domingo, 31 de enero de 2021

Patricia Highsmith / Cuando la escuadra llegó a Mobile


Patricia Highsmith 
Cuando la escuadra llegó a Mobile
    (When the Fleet was in at Mobile)

Con la botella de cloroformo en la mano, Geraldine miraba al hombre dormido en el porche de atrás. Lo oía respirar con profundas inspiraciones y breves expiraciones silbando a través de su bigote, como solía respirar cuando no iba a despertar hasta pasado el mediodía. Había estado dormido desde que llegó al amanecer, y nunca supo de nada que pudiera despertarlo a media mañana cuando había bebido toda la noche. Ahora era el momento.
    Corrió, calzada sólo con las medias de seda, hasta el cajón de los trapos, situado bajo los armarios de la cocina, y desgarró de una toalla vieja un pedazo grande y luego uno más pequeño. Dobló el trapo grande para darle forma de almohadilla cuadrada y, pensándolo mejor, lo mojó con agua del grifo; con dificultad, porque sus manos comenzaban a temblarle, se lo ató delante de la nariz y la boca con el cinturón de tela del vestido que había planchado un momento antes, para ponérselo. Luego sacó de la caja de las herramientas el martillo sacaclavos, por si lo necesitaba, y se dirigió al porche de la parte posterior de la casa. Acercó la silla al lado de la cama, se sentó, destapó la botella y empapó el trapo pequeño. Mantuvo éste por unos instantes encima del pecho del hombre y luego se lo acercó lentamente a la nariz. Clark no se movió. Pero algo debía hacerle, pensó, porque ella misma lo olía, azucarado y nauseabundo como flores mortuorias, como la muerte misma.
    Oyó, detrás de ella, el gemido que el perro, el Rojo como lo llamaban, lanzaba siempre que uno de sus bostezos llegaba a su punto máximo, y después su gruñido, cuando se dio la vuelta y se tendió en un lugar más fresco, al lado de la casa, y pensó: «Todos creen que el cloroformo es para el Rojo , y ahí está, durmiendo, tan vivo como en esos catorce años que lleva viviendo».
    Clark movió la cabeza arriba y abajo, como si asintiera, y su mano, su cuerpo rígido, siguieron la nariz del hombre como si fueran parte de él, y una voz clamó dentro de ella: «No hubiese ni soñado en hacer esto si existiera otra manera, pero no me deja ni salir de la casa».
    Se acordó del gesto de aprobación de la señora Trelawney cuando le dijo que quería sacrificar al Rojo , porque era peligroso que los desconocidos se acercaran a la casa, pues el Rojo les mordiscaba con su único colmillo.
    Miró el pulso en la sien de Clark. Latía en el punto más bajo de una culebreante vena verduzca, pegada al nacimiento de su pelo, que siempre le recordaba un mapa del río Mississippi. Entonces el trapo topó con la nariz de Clark, éste movió la cabeza a un lado, y la mano de la mujer siguió pegada a la nariz, como si no pudiera arrancarla si hubiese querido, y tal vez de veras no le habría sido posible. Pero las negras pestañas no se movieron y recordó cuán distinguido le parecía, antaño, con las sienes hundidas a ambos lados de la alta y estrecha frente y el negro pelo como una mata salvaje, y el bigote negro, tan ancho que resultaba pasado de moda, pero que le sentaba bien a Clark, como sus chaquetas a medida también pasadas de moda y sus botas de puntera cuadrada.
    Miró al despertador gris que, colocado en la repisa, estaba viéndolo todo desde hacía ya unos siete minutos. ¿Cuánto tiempo se necesitaba? Abrió la botella y puso más líquido en el trapo, hasta que lo sintió frío en su palma, y volvió a acercárselo bajo la nariz. El pulso de la sien seguía latiendo, pero la respiración era más breve y débil. Le dolía el brazo, de modo que miró afuera, a través del porche, y trató de pensar en otra cosa. Un gallo cacareó cerca del establo, como si despuntara un nuevo día, se dijo recordando una canción. Y contó veinte tictacs del reloj, uno por cada uno de sus años, y volvió a mirarlo y ahora ya llevaba doce minutos, y cuando fijó los ojos otra vez en la sien, ya no había pulso. Pero no debía dejarse engañar por esto, y concentró su atención en los pelos de la nariz, que ya no se movían, y que tal vez no se hubieran movido tampoco si él respirara, pero no oía nada. Entonces se levantó y después de una vacilación dejó el trapo sobre el negro bigote. Miró el brazo que descansaba en la sábana, y la mano, que siempre encontró elegante, a pesar de que era peluda, y vio el estrecho anillo de oro en el meñique, que, decía él, era el de boda de su madre, pero era, sin embargo, la misma mano izquierda que le había pegado muchas veces, y probablemente sintió el anillo dándole en los huesos. Se quedó allí varios segundos, sin saber por qué, y luego se precipitó a la cocina, y se quitó apresuradamente el delantal y la bata.
    Se puso el vestido de verano, con flores estampadas, que deliberadamente se había abstenido de llevar cuando salía con Clark, porque le recordaba los días más felices de Mobile; enderezó las cortas mangas fruncidas con un movimiento familiar y ya casi olvidado de los hombros, que le hizo sentirse otra vez ella misma, y con el vestido todavía sin abrochar, corrió de puntillas hasta el porche y vio que el trapo estaba todavía sobre la boca de Clark. Para asegurarse, derramó lo que quedaba de cloroformo sobre el trapo. ¿No parecía absurdo, ahora, el martillo? Lo devolvió a la caja de las herramientas.
    Una vez vestida, aunque todavía sin maquillar, se quitó la toalla de la cara y abrió todo lo que pudo las ventanas de su cuarto. Se apartó del espejo de la cómoda, examinándose con ansiedad; luego se acercó y puso anchos arcos de rojo en las curvas de su labio superior, como le gustaba a ella, esparció una nube de polvos sobre la nariz y la extendió rápidamente en todas direcciones. Veía ahora sus mejillas tan redondas que apenas si se hubiese reconocido, pero no estaba demasiado gorda, tenía justo las curvas que le favorecían. Todavía conservaba esa combinación, que todos consideraban única, de provocación y de esplendor juvenil; ¿cuántas podían vanagloriarse de eso? ¿A cuántas muchachas se les había declarado el hijo de un pastor protestante, como le sucedió a ella en Montgomery, y luego cuántas tuvieron una vida como la suya en Mobile, cuando era la niña mimada de la escuadra? Se rió, coquetona, de sí misma en el espejo, aunque sin emitir sonido alguno —pero ¿quién podía oírla, si reía alto?—, y con la palma de la mano dio unos golpecitos superfluos a su ondulado cabello, entre castaño y rubio. Se lo había rizado con las tenacillas, aquella mañana, después de la llegada de Clark, y lo hizo mejor que nunca, aunque todo el rato sabía lo que iba a hacerle a Clark. ¿Se había acordado de meter en la maleta las tenacillas de rizar?
    Sacó a rastras la vieja maleta negra de detrás de la cortina, debajo del fregadero, y encontró las tenacillas encima de todo. Volvió al dormitorio a buscar su bolso. Los cigarrillos… Corrió a recoger la cajetilla de Lucky Strike de detrás de la jabonera de la cocina, y por un instante sus dientes algo separados mordieron su labio inferior y las cejas redibujadas con lápiz se alzaron con un temblor de lamentación, al mirar por última vez la cenefa roja que había colocado alrededor de la repisa, para adornarla, y en la que Clark ni siquiera se fijó, y por fin se volvió y, atravesando el porche de la parte posterior, salió de la casa.
    El Rojo le gruñó y ella soltó la maleta y volvió corriendo a la casa, llevando el cuenco vacío de la comida del perro: sacó de la cesta del pan un mendrugo y lo desmenuzó, le agregó grasa de la sartén y, con atolondrada generosidad, le añadió aún el resto del estofado de buey. Cómo se sorprendería el Rojo con aquella comida a las once de la mañana… El Rojo se sorprendió tanto que se levantó para comer, agitando su viejo rabo rojizo, tan delgado y lleno de muescas como una pluma de gallo.
    Brincando, para no meter los pies en los charcos de agua roja, Geraldine corrió con gracia sobre sus zapatos de lagarto gris, de tacón muy alto, por la rodera del camino que atravesaba el prado del oeste. Esa mañana se sentía feliz como una alondra con sus mejores zapatos, que suponía que no eran muy prácticos para viajar, con el talón y las punteras descubiertos, pero que le alegraban el ánimo. Al llegar al matorral, se volvió y miró la granja. No era el momento del día que más le gustaba. Prefería el de antes de ponerse el sol y el amanecer, cuando el sol salía y doraba la superficie de las cosas e islitas de un verde brillante sembraban el paisaje llano y el lomo de las vacas que pacían se rayaba de rojo. Rojo y verde como un árbol de Navidad, había dicho catorce meses antes, cuando llegó allí para vivir con Clark, a la vista de aquella tierra siempre tan fresca como si acabara de caer sobre ella una ligera lluvia y el sol acabara de salir. «Desde hoy, será siempre Navidad, Clark», había dicho ella, sintiéndose como al final de una película, y se mordió tristemente el labio, ahora, en otro delicioso instante de autocompasión. Adiós a la larga casa parda, al establo de las vacas, al gallinero y a la pequeña letrina.
    El autocar hacia el norte tardaría casi una hora en pasar, de modo que atravesó la carretera y se metió en el bosque donde había un riachuelo, se sentó y quitó con un kleenex mojado el lodo rojizo que se había pegado a sus tacones. El humo de su cigarrillo era exactamente del color del musgo que colgaba de los árboles. Subía tan lento y continuo como si ella estuviera charlando en una estancia confortable. Se puso de pie de un brinco, al oír el ruido de un motor, pero era sólo un camión cisterna que venía de Nueva Orleans, y luego oyó el runruneo del autocar avanzando por la curva, y hubiese debido adivinar que el camión cisterna no era el autocar, porque al ver a éste su corazón le dio un vuelco, como si toda la dicha del mundo viniera en él, y antes de darse cuenta se encontraba ya al lado de la carretera agitando el brazo. Cuántas y cuántas veces había contemplado el autocar pasando de largo, sin que ella pudiera tomarlo.
    Y ahora subía al vehículo, con el suelo vibrando y crujiendo bajo sus pies, hacia el norte.
    —¿Adónde va usted, señora? —preguntó el chófer.
    Estuvo a punto de decir que a Mobile, pero se rió y anunció:
    —Birmingham.
    Allí vivía su hermana.
    —Pero quisiera ir primero a Alistaire.
    Alistaire era un pueblecito en el norte de Luisiana, donde una vez pasó una noche con sus padres, cuando era niña, y había pensado que le gustaría detenerse allí un par de horas, camino de Birmingham. Pagó con el billete de diez dólares que aquella mañana había sacado del bolsillo de Clark. Además, tenía nueve dólares ahorrados de lo que sisaba en las cuentas de comida, cuando Clark aún la dejaba ir de compras con los Trelawneys a Etienne Station.
    El autobús estaba tan lleno que había tres o cuatro personas de pie, pero cuando ella avanzó por el pasillo, un joven con mono azul se levantó y le cedió su asiento.
    —Gracias, señor —le dijo.
    —No hay de qué, señora —respondió el joven, que se quedó de pie cerca de ella.
    La mujer sentada a su lado llevaba en el regazo a un chiquillo dormido, cuya cabeza pesaba sobre el muslo de Geraldine. Dentro de un momento, se dijo, le preguntaría algo acerca del niño, no sabía aún qué. Se quitó del cuello la estola de imitación de marta, pues la mancha azul oscuro en los sobacos del muchacho le hizo darse cuenta de que el día era caluroso, y se dispuso a disfrutar del viaje. Sonrió al joven y éste le devolvió la sonrisa y Geraldine pensó que todo el mundo, en el autocar, era amable y que sabían, con sólo mirarla, que ella también lo era. Qué alivio, no tener a Clark cerca, acusándola de querer irse a la cama con el joven del mono azul, simplemente porque había aceptado su asiento. Movió la cabeza deplorando esa sospecha y sintió que un rizo se le había soltado al lado de la oreja y con un ademán casual lo volvió a poner en su sitio. Mira que acusarla de flirtear con el señor Trelawney, siendo así que todos sabían que la señora Trelawney era su mejor amiga y siempre estaba en el coche cuando iban al pueblo, único momento que lo veía a él.
    —Las mujeres que se acuestan con diez hombres a la vez nunca se quedan preñadas —tronaba la voz de Clark desde la letrina, antes de dar un portazo.
    Inclinándose hacia la mujer sentada a su lado Geraldine le preguntó:
    —¿Tiene usted muchos hijos?
    La mujer le lanzó una ojeada tan larga y extraña que Geraldine casi se echó a reír a pesar suyo, antes de que la mujer contestara:
    —Cuatro. Y ya me bastan.
    Geraldine asintió con la cabeza y miró al joven que estaba de pie a su lado, que la miraba sonriente, mostrando sus encías rosadas y sus grandes dientes blancos, aunque le faltaba una muela de arriba. Joven, tímido y solitario, pensó Geraldine, casi tan atractivo como los marineros de Mobile, aunque no tan guapo como la mayoría de ellos, pero se apartó ligeramente de él, sin embargo, porque el mono azul parecía rozarle el hombro de una manera que no le gustaba, ¿o es que se estaba volviendo tan pacata como Clark? Claro que si le hacían preguntas, les diría que Clark era realmente como una solterona pudibunda, y que ni siquiera cumplía sus deberes conyugales, aunque esto a ella le importaba poco, pero había oído decir que muchas mujeres pedían el divorcio solamente por esto. ¡Y atreverse a acusarla de que ella no podía tener hijos! Todo el mundo en Etienne Station sabía que Clark era extraño. Había estado en la cárcel por estafar a un socio, cuando era joven, y no hacía tanto tiempo que la gente no lo recordara, lo habían vuelto a meter en la cárcel por predicar, pero no sólo por esto, sino por predicar como un obseso y por haber casi matado a un hombre que no estaba de acuerdo con él. Geraldine cruzó las piernas y se estiró la falda hacia abajo.
    El autocar la hacía sentirse segura y poderosa, como si estuviera en el centro de una montaña o despierta en el centro de un sueño pesado y agradable, que seguía y seguía. Podía continuar mientras le durara el dinero y cuando se le acabara, detenerse y ponerse a trabajar en cualquier parte.
    Volvería a adoptar su propio nombre, Geraldine Ann Lewis, liso y llano, y alquilaría un apartamento pequeño y por las noches cocinaría, acaso iría al cine una vez por semana y a la iglesia los domingos por la mañana, y se mostraría muy precavida a la hora de trabar amistad, especialmente con hombres.
    La cabeza del chiquillo se apretó más fuerte contra su muslo, el autocar dio varios giros y vio que se acercaban a una población. No la conocía, pensó excitada. ¡Pero sí que la conocía! Era Dalton.
    Y si alguien quisiera saber por qué hizo lo que hizo, se dijo mientras avanzaba por el pasillo, cargando la maleta, les contaría todo lo sucedido; cómo Clark le dijo que la quería y le pidió que se casara con él y viviera en su casa de Etienne Station, al norte de Nueva Orleans, y cómo cocinó, limpió y fue la mejor esposa que supo ser, y cómo al transcurrir los meses se dio cuenta de que Clark realmente la odiaba y se casó con ella solamente para poder criticarla —ahora lo veía muy claro—; les diría que él había escogido esposa en un lugar como el hotel Star para podérselo reprochar y sentirse superior. Metió la pajita en el agujero de la tapa del vaso de plástico en que estaba la leche que había pedido.
    —Vamos, chica, ¿no dice usted nunca nada ?
    Era el muchacho del mono azul, que le sonreía. El sonido fuerte de las erres le hizo pensar primero en el hombre que se había inclinado a decirle algo, en un trigal, adonde había ido con su padre para ver cómo trillaban, luego en las voces de los marinos en Mobile, y el miedo le penetró como una aguja, antes de que pudiera siquiera preguntar por qué pensó en ese trigal en el que nunca había vuelto a pensar antes, y se volvió, dejando los quince centavos en el mostrador, sin saber si eran de ella o de él, y replicó en un soplo:
    —No, ahora no. No puedo hablar.
    Llevaba ya varios minutos en el autocar antes de darse cuenta de que el muchacho no estaba en él. Si tenía una chica en Dalton, confiaba en que sería una buena muchacha. Pero tal vez iba simplemente a su casa, a ver a su familia; ¿por qué pensaba que iba a ver a una muchacha? Dejaría de pensar cosas así cuando estuviera bastante lejos de Clark. Éste ya no le permitía ir a Etienne Station con los Trelawneys. Les podría contar cuál fue la última vez que fue con los Trelawneys, cuando Clark estuvo fuera durante un par de días, quién sabe dónde, y no había comida en casa. Le arrojó al suelo lo que había comprado y la abofeteó, sin decir ni palabra, hasta que ella se desplomó sobre las bolsas de la compra, llorando como si se le fuera a romper el corazón. Y la cicatriz de la hebilla del cinturón, también se la podría enseñar.
    Sin mirarla, se frotó la cicatriz en forma de U en el dorso de la mano. Desde que había subido al autocar, sus manos nunca estaban quietas, los largos dedos doblados hacia atrás apretaban ahora simétricamente las suaves palmas contra los extremos de su bolso, ahora volaban hacia alguna otra percha, como si tratara de colocarlas adecuadamente para una foto. Sus zapatos de piel de lagarto estaban uno contra el otro, bien derechos, sobre el suelo vibrante.
    Alistaire era la siguiente parada. No recordaba gran cosa del pueblo, excepto el nombre, o acaso el pueblo había cambiado mucho en diez años, pero bastaban el nombre y el hecho de que hubiese pasado una noche feliz y sin preocupaciones en un motel, con su familia, durante una de las vacaciones de verano. El sol estaba ya poniéndose, de modo que decidió pasar allí la noche y salir temprano por la mañana, como solía decir su padre cuando iban de viaje en coche.
    —¿Dónde calculas que dormiremos esta noche, papá ? —preguntaban ella o su hermana Gladys, desde el asiento trasero, donde estaban las mantas caqui y la cesta con la comida y probablemente una sandía, todo tan bien ordenado que daba gusto deslizarse en el estrecho espacio al lado de su hermana.
    —Sabe Dios dónde, cariño —les contestaba su padre.
    O bien:
    —Me parece que llegaremos a casa de tía Doris por la noche. ¿Recuerdas a tía Doris?
    Y esto era casi tan excitante como un motel, pues lo más probable es que hubiese olvidado la casa de tía Doris desde el año anterior en que la visitaron. No le gustaría poco olvidar la casa de Clark en un año, pero sabía que la memoria no funcionaba así en los mayores. Al cabo de catorce meses, recordaba demasiado bien el hotel Star, las baldosas hexagonales del piso pardo y blanco del vestíbulo, que siempre olía a desinfectante, como en una clínica, y desde la ventana de su cuarto la vista de la estrella de vidrio iluminada que colgaba encima de la entrada.
    No lejos de la parada del autocar encontró una casa con un cartel en el césped anunciando que se aceptaban huéspedes, y aunque la mujer a lo primero pareció suspicaz, porque Geraldine no iba en coche, y luego porque no iba con un hombre —pero ¿qué podía haber de sospechoso en no ir con un hombre?—, pronto se encontró en una habitación limpia, amueblada con gusto, con ventana a la calle, para ella sola. Geraldine se bañó en el cuarto de baño del final del pasillo, levantando la toallita para que el agua resbalara acariciadoramente por sus brazos y piernas, pensando: «¿Cuánto tiempo hace que no eras realmente tu dueña?».
    Se puso el camisón de dormir y se acostó en seguida, porque quería pensar, tendida en la oscuridad. Probablemente nadie encontraría a Clark en por lo menos tres días. Al día siguiente tenía que llevar los quesos a Etienne Station, pero estaban acostumbrados a que se retrasara un día, cuando le daba por emborracharse. Y como era jueves, los Trelawneys probablemente no pasarían por su casa hasta el sábado, cuando iban al pueblo, si es que pasaban.
    —Me casé contigo para ayudarte, pero la verdad no está en ti. Eres la primera alma humana completamente malvada que he visto en mi vida y es una eterna maldición encontrarme casado contigo.
    Extendió nerviosa las piernas debajo de la sábana y las volvió a  juntar como tijeras. Las tersas sábanas nuevas crujieron en tomo a su cuerpo con un ruido de trueno. Se apretó más las yemas de los dedos en los muslos. Su madre, en Montgomery, diría:
    —Bueno, por fin engordaste algo, ¿verdad, niña?
    Geraldine se volvió de lado y dejó que unas cuantas lágrimas le resbalaran por la nariz y cayeran en la almohada, pues su madre llevaba muerta casi un año. El viento lanzó un suspiro que aventó la parte inferior de las cortinas hacia dentro, las mantuvo así por un momento como si quisiera alcanzarla; luego las hizo girar como dos capas. Y Geraldine dejó caer unas cuantas lágrimas más, pensando en el apartamento que ella y Marianne tenían en Mobile y en cuán jóvenes y felices se sintieron la primera vez que llegó la escuadra. Si le preguntaban, ¡oh!, también les contaría lo de Mobile, no había nada de que tuviera que avergonzarse. Eran los propios legisladores y la policía, que sacaban dinero de ello, los que debían hacerlo.
    Pero no les contaría lo de Doug, porque no había sido culpa de él. Les diría que fue al hotel Star por casualidad, cuando no tenía ningún otro sitio en donde alojarse, lo cual era verdad. Se veía diciéndoselo a un juez solemne, canoso, y pidiéndole que juzgara por sí mismo qué otra cosa hubiese podido hacer —incluso hasta ahora mismo, tendida aquí, en esa pensión para turistas— y él le aseguraría que no pudo hacer otra cosa. Había llegado a Mobile con su amiga Marianne Hughes, una vez terminaron la escuela secundaria en Montgomery, para trabajar en la fábrica; pero tuvieron que emplearse de camareras en espera de que hubiese vacantes en la fábrica. Ella y Marianne habían alquilado un pequeño apartamento, y ella había podido mandar quince dólares semanales a su madre, y llevaban muy poco tiempo allí cuando llegó la escuadra. Bueno, no la escuadra, sino un par de cruceros y un destructor, que atracaron para efectuar reparaciones, pero la ciudad se encontró de repente llena de marinos y oficiales, y las cosas marchaban a todo gas de día y de noche, y Marianne la despertaba por las mañanas a las seis menos cuarto gritándole:
    —Fuera de la cama, chiquilla, que la escuadra está en Mobile.
    Esto podía parecer tonto, ahora que ya era mayor, pero entonces, a sus dieciocho años y libre como el viento, la hacía saltar de la cama en plena forma, rebosante, riendo y con el cuerpo hormigueándole de energía, por muy cansada que estuviese.
    Ella y Marianne se ponían a toda prisa su uniforme de camarera y, sin ni siquiera tomarse un café, corrían al restaurante, por las calles que incluso a aquella hora estaban llenas de marinos, algunos madrugadores y otros todavía arrastrando la noche y tal vez borrachos, pero en conjunto aún ahora podía asegurar que eran los jóvenes más limpios y buenos que hubiera conocido. Siempre había marinos esperando el desayuno, en el restaurante, y ella y Marianne les contaban que iban a trabajar en la fábrica de suministros para la marina, dentro de cinco semanas, y, por lo general, unos marinos les invitaban a salir, y si tenían realmente buen aspecto, ella y Marianne aceptaban.
    Entonces Marianne se casó con un contramaestre mayor y Geraldine tuvo que dejar el apartamento. Geraldine salía con Douglas Ellison, un ayudante de farmacia de la marina, de Connecticut, que conocía desde hacía tres semanas y se proponían ellos también casarse cuando estuvieran absolutamente seguros de que se querían. No encontraba apartamento, de modo que Doug le alquiló una habitación del hotel Star, y pagó una semana por adelantado. Él se quedó con ella un par de noches, el primer hombre con quien tuvo algo que ver, a pesar de lo que la mayoría de las chicas de Mobile hacían, incluyendo a Marianne. A final de la semana el buque de Doug levantaba ancla; pero él volvería al cabo de un mes y se casarían.
    Ése era el mes en que debía haber una vacante en la fábrica, pero no la hubo. Y entonces —ya se sabe que una desgracia nunca llega sola— perdió el empleo en el restaurante, porque la muchacha que lo había ocupado antes, regresó de la fábrica de suministros para la marina, o así se lo dijeron, por lo menos, porque ésta despedía a personal en vez de contratar. Y de súbito hubo tanta gente sin empleo que no se conseguía ni siquiera lavar platos a cambio de tres comidas.
    Estaba ya dispuesta a regresar a Montgomery cuando el hotel Star le dijo que no podían sacar su baúl de los sótanos hasta varios días más tarde, y le subieron la cuenta el doble de lo que debía ser, para que ella no pudiese pagar, y cuando les amenazó con llamar a la policía, le contestaron que si lo hacía, la meterían en la cárcel. De todos modos, salió para ir a la policía, pero el portero la detuvo. ¿Es que no sabía que el hotel Star era un burdel?, le dijo. Claro que se había dado cuenta de que pasaban cosas raras en el hotel Star; ¿qué podía esperarse con la escuadra en el puerto y el hotel en pleno muelle? Pero no sabía que fuese un burdel. Y de repente se encontró rodeada de desconocidos, que fingían dar por descontado que ella era una de esas mujeres, y se reían además cuando les dijo que Doug Ellison era su novio. La desafiaron a que fuese a la policía, diciéndole que la meterían en la cárcel por diez años, y ella se aterrorizó. Algunas de las muchachas del hotel le explicaron que habían pasado por lo mismo, pero que ahora no les importaba, pues ¿qué trabajo podía encontrarse afuera?, y de todos modos era mejor que trabajar duro, y después de oír esto ella vomitó lo poco que había tomado de cena. No podía comer ni dormir y comenzaron a mandarle marinos a su cuarto, como si estuviera dispuesta a tener algo que ver con ellos después de Doug Ellison. Pero nunca llegó ninguna carta de Doug. Lo sabía porque Connie, una de las chicas, le prometió que se ocuparía de que la recibiera, si llegaba. Vigilaban el correo de las  chicas, especialmente el que ellas mandaban, y Geraldine seguía escribiendo a su madre que todavía trabajaba en el restaurante Carter, y que era muy feliz, con la esperanza de que su madre leyera entre las líneas, pero el cáncer de su madre empeoraba y nunca adivinó nada. Los marinos que iban al hotel Star, aunque fuesen de aspecto bastante tolerable, le hacían arrepentirse de la alegría que sentía antes al oír a Marianne gritando por la mañana, y aún más de haberse imaginado que algún día les hablaría a sus nietos sobre la época más emocionante de su vida, empezando siempre con la frase:
    «Cuando la escuadra llegó a Mobile, yo tenía apenas dieciocho años…».
    Y si alguien quería arrojarle la primera piedra porque finalmente cedió, les contaría cómo dejaron de poner suficiente comida en su bandeja y cómo todas las chicas, incluso Connie Stegman, le aconsejaron que fuese sensata y ahorrara algo de dinero, pues a ellos no les importaba un bledo que estuviese viva o muerta. Pero cuando descubrieron que ponía dinero de lado, lo buscaron y encontraron y se lo llevaron, porque la verdad es que no se fiaban ni de su propio portero, cuando se trataba de dejarse sobornar. Les amenazó con matarse, y lo dijo de veras, de modo que la mandaron con otras dos muchachas, en auto, a un hotel de Chattanooga, propiedad de un socio del administrador del Star. Si no la creían, que fuesen a Chattanooga y vieran el hotel Blackstone. Que se enterasen de lo que pasaba adentro. Se debilitó tanto, en el Blackstone, que la devolvieron al Star. La cosa funcionaba así: había una organización en todo el Sur, y cuando subía el trabajo en un lugar, mandaban chicas de otros hoteles, o si creían que una muchacha estaba a punto de huir, la enviaban a un lugar donde no conociera a nadie.
    Geraldine se sentó en la cama, al oír que llamaban a la puerta.
    —¿Tiene todo lo que necesita? —gritó la frágil y aguda voz de la patrona.
    —Sí. —Tragó aire y el corazón le latió locamente—. Muchas gracias.
    —Hay agua helada en el jarro de la mesilla de noche. Espero que no estuviera dormida, no vi luz.
    —'No, no dormía —respondió Geraldine, comenzando a sonreír.
    —Es todavía muy temprano —dijo la mujer afablemente, oyéndose como que empezaba a alejarse.
    —Sí, todavía es temprano…
    Geraldine deseaba que se le ocurriera algo amable por decir.
    —Buenas noches —dijo, y se volvió a tender, sonriendo todavía.
    Clark. Les contaría las cuatro primeras visitas de Clark al hotel Star y todo lo que dijo, y que juzgaran por sí mismos. Podía verlo todavía como era la primera vez que entró en su cuarto, un hombre verdaderamente impresionante, erguido y con las cejas y el bigote de un negro intenso. Llevaba las botas de puntera cuadrada, con el dobladillo del pantalón metido en ellas, y su larga chaqueta casi negra, y en seguida se le ocurrió que parecía un político o tal vez un actor de la época de la guerra civil. Se portó muy ceremoniosamente, casi no dijo ni palabra y no le lanzó ni una mirada hasta que salió. Pero entonces… recordaba aún aquella última mirada, que no se parecía a ninguna y que la asustó. Ojalá hubiese obedecido a su instinto, entonces… Se había vuelto, con la mano en el tirador de la puerta abierta, y la miró por encima del hombro, como si hubiese olvidado algo o si quisiera recordarla porque la odiaba. No le gustó nada y cuando regresó, unos días más tarde, estuvo a punto de decirle que se marchara, cuando se sentó, encendió un cigarro y empezó a hablar. Quería saberlo todo de ella, la edad que tenía y por qué estaba en aquel lugar, y aunque sus ojos castaños eran realmente bondadosos, casi paternales, si no era sacrílego decir algo así, a ella le molestó su curiosidad gratuita y apenas si le contestó. La tercera vez le llevó bombones y la cuarta flores, ofreciéndoselas con una inclinación, y esa cuarta vez se lo contó todo, y lloró con la cabeza sobre su hombro cuando se sentó a su lado, porque nunca le había contado tanto a nadie, ni siquiera a Connie Stegman.
    —¿Qué dirías si te pidiera que te casaras conmigo? —le había preguntado de sopetón—. Piénsalo hasta que vuelva; lo haré dentro de una semana.
    No se lo creyó, pero, naturalmente, lo pensó e imaginó la granja que le había descrito, en la tierra baja al norte de Nueva Orleans, y los curiosos quesos que hacía para ganarse la vida y los pitos para llamar a los patos, que hacía con madera y que mandaba a todas partes, para los cazadores… una cajita de madera con una tapa que, al rozar, producía un sonido como el de un pato y que la trajo para que la viera… y pensó que era un granjero muy particular, no un labriego, sino un caballero educado. Las chicas del hotel le dijeron que tenía mucha suerte, pues Clark Reeder era un buen hombre, aunque tuviese ya más de cuarenta años y fuera algo anticuado; y Margaret, la directora del hotel, le contó que muchas chicas habían encontrado de ese modo buenos maridos y que a menudo éstos regresaban y le comentaban que sus muchachas eran buenas esposas. De modo que había pensado en ser el ama de una granja que haría brillar como un sol y que llenaría de cosas sabrosas para comer, pero pensó, sobre todo, claro está, que sería libre, y la siguiente vez que la visitó, le dijo que sí. Y como un pájaro fuera de la jaula, casi se muere de dicha, a lo primero, tanto que ni siquiera quiso hacer el viaje de novios que Clark le sugería. Lo que quería era instalarse en su hogar. Cocinó, cosió, fregó la casa de arriba abajo y lo hizo con deleite. Pero ¿para qué contárselo, si no podrían ni imaginárselo? Lo bueno era simplemente sentirse tratada otra vez como un ser humano, y el modo como Clark dijo dirigiéndose al señor Trelawney:
    —Herbert, te presento a mi esposa —como si ella fuera una reina.
    Estaba bombeando agua en la parte de atrás de la casa y la bomba hacía un ruido extraño cuando el agua salía, chorreando con tanta fuerza que en vez de llenar el cubo la derramaba por los lados. Hasta el Rojo se había levantado para mirar. Entonces abrió los ojos y descubrió que el ruido entraba por la ventana. ¡Una banda militar! «Un desfile o un circo», pensó, saltando de la cama tan alegre como cuando Marianne la despertaba. La música procedía de un parque situado un par de manzanas más abajo, donde vio un montón de luces de colores como para una fiesta. Dio la vuelta y se quitó el camisón.
    ¡Clark!
    Todavía debía de estar tendido en el porche trasero, con el trapo sobre el bigote, si el viento no se lo había llevado.
    Se metió, retorciéndose, dentro de la faja. ¡Qué se le va a hacer! Algunas cosas son necesarias, como matar animales para comer o limar las rejas de la prisión para conseguir la libertad. Y la casa de Clark había sido una prisión tan mala como el hotel Star, salvo que Clark nunca la tocaba porque, decía, estaba demasiado mancillada para él. Clark se dedicó a ser su salvador, al tiempo que le repetía constantemente que lo torturaba. ¿Qué sentido tenía atormentarla a ella y torturarse también a sí mismo? Trazó los dos arcos rojos sobre los labios; Clark decía que la hacían parecer una ramera, pero eran, sencillamente, lo que sentaba bien a su tipo de boca; y se arregló lo que quedaba de la ondulación en un peinado a lo garçon . Recogió el bolso y salió al vestíbulo, pero se lo pensó mejor, regresó al cuarto, y dejó todo el dinero que le quedaba, menos un dólar, en el bolsillo del abrigo colgado en el ropero.
    Desde la acera veía la cima de una tienda a rayas y algo parecido a una gran rueda, iluminada y girando, y oía una voz de hombre vociferando por un altavoz y en los intervalos de los bum-bum-bum, más altos que cualquier otro ruido, la banda tocaba algo que le gustó reconocer como la marcha Stars and Stripes. Bajó la vista y se concentró en atravesar la oscura carretera sobre sus tacones. El corazón se le había desbocado. Tuvo que detenerse y recobrar el aliento antes de dar un paso más. En fin de cuentas, era sólo una fiesta a beneficio de la iglesia, como pudo ver por un cartel desplegado encima de la entrada: «FIESTA DE CARIDAD DE LA IGLESIA METODISTA».
    — La entrada cuesta solamente veinticinco centavos —rugía la voz—. Y saque de su bolsillo otros veinticinco centavos, si espera realmente entrar en el reino de los Cielos .
    Geraldine puso las dos monedas en la taquilla.
    —Pagaré dos veces veinticinco.
    — ¿Para uno? —bramó la voz.
    —Para uno.
    La música se detuvo apenas entró y no venía de una banda, sino del tiovivo que tenía además un tambor y unos címbalos mecánicos en el centro que seguía girando. Un bum-bum final se estremeció antes del silencio. Geraldine se quedó mirando los caballos subiendo y bajando todavía en la plataforma que hacía un ruido como de patines de ruedas sobre un suelo de madera, lo cual, por alguna razón, la excitó mucho. El techo del tiovivo era como una corona real, con festones dorados colgando alrededor de las orillas, cada uno de los cuales tenía engastada, como una joya, una luz roja o azul. Súbitamente, algo le hizo lanzar un grito sofocado y le enturbió la visión con lágrimas: había estado antes en aquel mismo lugar, había subido de niña en aquel tiovivo, cuando pasó por aquel pueblo con su familia. Tal vez se habían alojado en la misma pensión de turistas. Allá, bajo los árboles, estaba la gran rueda con sus columpios, y el aparcamiento con su acera, donde su padre había dejado el coche, y la parada que vendía rosados copos de azúcar, y la gran heladería, con un porche alrededor, como una glorieta… todo igual a como lo vio una noche, hacía tanto tiempo que realmente no se acordaba. Y riéndose de sí misma, corrió a comprar su entrada al tiovivo.
    Las deslumbrantes luces blancas la hicieron sentirse como desnuda, al subir a la plataforma, pero había tantas otras personas mayores que también subían —tal vez algunas como ella, que volvían después de tantos años—, que se olvidó de su vergüenza y zigzagueó por el bosque de palos niquelados hasta el caballo color de rosa que quería. El bum-bum-bum comenzó de nuevo, con un terrible estallido junto a sus oídos, seguido por una música tan fuerte que no podía reconocer lo que tocaba y tuvo que reírse mientras el caballo color de rosa se elevaba lentamente y volvía a descender. Se sintió hundir y cerró los ojos, dejando que la arrastrara a un ritmo más y más veloz, lanzándola hacia afuera, de modo que tuvo que agarrarse con ambas manos. Se sentía tan dichosa que hubiese podido llorar. Qué era, se preguntaba con la música golpeándole los oídos, las manos bien apretadas contra el palo y subiendo y bajando… ¡todo tan maravilloso!… Se le cerró la garganta, abrió los ojos y vio una masa confusa de árboles oscuros, pequeños puntos de luz que se deslizaban y unas cuantas caras que sonreían al borde de la oscuridad. ¿Dónde estaban sus padres? Quería saludarlos agitando una mano. Luego, se le cayeron los hombros, como si la hubiesen golpeado, y casi se le saltaron las lágrimas, porque se dio cuenta de que lo maravilloso era ser niña, con sus padres agitando las manos y gritándole que se agarrara fuerte, sentada en el caballo, con su falda corta, y que la pusieran a dormir apenas una hora después y ser demasiado pequeña para alcanzar con los pies el final de la cama, y levantarse por la mañana siguiente para ir al asiento trasero del coche y preguntar: «¿Dónde crees que dormiremos esta noche, papá?». Era maravilloso, y todo esto se había ido, ido para siempre. Sintió que se le retorcía el rostro, con un sentimiento de tragedia demasiado profundo para que sirvieran las lágrimas y deliberadamente dejó de mirar a la gente que estaba mirando, y volvió los ojos hacia el centro del tiovivo, donde se hallaban pintados unos paisajes que mostraban Un chalé suizo, La cima del monte Pike y Venecia, pensando rápidamente cómo les diría, si le preguntaban algo, que Clark la acusaba de costumbres terribles, las peores que se le ocurrían, y que llevaba a casa a hombres, con cualquier pretexto, con el fin de poder acusarla, después, de algo espantoso.
    —¿Se siente usted bien? —le preguntó el hombre del caballo contiguo al suyo.
    Se dio cuenta de que había estado mirando fijamente en su dirección, probablemente con una expresión extraña, y le dijo con una rápida sonrisa:
    —¡Oh! Perfectamente bien, gracias.
    Levantó la cabeza y miró aquí y allá y parecía que nunca había estado tan alegre en su vida. Un joven con vestido gris la saludaba con la mano desde el otro lado del tiovivo, y estuvo a punto de devolverle el saludo, pensando que debía conocerlo, pero no lo hizo. Tal vez no la saludaba a ella, pero se dio cuenta de que sí y de que lo conocía. ¡Era un muchacho al que había conocido en la escuela secundaria, en Montgomery! Recordó que se llamaba Franky Mac y algo más…
    Volvió a saludarla y ella le contestó con un ligero gesto de la mano, como si se quitara algo de delante, en el aire, y cuando él sonrió ampliamente, vio los dos pliegues a lo largo de sus flacas mejillas y sus brillantes ojos castaños, que no se apartaban tímidamente como solían antes, sino que le devolvían la mirada. ¡Cuánto había crecido Franky! Era evidente que deseaba hablarle, y tal vez irían a tomar un refresco en la heladería y recordarían los viejos tiempos y acaso, como en un cuento de hadas, Franky volvería a enamorarse de ella. Lo estuvo durante un curso, pero era tan tímido y la miraba tan de lejos, que no pasó nada. Bueno, ahora sabía cómo hacer que los hombres perdieran la timidez.
    Vio cómo Franky desmontaba cuando los caballos fueron disminuyendo la velocidad y se fijó en lo que había crecido y lo pulcro que parecía, con cuello y corbata. Se deslizó de su propio caballo. La plataforma hacía el ruido sordo de la pista de patinaje a ruedas, cada vez más despacio, y hubo un extraño momento en que se sintió repentinamente triste y melancólica como el otoño, más triste que nunca en su vida, de modo que tuvo que forzarse a sonreír al bajar de la plataforma y tomar la mano que le tendía Franky.
    —¿Te llamas Ge… Geraldine? —le preguntó, y la hizo reír, porque resultaba tan tímido como siempre.
    —Sí, y tú eres Franky, ¿verdad?
    Asintió con una sonrisa y la guió suavemente hacia fuera.
    —Sí.
    —¿Y cómo van las cosas en Montgomery?
    —Bien, como de costumbre. ¿Y tú, qué has estado haciendo?
    —Bueno, pues trabajé por un tiempo en Mobile. Estaba en Mobile cuando llegó la escuadra como solíamos decir; bueno, no era la escuadra, sino sólo un par de cruceros y un destructor que fueron a causa de unas reparaciones, pero fue muy divertido.
    Echó la cabeza para atrás y balanceó la mano que Franky sostenía. Franky tenía ahora una pequeña cicatriz en el puente de la nariz; pensó en la cicatriz en el dorso de su propia mano y decidió no preguntarle cómo se hizo la suya. La vida los había marcado a los dos, se dijo, aunque todavía eran muy jóvenes.
    —¿Un cigarrillo?
    —¿Sigues siendo tan tímido, Franky? —murmuró ella, porque le pareció que la mano del joven temblaba al acercarle el encendedor, aunque su propia mano también temblaba.
    Franky sonrió.
    —¿Quieres que tomemos un refresco, Geraldine?
    —Me encantaría.
    Se acercaron al porche de la heladería y se sentaron a una de las mesas. Franky miró tímidamente a lo lejos y le pareció que hacía un gesto a alguien y se volvió para mirar, pero era solamente el camarero que llegaba. Pidieron soda blanca y negra.
    —¿Vives aquí ahora? —le preguntó Franky.
    —¡Nooo! Estoy de paso. Pero este lugar me gusta mucho —se apresuró a añadir—. Podría decidir vivir aquí. ¿Te imaginas que después de llegar me di cuenta de que había estado en este mismo parque antes, cuando era una niña? ¡Oh!, mucho antes de que te conociera. —Se rió—. ¿Y tú, vives aquí ahora?
    —Mmmmm —replicó, todavía tan rígido y casi apenado que Geraldine no pudo por menos de sonreír.
    No dijo nada. Deslizó la mirada por las madreselvas que crecían al pie de las columnas del porche.
    —¿Estuviste en…?
    —¿Qué dices?…
    —Estuviste en un pueblecito cerca de Nueva Orleans, ¿verdad?
    ¡Hasta se había molestado en preguntar por ella a su madre!
    —Pues sí —contestó.
    Miró de reojo a un hombre vestido de oscuro que se había acercado y estaba detrás de ella. Había otro hombre a su derecha, entre ella y la barandilla del porche. Miró a Franky con una sonrisa desconcertada.
    Franky dijo:
    —Son amigos míos, Geraldine. Vendrás con nosotros, ¿verdad?
    Se levantó.
    —Pero si ni terminé mi…
    El hombre de la izquierda la tomó del brazo. Miró a Franky y vio como su boca se cerraba en una línea apretada que nunca le había visto. El segundo hombre la tomó por el otro brazo. Franky no se movía para ayudarla, ni siquiera la miraba.
    —¡No eres… no eres Franky!
    Franky sacó algo del bolsillo y se lo enseñó.
    «POLICÍA DEL ESTADO DE LUISIANA», leyó Geraldine en una tarjeta que había en la billetera. Quería gritar, pero su boca estaba abierta, fláccida.
    El hombre que se parecía a Franky estaba ahí, mirándola fijamente, mientras se metía la billetera en el bolsillo.
    —No te preocupes —dijo tan suavemente que ella casi no pudo oírlo—. Tu marido no está muerto. Sólo nos pidió que te buscáramos.
    Entonces su alarido salió como si hubiese estado aguardando precisamente esto. Lo oyó llegar hasta los rincones más apartados del parque, y aunque la arrancaban de la mesa y se la llevaban, tomó aliento y lanzó otro alarido, dejó que estremeciera todas las hojas y que sacudiera su cuerpo, mientras miraba al hombre del traje gris, simplemente porque no era Franky. Luego, su rostro y las luces y el parque se desvanecieron, aunque se dio cuenta, tan claramente como de que estaba gritando, que tenía los ojos abiertos detrás de sus manos.

Patricia Highsmith
Once



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