sábado, 19 de abril de 2014

Gabriel García Márquez / María dos Prazeres


Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
MARIA DOS PRAZERES

El hombre de la agencia funeraria llegó tan pun­tual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen­tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.
-Perdóneme esta facha de murciélago -dijo-, pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anuncia­da.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata es­belta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vende­dor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
-Eres un hombre como los de mis tiempos -dijo María dos Prazeres con una carcajada de gra­nizo-. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bas­tante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
-Perdóneme -dijo-. Me he equivocado de puerta.
-Ojalá -dijo ella-, pero la muerte no se equi­voca.
El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de ma­rear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventu­reros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció con­vertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descan­sar en paz, y no el pequeño cementerio de San Ger­vasio, tan cercano y familiar.
-Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas -dijo.
-Pues aquí es -dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que lle­vaba en el bolsillo como una estilográfica de ace­ro-No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Du­rruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición -dijo-de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
-Y sobre todo, que me entierren acostada.
En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circula­ba el rumor de que se estaban haciendo enterramien­tos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa ver­sión era un infundio perverso de las empresas fune­rarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo ex­plicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
-No se preocupe -dijo en voz muy baja-. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embar­go, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus por­menores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
-Lo que quiero decir -dijo-es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el ve­cindario, y al entrar padeció un arrebato de alboro­zo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estu­vo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la due­ña bastó para moderar sus ímpetus.
-¡Noi! -le dijo sin gritar-. ¡Baixa d'ací!
El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Enton­ces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vende­dor, y lo encontró perplejo.
-¡Collons!, -exclamó él-. ¡Ha llorado!
-Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora -lo disculpó María dos Prazeres en voz baja-. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
-¡Pero ha llorado, cono! -repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado-: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
-Todos los perros pueden hacerlo si los ense­ñan -dijo ella-. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?
Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las som­bras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras guar­daba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo es­tremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por pri­mera vez.
-¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? -preguntó él.
Ella lo dirigió hacia la puerta.
-Por supuesto -le dijo-, siempre que no sea la edad.
-Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto -dijo él-. ¿Qué hace usted?
María dos Prazeres le contestó muerta de risa:
-Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota?
El vendedor enrojeció.
-Lo siento.
-Más debía sentirlo yo -dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta-. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres me­ses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a na­die. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacri­ficios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gra­cia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las es­caleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos pel­daños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primoro­sos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido com­prando poco a poco, durante muchos años, a pre­cios de ocasión y en remates secretos. El único vín­culo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el últi­mo viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias he­ráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le de­mostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había re­partido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupa­ban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numero­sos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejar­lo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante in­somne. Pero el tercer domingo aprovechó un des­cuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lá­pida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el in­vierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abier­tas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tum­ba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura va­cía para que siguiera haciéndolo por costumbre des­pués de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.
El domingo del ensayo final, a las tres de la tar­de, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ram­blas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no lleva­ban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó a per­cibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes en­tró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcon­es, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor. Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío -se dijo asombrada-es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la no­che con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catala­nes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono frag­mentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, ha­cían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media no­che, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba con­sejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se des­cubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gus­tos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los ca­torce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años.
Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
-Entonces los fusilarán sin remedio -dijo-, porque el Caudillo es un hombre justo.
María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
-Pues ruégale a Dios que no -dijo-, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
-¿Y eso por qué?
-Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asien­to en los autobuses, que trataran de ayudarla a cru­zar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admi­tirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.
-¿Te gustan los perros? -le preguntó.
-Me encantan -dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propues­ta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
-Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi -le dijo-con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cum­plió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviem­bre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuer­po el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pa­sar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba aten­ción a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
-Voy muy lejos -dijo María dos Prazeres con sinceridad-. Pero me haría un gran favor si me acer­ca un poco.
-Dígame adónde va -insistió él.
-A Gracia -dijo ella.
La puerta se abrió sin tocarla.
-Es mi rumbo -dijo él-. Suba.  
En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
-Esto es un trasatlántico -dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno-Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
-En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío -dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano-: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
-Me lo imagino -suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de se­guir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la ca­beza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había em­pezado a escampar, era de noche y estaban encen­didas las luces de la calle. María dos Prazeres le in­dicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mo­jarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automó­vil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permi­tiera, y cuando se volvió para dar las gracias se en­contró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
-¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
-Le agradezco mucho el favor de traerme -dijo-, pero no le permito que se burle de mí.
-No tengo ningún motivo para burlarme de na­die -dijo él en castellano con una seriedad termi­nante-. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
-¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
-Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el res­plandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el pri­mer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído po­sible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de an­siedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cálla­te», le ordenó con un susurro agónico. Casi ense­guida sintió los primeros pasos en los peldaños suel­tos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y com­prendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración cre­ciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que ha­bía valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hu­biera sido para vivir aquel instante.

Mayo 1979.


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