jueves, 27 de septiembre de 2018

Eugenio Montejo / Manoa


Eugenio Montejo
Manoa

No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.

Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.

Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
-siempre más lejos.

Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un sentimiento.

A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.


Poemas
Eugenio / Los árboles
Eugenio Montejo / Hotel antiguo
Eugenio Montejo / Papiro amoroso
Eugenio Montejo / Amantes
Eugenio Montejo / Letra profunda
Eugenio Montejo / Escritura
Eugenio Montejo / La poesía
Eugenio Montejo / La terredad de un pájaro es su canto
Eugenio Montejo / Pájaros
Eugenio Montejo / Regreso
Eugenio Montejo / Un año
Eugenio Montejo / Setiembre


Eugenio Montejo / Canción




Eugenio Montejo
BIOGRAFÍA
Canción

Cada cuerpo con su deseo
y el mar al frente.
Cada lecho con su naufragio
y los barcos al horizonte.

Estoy cantando la vieja canción
que no tiene palabras.
Cada cuerpo junto a otro cuerpo,
cada espejo temblando en la sombra
y las nubes errantes.

Estoy tocando la antigua guitarra
con que los amantes se duermen.
Cada ventana en sus helechos,
cada cuerpo desnudo en su noche
y el mar al fondo, inalcanzable.



Eugenio Montejo / El taller blanco



En la casa de Eugenio Montejo. Foto: Martha Viaña.

Eugenio Montejo
BIOGRAFÍA
El taller blanco
Eugenio Montejo / The White Workshop
Agosto de 2018
Quienes en nuestros días se sienten atraídos por el aprendizaje de la escritura poética, pese a tantos impedimentos que procuran disuadirlos, no sabemos si para bien o para mal, pueden al fin y al cabo encaminar su vocación a través de un taller de poesía. El experimento es novedoso entre nosotros, pero cuenta, como en muchas otras partes, con un manifiesto número de defensores y detractores. La tentativa, sin embargo, aunque opera de forma más o menos idéntica, esto es, congregando a un guía y a una seleccionada docena de participantes, puede proporcionar resultados tan dispares como los mismos grupos que la integran. Depende en mucho de la formación y sensibilidad de los concurrentes, y sobre todo del clima fraterno y cordial que a través de la práctica llegue a establecerse. Lograr desde el inicio que cada uno distinga su voz en el coro, que no perciba en el guía más que a un persuasivo interlocutor, en vez de un conductor hegemónico, constituye sin duda un buen punto de partida. El hábito de la discusión fecunda, los estímulos al trabajo, el respeto mutuo y todo lo que, para usar una expresión de Matthew Arnold, podríamos llamar “la urbanidad literaria”, se seguirá naturalmente de ello solo.
No desestimo, por mi parte, la conveniencia de los talleres, aunque me sienta secretamente escéptico respecto de sus alcances. Alimento el prejuicio, algo romántico, es verdad, de que la poesía como todo arte es una pasión solitaria. Una multitud, como advierte sagazmente Simonne Weil, no puede ni siquiera sumar; el hombre precisa abstraerse en soledad para ejecutar esta simple operación. Por esto quizás el título puesto por Shömberg a sus Memorias se me antoja uno de los más apropiados para resumir las peripecias de una vida consagrada al arte, a cualquier arte: Cómo volverse solitario. Sólo en la soledad alcanzamos a vislumbrar la parte de nosotros que es intransferible, y acaso ésta sea la única que paradójicamente merece comunicarse a los otros.
Sé que muchos replicarán que en poesía, amén de los dioses innatos, cuenta un lado artesanal, propiamente técnico, común también a las demás artes tanto como a las modestas labores de orfebres. Son los llamados secretos del oficio, cuyo dominio es en cierta medida comunicable. No faltará, por otra parte, quien me recuerde el conocido apotegma de Lautrémont: la poesía debe ser hecha por todos. El acervo del folklore parece confirmar el triunfo de esta contribución múltiple y anónima; según ella, las palabras se van puliendo al rodar entre los hombres, como las piedras de un río, y las que perviven resultan a la postre las más estimadas por el alma colectiva. Todo ello es verdad, con tal que no olvidemos que en cada instante de este proceso ha existido un hombre real, que nunca fueron varios, por innombrado que lo creamos. Sí, la poesía debe ser hecha por todos, pero fatalmente escrita por uno solo.
En cambio, cuanto corresponde a los procedimientos artesanales, a los secretos de hechura, a toda esa vasta zona que con sumo ingenio analiza R. G. Collingwood en su libro Los principios del arte, me parece que es éste el campo verdaderamente propicio al cual la gente del taller puede consagrarse. Puesto que escribimos en nuestra lengua, es en ella principalmente, vale decir en las creaciones que conforman su tradición, donde averiguaremos el cómo de su íntimo gobierno; del qué y del cuándo bien podremos aprender no sólo en la nuestra, sino en cuantas lleguemos a conocer.
La palabra taller tiene, según el Diccionario de la Real Academia, dos acepciones, una concreta y otra figurada. La primera se refiere al lugar en que se trabaja una obra de manos. La segunda habla de la escuela o seminario de ciencias donde concurren muchos a la común enseñanza. El taller de poesía tiene de una y de otra. Lo es en sentido real y figurado a la vez. Hay obra de mano como también participación en el común aprendizaje. Tal como existen hoy por hoy, yo y quienes cuentan más o menos mi edad no los conocimos. No tuvimos la dicha o desdicha de reunirnos para iniciarnos en el mester de poesía. ¿Dónde, pues, fuimos a aprenderlo? Otros responderán de acuerdo con sus personales derivaciones. En cuanto a mí, he dicho que no asistí a ningún lugar donde ganarme la experiencia del oficio. Así al menos, porque lo creía, lo he repetido. Quiero rectificar ahora este vano aserto pues no había reparado en que, siendo niño, asistí intensamente a uno. Estuve mucho tiempo en el taller blanco.
Era éste un taller de verdad, como es verdad el pan nuestro de cada día. Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, y llegó a ser con los años maestro de cuadra, hasta poseer más tarde su propia panadería, el taller que cobijó buena parte de mi infancia. No sé cómo pude antes olvidar lo que debo para mi arte y para mi vida a aquella cuadra, a aquellos hombres que, noche a noche, ritualmente, se congregaban ante los largos mesones a hacer el pan. Hablo de una vieja panadería, como ya no existen, de una amplia casa lo bastante grande para amontonar leña, almacenar cientos de sacos de harina y disponer los rectos tablones donde la masa toma cuerpo lentamente durante la noche antes del horneo. Son los seculares procedimientos casi medievales, más lentos y complicados que los actuales, pero más llenos de presencias míticas. El sentido del progreso redujo ese taller a un pequeño cubículo de aparatos eléctricos en que la tarea se simplifica mediante empleos mecanizados. Ya no son necesarias las carretadas de leña con su envolvente fragancia resinosa, ni la harina se apila en numerosos cuartos de almacenaje. ¿Para qué? El horno, en vez de una abovedada cámara de rojizos ladrillos, es ahora un cuadrado metálico de alto voltaje. Me pregunto, ¿podrá un muchacho de hoy aprender algo para su poesía en este enmurado cuchitril? No sé. En el taller blanco tal vez quedó fijado para mí uno de esos ámbitos míticos que Bachelard ha recreado al analizar la poética del espacio. La harina es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras. Nuestra casa se erguía como un iglú, la morada esquimal, bajo densas nevadas. Por eso, cuando años más tarde contemplé por vez primera en París la apacible nieve que caía, no mostré el asombro de un hombre de los trópicos. A esa vieja amiga ya la conocía. Sentí apenas una vaga curiosidad por verificar al tacto su suave presencia.
Hablo de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo en mis noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un simple recuerdo. Esto mismo que digo, mis noches, vienen de allí. Nocturna era la faena de los panaderos como nocturna es la mía, habituado desde siempre a las altas horas sosegadas que nos recompensan del bochorno de la canícula. Como ellos me he acostumbrado a la extrañeza de la afanosa vigilia mientras a nuestro redor todas las gentes duermen. Y en lo profundo de la noche lo blanco es doblemente blanco. No falta la luna en los muros, sobre la leña, las mesas, las gorras de los operarios. ¡Los doctos y sabios operarios! Hay algo de quirófano, de silencio en las pisadas y de celeridad en los movimientos. Es nada menos que el pan lo que silenciosamente se fabrica, el pan que reclamarán al alba para llevarlo a los hospitales, los colegios, los cuarteles, las casas. ¿Qué labor comparte tanta responsabilidad? ¿No es la misma preocupación de la poesía?
El horno, que todo lo apura, rojea en su fragua espoleando a quienes trabajan. Los panes, una vez amasados, son cubiertos con un lienzo y dispuestos en largos estantes como peces dormidos, hasta que alcanzan el punto en que deben hornearse. ¿Cuántas veces, al guardar el primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido que lo cubro yo mismo con un lienzo para decidir más tarde su suerte? Y nada he dicho de aquellos jornaleros, serenos y graves, encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre. ¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pintar la humana pureza con otro rostro? Cristo podía convertir las piedras en peces, por eso estuvo más cerca de la carpintería, ese hermoso taller de distinto color. Para estos hombres, que no me hablaron nunca de religión, acaso porque eran demasiado religiosos, Cristo estaba en la humildad de la harina y en la rojez del fuego que a medianoche comenzaba a arder.
Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad. La atención responsable a la hechura de las cosas, la fraternidad que contagiaba un destino común, en fin, la búsqueda de una sabiduría cordial que no nos induzca a mentirnos demasiado. ¿Cuántas veces, mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos? Daría cualquier cosa por aproximarme alguna vez a la perfecta ejecutoria de sus faenas nocturnas. Al taller blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la escritura de un texto.
El pan y las palabras se juntan en mi imaginación sacralizados por una misma persistencia. De noche, al acodarme ante la página, percibo en mi lámpara un halo de aquella antigua blancura que jamás me abandona. Ya no veo, es verdad, a los panaderos ni oigo de cerca sus pláticas fraternas; en vez de leños ardidos me rodean centellantes líneas de neón; el canto de los gallos se ha trocado en ululantes sirenas y ruidos de taxis. La furia de la ciudad nueva aventó lejos las cosas y el tiempo del taller blanco. Y sin embargo, en mí pervive el ritual de sus noches. En cada palabra que escribo compruebo la prolongación del desvelo que congregaba a aquellos humildes artesanos.
Tal vez, de no haber asistido a sus cotidianas veladas, de no inmiscuirse en las hondas ceremonias de sus labores, habría de todos modos buscado cauce a mi afán de poesía. El grito de Merlín me habría tentado siempre a seguir su rastro en el bosque. Sin embargo, no puedo imaginar dónde, si no allí, habría aprendido mi palabra a reconocerse en la devoción sagrada de la vida. Anoto esta última línea y escucho el crepitar de la leña, veo la humareda que se propaga, los icónicos rostros que van y vienen por la cuadra, la harina que minuciosamente recubre la memoria del taller blanco.   




miércoles, 26 de septiembre de 2018

Tirar de los lenguas / La diversidad lingüística es un regalo


Yolanda Castaño, Jaume Pérez Muntaner y Andolin Eguzkitza, en Morella (Castellón), en 1999. 


Tirar de las lenguas

La diversidad lingüística es un regalo, pero da la impresión de que no sabemos qué hacer con él


Javier Rodríguez Marcos
26 de septiembre de 2018


El Instituto Cervantes de Bruselas celebra hoy el día europeo de las lenguas con un recital de Bernardo Atxaga, Manuel Rivas, Yolanda Castaño, Joan Margarit, Estel Solé, Eloy Sánchez Rosillo y Elena Medel, es decir, poetas en vasco, gallego, catalán y castellano. Lo normal. O casi. Kirmen Uribe suele contar que la suya es la primera generación que eligió el euskera como lengua literaria sin que esa elección tuviera matices políticos. Los que como Uribe hicieron el bachillerato en los años ochenta recordarán que su manual de Literatura se cerraba con un capítulo dedicado a Gabriel Aresti, Salvador Espriu y Celso Emilio Ferreiro. Casi nunca se llegaba a ese capítulo, que, titulado ‘Otras literaturas hispánicas’, se completaba con una lista de autores latinoamericanos.
En el fondo, la relación que mantienen los lectores españoles en castellano con las literaturas del resto de España se parece bastante a la que mantienen con la argentina o la mexicana: es una hazaña que un nombre nuevo salga de su propio circuito, sobre todo, y paradójicamente, si es novelista. Cuando Kirmen Uribe ganó el premio nacional por la novela Bilbao-New York-Bilbao ya era conocido como poeta. Coloquios como los de Verines, la Fundación Alberti o el Mapa Poético de Córdoba sumaron a la conversación multilingüe a autores como la propia Yolanda Castaño, Olga Novo, Sebastià Alzamora, Miren Agur Meabe o Harkaitz Cano.
En 1984 se falló el primer Premio Nacional de las Letras Españolas, destinado a celebrar la pluralidad de este país de todos los demonios. Lo ganó J. V. Foix. Desde entonces, lo han obtenido otros siete escritores en catalán y ninguno en euskera o en gallego. El castellano es mayoría. Lo mismo que ahora escandaliza que en 34 años solo lo hayan obtenido cinco mujeres, un día escandalizará tal desfase lingüístico, tan solo comparable al que hace que el premio Cervantes se otorgue bienalmente por sistema a un escritor del mismo país: España.
La diversidad —cuando no es el disfraz de la desigualdad— es más fácil de defender en la teoría que en la práctica. Entre lenguas distintas y dentro de cada una de ellas. Cualquiera que consulte la lista de libros más vendidos en catalán se encontrará con El cel no és per a tothom (Anagrama). Su autora es la enigmática Marta Rojals (no deja que le hagan fotos, no concede entrevistas presenciales). En un pasaje de su primera novela —Primavera, estiu, etcètera (La Magrana)—, la protagonista se queja del menosprecio que sufre su catalán de las tierras del Ebro entre los catalanoparlantes de la capital. La respuesta de su interlocutor es rotunda: “Barcelona és un monstre devorador de patrimonis lingüístics”. El centralismo tiene muchos centros.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Pablo Neruda / La palabra




Pablo Neruda

La palabra

The Word by Pablo Neruda

Nació
la palabra en la sangre,
creció en el cuerpo oscuro, palpitando,
y voló con los labios y la boca.

Más lejos y más cerca
aún, aún venía
de padres muertos y de errantes razas,
de territorios que se hicieron piedra,
que se cansaron de sus pobres tribus,
porque cuando el dolor salió al camino
los pueblos anduvieron y llegaron
y nueva tierra y agua reunieron
para sembrar de nuevo su palabra.
Y así la herencia es ésta:
éste es el aire que nos comunica
con el hombre enterrado y con la aurora
de nuevos seres que aún no amanecieron.

Aún la atmósfera tiembla
con la primera palabra
elaborada
con pánico y gemido.
Salió
de las tinieblas
y hasta ahora no hay trueno
que truene aún con su ferretería
como aquella palabra,
la primera
palabra pronunciada:
tal vez sólo un susurro fue, una gota
y cae y cae aún su catarata.

Luego el sentido llena la palabra.
Quedó preñada y se llenó de vidas.
Todo fue nacimientos y sonidos:
la afirmación, la claridad, la fuerza,
la negación, la destrucción, la muerte;
el verbo asumió todos los poderes
y se fundió existencia con esencia
en la electricidad de su hermosura.


Palabra humana, sílaba, cadera
de larga luz y dura platería,
hereditaria copa que recibe
las comunicaciones de la sangre:
he aquí que el silencio fue integrado
por el total de la palabra humana
y no hablar es morir entre los seres:
se hace lenguaje hasta la cabellera,
habla la boca sin mover los labios:
los ojos de repente son palabras.

Yo tomo la palabra y la recorro
como si fuera sólo forma humana,
me embelesan sus líneas y navego
en cada resonancia del idioma:
pronuncio y soy y sin hablar me acerca
al fin de las palabras al silencio.

Bebo por la palabra levantando
una palabra o copa cristalina,
en ella bebo
el vino del idioma
o el agua interminable,
manantial maternal de las palabras,
y copa y agua y vino
originan mi canto
porque el verbo es origen
y vierte vida: es sangre,
es la sangre que expresa su substancia
y está dispuesto así su desarrollo:
dan cristal al cristal, sangre a la sangre
y dan vida a la vida las palabras.


Pablo Neruda
Plenos poderes
Losada, Buenos Aires, 1962, pp. 9-11




Pablo Neruda / Nace




Pablo Neruda
NACE



Yo aquí vine a los límites

en donde no hay que decir nada,
todo se aprende con tiempo y océano,
y volvía la luna
sus líneas plateadas
y cada vez se rompía la sombra
con un golpe de ola
y cada día en el balcón del mar
abre las alas, nace el fuego
y todo sigue azul como mañana.


Pablo Neruda
Plenos poderes
Losada, Buenos Aires, 1962, p. 15


Pablo Neruda / Entrada a la madera


Pablo Neruda

Entrada a la madera


Entrance into Wood by Pablo Neruda


Con mi razón apenas, con mis dedos,
con lentas aguas lentas inundadas,
caigo al imperio de los nomeolvides,
a una tenaz atmósfera de luto,
a una olvidada sala decaída,
a un racimo de tréboles amargos.

Caigo en la sombra, en medio
de destruidas cosas,
y miro arañas, y apaciento bosques
de secretas maderas inconclusas,
y ando entre húmedas fibras arrancadas
al vivo ser de substancia y silencio.

Dulce materia, oh rosa de alas secas,
en mi hundimiento tus pétalos
subo con pies pesados de roja fatiga,
y en tu catedral dura me arrodillo
golpeándome los labios con un ángel.

Es que soy yo
ante tu color de mundo,
ante tus pálidas espadas muertas,
ante tus corazones reunidos,
ante tu silenciosa multitud.

Soy yo ante tu ola de olores muriendo,
envueltos en otoño y resistencia:
soy yo emprendiendo un viaje funerario
entre sus cicatrices amarillas:
soy yo con mis lamentos sin origen,
sin alimentos, desvelado, solo,
entrando oscurecidos corredores,
llegando a tu materia misteriosa.

Veo moverse tus corrientes secas,
veo crecer manos interrumpidas,
oigo tus vegetales oceánicos
crujir de noche y furia sacudidos,
y siento morir hojas hacia adentro,
incorporando materiales verdes
a tu inmovilidad desamparada.

Poros, vetas, círculos de dulzura,
peso, temperatura silenciosa,
flechas pegadas a tu alma caída,
seres dormidos en tu boca espesa,
polvo de dulce pulpa consumida,
ceniza llena de apagadas almas,
venid a mí, a mi sueño sin medida,
caed en mi alcoba en que la noche cae
y cae sin cesar como agua rota,
y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme,

a vuestros materiales sometidos,
a vuestras muertas palomas neutrales,
y hagamos fuego, y silencio, y sonido,
y ardamos, y callemos, y campanas.



Pablo Neruda / En ti la tierra


Pablo Neruda
EN TI LA TIERRA


Pequeña
rosa,
rosa pequeña,
a veces,
diminuta y desnuda,
parece
que una mano mia
cabes,
que asi viy a cerrarte
y llevarte a mi boca,
pero
de pronto
mis pies tocan tus pies y mi boca tus labios:
has crecido,
suben tus hombros como dos colinas,
tus pechos se pasean por mi pecho,
mi brazo alcanza apenas a rodear la delgada
linea de luna nueva que tiene tu cintura:
en el amor como agua de mar te has desatado:
mido apenas los ojos mas extensos del cielo
y me inclino a tu boca para besar la tierra.



Pablo Neruda / Agua



Pablo Neruda
AGUA

Todo en la tierra se encrespó, la zarza
clavó y el hilo verde
mordía, el pétalo cayó cayendo
hasta que única flor fue la caída.
El agua es diferente,
no tiene dirección sino hermosura,
corre por cada sueño de color, 
toma lecciones claras
de la piedra
y en esos menesteres elabora
los deberes intactos de la espuma.


Pablo Neruda
Plenos poderes
Losada, Buenos Aires, 1962, p. 13





sábado, 22 de septiembre de 2018

Noticias del hambre / Le pediría una vaca



Le pediría una vaca

Hay ciertos lugares en el mundo en los que la realidad se come a la imaginación

EDURNE PORTELA
22 SEP 2018 - 17:40 COT






Una voluntaria traslada un saco de semillas en un campo de refugiados en Uganda.
Una voluntaria traslada un saco de semillas en un campo de refugiados en Uganda.  AFP/ GETTY IMAGES 

Una aldea de Níger. Martín Caparrós pregunta a una mujer: “Si pudiera pedir lo que quisiera, cualquier cosa, a un mago capaz de dársela, qué le pediría”. “Quiero una vaca que me dé mucha leche, entonces, si vendo un poco de leche puedo comprar las cosas para hacer buñuelos para venderlos…”. “Pero cualquier cosa, lo que le pidas”, insiste Caparrós. “¿Dos vacas? Con dos sí que nunca más voy a tener hambre”. Otra mujer responde así a la misma pregunta: “Comida todos los días. Eso le pediría”. La siguiente podría estar en una ciudad india o en Argentina: “Poner mi propio negocio, en la puerta de mi casa, para vender frutas. Y podría estar en mi casa con las frutas y ahorraría un poco de plata para el futuro, y mis hijos podrían comer fruta algunas veces”.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Dulce María Loynaz / Yo te fui desnudaindo de ti mismo


Dulce María Loynaz

Yo te fui desnudando de ti mismo

Yo te fui desnudando de ti mismo,
de los «tus» superpuestos que la vida
te había ceñido...

Te arranqué la corteza -entera y dura-
que se creía fruta, que tenía
la forma de la fruta.

Y ante el asombro vago de tus ojos
surgiste con tus ojos aún velados
de tinieblas y asombros...

Surgiste de ti mismo; de tu misma
sombra fecunda, intacto y desgarrado
en alma viva...





Dulce María Loynaz / Un amor indeciso



Dulce María Loynaz

Un amor indeciso

Un amor indeciso se ha acercado a mi puerta...
Y no pasa; y se queda frente a la puerta abierta.  

Yo le digo al amor: - ¿Qué te trae a mi casa?
Y el amor no responde, no saluda, no pasa...

Es un amor pequeño que perdió su camino:
Venía ya la noche... Y con la noche vino.

¡Qué amor tan pequeñito para andar con la sombra!...
¿Que palabra no dice, qué nombre no me nombra?...   

¿Qué deja ir o separa? ¿Que paisaje apretado
se le quedó en el fondo de los ojos cerrados?...

Este amor nada dice... Este amor nada sabe:
Es del color del viento, de la huella de un ave.  

(...) Extraño amor sin rumbo que me gana y me pierde,
que huele las naranjas y que las rosas muerde...

Que todo lo confunde, lo deja... ¡Y no lo deja!
Que esconde estrellas nuevas en la ceniza vieja...

Y no sabe morir ni vivir: Y no sabe
que el mañana es tan solo el hoy muerto...
El cadáver futuro de este hoy claro, de esta hora cierta...
Un amor indeciso se ha dormido a mi puerta...   







Dulce María Loynaz / Poema LVIII


Dulce María Loynaz

Poema LVIII
Estoy doblada sobre tu recuerdo como la mujer que vi esta tarde lavando en el río. Horas y horas de rodillas, doblada por la cintura sobre este río negro de tu ausencia.





jueves, 20 de septiembre de 2018

Dulce María Loynaz / Precio


Daniel Formigo



Dulce María Loynaz

PRECIO



Toda la vida estaba

en tus pálidos labios…

Toda la noche estaba
en mi trémulo vaso…
Y yo cerca de ti,
con el vino en la mano,
ni bebí ni besé…
Eso pude: eso valgo.





Carilda Oliver Labra / Esta memoria




https://www.youtube.com/watch?v=cNazguHVHaE
"Esta memoria" en la voz de Carilda Oliver Labra

Carilda Oliver Labra
Esta memoria
que se cierne como los gorriones
en la rama más alta de mí misma,
este escuchar la noche
cuando hace sombra y el perfume
persiste en su influencia,
esas costumbres tuyas
en la casa,
húmeda del ensueño y la porfía.
La casa donde amabas tu inocencia
sigue guardando
esos primores de ceniza,
sigue con tu respiración flotando. A cuestas
trae los fantasmas pensativos:
está mi padre
rodando entre las cosas
(quería decirme: ¡hija,
al fin nos conocimos!...)
Y han vuelto algunos pétalos
que de un botón remoto habían caído.
Ha vuelto todo el tiempo
que borramos,
en este instante en que repite tu nombre
y sin embargo no es latido.
Telarañas me enseñan donde tengo
olvidada la nuca.
Está sin sábanas el lecho,
en un sillón florece el frío.
¿Cuál es el mago que te trae ahora
y te pone a bruñirme las orejas,
cuál es el rico
que me da tu cuerpo?
Ya no es posible hallarte en remolinos,
la sorpresa sería
comerte con los ojos.
La casa,
la casa enorme con soledades y heliotropos,
lúgubre, vacía,
la casa centenaria sigue goteando
sobre mis heridas.
Arrancaré el azogue de todos sus espejos
buscándote.
Arrancaré las cenefas, los umbrales,
buscándote.
Arrancaré los muebles, los mosaicos,
el sol,
la selva que en el patio ha dado un solo paso,
mi insomnio de leona enternecida;
arrancaré el recuerdo
buscándote,
y he de encajar de nuevo en tus costillas.
Arrancaré los rincones de la casa,
la casa,
sí,
la casa donde nos podrimos.
Ha de quedar algún pedazo tuyo entre raíces,
alguna vibración de tus entrañas,
algún cabello que cayó de pronto
y luego fue un hilo de agonía,
el dejo de tu voz entre las horas:
ha de quedar el giro de tu mano, al fin, llamando:
algo espantoso y bello.
Y yo sabré quien eres,
yo te reconoceré
de rodillas ante el grifo del agua,
yo te reconoceré
aunque sea por el gusto del fango;
y te daré por muerto entonces
devastado este reino;
pero tranquila,
en orden,
porque tendré el consuelo
de imaginarte a salvo de los hombres.