lunes, 31 de agosto de 2015

Oliver Sacks / Un científico de letras

 Oliver Sacks

BIOGRAFÍA

Un científico de letras

La escritura era para él tan necesaria como su investigación


Oliver Sacks
Oliver Sacks, a la izquierda, habla en una gala con el productor Harvey Lichtenstein, en 2013. / JUDE DOMSKI
Pocas cosas dirán más de una persona, de sus motores internos y sus pasiones, de sus pavores y fruiciones, que su actitud ante la muerte, y en este sentido los lectores de periódicos podemos presumir de conocer a Oliver Sacks con una intimidad que rara vez se nos ofrece ni con nuestros amigos más próximos. Porque este maravilloso neurólogo y escritor ha tenido la gentileza y la audacia de narrarnos sus últimos meses de vida en dos artículos que se nos quedarán grabados hasta el final de nuestros propios días. Y así sabemos, porque sabemos que Sacks era sincero al decirlo, cuál era su gran fuente de desasosiego ante la muerte inminente: no poder llegar a saber lo que se descubriría al día siguiente; perderse el avance de la ciencia y del conocimiento del mundo; dejar de leer cada semana Nature y Science, sus amadas revistas científicas. Esto lo dice casi todo de él, ¿no es cierto?
Casi todo, pero no todo. Porque Sacks pertenecía a esa rarísima y preciosa categoría de los científicos de letras. La escritura era para él tan necesaria como su investigación, le salía a borbotones en cuanto la descripción de un fenómeno mental, o la experiencia de haber tratado a un nuevo grupo de pacientes, le revelaba una nueva historia, un nuevo ángulo desde el que mirar el objeto más complejo del que tenemos noticia en el universo, el cerebro humano. Su investigación nunca estaba completa hasta que la compartía con su legión de lectores. No es el primer científico del que se puede decir esto, pero sí el último de una lista muy corta y selecta.
Sacks conoció de una forma curiosa a uno de los mayores científicos del siglo XX, Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN e investigador, a partir de los años setenta, de los engranajes neuronales de la consciencia humana. Fue durante la típica cena de cierre de un congreso de neurociencias, creo recordar que en California, y a Sacks le tocó sentarse lejos de Crick, una figura que le parecía mítica e inaccesible. Llegado el momento del café y la copa, sin embargo, Crick se vino a sentar a su lado y, sin haber dicho ni hola, le pidió: “Cuéntame historias”. Se refería, naturalmente, a las historias de pacientes. Sacks se quedó perplejo de que un biólogo molecular, el epítome del enfoque reduccionista sobre el cerebro, se mostrara interesado en el otro extremo del espectro metodológico, el del neurólogo que se pasaba el día atendiendo a los pacientes psiquiátricos del Bronx neoyorquino. Pero aquella conversación de sobremesa fue larga y fructífera, y les unió en una amistad duradera. Los dos están ya muertos.
Los lectores de Sacks sentimos hoy una pena profunda, la pena del huérfano al perder a su padre intelectual, pero esperamos que Sacks no nos deje solos, que alguien, en alguna parte, se sienta motivado a recoger la antorcha y nos siga contando historias, como pedía Crick. En algunos sentidos, desde luego, Sacks será una figura irrepetible. Miembro durante años del grupo de motoristas freaks Los ángeles del infierno, solía decir que entendía bien a sus pacientes porque estaba igual de loco que ellos. Su extraordinaria inteligencia creativa tenía también mucho que ver, probablemente. Pero su obra nutrida debería inspirar a otros de su misma clase, a otros científicos de letras que sientan la misma necesidad de convertir su investigación en un género literario, de percibir la narrativa bella e intensa que se esconde bajo el descubrimiento científico. Ojalá seas tú, lector.
Hasta siempre, Oliver. Ha sido maravilloso.



Oliver Sacks / La ceguera como don

Oliver Sacks

La ceguera como don

Cada texto de Sacks es una lección de montaje, o de edición. Monta o edita la existencia de sus pacientes

Oliver Sacks
Oliver Sacks, en una imagen de junio de 2009. / CHRIS MCGRATH (AFP)
Lo primero que conviene aclarar en un taller de escritura es que la literatura y la vida son territorios autónomos, incluso cuando aceptemos en toda su extensión la idea de que la literatura es metáfora de la realidad o no es nada. Como territorios autónomos, cada uno tiene sus propias leyes. Así, la realidad es la comarca de lo contingente, entendiendo por contingente aquello que puede pasar o puede no pasar, sin que sea posible saber por qué pasa o no. En un texto literario, en cambio, todo lo que sucede debe ser necesario. Lo decía aquel escritor ruso que ahora no me viene (cuando aparece una pistola en la primera página de un cuento, alguien debe matarse con ella en la última). Por cierto, que la diferencia entre contingencia y necesidad se muestra, con calidades humorísticas, en Amanece, que no es poco, la película de Cuerda.
La realidad, en otras palabras, puede permitirse el lujo de ser caótica porque tiene a su favor el hecho de haber sucedido. Nadie se la plantea en términos de verosimilitud. No leemos la prensa con el mismo tipo de exigencia con el que leemos una novela. Sin embargo, hay discursos que hablando de ella, de la realidad, tienen un comportamiento semejante al literario. Es el caso del historial clínico, en el que, cuando es bueno, todas las piezas encajan entre sí como deberían encajar en un relato. ¿A qué se debe este misterio? A la mirada del médico que, de todo lo que escucha y observa, selecciona y articula solo aquello que puede poner al servicio del sentido.
Oliver Sacks es, desde este punto de vista, un maestro. En Un antropólogo en Marte, por ejemplo, cuenta la historia de un ciego que, cuando se va a casar, en torno a los 40 años, decide ir al médico para averiguar el origen de su ceguera, sobre el que jamás se había preguntado. Y resulta que solo tiene unas cataratas, por lo que en buena lógica, si se le operara, volvería a ver (había perdido la visión sobre los tres o cuatro años). Así se hace, y el hombre recupera la vista para alegría de su entorno. Su vida personal, en cambio, se convierte en un infierno. Ya no se atreve a cruzar la calle, que antes atravesaba sin problemas con la simple ayuda del bastón. Y las copas de cristal, sobre el mantel dispuesto para el almuerzo, le parecen objetos amenazantes hasta que logra “verlas” con el tacto. La recuperación de la vista, en resumen, le ha arruinado la vida. Cuenta entonces Sacks que el hombre no para hasta que logra quedarse ciego de nuevo. “Y en esta ocasión recibe la ceguera como un don”.
He ahí un cuento circular perfecto, obtenido de la bruta realidad, que hasta el mismísimo Cortázar habría envidiado. Cada texto de Sacks es una lección de montaje, o de edición. Monta o edita la existencia de sus pacientes del tal modo que construye historiales clínicos que sirven por igual a la ciencia y a la literatura. Si este hombre no pasara a la historia de la una, debería pasar a la de la otra. ¿Pero por qué no permitirle, como a Freud, tener un pie en cada disciplina?



Muere Oliver Sacks, explorador de la mente y la tolerancia

Oliver Sacks
Poster de T.A.


Muere Oliver Sacks, 

explorador de la mente y la tolerancia



El neurólogo y escritor británico fallece a los 82 años. 

Padecía un cáncer terminal

Oliver Sacks. / JAMES LEYNSE  (CORBIS)
El neurólogo Oliver Sacks se enfrentó en los últimos meses a la tarea más difícil con la que pueda lidiar cualquier pensador, sobre todo alguien que dedicó toda su obra a tratar de entender el funcionamiento de la mente humana: explicar su propia muerte. En febrero, Sacks anunció en un artículo que padecía cáncer de hígado terminal y este domingo ha fallecido en Nueva York a los 82 años. Le ha dado tiempo a publicar sus memorias, On the move, que editará Anagrama en castellano en breve, y a escribir unos pocos textos en la prensa en los que, con su característica mezcla de humor y lucidez, exploraba las certezas de la vida cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo aquí abajo. Una frase de aquel primer texto inolvidable, titulado De mi propia vida, que publicó The New York Times en medio de una conmoción global, resume sus reflexiones: "Por encima de todo, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura".
Sacks, que nació en Londres en 1933 aunque desarrolló gran parte de su vida profesional en Estados Unidos, deja atrás un puñado de libros inolvidables como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz (Viaje al mundo de los sordos), Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna o Alucinaciones (su último título en castellano) y, sobre todo, a muchos pacientes cuya vida es mucho mejor después de haber pasado por sus manos. El fallecido Robin Williams, un actor cuya mente genial y frágil podría haberle convertido en uno de sus personajes, le interpretó en el cine en el filme de Penny Marshall Despertares que obtuvo tres candidaturas al Oscar en 1990.
En sus ensayos, publicados en castellano por Anagrama aunque el primer editor que lo lanzó en el mundo hispano fue Mario Muchnik, Sacks pretende explicar qué nos convierte en seres humanos, el extraño viaje entre la mente y algo que podríamos llamar alma, nosotros, cada ser individual. ¿Cómo funciona la memoria? ¿Por qué y cómo vemos, ven los ojos o ve el cerebro? ¿Qué significa poder oír, escuchar lo que nos rodea? ¿Qué son el amor y el deseo sexual? ¿Qué dicen de nosotros las alucinaciones? ¿Hasta qué punto un autista está aislado del mundo en el que vive? ¿Nos define una enfermedad que padecemos?

El milagro de la identidad positiva

Su gran aportación es haber acercado a millones de lectores en todo el mundo a aquellos que la sociedad se empeña en tratar como diferentes y que Sacks siempre consideró iguales. Nos ayudó, con textos extraordinariamente entretenidos, a comprender la inmensa complejidad de la mente humana y nos permitió atisbar la forma en que se enfrentan al mundo todos aquellos que demasiadas veces preferimos ignorar. "No quiero parecer sentimental ante la enfermedad. No estoy diciendo que haya que ser ciego, autista o padecer el síndrome de Tourette, en absoluto, pero en cada caso una identidad positiva ha surgido tras algo calamitoso. A veces, la enfermedad nos puede enseñar lo que tiene la vida de valioso y permitirnos vivirla más intensamente", explicó en una entrevista con este diario en 1996.
Oliver Sacks nació en Londres y vivió en la capital británica los bombardeos nazis durante la II Guerra Mundial. Sobre esta experiencia escribió un gran artículo en The New York Review of BooksHabla memoria, en el que explicaba los complejos mecanismos de la memoria y la capacidad de los seres humanos para generar recuerdos inexistente que al final son tan sólidos y reales como los auténticos. Su carrera científica se desarrolló en Estados Unidos –aunque nunca llegó a ser ciudadano americano– y se hizo famoso como médico en los años sesenta por sus ensayos sobre el Parkinson (precisamente la historia que cuenta Despertares). Sus libros le proporcionaron un reconocimiento mundial.
Resulta difícil seleccionar alguno de sus personajes por encima de otros. El autista que se acerca al lenguaje a través del dibujo –"El artista autista" en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero– puede servir para resumir su forma de concebir la medicina y la literatura. Este paciente le permite escribir a Sacks: "¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte? Puede ser una muerte, pero no inevitablemente. Porque aunque se hayan perdido las conexiones horizontales con los demás, con la sociedad y la cultura, puede haber conexiones verticales, intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la realidad, sin influencias". Su personaje lograba esas conexiones directas a través de su capacidad para dibujar. Su reto como científico era darle una oportunidad, buscar formas para guiarlo y lograr que encuentre una vida plena en su diferencia radical. Ese fue siempre su objetivo como científico y como escritor.
En su obituario, The New York Times cuenta una anécdota que resume bastante bien su forma de ver el mundo: recibía unas 10.000 cartas al año, pero respondía siempre "a los menores de 10 años, a los mayores de 90 y a aquellos que estaban en la cárcel". Escribió su último artículo a principios de agosto, titulado Mi tabla periódica: lamentaba a la vez todo lo que se iba a perder ante la inminencia de su muerte –explicaba que ya se encontraba muy enfermo–; pero también celebraba la densidad de su existencia. Y no pensaba rendirse: "Quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa".
Su obra es una descomunal lección de solidaridad, que sigue a fondo el principio que Atticus Finch, el protagonista de la novela de Harper Lee Matar un ruiseñor, explica sus hijos como gran lección de vida: "Nunca conoces realmente a una persona hasta que te has calzado sus zapatos y has caminado con ellos". Sacks nos obligó a caminar con muchos zapatos –los de un ciego, los de un pintor que ha perdido la percepción de un color, los de un autista, los de los sordos– y, encima, lo hizo de una forma extraordinariamente divertida. El hecho de que, como ha contado recientemente, su madre le maldijera cuando le confesó su homosexualidad, seguramente influyó profundamente en la tolerancia hacia la diferencia que marca todos sus ensayos. Cambió la forma en que vemos a los demás, y en que nos vemos a nosotros mismos, y eso es algo que se puede decir de muy pocos autores.


domingo, 30 de agosto de 2015

Elsa Fernández-Santos / La cuarta edad

Yoko Ono

La cuarta edad

La industria del lujo ficha a figuras del diseño y la música de más de 70 años, como Joni Mitchell, Joan Didion o la decoradora neoyorquina Iris Apfel.

Céline o Yves Saint Laurent insuflan nuevos aires en un sector tiranizado por el mito de la juventud, pero que vive en gran parte de clientas mayores.



Joni Mitchell, retratada para Music Project de Yves Saint Laurent. / HEDI SLIMANE
En pleno debate sobre la hipocresía que rodea al hecho de saber envejecer cuando afecta a las estrellas de Hollywood, una nueva firma de moda se apunta a la tendencia publicitaria del momento: mitos de la tercera, e incluso cuarta, edad. Con su huracán de arrugas y sus gafas de Mister Magoo, la excéntrica decoradora Iris Apfel (93 años), colorista y sonriente icono del estilo estadounidense, se suma de la mano de la firma Kate Spade a otras dos campañas que han causado sensación por sus veteranas protagonistas: la cantante Joni Mitchell (71 años), para Saint Laurent, y la ­escritora y periodista Joan Didion (80), para Céline. Merece la pena celebrar la belleza pura de estas ancianas –sin olvidar a las alegres nonnas del último anuncio de Dolce &­ Gabbana– como un símbolo de vida, sabiduría e inteligencia. Sobre todo ahora, cuando a nadie se le escapa la esquizofrénica relación con el espejo que impera en un mundo que desprecia tanto el paso del tiempo como el a veces patético e infructuoso intento de detenerlo.


Joan Didion para la campaña de Céline.
Mientras Apfel es de pura raza neoyorquina –el Metropolitan dedicó una exposición a sus objetos y el gran documentalista Albert Maysles ha estrenado este otoño una película sobre su vida–, Joni Mitchell (nacida en Canadá) y Didion (en Sacramento, California) son supervivientes de la era de Acuario. Con sus canciones, una, y sus crónicas, la otra, reflejaron como pocas esa feliz melancolía de las mujeres de la Costa Oeste.
Fotografiada por Hedi Slimane, director creativo de Saint Laurent, dentro de la campaña conocida como Music Project, Joni Mitchell también ha sido la portada del último especial de moda de New York Magazine. La diosa folk, cuyo aire de suma sacerdotisa es imposible disociar de aquel legendario y fértil vecindario de Laurel Canyon (Los Ángeles), le roba hoy el protagonismo a cualquier modelo. En las imágenes en blanco y negro de Slimane, con sombrero y la guitarra entre las manos, la autora de Blue tiene el aura de una distante abuela hippy. Menos seria e intensa, en la entrevista para New York Magazine reconoce que siempre estuvo más bien lejos de resultar estilosa, pero que le divertía posar para Saint Laurent. “No lo encuentro muy innovador, pero son el estilo de prendas que, en un momento u otro, siempre he llevado”.


Las 'nonne' de la última campaña de Dolce & Gabbana.
La imagen de Didion, fotografiada por el alemán Juergen Teller, ha armado un mayor revuelo. Como un pajarito, la autora de El año del pensamiento mágico –cuya terrible y apasionante vida recoge ahora un documental rodado por su sobrino Griffin Dunne– aparece oculta tras unas enormes gafas negras, un jersey también negro y un enorme medallón dorado. Según The New York Times, cuando Vogue anunció que su antigua colaboradora protagonizaba la última campaña de Céline se desencadenó un vendaval viral solo comparable al desnudo de Kim Kardashian para Paper. Didion se limitó a dar una lacónica explicación: “No tengo ni idea de a quién se le ocurrió la idea. Me gusta la marca y tengo algunas cosas suyas”.
Sin olvidar que en los mercados tradicionales las consumidoras del lujo son mujeres de ya cierta edad, el impacto ha roto las barreras generacionales y ha sido incuestionable. También las críticas. El poder de fagocitación de la moda, su manera de camuflarse bajo el paraguas de las referencias culturales, su casi obsesiva necesidad de legitimarse a través del arte. “Es deprimente”, escribió la periodista Hadley Freeman en The Guardian, “ver a tus ídolos utilizadas para vender ropa cara”. Tim Teeman opinaba en The Daily Beast que, pese al mérito de usar modelos casi octogenarias, no hay nada de radical en un gesto que en el fondo se aprovecha de su casi sagrada imagen “para vender bolsos y perfumes”.
En cualquier caso, no deja de ser estimulante el aire fresco que aportan estas veteranas, liberadas de su juventud, ilustrando con su casi inocente presencia una reflexión reciente de otro mito de la cuarta edad, Yoko Ono (81 años): “Ahora me gustan mis manos nudosas, aunque durante mucho tiempo me avergonzaron. Hoy las acepto. Es más, estoy agradecida de que sigan conmigo. Gracias, gracias, gracias. Al final llega el día en el que nos despertamos agradecidos por lo más básico”. Después de todo, quizá no sea tan imposible envejecer en paz.

Marcos Ordóñez / El síndrome de Trigorin

El síndrome de Trigorin

MARCOS ORDÓÑEZ 10 ENE 2013 - 01:42 CET
En Los que sueñan el sueño dorado (Mondadori), la formidable antología de crónicas de Joan Didion, hay un texto llamado Sobre tener un cuaderno de notas donde la escritora americana dice: “La gente que toma notas en cuadernos es una especie distinta. Gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida”.
Es posible. No digo que no. No sé si tuve al nacer un “cierto presentimiento de pérdida” o si llegó más tarde, pero de un tiempo a esta parte me debato entre la pérdida posible y el desbordamiento cierto, porque tengo la sensación de que los días son cada vez más cortos y están cada vez más llenos de impresiones a recordar. Todo va muy deprisa, cada vez hay más libros que leer, y obras y películas y cosas por ver, y muchos papeles por escribir, y doy gracias a los dioses por todo ello, pero me doy cuenta de que ya no puedo leer sin un lápiz, y necesito tener siempre a mano un cuaderno para que no se me vaya lo que veo, pienso o leo, sepultado por los siguientes estímulos, como emails no contestados, de cara a lo que escribiré luego, es decir, mañana mismo, esta noche, ahora, ya, o anteayer, un anteayer muy vasto, irreal: he llegado a tomar notas, entre dos sueños, para artículos o libros que ya había publicado. ¿Qué me pasa, doctor?
No, no me quejo, sería obsceno quejarse, esa es la vida que quería llevar desde muy joven, pero me pregunto si no estaré comenzando a experimentar el síndrome de Trigorin, el escritor que aparece en La gaviota, de Chejov. Trigorin se sentía obligado a tomar notas de modo compulsivo. “Veo una nube en forma de piano”, le cuenta a Nina, “e inmediatamente pienso que eso quedaría bien en una escena futura. Huelo un heliotropo y apunto: ‘Olor penetrante, color de viudedad, mencionar al describir una noche de verano o adjudicárselo al personaje de una viuda”.
Pues así andamos: tomo notas a todas horas, que a veces triplican la extensión de lo que he de escribir. Tengo un cuaderno en la mesilla de noche y debería tener otro en la ducha, porque muchas ideas llegan bajo el agua, eso está estudiado. Tengo tacos de papel por toda la casa y post-it pegados en los lugares más inverosímiles. Tomo notas (otro cuaderno) en la oscuridad de un teatro o de la alcoba (para no despertar a mi mujer). Tomo notas en una esquina: intento sentirme como un personaje de Modiano, pero siempre parece que estoy poniendo una multa. Tomo notas para este artículo y el de la semana próxima, y para novelas y cuentos que a lo mejor no escribiré, o que cuando los escriba difícilmente sabré que nacieron de una nota olvidada. No tomo notas para recordar que he de tomar notas porque eso no puedo olvidarlo.
Naturalmente, como todos los escritores, creía que eso solo me pasaba a mí, hasta que la otra noche, cenando en casa de Alfonso Armada, mi amigo me abrió la puerta de su estudio y vi una estantería abarrotada de lo que parecían ser libros pero eran cuadernos de notas. Del suelo al techo. Y no solo eso. Armada, uno de los grandes periodistas de este país, corresponsal en África y Nueva York y viajero por medio mundo, no lleva un cuaderno de notas sino cuatro, en los que escribe cada noche. En tres idiomas, para acabarlo de arreglar. Comenzó a escribir su cuaderno español en 1978. Vino luego el cuaderno gallego, que se llama Tranvías adentro. El cuaderno inglés lleva como título un escueto English diary. El cuarto, Diario dramático, recoge, de nuevo en castellano, sus impresiones sobre teatro, cine, y arte en general. O sea, un Trigorin a la cuarta potencia. Aquella noche, de vuelta al hotel, me sentí un absoluto principiante cuando anoté: “Quinientos cuadernos cuadriculados, con margen rojo a la izquierda, forrados con papel de estraza, cada uno de su correspondiente color. Entre nota y nota aparecen pegadas fotos de periódicos, hojas de árboles, entradas y billetes de tren”. Cuando lo escribí no imaginaba que esa nota cerraría este artículo. ¿O en realidad lo empezó?





FICCIONES

DE OTROS MUNDOS

Joan Didion / Belleza y luto

Joan Didion

Joan, belleza y luto
BIOGRAFÍA

La imagen de la escritora que Céline ha elegido no es la de la mujer juvenil, sino la de la octogenaria que es hoy



Joan Didion como imagen de la firma Céline. 
Que “los tipos duros no bailan” ya no es algo sensatamente defendible. El título de la novela de Norman Mailer está anclado en una época en que ser duro todavía tenía prestigio. Ahora, atendiendo a la verdad, habría que decir que los que no bailan son los tímidos, los que se creen torpes o temen el ridículo, y más bien lo que producen, esos tipos, es ternura, cuando se aferran a la barra por ser incapaces de dejar que se les muevan los pies. El tiempo en el que “duro” podía ser un adjetivo halagador pasó, pero en absoluto nos hemos librado de los estereotipos que acompañan al sexo, o al género, dígase como se diga: a la rubia guapa se le sigue presuponiendo cierta flojera mental y provoca más interés sexual que otra cosa, tal vez sea esa la explicación de la célebre frialdad de las rubias, de esa distancia defensiva que algunos hombres consideran mal humor; la mujer que vive de su inteligencia o su talento debe hacer por borrar lo voluptuoso, lo sexy, lo femenino para que el interlocutor no se le despiste o para que, sencillamente, la tomen en serio.
Está más arraigado de lo que se piensa. En España sumamos otros prejuicios de corte moralista, una lista de mandamientos no escritos pero de obligada obediencia: el escritor o la escritora no prodigarán en exceso su hedonismo; justificarán sus viajes como parte obligada del trabajo; el escritor o la escritora no hablarán jamás de segunda residencia; no mostrarán pasión por el vestir, tampoco por los buenos restaurantes que les gusta frecuentar; el escritor o la escritora deberán borrar los rasgos de sofisticación del relato de su vida hasta el punto de afirmar que sólo con patatas para cenar y un suelo para dormir podrían alcanzar la felicidad. Lo he leído. Hay artículos que rondan por ahí que muestran cómo alcanza la escritora o el escritor el éxtasis de la perfección solidaria. No me han producido más que sonrojo y estupor. Y un poco de rabia, qué caramba, por esos lectores que se tragan el discurso del desprecio a lo material y de la felicidad sin deseos. La crisis, por supuesto, ha acentuado la moralina cristianoide, porque no es otra cosa que eso.
Hace unos meses la marca de ropa francesa Céline eligió a la escritora Joan Didion como imagen de su campaña. Didion tiene 80 años, y un gran prestigio como escritora de distintos géneros. Fue en los años cincuenta editora de Vogue y su relación con el mundo de la estética no le restó en absoluto seriedad en la consideración que se le tiene. Joan Didion no ha sido una mujer guapa pero sí tremendamente atractiva. Sus fotos de joven guionista en Hollywood, cuando escribía a cuatro manos con su marido, el escritor John Gregory Dunne, la convirtieron sin pretenderlo en maestra de un estilo que ahora se denominaría bohemian-chic, definición que resulta pobre para describir una personalidad bohemia, chic, elegante, frugal, discreta pero no puritana, y con una tendencia a disfrutar de la vida sin ocultarlo. La imagen que Céline eligió para su campaña no fue la de una Joan juvenil, que ha llegado a ser icónica por poseer una belleza atemporal, sino la de la octogenaria que es hoy, la anciana de extrema delgadez, rostro arrugado, gesto melancólico y atractivo perenne. Joan Didion, vestida con un suéter negro y oculta tras unas enormes gafas de sol. Una mujer marcada por la pérdida. Sus libros, El año del pensamiento mágico, que narra con detalle y hondura la muerte repentina de su marido en los mismos días en que su hija agonizaba en un hospital, y Noches azules, donde da cuenta de la corta vida de esa hija, aumentaron la admiración que ya despertaba. La maestría con que había contado cómo es la vida americana se volvió excelencia a la hora de narrar la suya propia, que cambió en un instante, en ese momento en que iba a llevar la cena a la mesa y vio a su marido en el suelo, agonizando. Fue ella, la mujer que supo escribir sobre la pena, la elegida como imagen de un diseño de ropa exquisito. Y no pasa nada. Salta a la vista que su elegancia no depende de la ropa que lleva, es algo que emana del alma de una escritora de carácter difícil, que impone a quien la mira, al contrario de lo que hoy se estila, distancia y respeto.
Al margen de la presencia de la muerte, que atraviesa todas las páginas de estos dos asombrosos libros, está el relato de cuánto disfrutó con su marido: el vino, la comida, los viajes, los baños en un mar salvaje, los restaurantes californianos, los neoyorquinos, todo ello nombrado con precisión y celebrado sin recato. Si a la muerte la precede una buena vida en común la pérdida es aún más insoportable. ¿Y qué hay de malo en contar una buena vida?





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