miércoles, 23 de febrero de 2000

Antonio Muñoz Molina / Un héroe de las mujeres


Ava Gardner

Un héroe de las mujeres


ANTONIO MUÑOZ MOLINA
23 FEB 1991


A Bioy Casares la historia seguramente le interesará: él, si la contara, tal vez la atribuiría a un tenorio porteño de madurez declinante y a una dama inglesa de pelo rojo y modales tan escandalosos como su belleza que cruza como un relámpago de fuego los salones de la mejor sociedad de Buenos Aires. Pero no es imprescindible acudir a la literatura para referirla ni inventar otros pormenores que los que ofrece el periódico para revelar el modo exacto en que la ternura, la vanidad y la mentira se vinculan en ella, así como una vaga memoria ambiental que procede del cine y de las revistas del corazón de hace 30 años, donde posaban hombres con el pelo todavía engominado y mujeres con zapatos de aguja, faldas acampanadas y pequeños sombreros con un velo que cubría la mitad de la cara. Una Costa Brava todavía agreste y sólo frecuentada por unos pocos extranjeros desganadamente apátridas y un Madrid de tranvías azules y bulevares intactos, de vestíbulos de hoteles que se parecen ampulosamente a los decorados de Hollywood y cafeterías modernas donde se cruzan los magnates franquistas con los productores internacionales de cine son los lugares por los que transitan los personajes de la historia: es ese tiempo en el que el cielo sobre la Gran Vía tiene un azul hiriente de postal o de tecnicolor, cuando nuestros mayores volvían a provincias mostrando una foto en la. que sonreían tomados del brazo en la plaza de España, junto al monumento de Cervantes. En las páginas en huecograbado sepia de las revistas y en el Nodo se ve la a las celebridades internacionales asistiendo con gafas de sol a las corridas de toros y visitando el museo de bebidas de Perico Chicote. El héroe, desmentido ahora, olvidado y muerto, es uno de esos galanes con fijador en el pelo y trajes a rayas a los que nuestros padres tal vez hubieran querido parecerse en su juventud. Exhibe una rotunda masculinidad española suavizada por una especie de desenvoltura internacional. Reúne en su figura intachable varios prestigios simultáneos: es un torero célebre, escribe y publica versos, actúa en el cine con la misma naturalidad seductora que en las Fiestas sociales y en las barras de las cafeterías cosmopolitas. Con el tiempo, al cabo de unos pocos años, su presencia irá volviéndose más rara y cada vez menos usual los diversos escenarios donde resplandecía, y sólo conocerá un breve apogeo recobrado cuando aparezca, a mediados de los setenta, en un programa arcaico de la televisión, vestido de esmoquin, ya un poco canoso pero todavía implacablemente distinguido, navegando como por los salones de una película musical entre concursantes femeninas que cumplen por un día el sueño satinado y patético de una boda con tules lujosos y marchas nupciales que muy pronto se convertirán en la sintonía de un anuncio de detergentes: en torno al único televisor que había en mi calle -tenía la pantalla cubierta con un papel de seda azul, porque se aseguraba que los rayos que despedía el aparato podían dejarlo a uno ciego- las mujeres de la vecindad se congregaban, los domingos por la tarde para ver a Mario Cabré en Reina por un día con un arrobo lacrimoso muy semejante al que las embargaba cuando veían pasar a las novias camino de la iglesia.

martes, 15 de febrero de 2000

Antonio Muñoz Molina / Balthus

The painter and his model, 1980-1981
Balthus

Balthus

LOS NOVEDOSOS Y LOS ORIGINALES

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
14 FEB 1996


Cuenta Julio Camba en un artículo que él casi nunca recibía cartas elogiosas de sus lectores, pero que una vez le escribió un lector entusiasta de Guadalajara y eso estuvo a punto de arruinarle la carrera, porque desde entonces, cada vez que empezaba un artículo, se preguntaba si no iba a defraudar a su lector de Guadalajara. Hay fervores temibles y devociones tan recias que uno casi preferiría no merecerlas. Hace un par de semanas, esperando mi turno en una frutería, una señora bien vestida y de edad intermedia se me quedó mirando y me sonrió con expresión de reconocerme, y en menos de un minuto me propinó un correctivo ejemplar:-Hay que ver, el otro día leímos en casa un artículo suyo sobre arte, no me acuerdo de qué trataba, y lo estuvimos comentando, qué mal, ¿no?, decíamos, qué equivocado está este hombre, no se entera de nada, claro, como es de letras, y los de letras ya se sabe, perdona que te lo diga, cuando escribís de arte metéis la pata siempre, es lo que comentábamos en casa, que de literatura entenderéis mucho, pero de arte nada, te lo digo porque yo tengo una galería, y, claro, cuando alguien no entiende de una cosa un profesional lo nota enseguida, y como yo tengo una galería...
Por fortuna llegó mi turno y pude escapar de aquella mujer tan afable y despiadada, que a diferencia de mí no era de letras y tenía una galería, pero aún me duran los efectos de su reconvención. Igual que a Julio Camba se le presentaba el espectro intimidatorio de su lector de Guadalajara cada vez que iba a escribir un artículo, yo me acordé de ella, de mi lectora de la frutería, cuando al cabo de algún tiempo fui a ver la exposición de Balthus en el Reina Sofia, y si me gustaba mucho un cuadro una voz me remordía por dentro sugiriéndome que seguramente estaría equivocado en mi apreciación, dado que soy de letras. Ahora mismo, mientras escribo, mientras intento precisar las sensaciones que despertaron en mí aquellos cuadros incomparables, aquellos dibujos tan desvanecidos y su tiles como bocetos del Quattrocento, el fantasma inquisitivo de la galerista me parece que me espía por encima del hombro para censurar mis palabras apenas surjan en la pantalla del ordenador, para recordarme que sólo tienen la legitimidad necesaria para juzgar el arte los que se dedican profesionalmente a su comercio o a su crítica: como ella, por ejemplo, que es dueña de una galería y, por tanto, forma parte de ese Olimpo o Sanedrín de expertos que estos días zumban en el panal de Arco y llevan tantos años dictaminando y legislando, inventando genialidades al mismo tiempo irrisorias y sagradas, despreciando todo aquello que no se ajustara exactamente al esnobismo de sus veleidades o a sus simples intereses monetarios, imponiendo una idea de la figura del artista cada vez más parecida no ya a un fabricante de moda, sino a un dependiente en una tienda de moda, a un vendedor o vendedora de calzoncillos o de chucherías, de pompas de jabón dotadas de una etiqueta, de una etiqueta con el precio, desde luego.
Antonio Machado, que también era de letras, dice que en las épocas de decadencia los partidarios de lo novedoso apedrean a los originales. Me acordaba de esas palabras examinando la profunda originalidad de la pintura de Balthus, su maestría solitaria, su desapego hacia las supersticiones que han convertido en leyes los expertos, los gurus, los legisladores de una trayectoria única en el arte moderno. Yo no digo que el de Balthus sea el único camino, ni tampoco creo que sus cuadros se aparten radicalmente de la tradición de las vanguardias: lo que me parece indudable es que las artes del siglo no tenían por qué avanzar en un sola dirección, a lo largo de una línea recta que iría de Cézanne al cubismo, de Picasso a Pollock, de Duchamp a Andy Warhol y a Joseph Beuys, etcétera, para terminar donde estamos ahora, en el paraíso de los teóricos y de los entendidos, de los modernos en nómina oficial que costean sus antojos de coleccionismo a costa del dinero público, en el paroxismo bendecido de la nadería, de monitores de vídeo y muñequitos de peluche, en el que todo el mundo se afirma joven, despectivo y distinto y, sin embargo, resulta idéntico, lo mismo en sus productos que en su indumentaria. Ya no hace falta la paciencia apasionada del aprendizaje: cualquier cosa es instantáneamente genial si así lo certifica la autoridad competente.
El novedoso grita como un charlatán callejero las evidencias de su novedad: el original indaga a solas y muy lentamente en los aprendizajes del oficio, en las imágenes y los volúmenes de las cosas, en el legado de los maestros que admira. Balthus no es menos discípulo de Cézanne que Picasso, pero la lección que aprende de él no es la misma. Sus cuadros, bajo una apariencia relativa de naturalidad, tienen de pronto un misterio de sueños que inquietan más que los sueños obvios del surrealismo. Balthus finge perspectivas de pintor académico y, sin embargo, quiebra el espacio y violenta las cosas y los cuerpos en yuxtaposiciones cubistas, y sabe sugerir en una misma figura la ligereza de un dibujo japonés y la majestad pensativa de un retrato de Piero della Francesca. A veces pinta interiores que recuerdan la opacidad húmeda de los interiores de Lucien Freud, pero en él hay siempre una evidencia de sensualidad y ternura, de espacio cálido, muy usado y vivido, el de las habitaciones de esas casas de campo que hay en sus paisajes y a las que a mí me dan ganas de irme a pasar veranos de laborioso retiro, como los que habrá pasado Balthus tantos años de su vida, solitario en la obstinación y en la originalidad de un trabajo que casi nadie apreciaba, rescatado ahora, vindicado, tan sabio en los oficios artesanos del dibujo, de la perspectiva y del óleo como en el amor por las presencias humanas y por las formas de las cosas.
Salía de la exposición excitado y feliz, alimentado, confirmado, como se sale de las mejores películas y se concluyen los mejores libros, pero el recuerdo de mi galerista de la frutería no tardó en amargarme. Siendo de letras, no entiendo de arte, no regentando una galería, ¿habré sido capaz de comprender a Balthus? ¿No seré como esos desgraciados que se emocionan con Chaikovski para desdén y escarnio de los melómanos? Está claro que me urge cambiar. Cambiar de frutería, por lo menos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 14 de febrero de 1996



jueves, 10 de febrero de 2000

Anthony Burgess / Retrato de James Joyce



Anthony Burgess
RETRATO DE JAMES JOYCE

Retrato del artista centenario



Joyce nació el 2 de febrero de 1882, festividad de la Candelaria o de la Purificación; Igor Stravinski nació el mismo año, el 17 de junio, el día siguiente al "día de Bloom". Irlandés y ruso se tornaron par¡sienses. En 1913, La consagración de la primavera, de Stravinski, levantó un escándalo en la Opera de París. En 1922, el Ulises, de Joyce únicamente publicable en París, provocó un escándalo mundial. Ambos hombres, que, al parecer no se llegaron a conocer, encabezaron sendas revoluciones en el mundo del arte. Cien años después de su nacimiento, todavía hay gente que dice que no soporta todo este material moderno, refiriéndose a lo que han oído o a lo que han visto, o a lo que han oído hablar de cada una de estas obras o de las dos. Pero ni Joyce ni Stravinski son ya artistas modernos; son tan clásicos como Goethe y Beethoven. Y, sin embargo, continúan teniendo la virtud de molestar.Dejo la conmemoración de Stravinski a los músicos. Pero al conmemorar el centenario de Joyce tengo que contemplarle no únicamente como lector o como compañero de profesión que, hasta cierto punto, se ha hecho a su sombra, sino como a un ser humano en el que, ya de niño, reconocí una afinidad de temperamento. Me crié en el ambiente de una comunidad de católicos irlandeses de baja clase media de Manchester. Dublín, en donde Joyce tuvo el mismo tipo de educación, estaba mucho más próxima a nosotros que Londres, y no tan sólo geográficamente. Era una capital católica, y Londres era el centro de la herejía. Dublín era el puesto en el que embarcaban nuestros familiares para venir a vernos, generalmente con billetes de lotería irlandesa, ilegales en el Reino Unido, escondidos en los pololos de las mujeres. Joyce tenía una vista débil y era aficionado a la música, como lo era y lo soy yo. Empecé a perder la fe a los dieciséis años, y por esa época leí por primera vez el Retrato del artista adolescente. El magnífico sermón sobre el infierno me hizo volver, asustado, a la ortodoxia, aunque no logró evitar el lento pero inevitable desmoronamiento de la fachada de la fe, y fue el Retrato adonde una y otra vez acudía en busca de una justificación magistral de mi apostasía.





Un trozo de pastel
Naturalmente, según decía Joyce, sólo estaba permitido abandonar el seno de la Iglesia si se encontraba un sustituto, y únicamente el arte proporcionaba tal sustituto. En el arte, la literatura para Joyce, se podía encontrar sacerdotes y sacramentos e incluso mártires, pero el arte te daba su recompensa en este mundo, no era sólo la promesa de un trozo de pastel en el firmamento. Viendo que me era imposible ser un buen católico, me tenía que convertir en una especie de artista, teniendo que luchar contra el lado inglés de mi educación para poder llegar a comprender lo sagrado del arte. Para los protestantes ingleses, el arte ha sido siempre un tema más bien para aficionados; no se construye un libro como se construye un puente; se deja que se vaya expresando como un guiso. El rigor de Joyce era algo nuevo, y su devoción a la literatura era un tanto obscena y parisiense. Oscar Wilde, otro dublinés, estaba siempre hablando de que el arte estaba por encima de la moralidad burguesa, y había acabado en el cementerio de Pére Lachaise. Vean dónde el arte, léase la pederastia, le había llevado.
Arte y basura
Cuando Joyce escribió el Ulises fue rápidamente prohibido en todas partes, excepto en París. Esto, para la burguesía, venía a confirmar la identidad entre arte y basura. Ningún impresor británico o norteamericano se había mostrado dispuesto a correr el riesgo de ir a la cárcel por componer tan abominable texto, y tuvo que entregarse a un impresor de Dijon que no sabía inglés. El libro fue publicado por un norteamericano propietario de una librería de París, y fue enviado por correo a quienes sabían saborear la literatura, o la basura, elaborada. Winston Churchill lo compró, pero Bernard Shaw, no. Las autoridades aduaneras de Nueva York y Folkestone los confiscaron y los retuvieron o los quemaron. La prohibición seguía todavía en vigor cuando, en 1934, mi profesor de Historia logró sacar la edición de la Editorial Odisea de la Alemania nazi y me lo prestó.
El candor sexual de Ulises palidece actualmente comparándolo con los múltiples orgasmos de Jackie Collins o con la displicente impotencia de Harold Robbins. Las obscenas expresiones de los soldados Carr y Compton en el episodio del barrio de los burdeles es cosa de niños, incluso para una joven doncella, acostumbrada a ver las obras de Pinter en la televisión. E incluso un joven de diecisiete años libidinoso como yo, veía claramente que el sexo y las obscenidades constituían aspectos de un programa de realismo muy lejanos de la pornografia. Joyce había cogido un día en Dublín, el 16 de junio de 1904, y había plasmado en su totalidad, sin ningún tipo de censura, los pensamientos, sentimientos y actos de tres dublineses nada representativos. Leopold Bloom, el agente de publicidad de origen judío-húngaro, desayuna y a continuación va al water. Un laxativo le ha liberado del ligero estreñimiento de los días anteriores, y logra una evacuación satisfactoria. Más tarde, en la playa, se excita eréticamente a la vista de una muchacha con las faldas levantadas, y, al tiempo que los fuegos artificiales de la tómbola de beneficencia Mirus explotan y zumban, con complicidad, se masturba. Hacia el final del libro, Molly Bloom tiene la menstruación. El escándalo de menstruadoras, como Virginia Woolf, y de onanistas, como E. M. Forster, fue tremendo, aunque lo mantuvieron decentemente encerrado en las tertulias de Blonisbury. Parecía como si hubiera sido Joyce, y no sir John Harington,quien inventó el water.
"Fácil lectura"
Joyce plasmó la vida honestamente, tal como él la veía, y no le sirvió de nada. Al círculo de Bloomsbury no le gustó lo que ellos llamaban vulgaridad, y tampoco les agradó la glorificación cómico-épica que Joyce hacía de las bajas clases medias. Los comunistas consideraban elUlises una obra reaccionaria; Joyce se sintió dolido. "En mis libros no aparece nadie", dijo, "que valga más de cien libras". Pero la acusación de reaccionario, igualmente dirigida contra Tierra baldía, de Eliot, publicada el mismo año que Ulises, era más causa del despliegue de erudición, y de una técnica que no se prestaba a una fácil comprensión, que del contenido de la obra.
La erudición se obtiene fácilmente. Está a nuestro alcance en las bibliotecas públicas y no cuesta nada. Pero, como ni los trabajadores ni la clase media sienten ningún deseo especial por ella, se considera una imposición injustificable en una novela; una novela debe ser de fácil lectura. El Ulises no lo es. Joyce juega con la lengua inglesa. Separa, como el suero y el requesón, sus elementos germánicos y latinos.Parodia a todos los escritores, desde el venerable Beda a Thomas Carlyle. Convierte un capítulo en un libro de texto de retórica. A otro le da la estructura de una fuga per cananem. El último capítulo carece de signos de puntuación. y, cuando no juega, nos da páginas y páginas de pensamientos y sentimientos en estado puro en forma demonólogo interior.
"Oh, dulcísima toda tu blancurita de chica vi hasta arriba sucia braguita me hizo hacer el amor pegajoso nosotros dos niño malo Grace Darling ella a él a y media la cama meténse cosas frivolidades para Raoul para perfume tu mujer pelo negro curvas bajo embon señorita ojos jóvenes Mulvey opulentas años sueños volver callejas Agendath desmayando amorcito me enseñó su año que viene en bragas en su que viene". (*)
Sin embargo, ahora, sesenta años después de la publicación de Ulises, sabemos que las dificultades de este tipo de textos experimentales no son tan grandes como parece. Si se ha leído el libro atentamente hasta ese momento masturbatorio, se pueden reconocer todos los leit-motiv de esa corriente poco gramatical. A Joyce le encantan los misterios, pero no le gusta que duren demasiado. Esconde las llaves en cajones que no tienen cerradura. No siempre es fácil, pero jamás es imposible.
Hubo una época en que Joyce levantó iras por hacer que su estilo de prosa se interpusiera en la narración. Actualmente, nos sentimos más inclinados a disfrutar con la forma en que convierte, por medio del mito y de los símbolos, a gente normal en héroes épicos, incluso aunque la exaltación suponga elevarles al escenario de un music-hall y hacerles realizar un número cómico. Al verdadero Ulises, de Homero, le lanza una roca un gigante caníbal de un solo ojo. A Bloom, el nuevo Ulises, le ataca un ciudadano patriotero irlandés, borracho, que no puede ver lo suficientemente claro para darle con una caja de galletas Jacob. Bloom, vilipendiado por judío y ridiculizado por cornudo, acaba, a pesar de todo, como rey de Itaca, situada en el 7 de la calle de Eccles. El nos representa a todos nosotros, y también nosotros nos colocamos la corona de una gloria absurda.
El mundo ha perdonado a Joyce por los excesos de Ulises, pero todavía no está preparado para perdonarle la locura de Finnegans Wake. Y, sin embargo, resulta difícil ver qué otro libro podía haber escrito después de haber hecho una disección novelada de la mente humana en estado de lucidez. Ulises llega a tocar, en ocasiones, las fronteras del sueño, pero no llega a entrar en su reino. Finnegans Wake es, de una manera sincera, una representación del cerebro dormido. Joyce tardó diecisiete años en escribirlo, entre operaciones de la vista y sus preocupaciones por el derrumbe mental de su hija Lucía. Tuvo poco estímulo, incluso de Ezra Pound, el príncipe del vanguardismo. Su esposa, Nora, se limitó a decirle que debía escribir un libro agradable que pudiera leer la gente normal. Pero es obvio que había que escribir Finnegans Wake y Joyceera el único hombre con la suficiente entrega o lo suficientemente loco para escribirlo.
Un pecado de incesto
El personaje central del libro es un propietario de un bar en Chapelizod, en las afueras de Dublín, cuyo nombre parece ser Porter.En su sueño se convierte en Humphrey Chimpden Earwicker, el nórdico invasor protestante de la católica Irlanda, un hombre que lleva sobre sus hombros la joroba de un pecado de incesto, que expresa su sentimiento de culpabilidad de forma incoherente y que se convierte en un símbolo del pescador. Su esposa, Ann, es todas las mujeres, además de Ann Livia Plurabelle, el río Liffey y,por extensión, todos los ríos del mundo. Su consorte, que cose sus iniciales HCE por todo el texto como una especie de monograma, es Finnegan, el prototipo del gran constructor de ciudades, además de ser todas las ciudades que construye. Su hija Isabel representa a todas las mujeres tentadoras. Sus hijos gemelos, Kevin y Jerry, o Shem y Shaun, representan el eterno principio de los opuestos, Caín y Abel, unas veces; Napoleón y Wellington, otras, y, en ocasiones (Dios nos ampare), Bruto y Casio disfrazados de Burrus y Casius, o sea, de mantequilla y queso. Las identidades cambian, el espacio es plástico, la época es el año 1132, que no representa ninguna época; es simplemente una forma taquigráfica de indicar el proceso circular de caída y resurrección: para contar hasta once con los dedos tenemos que volver a empezar, y 32 pies por segundo es la veloci dad de aceleración de los cuerpos en caída libre. La narración es cíclica e infinita. La lengua es una especie de dialecto babilónico inventado por el propio Joyce, formado por todas las lenguas que había aprendido durante su exilio y considerado adecuado para volver a narrar un sueño universal.
Debe haber mucha gente, incluso entre los más cultos, que al abrir el libro hayan protestado, poco complacidos de lo que veían sus ojos:
"... nor yet, though venissoon after, had a kidscad buttended a bland old isaac: not yet, though all's fair in vanessy, were sosie sesthers wroth with twone nathandjoe. Rot a peck of pa's malt had Jhem or Shembrewed by arclight and rory end to reggin brow was to be seen ringsome on the aquaface... ".
No parece tener sentido, pero lo tiene. Joyce jamás en su vida escribió una línea que no lo tuviera. Aquí aparece Jacob, que es James (Jhem) o Shem (Shen), el hijo menor, que es además un cad, un caradura (cad= cadet= hijo menor), poniéndose una piel de cabritilla (kidskin) y engañando a su viejo padre Isaac, débil (bland) y ciego (blind), para que le dé su bendición, y es también Parnell arrebatándole el liderazgo del nacionalismo irlandés a Isaac Butt (butended). Susana (sosie= Susie),Ester (sesthers) y Rut (wroth) están todas presentes, todas ellas amadas por hombres mayores (Igual que FICE ama a su propia hija), y también Stella y Vanesa (vanessy), las dos con el nombre de Ester, amadas por un Jonathan Swift (nathnandjoe = jonathan), que es Natán y José en uno. Y además Shem y Shaun, modelados turbiamente como los hijos de Noé (Sem y Cam), unidos en una sola persona, esperan el destilado del whisky al pie del arco iris. Hay demasiado contenido en pocas líneas, desde luego, pero quejarse de exceso es un poco in grato. La mayoría de los escritores no nos dan suficiente.
Llamarle canalla
Es obvio que Joyce, a pesar de ser un hombre del pueblo, no se marcó el objetivo de ser un escritor popular. Y, sin embargo, se está celebrando su centenario con bastante más entusiasmo del que, en 1970, el mundillo literario puso en el de Charles Dickens, que sí quiso ser popular. La conmemoración alcanzará su momento de mayor intensidad en Dublín, donde todavía hay gente que sigue llamando canalla a Joyce y que venera a su padre como un gran caballero (compárese la situación con la de Lawrence, padre e hijo, en Eastwood, Inglaterra). Resulta difícil no conmemorar a Joyce en Dublín, en cualquier año o en cualquier día del año, porque, al igual que el mismo Earwicker-Finnegan, Joyce ha creado a Dublín. Lo ha convertido en un lugar tan mítico como el infierno, el paraíso y el purgatorio de Dante, todos en uno. Al mismo tiempo ha resaltado su aspecto fisico y les ha dado a sus calles, bares e iglesias el sello de una realidad realzada. Cuando se bebe Guinnes en el Bailey o en el bar de Davy Byrne se emplean las papilas gustatorias de Joyce, y cuando se camina por la playa de Sandymount se hace con sus viejas playeras. Joyce no podía vivir en Dublín, pero tampoco podía olvidarse de ella. Su obsesión con detalles minuciosos de su vida y de su peculiar forma de expresarse les obliga a los lectores a convertirse en dublineses. Ningún otro escritor ha conseguido hasta tal punto que sea necesario empaparse del ambiente de un lugar como prerrequisito para entender su obra.
El Ulises comienza en una torre de Martelo que aún sigue en pie. La odisea de Bloom puede rastrearse en un mapa y controlarse con un cronómetro. Incluso Finnegans Wake, el libro más recóndito y con un ambiente más enrarecido que se haya escrito, tiene una puesta en escena precisa: Chapelizod, al sur del hipódromo del Phoenix Park, donde es posible reconocer el bar de Earwicker en el de El Muerto, llamado así porque a los clientes que, borrachos, salían tambaleándose los atropella ban los tranvías.
La solidez del lugar guarda correlación con la solidez de caracte rización de los personajes. Leo pold Bloom es un ser tan tridimen sional que no queda oscurecido por tantas travesuras lingüísticas El triste tartamudeo de Earwicker resuena con claridad a través de los laberintos del sueño. Alguno de los que disfrutan con Joyce pueden pasar por alto las tortuosida des del estilo y concentrarse exclu sivamente en la carne y hueso de sus límites geográficos.Desgraciadamente, son muchos más los pe dantes que disfrutan con el estilo la estructura y el simbolismo. El secreto para apreciar a Joyce es no dejar que se nos suba demasiado a la cabeza. Al fin y al cabo, no es John Jameson.
Joyce ha tenido la póstuma for tuna de contar con el mejor biógrafo de nuestro siglo. El libro de Richard Ellman es una maravilla de información, ingenio y cariño bien entendido. Ellman puede, con todo derecho, llamar nuestra aten ción sobre aspectos ingeniosos como los finales asimétricos de las dos palabras que abren y cierran el libro, stately y yes. Tiene igualmente derecho a mostrar cómo la burlesca tran sustanci ación de Buck Mulligan al cornienzo de la obra tiene su contrapunto en la menstruación, real, de Molly Bloom, al final. Pero hay demasiados académicos, y estarán en bloque en Dublín el día 111 de junio, que tratan el Ulises y Finnegans Wake como si se tratasa de códices místicos, no mostrando el menor interés por la Copa de Oro (una carrera de caballos que se celebra alrededor del "día dle Bloom", el 16 de junio) y poco gusto por la Guiness. Este centenario debería mostrar que, por fin, Joyce está empezando a ser propiedad del pueblo y no de unos cuantos autores de tesis doctorales.
Novelista de novelistas
Para otros escritores poco académicos como o, Joyce es el novelista de los novelistas, aunque ni el Ulises ni Finnegans Wake se pueden denominar, con propiedad, novelas. Si la novela es el arte de encajar las sensaciones y emociones de la vida en una estructura que posea algo de la proporción y autonomía de una pieza musical, entonces Joyce es nuestro maestro. Podemos estudiarle en el plano estrujtural, descubriendo los principios de desarrollo sinfónico astutamente ejemplificados en los episodios de los Bueyes del Sol y de Circe delUlises, y en el nivel nuclear de la frase. Veamos unas muestras de extraordinaria escritura:
"Heforesaw Nspale body reclined in it atfull, naked, in a womb of warmth, oiled by scented melting soap, soffly 1aved'. ("Preveía su pálido cuerpo reclinado en él del todo, desnudo, en un útero de tibieza, aceitado por aromático jabón derretido, suavemente lamido por el agua".) (*)
"Under theirdropped lids his eyes found the tiny bow of the leather headband inside his high grade ha". ("Bajo los párpados caídos, sus ojos encontraron el diminuto lazo de la badana de dentro de su sombrero. Alta Cal".)
Donde dice ha, léase hat (sombrero). El sudor ha borrado la "t". John Gross ha señalado que otros personajes de la novela tienen sombreros convencionales; sólo Bloom tiene un ha. Y, sin embargo, hay en estos párrafos menos excentricidad literaria que una gran preocupación por la realidad. El lenguaje de Joyce está ligado a sus referentes. Al mismo tiempo, logra una cierta independencia melódica, recordándonos que Joyce fue un tenor que, si se hubiera dedicado al canto, hubiera desbancado al conde John McCormack.
Joyee, el hombre, imprevisor, dado a la bebida, exiliado, silencioso y astuto, chillón, sociable, dedicado a su familia, carente de lo que Hampstead llamaría buen gusto, larguirucho, sórdidamente elegante, medio ciego, muerto a destiempo a los 59 años, sigue vivo en anécdotas de chochez, pero la esencia de su personalidad, excéntrico y al tiempo convencional, está contenida de forma total en sus obras. Sus preocupaciones: la estabilidad social que encuentra su mejor expresión en la familia de clase media baja, y el lenguaje como supremo logro del hombre. Ha legado su voz al mundo en las marcas y siseos de una grabación anterior a las grabaciones electrónicas, recitando párrafos de sus dos mejores libros con un tono un tanto sacerdotal que, quizá, era de esperar. Destinado a convertirse en sacerdote jesuita, levantó su propia iglesia, una ecclesia en la calle Eccles. Sus libros son confesiones, no ocultando ningún pecado, pero sin dar la mínima disculpa. Su función eucarística es la transformación del pan de cada día en belleza, lo que Tomás de Aquino definió como el complacer. No complace a Barbara Cartland ni a lord Longford (luchador británico contra la obscenidad), pero nos recuerda que la vida es una divina comedia y que la literatura es un tema jocoso y seno al mismo tiempo. Nos ha dejado en Finnegans Wake una pequeña oración, que resume su actitud ante la vida, una actitud bastante sensata:
"Loud, heap miseries upon us yet entwine our arts with laughters low".("Sonoro, cólmanos de miserias, más adorna nuestras artes con risas suaves".)
(*) Traducción de J. M. Valverde. Editorial Bruguera, 1979.
Traducción de Ramón Palencia.



martes, 1 de febrero de 2000

Las cenizas de Elsa Morante crean nuevos problemas a Moravia

Elsa Morante



Las cenizas de Elsa Morante crean nuevos problemas a Moravia


JUAN ARIAS
Roma 1 FEB 1988


Mientras la primera novela de la nueva esposa de Alberto Moravia, la tudelana Carmen Llera, ocupa un lugar en las librerías italianas la anterior esposa, Elsa Morante, fallecida el 29 de noviembre de 1985, y apellidada La reina de las letras italianas, autora de la famosa novela La historia, ha vuelto desde la tumba a dar quebraderos de cabeza al gran escritor. Ahora son las cenizas de la escritora el objeto de una nueva polémica.
Un semanal ha destacado la triste historia de que la caja con las cenizas de Elsa Morante, tras dos años de espera para que sus herederos pagasen al ayuntamiento 30.000 pesetas, seguía aún a la espera en un nicho. El semanal consiguió incluso fotografiar la urna con la etiqueta: "Elsa Morante 18-8-1912, 29-11-1985", depositada en un rincón del cementerio romano.
Pero al mismo tiempo el actor y director de cine Carlo Cecchi, amigo personal de la escritora, ha confesado que en aquella urna ya no hay nada, porque las cenizas las había cogido él y las había desparramado en el mar, según la última voluntad de Elsa. Al mismo tiempo, la pequeña república de San Marino ha ofrecido sepultura gratis a los restos mortales de la gran escritora. El Ayuntamiento de Roma se siente ofendido, y la Magistratura abre una investigación judicial, porque en Italia es delito penal, castigado con la cárcel, apoderarse indebidamente de un cadáver.
"Lo hice porque así nos lo había pedido Elsa a los amigos", ha respondido el actor, "no sabía que fuera un delito, pero tampoco me importa". Interrogado, Moravia se ha limitado a decir que él no ha sido el heredero de su esposa difunta, y que por eso nadie le había pedido las 30.000 pesetas para enterrar sus cenizas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 1 de febrero de 1988