.200-201.
[14] Julio Ramón Ribeyro, “Los gallinazos sin plumas”, en La Palabra del Mundo, ed., cit., p.11.
[15] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., p.110.
[16] Jorge Coahuila, “Dos conversaciones con Julio Ramón Ribeyro”, en Caretas, Lima, nº1366, 8 de junio de 1995.
[17] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit.,, p. 47.
[18] Henri Berson, “Materia y memoria. Ensayo sobre la relación del cuerpo y el espíritu”, en Obras escogidas, Madrid, Aguilar 1963, p.228. Véase también Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, pp.40 y ss.
[19] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp. 58-59.
[20] Ibídem, pp.139-140.
[21] Ibídem, pp.107-108.
[22] Ibídem, p.19.
[23] Ibídem, p.132.
[24] Ibídem, p.94.
[25] Vid. Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Barcelona, Tusquets, 1995 (1968); Manuel Vázquez Montalbán, Historia y comunicación social, Barcelona, Bruguera, 1980; Francisco Rodríguez Pastoriza, Periodismo cultural, Madrid, Síntesis, 2006.
[26] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp.27-28.
[27] Ibídem, p.102.
[28] Ibídem, p.124.
[29] Ibídem, p.37.
[30] Ibídem, pp. 97-98.
[31] Ibídem, p.137.
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