sábado, 27 de julio de 2024

El comunismo, en tres palabras para los escritores y artistas: censura, represión, muerte

 


Prisoners of the Vorkuta Gulag

Prisioneros del gulag de Vorkutá, uno de los más grandes de la Unión Soviética, en 1945.LASKI DIFFUSION 

El comunismo, en tres palabras para los escritores y artistas: censura, represión, muerte

El periodista y editor Manuel Florentín publica una gran crónica de la persecución que los regímenes totalitarios han perpetrado contra intelectuales y creadores, desde la Unión Soviética de Lenin a la Nicaragua de Ortega



Manuel Morales
23 de diciembre de 2023


“Lo que recibe el nombre de comunismo no es otra cosa que fascismo con bandera roja” (Valentín González, El Campesino, comunista español, teniente coronel en la Guerra Civil y antiestalinista).

Cristian Segura / Lecturas de un corresponsal de guerra en Ucrania


En la imagen, el periodista de EL PAÍS Cristian Segura, en Ucrania.

En la imagen, el periodista de EL PAÍS Cristian Segura, en Ucrania.ALBERT GARCIA

Lecturas de un corresponsal de guerra en Ucrania

Para un periodista que cubre el conflicto, es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer


Cristian Segura

15 de mayo de 2023



En Kiev y en Moscú hay dos piscinas municipales que tienen muchas cosas en común. Para empezar, se llaman igual, Olimpiski, porque se ubican en espacios que sirvieron de sedes deportivas de los Juegos Olímpicos de 1980 —en el caso de la piscina de Kiev, solo se trata de la proximidad al estadio de fútbol—. Las piscinas se encuentran en los distritos más céntricos de ambas capitales. Las vigilantes de los vestuarios y del acceso al agua son mujeres de edad avanzada, de cuerpo robusto como el tronco de un nogal y que sonríen a cuentagotas. Otra cosa en común es que dos periodistas catalanes han nadado regularmente en ellas: en la de Moscú, el corresponsal de TV3 Manel Alías; en la de Kiev, quien escribe estas líneas.


Las particularidades de la piscina Olimpiski de Moscú las conozco por el libro de Alías Rusia, l’escenari més gran del món (“Rusia, el escenario más grande del mundo”, Ara Llibres), una de las lecturas que me han acompañado en Ucrania desde el 27 de febrero de 2022, el día que crucé la frontera para trabajar de lo que no había hecho nunca: de corresponsal de guerra, y en un lugar del mundo del que lo desconocía prácticamente todo.

Desde el primer momento he intentado introducirme en la sociedad ucrania para dejar de ser un paracaidista, conocerla, hacerla mía. Es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer. Y allí donde voy, siempre llevo un libro conmigo. En el apartamento que EL PAÍS alquila en Kiev tengo una estantería improvisada con una veintena de libros. Los voy renovando, la mayoría los devuelvo a Barcelona excepto por unos pocos que se quedan, sobre todo ensayos que en algún momento pueden servirme para mi trabajo. Muchas de estas obras son sobre la Rusia contemporánea y sobre su historia como imperio. Necesito entender qué pasa por la mente del ejército invasor, qué une al agresor y al agredido, porque son muchas las cosas que les han unido, como queda claro leyendo a Alías y nuestras piscinas paralelas.

El escritor ucraniano Andrei Kurkov en su casa en la región de Transcarpatia,en marzo de 2022 en Ucrania.JAIME VILLANUEVA

Pero los tiempos verbales deben ser en pasado porque, con la actual guerra y la anexión del territorio conquistado, Rusia ha perdido cualquier posibilidad de fraternidad con Ucrania. Este es un asunto de familia que acaba como el rosario de la aurora. Que es una ruptura familiar lo demuestran muchas cosas —no solo los lazos familiares rotos en millones de familias a uno y otro lado de la frontera—, también lo prueban los títulos de dos ensayos que guardo en la estantería de Kiev: Jamais Frères? (“¿Nunca hermanos?”, Éditions du Seuil), de la politóloga ruso-francesa Anna Colin Lebedev, y Ukraine and Russia, from civilzed divorce to uncivil war (“Ucrania y Rusia, de un divorcio civilizado a una guerra incivil”, Cambridge University Press), del profesor de la Universidad de California Riverside Paul D’Anieri.


El libro de Colin Lebedev está escrito desde el dolor de quien presencia cómo su familia se fractura de la forma más violenta: “El conocimiento y la comprensión del otro fue disminuyendo progresivamente, hasta que en 2014 se convierte en una incomprensión total. Dos pueblos que tenían tantas cosas en común y que durante 30 años han seguido caminos diferentes hasta convertirse en contrarios”. En 2014 se produjo la revolución del Maidán que expulsó del poder al presidente ucranio prorruso Víktor Yanukóvich, provocando la intervención de Rusia en el Donbás y la anexión por las armas de Crimea, las provincias más afines al mundo ruso. Los 30 años son los que han pasado desde la independencia de Ucrania.

Si tuviera que escoger un solo ensayo para sumergirse en estas tres últimas décadas, este sería el de D’Anieri. Aparece todo lo necesario para captar por qué todo se fue al traste, sobre todo porque Rusia nunca aceptó que Ucrania quisiera segur su propio destino europeo. Así lo explica D’Anieri: “El final de la Guerra Fría puso en marcha dos fuerzas inevitablemente en tensión, la democratización de la Europa del Este y la insistencia de Rusia de mantener su estatus de gran potencia y el dominio sobre sus vecinos. Ucrania era el lugar donde la democracia y la independencia ponían más en cuestión el concepto que tiene Rusia de sus intereses nacionales”.


D’Anieri desarrolla en el libro otro concepto clave, y es que el nacionalismo ruso no ha digerido la independencia ucrania, pero no solo sus élites políticas, también la sociedad: “Mientras que muchos rusos celebraron el final del comunismo y el final de la Guerra Fría, no aceptaron la pérdida de Ucrania. Para muchos rusos, Ucrania es parte de Rusia y sin la cual, Rusia está incompleta”.


La literatura también muestra esta mala digestión del nacionalismo ruso. En 2022 apareció un breve libro de la traductora y escritora Marta Rebón que repasaba la relación literaria entre los dos países. En El complejo de Caín (Destino) —otro título con connotaciones de trauma familiar—se describe una escena premonitoria. Era 1992, pocos meses después de declararse independiente Ucrania. Una mesa redonda sobre poesía eslava en la Universidad Rutgers. Los ponentes eran el premio Nobel de Literatura ruso Joseph Brodsky (exiliado en Estados Unidos), el polaco Czeslaw Milosz y la ucrania Oksana Zabuzhko. Cuando esta fue presentada como poeta ucrania, Brodsky intervino, burlón: “¿Y esto de Ucrania dónde está?”. “¿No lo ve? Está donde siempre, entre Polonia y Rusia”, replicó Zabuzhko, que se sentaba entre el ruso y Milosz.


Brodsky incluso escribió un poema crítico contra la independencia de Ucrania en el que proclamaba que a los cosacos ucranios, el día que mueran, no les recitarán versos de Tarás Shevchenko, sino de Aleksandr Pushkin. Shevchenko es el poeta ucranio e icono nacional por excelencia, como lo es Pushkin para los rusos. La diferencia, juicios literarios al margen, es que de Pushkin hay traducciones a la mayoría de idiomas del planeta, mientras que de Shevchenko incluso en Kiev a duras penas puede encontrarse algo traducido al inglés.


La narrativa contemporánea en ucranio es una casi desconocida en España. Destacan traducidos al castellano Andrei Kurkov —pese a que hasta la invasión había escrito en ruso—, Yuri Andrujóvich —publicado por Acantilado— y Serhiy Zhadan. De este último llegó en 2022 su primera novela en castellano, Orfanato (Galaxia Gutenberg). Es una lectura impactante para cualquier persona que visite el frente de guerra porque en cada página identificará momentos vividos, escenas observadas y las miserias compartidas por los civiles y por los militares que allí habitan. Orfanato está llena de pequeños detalles que me resultan familiares: “Pasha se queda en el arcén destrozado por las orugas de los blindados y las ruedas de los camiones y se esfuerza por recordar dónde ha visto unos dedos como aquellos, acalambrados, exánimes, aferrados a la vida”.


Me he hecho la misma pregunta hablando con soldados apostados en la cuneta de una carretera hecha trizas, fumando como chimeneas porque el cigarrillo les aporta lucidez y elimina por unos minutos la ansiedad. Orfanato es un libro sobre la guerra en Donbás, como lo es Abejas grises (Alfaguara), de Kurkov. Es evidente que tanto él como Zhadan han visitado el frente y la zona gris, la tierra de nadie entre dos ejércitos, pero son novelas de otro tiempo, de cuando en Donbás había gente que se movía entre dos mundos, el ruso y el ucranio —la dicotomía se ha acabado— y cuando las Fuerzas Armadas Ucranias eran una desgracia mal preparada.


Entrevisté a Kurkov en 2022 y le pregunté por qué había tan poca ficción contemporánea en ucranio traducida a otros idiomas. Su respuesta fue demoledora: porque mayoritariamente se trata de literatura de combate, propaganda. No tengo suficiente dominio del ucranio para valorarlo, pero sí puedo constatar que es difícil encontrar obra en ucranio en lenguas que puedo leer —castellano, catalán, inglés, alemán y francés—. De Shevchenko, por ejemplo, solo he visto en Kiev un libro de poemas traducido al inglés, un breve libro infantil ilustrado.


En lo que concierne a la disponibilidad de ediciones en otras lenguas, el contraste es enorme si se compara con los autores ucranios que escribían en ruso antes de la independencia de Ucrania, de cuando el país se lo repartían Polonia y el imperio ruso —luego, el soviético—. Nikolái Gógol era ucranio, pero fue uno de los padres de la literatura moderna rusa. En Kiev, en catalán, tengo sus Veladas en un caserío de Dikanka, relatos que son un tratado de la vida rural y del folklore ucranio del siglo XIX. También he visitado en varias ocasiones Odesa con la obra completa de Isaak Bábel en la maleta (publicada en castellano por Páginas de Espuma). Es una de las ciudades más especiales que he tenido la suerte de conocer, ahora vacía de turistas. Es fácil mitificarla leyendo los Cuentos de Odesa de Bábel, su enorme diversidad de comunidades, el mundo portuario y sobre todo el crimen organizado judío, comandado por uno de los más grandes personajes de la literatura moderna en ruso, Benia Krik.


No podía quitarme de la cabeza los bajos fondos que aparecen en la obra de Bábel el día visité la sinagoga de Odesa y el rabino me atendía rodeado de hombres como un armenio, de su equipo de seguridad, que se hacía llamar John, que había sido taxista en Nueva York y combatiente en la guerra de Nagorno Karabaj contra los azerbaiyanos. John me confesó que le gustaría escribir sus memorias, pero que no era posible porque acabaría en un tribunal de crímenes de guerra.


Hacía semanas que con Albert García, fotógrafo, intentábamos obtener el permiso para seguir una patrulla militar nocturna. Se lo expliqué al rabino, mientras añadía, para ganármelo, que tengo dos sobrinos judíos y que mi apellido es probablemente chueta —los judíos convertidos por la fuerza al cristianismo en Mallorca durante la Inquisición—. Tomó el móvil, hizo una llamada y ya teníamos acordada nuestra patrulla nocturna.

En la imagen, Cristian Segura en Zhitomir, el 28 de marzo de 2022.ALBERT GARCIA

He visitado muchos municipios de Ucrania con un libro bajo el brazo: de Brodi era Joseph Roth; de Poltava, Gógol, y de Zhovka era la familia de Philippe Sands, el pueblo que sirve de columna para su monumental obra sobre el Holocausto Calle Este Oeste (Anagrama). Todos son autores que en ruso, alemán o inglés explican la historia de un país que había estado fragmentado en identidades y fronteras hasta hace 30 años.


También pasé por Berdíchev con uno de los libros más importantes que he leído para entender la condición humana en una guerra y el legado totalitario ruso, Vida y destino. Durante dos meses cargué la obra maestra de Vasili Grossman por media Ucrania (1.120 páginas en la edición de Galaxia Gutenberg), leyéndolo en la litera del tren, en pensiones a 20 kilómetros del frente y en Berdíchev, el pueblo natal de Grossman. A Berdíchev regresó Grossman como periodista siguiendo al Ejército rojo, liberando territorios ocupados por los nazis. Y fue en ese retorno cuando el escritor descubrió que su madre había sido fusilada y enterrada en una fosa común junto a otros miles de judíos.


Una guerra a gran escala como la de Ucrania también aparece reflejada en Vida y destino, desde la vida de las tropas a la táctica militar —o la ausencia de esta—. También aparece un sistema jerárquico militar soviético que continúa en parte vigente en el invasor ruso y en el que el valor de la vida de los soldados es mínimo. Sobre esto, no hay mejor lectura que Los muchachos de zinc (Debolsillo), de Svetlana Aleksiévich, un viaje a las miserias de la invasión soviética de Afganistán (1979-1989). Para entrevistar a veteranos ucranios de Afganistán leí este trabajo periodístico ante el cual, cualquier intento de relatar la guerra es fácil que acabe en fracaso. “De lejos se oyen las descargas de los lanzacohetes Grad. Resulta espantoso, incluso desde la distancia”, escribía Aleksiévich en su diario. Tres décadas después, en Járkov vi volar por encima de mí los mismos cohetes Grad soviéticos.

Reflexionaba Aleksiévich que tras de las dos guerras mundiales, el periodismo tenía que recuperar la dignidad del individuo en la guerra: “El hombre no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quién es para su madre, su mujer. Para su hijo”.


Grossman subraya su identidad ucrania y escribió extensamente detalles sobre la represión soviética en su república de origen, como es el caso de Aleksiévich y su Bielorrusia. Ambos comparten el dolor por un mundo autoritario, el ruso, del que Ucrania quiere librarse.


“Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá”, escribió Grossman en Todo fluye (Galaxia Gutenberg): “Lo que permanece, se desarrolla y vive es una sola cosa, la libertad. Vivir significa ser un hombre libre. No todo lo real es racional. Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil”.


EL PAÍS






De Pushkin a Brodsky / La literatura que anticipó la invasión de Ucrania

 

Joseph Brodsky

Joseph Brodsky, en su apartamento de Nueva York en 1991.BERNARDO PÉREZ

LA OFENSIVA RUSA EN UCRANIA


De Pushkin a Brodsky: la literatura que anticipó la invasión de Ucrania

Marta Rebón escribe un ensayo en el que bucea en referentes de las letras para aportar contexto a la guerra de Putin


Cristian Segura
29 de junio de 2022

Sucedió en la primavera de 1992, pocos meses después de proclamarse la independencia de Ucrania. Joseph Brodsky, el premio Nobel de Literatura ruso exiliado en Estados Unidos, lanzó una pregunta que delataba el sentir ruso que alienta hoy la invasión de Ucrania. Brodsky participaba en un debate sobre poesía eslava en la Universidad Rutgers de Estados Unidos con el polaco Czeslaw Milosz y Oksana Zabuzhko. Cuando esta fue presentada como poeta ucrania, Brodsky preguntó en tono de burla: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko, que se sentaba entre él y Milosz, respondió: “¿No lo ve? Está donde siempre, entre Polonia y Rusia”.

Esta escena aparece citada en El complejo de Caín, ensayo que Marta Rebón acaba de publicar con la editorial DestinoEste breve libro, escrito por una de las traductoras del ruso más prolíficas en España, es una reflexión sobre el imperialismo que quiere someter a Ucrania, un libro levantado sobre la vida y obra de algunos de los más importantes literatos rusos y ucranios. La llegada de El complejo de Caín a las librerías españolas se adelanta por unos meses al aclamado Las puertas de Europa, la historia de Ucrania contada por el profesor de Harvard Serhii Plokhy. En esta obra, que publicará Debate y que ha sido traducida al castellano por Rebón, Plokhy sintetiza ya en la primera página el pecado de Ucrania, que fue dar la puntilla al imperio ruso: “En diciembre de 1991, cuando los ciudadanos de Ucrania fueron a las urnas en masa para votar por la independencia, también enviaron a la Unión Soviética a la papelera de la historia”.

Monumento al escritor Tarás Shevchenko en la ciudad Ucrania de Borodianka, que ha quedado dañado tras un bombardeo ruso.DPA VÍA EUROPA PRESS (EUROPA PRESS)

El caso de Brodsky es paradigmático de la concepción extendida entre generaciones de rusos de que Ucrania, como Estado independiente, es una ficción porque es parte indisociable del mundo ruso. El propio Brodsky, que fue víctima de la represión soviética y que se benefició de la democracia en Estados Unidos, no podía soportar la separación de Ucrania. El poeta Evgenii Rein, amigo de Brodsky, contó en una entrevista de 2015 que el Nobel “quedó devastado” por la desintegración “del imperio ruso”, “del espacio eslavo”, no por la desaparición de la Unión Soviética, que consideraba un régimen cruel. “Crimea tiene que ser rusa”, le repetía Brodsky. Rusia se anexionó la península del Mar Negro en 2014.


Brodsky escribió en 1991 el poema La independencia de Ucrania, texto nacido del rencor y en el que proclamaba que los cosacos ucranios, ahora separados de Rusia, cuando murieran no oirían los mediocres versos de Tarás Shevchenko, sino los de Alexandr Pushkin. Shevchenko es el gran icono patriótico ucranio, su imagen está presente en escuelas de todo el país, en las plazas de pueblos y ciudades, y también en los carteles de propaganda bélica contra el invasor. Enfrente está Pushkin, utilizado por el nacionalismo ruso. Rebón pone en contexto uno de sus poemas, A los calumniadores de Rusia, una diatriba de 1831 contra Francia: “El argumento central se repetiría en la época soviética, en las disputas entre eslavos, Occidente no debía inmiscuirse —”Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”—, y Rusia, juez y parte, no tenía más lugar que ser el centro del mundo eslavo, su único y predestinado interlocutor”. Además, prosigue la autora, “Pushkin lanzó una pregunta que sigue vigente para Moscú: «¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? He aquí el dilema»”.

Alexandr Pushkin, pintado por Evdokia Petrovna Elagina.
Alexandr Pushkin, pintado por Evdokia Petrovna Elagina.

Rebón ilustra el destino autoritario que depara a las repúblicas satélites de Rusia con el ejemplo de la represión que ejerce el presidente bielorruso y aliado de Vladímir Putin, Aleksandr Lukashenko. Svetlana Alexiévich, la gran autora de este país, residente en Alemania, aparece citada en El complejo de Caín para confirmar que hay un vínculo cultural entre estos pueblos, el del “hombre rojo”, el homo sovieticus. Aunque si hay alguna lectura de Alexiévich que interpela a Ucrania, esa es Voces de Chernóbil. Una entrevistada procedente de uno de los pueblos evacuados tras la catástrofe nuclear de 1986 lo exponía así a la premio Nobel de Literatura: “Nosotros siempre hemos vivido sumidos en el terror; sabemos vivir en el terror; es nuestro medio natural de vida. Y en esto, nuestro pueblo no tiene igual”.

El accidente en la central nuclear ucrania aceleró el final, en palabras de Zabuzhko recogidas por Rebón: “Menos de un mes después de lo ocurrido en Chernóbil se respiraba en el ambiente que Ucrania se había liberado del miedo al mito imperial [...] el poder del Kremlin, considerado por la mayoría de los habitantes de la URSS como eterno, resultó endeble”.

Marta Rebón
Foto de Ferran Mateo

La democracia termina en Ucrania

“La democracia rusa termina donde empieza la cuestión ucrania”. Es la cita que Rebón ofrece en El complejo de Caín del escritor ucranio Volodímir Vinnichenko, uno de los referentes del soberanismo ucranio de principios del siglo XX. Algo parecido expresó la escritora Anne Applebaum en Hambruna roja, la guerra de Stalin contra Ucrania (Debate): “Igual que en 1932, cuando Stalin dijo a [Lázar] Kaganovich que su principal temor era perder Ucrania, el actual Gobierno ruso también cree que una Ucrania estable, soberana y democrática, ligada al resto de Europa mediante lazos culturales y comerciales, es una amenaza a los intereses de los líderes rusos”.

El libro de Applebaum es un ingente trabajo de investigación sobre la muerte de casi cuatro millones de ucranios por hambre en la década de los treinta, por decisión de Stalin, acompañada por el asesinato de cientos de intelectuales y referentes de la cultura ucrania. Bajo el terror del estalinismo cayó incluso Isaak Bábel, quien, aunque alejado de cualquier veleidad nacionalista, sí alimentó con sus cuentos el mito de la Odesa cosmopolita o el de la idiosincrasia de los cosacos. Bábel fue fusilado en enero de 1940 acusado de trotskista y de ser espía de Francia e Inglaterra.

El escritor Isaak Bábel, retratado en 1933.GEORGY GRIGORYEVICH PETRUSOV (ALBUM ONLINE)

La lectura de cualquier relato de Bábel permite entender que una voz tan libre como la suya no podía sobrevivir en la Unión Soviética. “Los escritores son ingenieros del alma humana”, fue la cita que Stalin retorció del escritor de Odesa Yuri Olesha para pedir a los creadores que trabajaran en pro del ideal soviético. En este ideal, Stalin se encargó mediante la violencia de que en la Unión Soviética no tuvieran sitio ni la lengua ucrania ni su identidad. También los zares hicieron lo posible para que en siglo XIX no floreciera su cultura. Rebón recuerda que Nikolái Gógol fue ignorado mientras quiso escribir sobre la cultura ucrania. Tuvo que cambiar de registro y emigrar a San Petersburgo desde su Poltava natal para triunfar. “La patria, la verdadera Rusia, eran Moscú y San Petersburgo, y esto es la provincia, una colonia”, decía uno de los personajes de Cosas del servicio, relato de 1899 de Antón Chéjov.


Chéjov nació en Taganrog, a la orilla del Mar de Azov, “una ciudad perdida” en los confines del imperio, apunta Rebón, “tan cerca de Teherán como de San Petersburgo, o de Constantinopla como de Moscú”. Conocedor de la pluralidad del mundo eslavo, cuando se retiró a Crimea, Chéjov se significó por su apoyo a los tártaros contra la colonización rusa de su tierra. Rebón insiste en la diversidad de identidades que tendría Crimea destacando la novela de Liudmila Ulítskaya Medea y sus hijos, en la que conviven los descendientes de griegos, italianos, los tártaros, los judíos y los jázaros, un legado ignorado en el relato putiniano de la Crimea rusa.

Vida y destino
Vasili Grossman, en Schwerin (Alemania) en 1945. STUDY CENTER VASILI GROSSMAN

Vasili Grossman, nacido en Berdíchev, en la Ucrania occidental, es el mayor protagonista en El complejo de Caín. En su novela Todo fluye, prohibida en la Unión Soviética, Grossman reflexiona sobre lo que nunca tuvo ni permitió el poder ruso, la libertad individual. La libertad era un bien más preciado en Ucrania, y por eso Stalin la castigó con las hambrunas de la década de los treinta. “Una orden así no la había firmado nunca el zar, ni los tártaros, ni los ocupantes alemanes. Una orden que decía: matar de hambre a los campesinos de Ucrania, del Don, de Kubán, matarlos a ellos y a sus hijos”. “Moscú tenía todas sus esperanzas puestas en Ucrania”, decía Grossman en Todo fluye, “y fue sobre todo contra Ucrania contra la que más tarde se desencadenaría su ira”.


Algo que no se menciona en El complejo de Caín es la ley del péndulo, la reacción a este pasado de la Ucrania independiente: la desrusificación de la sociedad, la progresiva retirada del ruso de las instituciones y del espacio público, proceso acelerado con la guerra en el Donbás de 2014. Otro efecto sería un empobrecimiento de la literatura ucrania, una escritura militante y de reacción al invasor, según explicó a EL PAÍS el novelista Andréi Kurkov, también partidario de apartar el ruso de Ucrania. “Gracias a la presión rusa, la nación se ha unificado en torno a la lengua ucrania como nunca desde los años veinte″, confirma Applebaum.


Voltaire, faro de la Ilustración, apuntó en 1756 que “Ucrania siempre aspiró a ser libre”, lo que no implica que coincidiera con estos deseos: el pensador francés consideraba necesario que Catalina II, emperatriz rusa y del despotismo ilustrado, “pusiera orden en esta parte de Europa” en detrimento de Polonia, como recuerda Plokhy en Las puertas de Europa. “El peor temor de Stalin sucedió en 1991″, según valora Applebaum, “cuando se fundó por primera una Ucrania libre, junto con una nueva generación de historiadores ucranios, archiveros, periodistas y editores. Y gracias a sus esfuerzos, la historia de las hambrunas de 1932 y 1933 puede ser hoy contada”. Una libertad que Putin, el heredero de los zares, quiere volver a someter.


EL PAÍS




El hombre, el gorila y la Gran Guerra Patriótica

 

Soldados rusos participan en el ensayo del desfile militar por el Día de la Victoria en Moscú, que se celebró el 9 de mayo.

Soldados rusos participan en el ensayo del desfile militar por el Día de la Victoria en Moscú, que se celebró el 9 de mayo.YURI KOCHETKOV

El hombre, el gorila y la Gran Guerra Patriótica

Putin vuelve a servirse del triunfo soviético sobre los nazis para darle la vuelta a los hechos y acusar a Occidente de los horrores de su invasión a Ucrania


José Andrés Rojo
11 de mayo de 2023

La Gran Guerra Patriótica ha regresado un año más a la Rusia de Putin como el referente con el que volver a presentarse al mundo con el mejor de los rostros. Ganamos a los nazis, los arrinconamos y aplastamos, acabamos con su delirio de poder y sus terribles excesos y matanzas. El sacrificio fue enorme y se calcula que 27 millones de soviéticos perdieron la vida, pero consiguieron derrotar a Hitler. Putin mira el final de la II Guerra Mundial como un horizonte de grandeza y fuerza los hechos para contar que la historia se repite y que, si entonces fue el Tercer Reich el que invadió sus tierras para dominarlas, hoy de nuevo Occidente machaca a los rusos en Ucrania. Los desfiles de la conmemoración del Día de la Victoria no han sido los de otras veces, pero las tropas volvieron a escenificar el brillo del poder militar ruso marcando el paso. Putin habló desde una tribuna y la soldadesca respondió al otro lado que sí, que ganarán de nuevo.

Stalingrado y “el carácter inquebrantable del pueblo ruso”

Batalla de Stalingrado
Los soldados rusos toman posiciones durante la batalla de Stalingrado.STF

Stalingrado y “el carácter inquebrantable del pueblo ruso”

Vladímir Putin sigue cultivando el mito de la Gran Guerra Patriótica para justificar la invasión de Ucrania


José Andrés Rojo

2 de febrero de 2023


En algún momento de su monumental novela Stalingrado, Vasili Grossman se refiere al motor que impulsaba a buena parte de quienes se batían a muerte con las fuerzas nazis que invadieron la Unión Soviética en 1941: “Una idea tan sencilla como ‘quiero que las personas trabajadoras vivan libres, felices y prósperas en una sociedad justa y emancipada’ fue la razón fundamental que guio las extraordinarias vidas de muchos revolucionarios y pensadores”. Los desmanes y el terror de Stalin eran tan notorios que nadie podía llamarse a engaño, pero la voluntad de frenar al enemigo se impuso y, con el tiempo, la Unión Soviética fue una de las grandes potencias vencedoras en la que allí se conoce como la Gran Guerra Patriótica. Vladímir Putin lleva tiempo intentando aprovechar aquella gesta para alimentar su relato ultranacionalista, y el último paso podría ser el de volver a nombrar Stalingrado a Volvogrado.


Resulta extraño que a estas alturas la invasión de Ucrania siga contando con un apoyo tan amplio de la población rusa —más del 70%, según algunas encuestas recientes más o menos fiables—, así que resulta obligado rascar donde sea posible para intentar entender lo que está ocurriendo. El pasado da a veces algunas pistas. Por ejemplo, en El fin del “Homo sovieticus”, Svetlana Aleksiévich recoge una amplia conversación que tuvo con una médica, en aquel momento de 57 años, sobre aquel terrible colapso que se produjo en los noventa con la llegada del capitalismo y la quiebra de lo que alguna vez se llamó socialismo real. “Entonces solo pensábamos en que seríamos los primeros en sobrevolar el Polo Norte, que aprenderíamos a dominar las auroras boreales, cambiar el curso de ríos caudalosos, irrigar desiertos sin fin... ¡Teníamos fe! ¡Muchísima fe!”, le dijo. Y también: “Puede que aquello fuera una cárcel, pero yo me sentía más a gusto en aquella cárcel de lo que me siento ahora. Nos habíamos habituado a vivir así...”.


Los relatos sobre el pasado cambian. Xosé Manoel Núñez Seixas lo explica muy bien en Volver a Stalingrado. El triunfo sobre los nazis se contó en la inmediata posguerra como la magna obra de Stalin. En tiempos de Breznev, la causa principal de la victoria derivó de “la superioridad de la organización económica y política de la sociedad socialista y de su avanzada ideología marxista-leninista”. Gorbachov se dedicó a revisar los grandes mitos, así que en sus tiempos se impuso la idea de “el pueblo soviético había resistido al agresor no gracias a Stalin, sino a pesar de Stalin”, como apuntó el escritor Alés Adamóvich.

Y llegó Putin. Supo ver que la victoria de 1945 es el acontecimiento de la historia de Rusia del que la gran mayoría de la ciudadanía se siente “más orgullosa”, así que hincó ahí su relato y le dio brillo y esplendor. Aunque fue una victoria de todos los pueblos soviéticos, los rusos fueron los que más se sacrificaron —más del 70% de todas las bajas mortales del país—, y por eso en sus discursos del Día de la Victoria de 2013 y 2018, se refirió a aquel triunfo como “un reflejo del ‘carácter inquebrantable del pueblo ruso”, observa Núñez Seixas. El día de la invasión, Putin insistió en reforzar el mito, y explicó que su objetivo era la desnazificación de Ucrania. Igual resulta que, atrapados en esa nostalgia por los gloriosos tiempos de Stalin, muchos se lo han terminado creyendo.

EL PAÍS




Berdichev, en el corazón de las tinieblas: de las peores atrocidades nazis a los bombardeos de Putin

Una pareja mira sus teléfonos junto a una antigua atracción en el Parque de Cultura y Recreación Tarasa Shevchenka, en Berdichev, a finales de marzo.

Una pareja mira sus teléfonos junto a una antigua atracción en el Parque de Cultura y Recreación Tarasa Shevchenka, en Berdichev, a finales de marzo.ALBERT GARCIA

LA OFENSIVA DE RUSIA EN UCRANIA


Berdichev, en el corazón de las tinieblas: de las peores atrocidades nazis a los bombardeos de Putin

En esta ciudad de Ucrania nacieron los escritores Vasili Grossman y Joseph Conrad, y en ella se casó Honoré de Balzac. Sufrió el Holocausto nazi y la feroz represión estalinista. Hoy, Berdichev sigue condenada a las tinieblas de la guerra


Cristian Segura
29 de abril de 2022


Hay una pequeña ciudad en el centro de Ucrania que pocos conocen más allá de las fronteras de este país en guerra. Su nombre, Berdichev, no resulta familiar para la mayoría de europeos, pero su historia y presente concentran el alma y el dolor compartido por los pueblos del Viejo Continente. Entre sus colmenas de viviendas soviéticas aguantan todavía bellos edificios del siglo XIX, testigos de un pasado rico en lo cultural y en lo económico. Berdichev fue centro espiritual del judaísmo en Ucrania y cuna de una refinada aristocracia local que vio nacer a dos genios de la literatura como Vasili Grossman y Joseph Conrad. También fue el escenario de las peores atrocidades nazis y de la feroz represión comunista. Hoy vive bajo la amenaza de los misiles rusos.


Suenan las sirenas de alerta ante un posible ataque aéreo y los transeúntes de la calle de Europa prosiguen su camino como si nada sucediera. Han pasado ya semanas desde el inicio de la guerra y los ciudadanos se han acostumbrado a este tétrico sonido, acompañado además por el doblar de las campanas de las iglesias. Las alarmas indican que los radares del Ejército ucranio han detectado actividad aérea del invasor en dirección a la provincia de Yitómir, donde se localiza Berdichev. Pueden ser misiles, drones o aviones. Solo en una ocasión cayeron las bombas sobre el casco urbano de la ciudad.

Viviendas junto a la orilla del río Hnylopayatka.ALBERT GARCIA

Los ciudadanos de Berdichev se sienten confiados en los últimos días de marzo y aprovechan cuando sale el sol para pasear por la avenida principal, la dedicada a Europa. En las horas de alarma aérea únicamente se prohíbe el acceso a la plaza frente al ayuntamiento porque es un posible objetivo del enemigo. La sede consistorial es un enorme edificio con dimensiones soviéticas más propias de un ministerio que de un municipio de 75.000 habitantes que dejó atrás su época más gloriosa. A pocos metros del ayuntamiento se encuentra la iglesia de Santa Bárbara. En ella contrajeron matrimonio en 1850 la condesa polaca Éveline Hanska y el escritor francés Honoré de Balzac, uno de los padres de la novela moderna.

La condesa Hanska era una de las muchas admiradoras que tuvo Balzac. Durante dos décadas mantuvieron una relación epistolar que empezó cuando ella era la mujer del conde ucranio Vinceslas Hanski. Cuando este murió, en 1841, los amantes intercalaron estancias por Europa y sobre todo en el palacio que ella había heredado, a 60 kilómetros de Berdichev. Se casaron tan solo tres meses antes de la muerte del escritor. Ella fue posteriormente enterrada junto a él en París y es recordada por ser la destinataria de las Cartas a la extranjera, una recopilación póstuma de las misivas que le escribió él, textos que exponen la capilaridad de los pueblos de Europa. “Piensa que estaré navegando durante quince días por el Mediterráneo”, relataba Balzac en 1838 a su futura esposa, “de allí a Odesa es todo mar, o, como decimos en París, un camino pavimentado. Y de Odesa a Berdichev solo hay un paso”.


En la calle de Europa hay un edificio de oficinas que lleva el nombre de Balzac. Un busto del escritor preside el acceso a los ascensores que llevan al visitante a la sexta planta, donde la familia Dziuba regenta el parque infantil Marioland, una adaptación local del famoso videojuego. La zona de actividades infantiles se ha quedado sin empleadas ni niños, la mayoría se han desplazado a provincias más alejadas del frente o al extranjero. Sí funciona el restaurante, Luigi, que en vez de a familias da de comer a los hombres que se han quedado en la ciudad. Luda Dziuba es la hermana del propietario y durante la guerra se encarga del establecimiento. Dziuba no conocía la historia de amor entre Balzac y Hanska, y que acabaría dando nombre al edificio en el que sirve pizzas y hamburguesas. Admite que poco sabe del pasado de su ciudad en general, pero sí sabe, porque se lo enseñaron en la escuela, que los alemanes masacraron a la población judía local.

Bajo estas líneas, un autobús pasa junto a un monumento hecho con un tanque T-34 utilizado en la liberación soviética de Berdichev durante la II Guerra Mundial.ALBERT GARCIA

Berdichev, como buena parte de Ucrania, fue durante siglos una pieza codiciada por Polonia, Lituania y Rusia. A mediados del siglo XVIII fue la capital económica de los territorios orientales de Polonia, pero fue posiblemente un siglo más tarde, coincidiendo con la efeméride del matrimonio de los Balzac, el momento más dulce de Berdichev. La ciudad era por entonces parte del Imperio ruso. La industria local permitía que floreciera un urbanismo admirado y una sociedad educada. En 1850 se levantó la escuela de música y estudios hebreos de la calle Vinnitska, un elegante edificio de dos plantas, actualmente abandonado, con estucados en la fachada que reproducen el telón de un escenario. Cuando este se construyó había otros 80 centros educativos judíos, hoy solo quedan tres. A finales del siglo XIX, el 80% de la población, más de 55.000 personas, era judía; hoy estos solo son unos 300 vecinos de Berdichev, el 0,4% de la población.

Los pogromos rusos de finales del siglo XIX iniciaron la progresiva desaparición de la sociedad judía de la ciudad. La revolución bolchevique, que a Ucrania llegó en 1920, trajo la represión religiosa, a la que sucedió algo mucho peor, el exterminio nazi. Cuando el escritor Vasili Grossman dejó su Berdichev natal en los años veinte, 30.000 de sus habitantes, “poco más de la mitad del total”, eran judíos. Cuando volvió en 1944 como corresponsal de guerra junto a las tropas soviéticas, liberando el este de Europa en dirección a Berlín, la práctica totalidad habían sido fusilados y enterrados. Grossman descubrió en aquel momento que una de las víctimas era su madre. A ella le dedicó su obra más importante, Vida y destino.


En el número 14 de la calle Shevchenko está la única placa en el espacio público de Berdichev dedicada a uno de sus más insignes hijos, uno de los más importantes narradores en ruso de la segunda mitad del siglo XX. En una casa de dos plantas adyacente a la escuela de medicina, ambas construidas por el tío de Grossman, vivieron el escritor y su madre, donde pasaron sus últimos momentos juntos. Grossman fue un revolucionario convencido al que los crímenes del estalinismo convirtieron en un crítico del régimen comunista. Vida y destino fue prohibida en la Unión Soviética y no fue hasta la década de los ochenta que su maestría empezó a ser reconocida en su propia tierra.

En Berdichev no faltan quienes mantienen lazos afectivos con Rusia. Muchos otros los han roto a causa de la guerra

Ninguno de los vecinos o autoridades que entrevistó El País Semanal en Berdichev había leído nada de Grossman. El regreso a la ciudad natal inspira la que fue su última novela, Todo fluye (Galaxia Gutenberg), censurada en la Unión Soviética, pero que en 1970 pudo ser publicada en Europa Occidental. Cuenta la historia de un preso político en Siberia que se beneficia de la excarcelación masiva de víctimas del estalinismo tras la muerte del tirano, en 1953. Iván Grigórievich vuelve a sus raíces para encontrarse con que los suyos le olvidaron: “Había desaparecido de la conciencia de la gente, de sus corazones, ya fueran fríos o ardientes; existía en secreto, y cada vez aparecía con más dificultad en la memoria de aquellos que lo habían conocido”.

Para llegar a la fosa común de Khazhyn hay que recorrer ocho kilómetros de una carretera secundaria controlada por las patrullas de las Fuerzas de Defensa Territorial, la división militar que moviliza a los ciudadanos ucranios armados. En el arcén saltan los cuervos y las palomas, y en los árboles, todavía pelados por el invierno recién finalizado, solo verdean las formas redondas del muérdago. El bosque, poco frondoso y mojado por la lluvia, conduce a un promontorio en el que hay dos estelas conmemorativas: la más reciente fue erguida hace tres años por el Memorial de los Judíos Asesinados en Europa y el Ministerio de Exteriores de Alemania. Incluye información del lugar y de los crímenes allí cometidos. La estela más antigua, de la década de los ochenta, solo indica que se levantó “a la memoria de los ciudadanos soviéticos aquí caídos”.

Habitantes de la ciudad escuchan el himno de Ucrania interpretado por una orquesta de profesores del conservatorio.ALBERT GARCIA

Un total de 12.000 personas fueron ejecutadas en la fosa de Khazhyn. Donde reposan los restos de los muertos, las autoridades desplegaron recientemente una red de alambre y sobre ella volcaron toneladas de piedras. Genadi Kisluk, presidente de la comunidad judía de Berdichev, explica que cada año había profanaciones por parte de ladrones en busca de joyas y otros objetos de valor.


Kisluk tiene 55 años y nació en Berdichev, como sus padres y sus abuelos. Ellos se salvaron del Holocausto porque antes de la llegada de los alemanes fueron evacuados a Kazajistán. Administra el cementerio judío de Berdichev, uno de los destinos de peregrinaje más importantes de los judíos ortodoxos jasídicos: en él está enterrado el rabino Levi Yitzchok, uno de los líderes del jasidismo en el siglo XVIII. Cien mil de sus fieles procedentes de Israel y Estados Unidos visitan cada año el lugar, pero en esta primavera bajo la sombra de la guerra solo se deja ver algún que otro vecino que pasea a su perro.

Aquí la colaboración de parte de la población local con los nazis en el exterminio judío sigue siendo un tema tabú

Las lápidas más antiguas tienen una forma particular de la región, de la que Kisluk dice no tener explicación. “Las llamamos los zapatos”. Muchas han sido tumbadas por las inclemencias del tiempo, otras fueron vandalizadas. Kisluk comenta que en su camposanto no hay nada financiado por los alemanes, y señala un discreto monumento sufragado por un ruso descendiente de Berdichev. Preguntado por su opinión sobre la invasión rusa, Kisluk responde que él no habla de política: “Los rusos serán siempre bienvenidos en este lugar”. El administrador del camposanto subraya además que durante la Unión Soviética los judíos no tuvieron nunca problemas.



Genadi Kisluk, presidente de la comunidad judía de Berdichev, ya residual, camina por el cementerio judío.ALBERT GARCIA

“La frase ‘yo no entro en política’ es la mejor manera de saber que alguien está a favor de Rusia”, afirma Stanislav Shostak, el intérprete de esta publicación en la visita a Berdichev. A Shostak, hijo de un ucranio judío residente en Israel, la reacción de Kisluk le sulfuró. “Mi padre ha roto muchas amistades con rusos israelíes que también le decían que no querían hablar de la guerra porque no entran en política”.


Kisluk es un ejemplo de las estrechas raíces culturales e identitarias que parte de la población ucrania comparte con Rusia. Pero la invasión ejecutada por el Kremlin ha provocado que muchos ucranios renuncien a este legado compartido. La escuela número 8 de Berdichev ha sido habilitada como centro de acogida para desplazados del frente oriental y como punto de distribución de ayuda humanitaria. Las clases se imparten a distancia y el profesorado intercala las horas lectivas frente al ordenador con trabajos de voluntariado, desde cocinar chuletas rebozadas hasta preparar conservas de pepinos, pasando por tejer redes de camuflaje para el Ejército. En las puertas de las aulas hay carteles en tres idiomas que indican las asignaturas que allí se imparten: en ucranio, inglés y hebreo. Pese a que es la lengua materna de un tercio de la población, el ruso se excluyó expresamente de la escuela a raíz de la guerra separatista espoleada por Rusia en 2014 en la región del Donbás.

“Nunca nos hubiéramos imaginado que nos sucedería esto con nuestros vecinos y hermanos Rusia y Bielorrusia”, afirma entre lágrimas la subdirectora de la escuela número 8, Alina Ryzhko. Su llanto se convierte en rabia cuando recuerda a un exalumno recientemente caído en el frente. Para ella, como para millones de ucranios, Rusia es el mal. “Yo tengo amigos en Rusia, mejor dicho, tenía amigos, es muy duro porque apoyan esta guerra”, dice esta maestra. “Rusia había visto muchas cosas en mil años de historia”, anotó Grossman en Todo fluye con un lamento parecido al de Ryzhko: “Durante los años soviéticos el país había sido testigo de victorias militares mundiales, enormes construcciones, ciudades nuevas, presas que detenían el curso del Dniéper y el Volga y canales que unían los mares, la potencia de los tractores, de los rascacielos… La única cosa que Rusia no había visto en mil años era la libertad”.


El Museo de Historia de Berdichev es una humilde colección de objetos variopintos y loas a los personajes más granados de la ciudad. Es un caserón en los terrenos fortificados del convento de las carmelitas descalzas, una comunidad religiosa fundada en el siglo XVII y actualmente compuesta por una docena de monjas polacas. Miles de familias se han refugiado en Polonia durante la guerra gracias a la intercesión de estas religiosas. En el patio de acceso al convento solo dejan verse perros callejeros que esperan a que alguien les dé algo de comida. Buena parte del museo está dedicado a glorias soviéticas, como el teniente general ruso Georgy Petrovsky, que en enero de 1944 comandó una columna de 20 tanques contra el ocupante alemán dentro de la ciudad. Uno de esos blindados, un T-34, preside el homenaje a aquella gesta en una plaza de Berdichev.


Un aula de la escuela número 8 de la ciudad, reconvertida en almacén de ropa para refugiados.ALBERT GARCIA

Ocho décadas después de que Petrovsky abriera las puertas del municipio a las tropas soviéticas, el museo ha retirado de sus salas las piezas más valiosas y las ha puesto a buen recaudo. La dirección del centro especifica que no se han protegido por miedo a los bombardeos, sino a los posibles saqueos en el caso de que el Ejército de Vladímir Putin acceda a Berdichev. En el acceso principal a la exposición se mantiene un mural con las fotografías de una veintena de soldados de la 26ª Brigada de Artillería, que tiene su cuartel en el municipio: son los fallecidos en la guerra que provocó Rusia en 2014 para separar el Donbás de Ucrania.


John Garrard es uno de los mayores expertos sobre la historia de Berdichev. Este profesor emérito de Estudios Rusos de la Universidad de Arizona ha escrito prolíficamente sobre el pasado judío de la región y sobre Grossman. Garrard recuerda que el eje entre Berdichev y Yitómir, la capital de la provincia, 40 kilómetros al norte, fue el escenario de la victoria más importante de la invasión alemana en la Unión Soviética: fue desde allí desde donde la 11ª División Blindada rodeó Kiev “en cuestión de horas” en septiembre de 1941. “Los soviéticos perdieron 400.000 hombres, asesinados o como prisioneros, en su mayor derrota en la II Guerra Mundial”, dice Garrard, y añade: “Los rusos parecen ignorar su propia historia, su Ejército está actuando como la Wehrmacht alemana, y el Ejército ucranio está en la posición del Ejército Rojo”.


Garrard opina que en un lugar como Berdichev confluyen otras memorias ignoradas. Por ejemplo, la de la población local que colaboró en el exterminio judío, algo de lo que ni se contempla todavía hablar, a diferencia de lo que ha sucedido en otros países europeos como Francia, una actitud heredada de la época soviética. “Cuando el Ejército Rojo retomó la ciudad, el discurso soviético era concentrar las culpas en los alemanes e ignorar la colaboración ucrania. Campesinos ucranios se apoderaron de las propiedades judías, saquearon sus viviendas. Este olvido consciente ha continuado hasta hoy”, opina Garrard. “¿Quién quiere reconocer que sus familias se beneficiaron del asesinato de sus vecinos judíos, o que incluso, en algunos casos, los instigaron?”, plantea.

La inercia soviética también lleva a que la figura de Grossman, voz crítica e incisiva sobre los crímenes contra los judíos, continúe en un segundo plano, valora Garrard: “El nombre de Grossman fue rehabilitado en la década de los ochenta, después del agujero negro que fue la Unión Soviética, pero su trabajo sobre el Holocausto, que trata igualmente sobre el doloroso y desconocido papel del colaboracionismo ucranio, continúa reprimido”.

Vasili Grossman escribió en Todo fluye algunas de sus reflexiones más celebradas sobre la voluntad del individuo de prevalecer, la misma que le llevó al ostracismo: “Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá. Lo que permanece, se desarrolla y vive es solo una verdadera fuerza, que consiste en una sola cosa, la libertad. Vivir significa ser un hombre libre”.

La casa familiar en la que vivió el escritor Vasili Grossman, una de las glorias literarias de Berdichev.ALBERT GARCIA

Joseph Conrad, hijo de Berdichev, también quiso ser libre para seguir su propio camino. A él se le dedica otro espacio expositivo en las dependencias del convento de las carmelitas, financiado con capital polaco. Józef Teodor Konrad nació en 1857 en el seno de una familia latifundista de la minoría polaca local. Como recogió John Stape en su biografía The Several Lives of Joseph Conrad (Penguin), el mismo Conrad había admitido que Berdichev, “un lugar tan remoto” de Inglaterra, su país de adopción, parecía “un punto de inicio imposible” en su biografía. La familia Konrad se trasladó de Berdichev a Varsovia cuando el pequeño Józef solo tenía tres años. El padre era un activo opositor al imperialismo ruso, defensor de la independencia polaca. Fue deportado a Siberia. La madre murió cuando el pequeño tenía 9 años, y el padre, cuando contaba 11. Cuidó de él un tío, pero pronto, de adolescente, empezó a labrarse su perfil de aventurero que a los 21 años le llevó a Inglaterra.

Conrad, como Balzac, conectaría a Berdichev con la Europa Occidental. Uno en francés y el otro inglés, el primero desde el territorio del realismo y el segundo marcado por el romanticismo, ambos autores se aproximarían a algunos de los aspectos más duros de la condición humana. La obra más reconocida de Conrad, El corazón de las tinieblas, aporta párrafos que suenan como el eco de una violencia común y atávica, sea en el río Congo del libro o en los campos de cereales de la Ucrania occidental: “De cuando en cuando se ve un campamento militar perdido en la selva, como una aguja en medio de un pajar; frío, niebla, tempestades, enfermedad, exilio y muerte, la muerte acechando en el aire, en el agua y entre los matorrales”.


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