sábado, 26 de octubre de 2002

Federico García Lorca / La tradición innovadora



La tradición innovadora

Luis García Montero
26 de octubre de 2002

Palabra de dos filos, acompañada desde el principio por un éxito rotundo y por un rechazo implacable, la poesía neopopular de Federico García Lorca ha tenido una suerte doble. Si la publicación del Romancero gitano se convirtió de inmediato en un verdadero acontecimiento, el poeta recibió también críticas duras como la de su amigo Salvador Dalí: 'Tú quizás creerás atrevidas ciertas imágenes, o encontrarás una dosis crecida de irracionalidad en tus cosas, pero yo puedo decirte que tu poesía se mueve dentro de la ilustración de los lugares comunes más estereotipados y más conformistas'. En el fondo, la cultura española de la primera mitad del siglo XX dio a la poesía neopopular el mismo trato doble que a la idea de nación. Por una parte, los diálogos con las tradiciones, la mezcla de imágenes de vanguardia y de formas populares, se sumaban al sueño progresista de la vertebración de España, a la búsqueda de una verdad nacional sólida desde la que plantearse la modernización del Estado. Pero, al mismo tiempo, la propia modernidad estética y política generaba tendencias desestabilizadoras, corrientes que cuestionaban el sentido del arte y del Estado. El surrealismo antiartístico de Salvador Dalí no podía comprender el diálogo entre la tradición y la vanguardia que pretendió García Lorca en el Romancero gitano.


Y es que los adjetivos popular y nacional suelen tener dos filos en la vida y la cultura española. La falta de memoria y las manipulaciones reaccionarias tienden a confundir el sentido de algunas palabras. El caso de Dámaso Alonso puede servirnos de ejemplo. Cuando publicó en las Ediciones Españolas, en 1937, su artículo Federico García Lorca y la expresión de lo español, no hacía otra cosa que sumarse a los esfuerzos de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Frente a la propaganda del llamado bando nacional, los escritores republicanos intentaban demostrar que lo verdaderamente popular y español estaba de parte de la democracia. García Lorca, recién ejecutado por Franco, era la expresión de lo español, el heredero de la poesía de Lope de Vega, la voz lírica del pueblo. Pero al terminar la guerra civil, cuando el franquismo manipuló la imagen de Andalucía para ofrecer una versión folclórica de España, las palabras de Dámaso Alonso fueron mal interpretadas. Poco preocupados por las fechas originales, algunos críticos pensaron que el autor de Hijos de la ira pretendía integrar a García Lorca en la cultura de los vencedores.
La verdad es que las folclóricas oficiales bailaban y recitaban en los tablados, con mucho sentimiento telúrico, los versos del Poema del cante jondo y del Romancero gitano. Hubo una lectura franquista de García Lorca, un lorquismo de coros y danzas que pretendió domar al poeta hasta transformarlo en el exponente de un añejo costumbrismo regionalista y clerical. Por eso no nos resultó fácil a los poetas de mi generación comprender la apuesta profunda de las canciones irracionales y medidas de García Lorca, su versión lírica de Andalucía, el valor estético de unos romances que consiguieron cantar y contar al mismo tiempo. Yo pasé sin transición de los versos juveniles del Libro de poemas, tan apropiados para vivir mi adolescencia lírica en Granada, al grito vanguardista de Poeta en Nueva York. Se trataba del García Lorca más crítico, más desesperado, más radicalmente innovador, una lectura sugerente para el joven español de los años setenta, cansado de cultura tradicional, dispuesto a lanzarse de una vez a las contradicciones íntimas de la modernidad, a los paisajes turbios y deslumbrantes de Manhattan.
Tardé tiempo en darme cuenta de que la madurez poética de Federico García Lorca había comenzado en 1922 con el Poema del cante jondo. La canción lírica de Juan Ramón Jiménez y la imagen ultraísta sirvieron para inventar (no para heredar) una Andalucía muy poco costumbrista, territorio dramático en el que reflexionar sobre la vida y la muerte, más interesado en los pliegues últimos de la condición humana que en la exaltación de una identidad regional. Las vocaciones universales de García Lorca y de muchos otros poetas andaluces, seguidores de la ética juanramoniana, convirtieron al sur en una metáfora del deseo, en una invitación al viaje, en la intuición de un escenario en el que los individuos pudiesen reconocer su plenitud o su soledad desamparada. Tenía razón García Lorca al afirmar que su Romancero gitano no es el libro de un andaluz profesional, y era coherente con sus personajes y sus metáforas al hablar de este modo: 'Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío... del morisco, que todos llevamos dentro'.
El Romancero gitano presenta un mundo literario propio, reconocible, con una manera muy personal de mirar la realidad y de contarla a través de imágenes. Narraba la vida y la ordenaba estéticamente. Su éxito se debió a esto, pero también a su relación con la antigua necesidad progresista de consolidar un país y una tradición, para salvarse así de las banderías, de los costumbrismos y del nacionalismo reaccionario. Los liberales de 1812, Giner de los Ríos, Menéndez Pidal, el primer Unamuno y Ortega y Gasset son reconocibles detrás de los versos de García Lorca, tan españoles y tan modernos, tan populares y tan vanguardistas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de octubre de 2002


viernes, 25 de octubre de 2002

Faulkner / El ruido y la furia / Un libro imposible


William Faulkner
EL RUIDO Y LA FURIA

Un libro imposible



ANTONIO MUÑOZ MOLINA
25 OCT 2002

A principios de la primavera de 1928 no parecía que William Faulkner tuviera mucho porvenir, ni literario ni de cualquier otra clase. Con más de treinta años, sin ninguna profesión conocida, vivía de trabajos esporádicos, acogido como un zángano en la casa familiar, aislado en su pueblo remoto y palurdo. Estaba comprometido para casarse con una mujer divorciada y con dos hijos, su amor recobrado de la adolescencia, pero nadie sabía -ni él mismo, desde luego- cómo pensaba mantener a su nueva familia. Por esa época había hecho algún trabajo como pintor de brocha gorda, e incluso había probado a destilar licor clandestino, con el que pensaba obtener algún beneficio. Después de un viaje a Memphis, en el que perdió jugando a la ruleta el poco dinero que llevaba, descubrió que su licor había desaparecido: parte robado, parte incautado por la policía, en plena Prohibición.




Había cobrado modestos adelantos con cargo a una novela en la que tenía puestas muchas esperanzas, la tercera que escribía, a la que le había dado el título magnífico de Flags in the dust (Banderas en el polvo). Pero la carta que recibió de su editor habría hundido a cualquiera: no sólo le devolvía el manuscrito de la novela, que le parecía confusa y desordenada, sino que le sugería, casi por su bien, que no se la mostrara a ningún otro editor. Sin trabajo, sin porvenir, con su manuscrito rechazado, cualquier otro escritor, por vocación que tuviera, habría pensado en abandonar el oficio, o al menos en escribir algo más simple, más fácilmente comercial o aceptable para las editoriales. Lo que hizo fue sentarse de nuevo en su escritorio y empezar un libro no ya difícil, sino casi imposible: un libro, dijo luego, que escribiría no para los editores ni para los críticos o el público, sino exclusivamente para sí mismo, como si no hubiera nada ni nadie más en el mundo, como un suicida que no tiene nada que ganar ni perder.
Tenía un título Twilight, e imaginaba al principio que se trataría de un relato corto. Aparte del título, tan poderoso de sugerencia, tenía una o dos imágenes, en apariencia nada relevantes: una niña y su hermano pequeño que se echan agua el uno al otro bañándose en un río; una niña que escala por la rama de un árbol para ver qué ocurre al otro lado de una ventana, mientras los otros niños, menos audaces que ella, la miran desde abajo, y ven bajo la falda sus pantaloncillos manchados de barro.
A partir de la emoción poderosa de esas imágenes, sobrevividas, sobrevenidas de la infancia, del recuerdo de un día de invierno en que los niños de la casa tienen que quedarse en el jardín para que no vean la agonía y la muerte de su abuela, fue creciendo a lo largo de unos pocos meses de invención febril The sound and the fury, con una mezcla rara de cálculo y delirio, de memoria precisa e imaginación arrebatada. Tan sólo unos años antes, Joyce había intentado en el último capítulo de Ulises el reflejo sin mediaciones de puntuación, de pudor o de estilo, de una corriente de conciencia, del modo inconexo en que las palabras y los pensamientos fluyen de verdad en la mente de alguien, una mujer vulgar y carnosa, insatisfecha, mezquina, que se revuelve en el insomnio de su cama conyugal. Discípulo de Joyce, Faulkner da un paso más allá que el maestro, y además no lo hace al final de su libro, sino en el mismo principio, de modo que el lector ha de encontrarse de golpe con algo que no sabe lo que es, con una yuxtaposición de imágenes, palabras, hechos, que en apariencia no tienen sentido, porque están sucediendo en la conciencia de un retrasado mental, el cual no es capaz de ordenar lo que ve o lo que escucha en líneas de causa y efecto, y menos aún distinguir entre el presente y el recuerdo, entre el ahora mismo y las diversas secuencias del pasado.
Desde el Lazarillo y el Quijote, la literatura de ficción traslada el eje del mundo a los márgenes menos respetados, al punto de vista del mendigo o del loco, del rechazado, de la mujer enajenada, del niño, del proscrito: Benjy, el primer protagonista de El ruido y la furia, no es sólo una mirada y una voz que trastornan los códigos de la novela, sino también un personaje de carne y hueso y absoluta inocencia, de sufrimiento y ternura. Una palabra que parece inocua, pronunciada por un jugador de golf que llama a su asistente -caddy- es el ábrete sésamo, el Rosebud que contiene el secreto de su vida, que provoca en su memoria trastornada las ondulaciones del desamparo y la añoranza. Al otro lado del libro, en la última de sus cuatro partes, está la correspondencia exacta con la figura de Benjy, el testimonio de Dilsey, la sirviente negra que lo ha visto todo y lo ha soportado todo, la que sostiene con su entereza y con su trabajo rudo y sin recompensa el edificio de una familia en ruinas. Y entre medias, en las dos secciones centrales, una escrita desde el interior de una conciencia volcada hacia el suicidio y la otra en una tercera persona de indiferencia casi clínica, se contraponen el haz y el envés de una familia, los caracteres adversos de dos hermanos que sólo tienen en común, aparte de la propensión familiar al desastre, la invocación obsesiva de la misma hermana ausente que surge y se esfuma en las fantasmagorías de la memoria rota de Benjy.
Porque El ruido y la furia, que es una novela tan sombría, tan poblada por la confusión y el horror a los que hacen referencia los versos de Shakespeare de los que viene el título, también tiene una arquitectura exacta, hecha de simetrías y de contrapuntos, trazada con el rigor de un cuarteto de cuerda: para ser más precisos, uno de esos cuartetos de Bela Bartok en los que hay tempestades de disonancias y largas zonas de oscuridad que poco a poco revelan al oído atento la pureza y el sentido de su forma. Decía Cyril Connolly que literatura es aquello que ha de ser leído dos veces. Deslumbra encontrarse por primera vez con las páginas de El ruido y la furia, pero es en la segunda lectura cuando empieza a descubrirse de verdad toda la belleza, la intensidad y la audacia de este libro que Faulkner escribió pensando que tal vez no lo leería nunca nadie.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 25 de octubre de 2002

lunes, 21 de octubre de 2002

Linn Ullmann asegura que el cine ha marcado su escritura

 

Linn Ullmann


Linn Ullmann asegura que el cine ha marcado su escritura


Amelia Castilla
Madrid, 21 de octubre de 2002

Linn Ullmann (Oslo, 1966) creció con el cine en casa. La escritora se crió con su abuela y con su madre, la actriz y directora Liv Ullmann. Ambas fueron madres solteras y mujeres independientes y creativas, en una época en la que no era nada fácil, ni siquiera para las mujeres nórdicas. Ellas la hicieron fuerte. De su padre, el director Ingmar Bergman, aprendió a prestar una atención especial a la luz. 'Es algo natural a mi persona y en cierto modo ha marcado mi manera de escribir. Sé cómo tengo que iluminar cada escena', aseguró la autora, que estuvo esta semana en Madrid para presentar su segunda novela, El adiós de Stella (Lumen), en la que insiste en diseccionar la incomunicación familiar.


La primera novela de esta periodista y crítica literaria, Antes de que te duermas, narraba la historia de una estrafalaria familia de Oslo y fue bien acogida por la crítica y por el público. 'He tratado de olvidar el éxito y concentrarme en mi trabajo', contó la autora, que se tomó casi dos años para redactar El adiós de Stella, una novela que se inicia con una caída mortal desde un tejado. El suceso ha sido presenciado por algunos testigos que han visto cómo una pareja forcejea y que no pueden certificar si fue un homicidio o un accidente. 'La caída dura dos segundos, pero he pretendido que ese salto se mantenga durante toda la novela', aclara la autora. El desafío, según Ullmann, era reconstruir el retrato de una mujer y contar su vida a través de los personajes que la conocieron y que influyeron en ella.


Hadas y títeres

El adiós de Stella puede leerse como un thriller, aunque no siga las pautas del género. 'En cierto modo es un guiño a las novelas policiacas, pero también puede verse como un homenaje a los cuentos de hadas, a los títeres y al teatro. Es como un caleidoscopio sobre la vida y la muerte'.

Linn Ullmann tiene un fuerte parecido físico con su madre. Lleva el pelo rubio bastante corto y luce vaqueros con botas negras y camisa estampada. La escritora ha aparcado casi por completo su carrera periodística, a la que se dedicó durante años, para dedicarse a la literatura, pese a que todavía mantiene una columna en un periódico noruego sobre temas relacionados con la política y la cultura. 'No he vuelto a hacer crítica literaria', cuenta. 'Me siento incómoda juzgando el trabajo de los demás, sobre todo ahora que publico. Siempre he respetado la gran literatura, clásica o moderna, pero no tengo paciencia para leer libros que no me gustan, y eso, para un crítico es obligado', añade la autora, que ya puede permitirse el lujo de vivir de la literatura.


La próxima semana está previsto que se publique en Noruega una nueva novela de Ullmann.


EL PAÍS



viernes, 11 de octubre de 2002

Graham Greene / El poder y la gloria


'El poder y la gloria', de Graham Greene

Una de las novelas más populares del autor británico


El País, 11 de octubre de 2002

Greene pertenece a ese tipo de británicos tan dados al nomadismo vital o, si se prefiere, con esa facilidad para asumir el desarraigo como parte de su propia personalidad, concepto y práctica de la que han dejado constancia en sus obras. Sin remontarnos más allá del romanticismo de Byron y de los grandes viajeros del XIX, el siglo XX es también ejemplar de esa voluntaria diáspora intelectual y artística en la que nombres como Brenan, Graves o el propio Greene son referencias obligadas. En el caso del autor de El poder y la gloria, entre otras muchas y populares novelas, cabe destacar precisamente su condición de autor de éxito, pues no es frecuente que quien gozó en vida del favor del público goce también del respeto de la crítica. Es probable que una buena parte de su masiva aceptación se deba a sus continuos contactos con la industria del cine. Guionista de éxito, sobre todo con el realizador Carol Reed, pues suyos son los guiones de El ídolo caído, El tercer hombre y Nuestro hombre en La Habana, varias de sus novelas fueron adaptadas posteriormente al cine: la que aquí se comenta, El poder y la gloriaEl factor humano o Viajes con mi tía, entre otras. Lo peculiar de Greene es que siendo como fue un autor de gran éxito no por ello renunció a incluir sus convicciones religiosas y sus problemas morales en el comportamiento de algunos de sus personajes más significativos, al margen de las modas editoriales.

EL PREMIO QUE NUNCA LLEGÓ


Perpetuo candidato al Nobel, Graham Greene nunca mostró demasiado interés en recibir el galardón. 'Soy demasiado popular para ganarlo; yo no escribo cosas complicadas', solía decir. El autor de El poder y la gloria desplegaba su educado desdén frente a quienes exaltaban 'la literatura oscura y experimental'. A finales de los años setenta comentó: 'Hoy día los críticos y académicos se recrean en el subtexto. El estudio de una obra de ficción ya no es tanto el estudio del arte de narrar como una búsqueda de significados escondidos'. Otra de sus respuestas preferidas para explicar por qué la Academia sueca no reconocía sus méritos consistía en aludir a su fe religiosa: 'Los suecos no tienen mucha simpatía por los católicos'. Durante una visita a Estocolmo, la prensa volvió a preguntarle si no deseaba recibir el Nobel. 'Espero conseguir otro premio más importante', contestó. ¿Cuál? 'La muerte'.

CATÓLICO, ESPÍA Y COSMOPOLITA


Graham Greene comentó en cierta ocasión, mientras charlaba con su amigo el escritor británico Anthony Burgess: 'Yo no soy un novelista católico; soy un novelista que además es católico'. Sea como sea, la búsqueda de la paz espiritual y la tensión que provoca saberse en pecado fueron ejes argumentales de buena parte de sus obras.
Greene nació en el seno de una familia protestante en 1904. Su padre era el director de la escuela del pueblo, Berkhamsted, en Hertfordshire, al norte de Londres. En 1927, mientras estudiaba en Oxford, conoció a su futura esposa, la católica Vivien Dayrell-Browning, y se convirtió a la Iglesia de Roma. La pareja se casaría ese mismo año. Desde entonces hasta 1940, Greene trabajaría como periodista. Primero en The Times y luego como crítico cinematográfico y editor literario en The Spectator.
Su primera novela, El otro hombre (1929), sería un éxito de crítica y público que no pudo repetir con sus dos libros siguientes. Tuvo que esperar hasta la aparición, en 1932, de su cuarta obra, Orient Express, para conseguir la fama internacional.
Espía y guionista
El estallido de la II Guerra Mundial, en 1939, coincide con la publicación de dos de sus obras más conocidas: El agente confidencial El poder y la gloria. Meses después, Greene comienza a trabajar para el Servicio Secreto de Inteligencia británico, con destino en Sierra Leona. En 1943, el escritor desempeña labores de contraespionaje en Lisboa a las órdenes de su amigo Kim Philby, ya entonces agente doble de los soviéticos.
Al terminar el conflicto, Greene estrecha su colaboración con el cine: firma los guiones de El tercer hombre y El ídolo caído, realizadas por Carol Reed, y supervisa la adaptación de Brighton, parque de atracciones, publicada antes de la guerra. Todas sus novelas serían filmadas exceptuando una, Campo de batalla. 'Irónicamente, fue el único libro que escribí con la intención de adaptarlo a la pantalla', comentaría poco antes de morir.
En 1948 publica El revés de la trama, obra que recibe grandes elogios por parte de la crítica. Le seguirán El final del romance (1951) y El americano impasible (1955). Visita Cuba poco antes de la caída del régimen de Batista. Fruto de aquel viaje será Nuestro hombre en La Habana. En 1961 aparece Un caso acabado, y cinco años después abandona Inglaterra definitivamente para establecerse en el sur de Francia. Allí escribe Viajes con mi tía (1966), El cónsul honorario (1973) y El factor humano (1978). Graham Greene muere en Vevey, Suiza, en 1991.
EL PAÍS

Graham Greene / El pecado y la gracia


Graham Greene

El pecado y la gracia


Javier Pradera
11 de octubre de 2002

Tras renunciar a una brillante carrera periodística en The Times y publicar sus primeras obras como escritor independiente, Graham Greene viajó en 1938 por el México posrevolucionario presidido ya por Lázaro Cárdenas. Todavía eran visibles las cicatrices de la violenta represión lanzada desde el Gobierno durante la segunda mitad de la década de los veinte para sofocar el levantamiento campesino -la cristiada- contra la aplicación de las medidas limitadoras del poder de la Iglesia católica previstas por la Constitución de 1917. La política 'desfanatizadora' de la Revolución mexicana, heredera del espíritu anticlerical de la Reforma de 1857, tuvo diferente intensidad y radicalidad en los distintos Estados; según cuenta Enrique Krauze en Biografía del poder (Tusquets, 1997), el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, solía saludar a sus guardias con la consigna 'Dios no existe'.
En cualquier caso, el saldo de muerte y violencia registrado en la persecución de ese movimiento de compleja naturaleza durante la presidencia oficial de Plutarco Elías Calles y su encubierta prolongación bajo el maximato fue elevadísimo; antes del arreglo con Roma de 1929, llegaron a estar alzados en armas cincuenta mil cristeros (con el grito de guerra de '¡Viva Cristo Rey y viva la Virgen de Guadalupe!'). La escéptica reflexión de Lázaro Cárdenas sobre sus experiencias represivas como gobernador de Michoacán entre 1928 y 1932 esclarece los motivos de las posteriores medidas apaciguadoras: 'Me cansé de cerrar iglesias y de encontrar siempre templos llenos'.
El poder y la gloria se nutre en buena medida de las informaciones recogidas por Graham Greene durante su recorrido por México y transcritas en su libro de viajes The lawless road. Pero esa dramática experiencia no sirvió de material anecdótico para un reportaje novelado, sino de referencia histórica para un relato plenamente autónomo en términos literarios. El trasfondo de la novela remite a los misterios teológicos de los dogmas cristianos como el pecado o la gracia y a los conflictos morales básicos de la condición humana como la traición o el altruismo: unos temas centrales para un escritor educado en el calvinismo y convertido al catolicismo que fue mirado siempre con desconfianza por el Vaticano. Los lectores de Graham Greene (cuyo nombre figura en el listado de los errores por omisión cometidos por el jurado sueco que le negó obstinadamente el Premio Nobel) de todos los países y creencias saben, sin embargo, que esta novela -seguramente la mas célebre de su extensa bibliografía- y otras narraciones emparentadas por un común aire religioso no aspiraron nunca a ser una versión modernizada de los autos sacramentales animados por las virtudes y los vicios en el papel de actores. 
El desgarrado protagonista de El poder y la gloria es un sacerdote alcoholizado que continúa ejerciendo su ministerio clandestinamente en un Estado de la costa atlántica mexicana -a la espera de cruzar la frontera hacia tierras menos intolerantes- mientras la policía sigue de cerca sus pasos para detenerlo y ajusticiarlo. La turbadora conciencia de vivir en pecado -durante su interminable fuga ha sido padre de una niña- no le impide desafiar una y otra vez a la muerte para celebrar misa, confesar y dar de comulgar a los fieles de las comunidades campesinas que habían sido abandonados por sus atemorizados pastores. En torno a esa dramática figura gira un amplio grupo de personajes dotados de perfiles originales, rasgos propios y caracteres singulares. No falta un cura que ha hecho la paz por separado con las autoridades revolucionarias y ha cambiado los peligros del apostolado por las seguridades de la alcoba matrimonial. El inglés que mantiene la ensoñación del regreso mientras saca muelas en un pequeño pueblo costero, la familia británica que arrastra su desolación en una plantación bananera, el bandido gringo reclamado bajo precio en los carteles y el alemán luterano que se había exiliado para no hacer el servicio militar son a la vez el contrapunto exótico de un mundo rural situado al margen de la historia y la mirada del otro sobre esa realidad aparentemente inmóvil de las pequeñas ciudades y de las aldeas habitadas mayoritariamente por indígenas y mestizos resignados y sufrientes.
En este relato sacrificial de persecución, muerte y expiación ocupan un espacio relevante los dos verdugos del cura del aguardiente. De un lado, el inquietante mestizo de solitarios colmillos ('como pertenecientes a especies extinguidas de animales') que trata por dos veces -la segunda con éxito- de entregar al sacerdote para cobrar la recompensa; de otro, el teniente de la policía movido en su acción represora no por el odio o la crueldad, sino por el ideal secular de un mundo sin dioses. El acosado sacerdote, abrumado por la carga de sus pecados y deseoso de hallar la redención en el martirio, se dirigirá finalmente de forma consciente hacia una trampa tendida conjuntamente por las pulsiones de la maldad humana y por el doctrinarismo de la pasión revolucionaria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 11 de octubre de 2002

sábado, 5 de octubre de 2002

Ian McEwan / 'La bondad y la maldad están diseminadas equitativamente por todo el mundo'


Ian McEwan

IAN MCEWAN 
NUEVOS TERRITORIOS DE LA NOVELA

'La bondad y la maldad están diseminadas equitativamente por todo el mundo'


Lourdes Gómez
5 de octubre de 2002

Es uno de los escritores que está definiendo la literatura inglesa del siglo XXI. Así lo ha confirmado con su novela, Expiación, que ha recibido varios premios, siguiendo la tradición de la mayoría de sus libros. En esta ocasión, con una historia que gira en torno al tema de la culpabilidad, la purgación y la moral, mientras repasa la historia del siglo XX. En una entrevista, en su casa de Londres, McEwan habla de su libro y de los ecos biográficos que contiene; además, del mundo literario, del 11-S y de la política internacional.

Ian McEwan habla despacio, rebuscando las palabras y puntuando la conversación con largos silencios. Es una técnica que, en cierta forma, también aplica a su proceso de creación. El novelista británico, de 54 años, se embarca en sus proyectos literarios sin rumbo fijo ni ambición clara. Pasa meses recogiendo apuntes y perfilando personajes en cuadernos que conserva desde décadas atrás. Con numerosas pausas en el camino, para dar tiempo a que las piezas encajen y las ideas tomen cuerpo, ha construido una decena de novelas, incluida la última, Expiación, cuya versión en castellano se publica este mes, un año después de la edición original.
Premio Booker 1998 por Amsterdam, galardonado por Niños en el tiempo y con su primera novela Jardín de cemento entre sus trabajos llevados al cine, McEwan forma parte del grupo de autores surgidos en el Reino Unido a mediados de los setenta que todavía no ha sido desplazado por las siguientes generaciones. En el aniversario del 11 de septiembre, el novelista conversa en su nuevo domicilio de Londres, una magnífica residencia de cinco plantas, de la coyuntura internacional y de su última novela, que presentará en Barcelona a mediados de este mes.










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PREGUNTA. Una niña con ambición literaria, Briony, es el personaje central de Expiación. ¿Deposita en ella su experiencia como escritor?
RESPUESTA. Sí, hay mucho de mí en Briony. Comparto sus ideas acerca de la calidad de secreto que tiene la escritura o la forma en que una novela permite adentrarse en la mente de los demás. Sensaciones que ella experimenta al observar detenidamente su mano o su rodilla, y que le provocan una intensa conciencia de sí misma, proceden directamente de mis experiencias de niño.
P. ¿Comparte también su definición de literatura como un viaje de la imaginación?
R. La literatura debe ser más controlable. Debe haber un compromiso entre el propósito consciente del autor respecto a su material y la impotencia frente a dicho material. En vez de volar, yo siento como si estuviera cavando con la esperanza de encontrar piedras preciosas.
P. ¿Qué le llevó a meditar sobre el concepto de expiación y sus ramificaciones morales?
R. No fue premeditado, sino que surgió lentamente a medida que escribía y una vez que descubrí que Briony es la autora de la novela además de su personaje central. Es una historia tradicional de una persona que toma conciencia plena de sus responsabilidades morales. Briony comete un error de niña y pasa el resto de su vida reflexionando sobre la materia. Se convierte así en un genuino ser moral.
P. Briony cumple 77 años en 1999. ¿Quiso pasar revista a la historia del siglo XX a través de este personaje?
R. Sí, no es fortuito que la novela termine en 1999. Al concluir el siglo, miramos hacia atrás, especialmente en Europa, a los cien años de destrucción, crueldad y locura. En el corazón de nuestra civilización tenemos estos actos terribles que provocaron tanta miseria humana como el Holocausto, la II Guerra Mundial, la revolución rusa... Quería escribir una novela en la que un anciano mirara al pasado, a sus propios errores. Briony tiene remordimientos e intenta purgar la falta que cometió de niña.
P. En su obra literaria, la mujer tiende a portar el estandarte de moralidad. ¿De dónde procede esta visión?
R. Siempre sentí que debía proteger a mi madre de mi padre, quien bebía con exceso y era algo violento. Esto me llevó a idealizar a la mujer, a representarla como una luminosa autoridad moral. Ya no conservo este ideal. Ningún género, clase o raza puede reivindicar una mayor autoridad moral. La bondad y la maldad están diseminadas equitativamente por todo el mundo.
P. La novela se detiene en Dunkirk, una de las derrotas más humillantes de los aliados en la II Guerra Mundial.
R. Fue humillante, pero Dunkirk vive en la narrativa inglesa como un mito heroico. La retirada de las tropas no se incluye en nuestra historia nacional. Ignoramos esta auténtica pesadilla y nos centramos en la hazaña de las pequeñas embarcaciones que cruzaron el canal de la Mancha para rescatar a los soldados británicos.
P. ¿Quiso desvelar la tragedia del desastre bélico a través de Robbie, el personaje masculino clave en la novela?
R. Siempre he querido escribir sobre Dunkirk. Mi padre, y todos los hombres de su generación, estuvieron en Dunkirk. Los periodistas se fijan en el lado oculto de un acontecimiento, pero a mí, como novelista, esta idea no me interesa. Fue un recurso literario que me permitió hablar de Robbie durante su experiencia en la guerra y, al mismo tiempo, hacerle reflexionar en esta larga caminata sobre los acontecimientos anteriores de su vida.
P. No economiza en las escenas de violencia, incluso entre los propios soldados británicos.
R. Fue una atrocidad y el horror fue real. Murieron 60.000 soldados y la aviación alemana bombardeó a los refugiados civiles para bloquear el tráfico militar. En la guerra es muy difícil separar a los culpables de los inocentes. Todo colapsa y se renuncia a todas las normas. Presento en estos capítulos otra perspectiva de la culpabilidad y la purgación.
P. El Reino Unido vuelve a prepararse para la guerra, ¿hay justificación?
R. Hay justificación, aunque no estoy seguro de que sea suficiente. Me encantaría que cayera Sadam Husein, pero la guerra en Irak es una muy mala idea. Espero que la amenaza de guerra le fuerce a permitir el retorno de los inspectores de la ONU. Es la única esperanza que nos queda. Yo no soy pacifista, pero, en este caso, creo que deberíamos contenernos de atacar Irak.
P. ¿Qué papel debe desempeñar un escritor en momentos de convulsión internacional?
R. Miro con sospecha a los escritores que están inmediatamente dispuestos a opinar en público sobre un evento internacional. Hay mucha vanidad y pedantería en el aire. Para hacerles justicia, debo decir que se les pide constantemente su opinión. Mi teléfono suena en cuanto algo sucede en el mundo. Pero yo recelo de convertirme en intelectual público, especialmente cuando los intelectuales se han equivocado en tantos capítulos de la historia del siglo XX.
P. Pero usted publicó un artículo al día siguiente de los atentados del 11 de septiembre.
R. Sí, a petición de The Guardian. Mi primer instinto fue rechazar la propuesta. Luego pensé que si no era capaz de escribir sobre esta tragedia humana, más me valdría permanecer en silencio. Quise dar forma a la respuesta emocional que sintió la gente, sin exponer una opinión política.
P. ¿Qué cambios fundamentales aprecia desde entonces?
R. Miedo y pesimismo. Un acto de agresión genera más agresión, es algo innato en la condición humana. Al Qaeda debe contar con cientos, o quizá miles, de seguidores preparados a morir para vengarse de la destrucción de sus campos de entrenamiento, de la derrota talibán, de la presencia de tropas americanas en la península arábiga... No veo una solución racional posible. Por eso me siento tan pesimista y temo que, tarde o temprano, sufriremos otra atrocidad en Nueva York, Londres o Madrid. El mundo occidental es muy vulnerable.
P. En Expiación da por cerrado el siglo XX. ¿Se siente frustrado ante la intensificación de la violencia en la nueva era?
R. Sí, nuevo siglo con un nuevo tipo de horror. ¿Pero es realmente algo nuevo? ¿O estamos frente a una variante del siniestro espíritu totalitarista que vivimos en el XX, que ha encontrado ahora una expresión religiosa, que quiere imponer su solución final y preserva una única visión en su búsqueda de la utopía? Hay conexiones con el fascismo y el comunismo en la noción de que los medios justifican el fin. La muerte es aceptable, e incluso, deseable, si conduce a un objetivo.
P. La novela está poblada de referencias literarias. ¿Brinda un homenaje a sus antecesores?
R. En cierta forma sí. Entablo un diálogo sobre modernismo y posmodernismo. El primer relato que escribe Briony está totalmente influenciado por Virginia Woolf y, como apunta el crítico Cyrill Connolly, falta narrativa en el texto y valor por parte de su autora. En la última versión, debe romper con Virginia Woolf y remontarse a la novela del siglo XIX, a autores como Jane Austen, que creen en los personajes. Expiación es una novela de personajes. Y Briony es mi mejor creación como personaje. Tuve que creer realmente en ella como persona. No hubiera podido contar esta historia sin recuperar las maravillosas herramientas que nos han dejado George Eliot, Tolstói, Austen y muchos otros autores. También reconozco que recurrí a todos los trucos de la novela posmodernista.
P. ¿Cree que estos recursos literarios serán a la larga sustituidos por influencias del dominante mundo audiovisual?
R. Un buen escritor debe abrazar su tradición para poder cortar con ella. Debe leer para perder sus influencias. Me preocuparía que se consolidara una tradición literaria dominada por escritores semieducados, que no han leído, desconocen la creación anterior y piensan que están inventando algo por primera vez. En los últimos diez años ha aparecido un elevado número de jóvenes escritores brillantes, ignorantes, no muy interesantes, no muy talentosos. Pero el apetito por las novelas nunca va a desaparecer porque ninguna tecnología moderna puede ofrecer el sabor de la mente de otra persona. La televisión y el cine transmiten un fuerte sentido del otro ser, pero nunca pueden alcanzar la familiaridad con un personaje que se logra en la novela. El lector se convierte, en una forma bastante sensual, en parte integrante del pensamiento de un personaje.
P. ¿Cómo explica que no haya surgido un grupo con la misma fuerza que los autores de su generación, como Martin Amis o Julian Barnes?
R. Porque escribir una novela es, ahora, una vía de hacerse rico. Si tienes 21 años -ayuda si eras una chica atractiva- y escribes de sexo, discotecas y drogas, las editoriales te apoyarán con una promoción agresiva. Se trata, con frecuencia, de columnistas de prensa, que cuentan con una audiencia y son conocidos cuando publican su primera novela. Ni ellos mismos pretenden que están haciendo algo significativo.
P. ¿Prima el comercio sobre la creatividad?
R. Sí, todo gira en torno al mercado. También hay buenos autores jóvenes, como Toby Litt y Zadie Smith, y surgirán otros más. No importa que ahora mismo falte un novelista, de unos 40 años, considerado un genio de la ficción inglesa. El género sobrevivirá. Lectores no faltan y los libros son baratos. Las condiciones son buenas y estoy seguro de que emergerán buenos novelistas.
P. Acaba de publicar un ensayo autobiográfico. ¿Es un adelanto a sus memorias?
R. Pensé que este ensayo sería el primer capítulo de mi autobiografía. Pero no he hecho nada desde entonces porque estoy pensando en una novela. Tengo ideas vagas que estoy escribiendo en mi cuaderno sin saber todavía a dónde me dirijo. Pero, uno de estos días, escribiré mi memoria novelada.