miércoles, 21 de enero de 2015

Michel Houellebecq / La sumisión y la sangre


Michel Houellebecq

La sumisión y la sangre

Más que una fantasía política sobre un posible Gobierno islámico, la novela de Michel Houellebecq se revela como una grotesca burla de la Francia socialdemócrata de nuestros días, y por extensión de Europa




EULOGIA MERLE
La mañana del 7 de enero me encontraba en el aeropuerto de Newark, a punto de embarcar de vuelta a México, cuando comencé a leer Sumisión, la nueva novela de Michel Houellebecq que acababa de descargar en mi Kindle horas después de haber sido publicada. Justo cuando leía la cita inicial de Joris-Karl Huysmans, el decadentista francés que la inspira, presté atención al sonido de una de las pantallas en la sala de abordaje. La reportera de CNN anunciaba que un grupo de encapuchados había irrumpido en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, y había asesinado a la mayor parte de sus redactores. Sólo después de aterrizar en México conocería los detalles del acto terrorista, entre ellos que la portada de Charlie Hebdo de esa semana se burlaba precisamente de Michel Houellebecq quien, como de costumbre desde la publicación de Las partículas elementalesen 1998, era motivo de un nuevo escándalo en el medio intelectual francés, en esta ocasión por su declarada “islamofobia”.
La conexión entre el tema central del número y el atentado queda aún por esclarecerse —la revista había sido amenazada desde que en 2004 reprodujese las célebres caricaturas danesas sobre Mahoma, un personaje que se volvería habitual en sus páginas—, pero no parece del todo casual. Ambientada en 2022, Sumisión también es una suerte de caricatura en la que un político musulmán, Mohamed ben Abbes, dirigente de una ficticia Fraternidad Musulmana, llega a la presidencia de Francia, imponiendo una serie de medidas —en particular, la poligamia— que al cabo son aceptadas por el conjunto de sociedad francesa con indiferencia, cuando no con discreto entusiasmo.
En su cubierta, Charlie Hebdo presentaba a un demacrado Houellebecq (apenas más lamentable que en sus fotos recientes), anunciando sus predicciones de futuro: “En 2015 pierdo los dientes. En 2022 hago Ramadán”. Una perla que, con la acidez característica del medio, resume bastante bien la trama de Sumisión. Que el escritor francés decidiese suspender la promoción de la novela esa misma tarde para refugiarse en un innominado sitio en la campiña francesa casi sonaría como una prolongación de la paranoia que alimenta su ficción de no ser por la espantosa resonancia de la tragedia.
Mucho antes de que aparezca en español, un sinfín de comentaristas ya se ha apresurado a ensalzar o denigrar la novela de Houellebecq, desde quienes piensan que se trata de una obra oportunista y marrullera, hasta quienes la defienden como un valeroso acto de libertad equiparable a las virulentas caricaturas de Charlie Hebdo. En la propia Francia, tan dada a estas aparatosas disputas intelectuales, los bandos también se hallan bien diferenciados: de un lado quienes piensan que, más allá de sus discutibles méritos literarios, Sumisión es una pieza repugnante que “pone a Marine Le Pen en las puertas del Elíseo”, y del otro quienes sostienen que, en su cuidada ambigüedad, se trata de una sátira que, más que ensañarse con los musulmanes, se burla de Francia en su conjunto.

El nuevo rector permite que sus profesores elijan tres o cuatro esposas de entre las estudiantes
François, una suerte de alter ego del autor, es un profesor universitario que, tras una carrera como especialista de Huysmans, se encuentra en un momento de decadencia o apatía. (Como la propia Francia: igual que en las viñetas de Charlie Hebdo, la sutileza aquí no es relevante). Harto de sus recurrentes aventuras con sus alumnas, François por fin se ha enamorado, o al menos encariñado, de Myriam, una joven judía —no podía ser de otro modo— que está loca por él. En ese contexto, François describe el ambiente electoral, dominado por la oposición entre la Fraternidad Musulmana y el Frente Nacional, con el Partido Socialista y la UMP como residuos del pasado, y la creciente sensación de peligro experimentada por los desplantes de los integristas del “movimiento identitario”, es decir, de esas organizaciones que, bajo el lema de “Francia para los franceses”, están dispuestos a defender a los “indígenas” de la “colonización islámica”.
Aderezada con sus previsibles descripciones sexuales y las meditaciones pesimistas o políticamente incorrectas que ya son marca de la casa —en especial contra las mujeres—, Houellebecq hace que su personaje apenas se dé cuenta de la victoria de Ben Abbes (aliado en la segunda vuelta con el PS y la UMP) y de la brutal mutación que ello acarrea. Temeroso de la violencia —que podría provenir de unos extremistas u otros—, François huye de París y se refugia en Martel, un pequeño poblado del suroeste nombrado así en memora del caudillo que detuvo el avance árabe en el medioevo. Entretanto Myriam, cuya familia teme quedarse en un país gobernado por un partido musulmán, ha emigrado a Israel con sus padres. Deprimido y solo, François visita el santuario de Rocamadour, ansioso de que su famosa Virgen Negra lo ilumine.
Por desgracia, la anhelada experiencia mística —paralela a la conversión al catolicismo de Huysmans— no llega nunca y, cuando François vuelve a París, encuentra a su patria transformada en un Estado islámico. Aquí es donde la sátira deviene simple caricatura. Para llegar al poder, Ben Abbes ha cedido los principales Ministerios a sus aliados para quedarse con el único que importa: el de Educación. Gracias a ello, las universidades francesas han pasado a ser islámicas, las mujeres han perdido sus privilegios y acuden veladas a sus clases. Por si fuera poco, el nuevo rector, un acomodaticio intelectual convertido al islam, permite que sus profesores tomen tres o cuatro esposas de entre las estudiantes. Poco le preocupa a Houellebecq la inverosimilitud del planteamiento: su intención, más cercana a Kafka que a la ciencia-ficción, es colocarnos de pronto frente a un sistema totalitario y absurdo, pero que apenas se distingue de lugares como Arabia Saudí.

Solo el islam parecería tener la energía suficiente para arrancar al país galo del marasmo
A diferencia de lo que ocurría en Las partículas elementales o incluso en El mapa y el territorio, la novela se mueve en un terreno voluntariamente pedestre. Más que una fantasía política, Sumisión se revela como una grotesca burla de la Francia socialdemócrata de nuestros días, y por extensión de Europa. Un continente que, como predijo Nietzsche, ha perdido toda su fuerza justo por haber renunciado a la religión y haberse decantado por los valores facilones, femeninos, de la democracia liberal (una sombra, en cualquier caso, de la bestia negra de Houellebecq: la Ilustración). En este contexto, sólo el islam parecería tener la energía suficiente para arrancar a Francia del marasmo, así sea al precio de renunciar sus valores más queridos (en especial, la igualdad).
Uno dudaría que un musulmán pudiese encontrar en esta farsa un solo argumento para sentirse vejado —pero si unas simples caricaturas fueron capaces de desatar semejante descarga de ira, quizás Houellebecq tuvo razón en esconderse en la Francia profunda, como su personaje—. Mucha más razón para indignarse tendrían las mujeres, que no tienen aquí otra función que la de objetos sexuales (como Myriam) o esposas (en el nuevo régimen machista y polígamo). Lo más relevante del libro son, en todo caso, las especulaciones sobre el reacomodamiento político previo a la victoria de Ben Abbes, en las que Houellebecq destaza por igual a la izquierda, la derecha y la ultraderecha de Marine Le Pen.
En un plano íntimo, Sumisión se presenta como el itinerario de una conversión fallida: François nunca será Huysmans, sino apenas otro oportunista en una Francia que hoy, no en 2022, disfruta de la sumisión a sus hipócritas valores burgueses. Lo que quizás se le escape a Houellebecq es que, al contentarse con una sátira de trazos gruesos, con una caricatura de los miedos de su época —incluida la islamofobia—, él ha seguido el ejemplo de François y tampoco ha logrado escapar a su cómodo papel de provocador. Sumisión es, en este sentido, la sumisión a un éxito que su autor previó desde el inicio y que sólo la sangre de sus colegas ha conseguido adulterar.

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