martes, 25 de abril de 2000

Vargas Llosa / Los diez mil cubanos




Los diez mil cubanos

El Gobierno cubano decide retirar la fuerza policial que custodiaba la embajada del Perú en La Habana y en menos de tres días el local es invadido por 10.000 personas que quieren asilarse. El caso debe ser único en la historia de la diplomacia latinoamericana, pues ni siquiera en los momentos peores de la persecución política en Nicaragua, Chile o Argentina -regímenes que, sin embargo, establecieron records en lo que se refiere a represión- se vio algo parecido.¿Hará reflexionar este hecho a los estudiantes e intelectuales que tienen a Cuba por el modelo revolucionario que quisieran ver aplicado en sus países? Ciertamente, no. La reflexión está ausente de nuestra vida política, donde tanto la derecha como la izquierda actúan casi exclusivamente por reflejos condicionados. Para esta última, ya el periódico Gramma del 7 de abril ha dado la explicación canónica, que ahora será repetida ad nauseampor los progresistas. Las personas que atestan la embajada son «delincuentes, lumpens, antisociales, vagos y parásitos y homosexuales, aficionados al juego y a las drogas, que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus vicios» (se advierte aquí una variedad mayor de especímenes que la que García Márquez encontró entre los refugiados de Vietnam y Camboya, que al parecer eran sólo drogadictos y algunos millonarios).
Y, sin embargo, aun cuando no sirva de mucho, vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el espectáculo, dramático y grotesco, de esa muchedumbre apiñada -a razón de cuatro personas por metro cuadrado, según la agencia Reuter- en la embajada de Perú en La Habana.
En términos cuantitativos, nadie -mejor dicho, nadie que no sea un sectario- puede negar que Cuba, gracias a la revolución, es la sociedad más igualitaria de toda América Latina, aquélla en la que es menor la diferencia entre los que tienen más y los que tienen menos, donde la pobreza y la riqueza están más repartidas, y, también, aquélla donde se ha hecho más por garantizar la educación, la salud y el trabajo de los humildes. Ningún otro país latinoamericano ha hecho lo que Cuba, en estos veinte años, para erradicar el analfabetismo, difundir los deportes y poner la medicina, los libros, las artes, al alcance de todos.
Y, sin embargo, pese a ello, miles, o cientos de miles y acaso hasta millones de cubanos preferirían marcharse a vivir en una sociedad distinta a la suya. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que prefieran incluso irse a Perú y a los otros países latinos americanos, con terribles problemas de desocupación y de pobreza, donde las diferencias económicas son enormes y donde los pobres, la inmensa mayoría, tienen la vida realmente dura? Una afirmación de Gramma, en ese mismo editorial -«las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se confunden »- nos da una pista para comprender eso que, a simple vista, resulta extraordinaria paradoja.
El ideal igualitario es incompatible con el libertario. Puede haber una sociedad de hombres libres y una de hombres iguales, pero no puede haber una que compagine ambos ideales en dosis idénticas. Esta es una realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, que desbarata una tradición de utopías generosas en la que aún nos movemos y sobre todo porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos ¡aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y que parecen ser inseparables, el anverso y reverso de la idea de justicia. Pero no, no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden hacer un corto trecho juntas; luego, fatalmente, los caminos de ambas se cruzan y se divergen.
Cuba ha optado por el ideal igualitario y no hay duda que ha dado pasos considerables, e incluso admirables, en esa dirección. Simultáneamente ha ido apartándose del otro ideal y convirtiéndose en un estado donde toda la vida, individual, familiar, profesional, cultural, se halla regulada., orientada y cautelada por un mecanismo casi impersonal y anónimo, donde se han ido concentrando todos los poderes. Los intelectuales progresistas explican que «la verdadera libertad» consiste en tener educación, empleo, protección social, etcétera, y preguntan si la «libertad abstracta» de los reaccionarios les sirve de algo al campesino analfabeto de los Andes, al pobre diablo de las barriadas o al negro discriminado de los guetos.
La respuesta está en los 10.000 cubanos apretados en esa casa y ese jardín de La Habana. La libertad no se puede medir sólo en términos cuantitativos, a diferencia de la igualdad social. Ella es la posibilidad de elegir entre opciones distintas, y no sólo «positivas» -decretadas así por la filosofía y la moral reinantes o, simplemente, por el capricho de quien detenta el poder-, sino también por las «negativas». En una sociedad como la cubana, esta posibilidad se ha reducido al mínimo, como muestra, luminosamente, la frase de Gramma: «Quien elige algo distinto de lo que ha programado para él la revolución es contrarrevolucionario, es decir, antisocial y delincuente. La sociedad igualitaria no permite al hombre elegir la infelicidad: ello es delito».
¿Significa esto que en las otras sociedades los hombres son de veras «libres», que en ellas eligen realmente lo que quieren ser y hacer? En la práctica no, claro está, pues ese poder de elección está mediatizado por las posibilidades económicas, culturales, sociales y las aptitudes de cada individuo. Pero el hecho de que en ellas haya muchas más opciones que elegir -es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de opinar y de criticar y aun de combatir el sistema- las hace, al menos, potencialmente más próximas de aquel utópico paraíso de la libertad, donde cada cual tendría la vida que querría. La libertad es «siempre» mayor en estas sociedades (aun cuando sean dictaduras políticas), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura, sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen -mayor o menor- de autonomía e independencia a las personas y, al mismo tiempo, es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles. El presidente Carter, aunque se lo propusiera, seria incapaz de abolir la libertad de prensa en Estados Unidos, pues esta libertad no depende de él, sino de la libertad de empresa, que permite a cada cual tener su periódico y opinar en él como le plazca. Esa misma libertad de empresa es la que determina que en Estados Unidos haya, inevitablemente, pobres y ricos. Fidel Castro no puede establecer la libertad de prensa en Cuba porque allá todos los órganos de la información, al ser estatales, no pueden opinar ni informar en contra de este ente omnímodo y sofocante, que, sin embargo, a la vez que regimentaba ideológicamente a los cubanos y les planificaba las vidas, les enseñaba a leer, les daba trabajo y los redimía de muchas de esas ignominias que aún pesan sobre la mayoría de los latinoamericanos.
Que, entendidas en términos extremos, la libertad y la igualdad sean opciones alérgicas la una a la otra no puede querer decir que estemos condenados a la injusticia. Sino, más sencillamente, que hay que renunciar a las utopías, a las opciones extremas. Así lo han hecho los países que han alcanzado las formas de vida más civilizadas de nuestro tiempo, aquéllos que se han resignado a esa fórmula mediocre que consiste en tolerar en su seno la libertad necesaria como para que sus ciudadanos no estén dispuestos a hacer lo que los 10.000 cubanos de la embajada peruana, pero no tanta como para que, a su amparo, surjan tales desigualdades económicas y sociales, que las gentes maten o se dejen matar por una revolución que implantaría una sociedad igualitaria en la que, a la larga, esas mismas gentes, o sus hijos, estarían dispuestas a cualquier cosa para huir a los países de la desigualdad.