jueves, 10 de abril de 2014

Marguerite Duras / El hermano ladrón

Marguerite Duras con sus hemanos
Marguerite Duras
EL HERMANO LADRÓN
Traducción de Ana María Moix

Diré también lo que era, cómo era. Es así: roba a los criados para ir a fumar opio. Roba a nuestra madre. Registra los armarios. Roba. Juega. Antes de morir mi padre había comprado una casa en Entre-deux-Mers. Era nuestra única posesión. Juega. Mi madre la vende para pagar las deudas. No es suficiente, nunca es suficiente. Joven, intenta venderme a los clientes de la Coupole. Es por él por quien mi madre quiere seguir viviendo, para que siga comiendo, para que duerma abrigado, para que siga oyendo pronunciar su nombre. Y la propiedad que le compró cerca de Amboise, diez años de ahorros. Hipotecada en una noche. Ella pagó los intereses. Y todo el fruto de la tala de árboles que ya he mencionado. En una noche. Robó a mi madre moribunda. Se trataba de alguien que registraba armarios, que tenía buen olfato, que sabía buscar bien, descubrir las buenas pilas de sábanas, los escondrijos. Robó las alianzas, cosas así, mucho, las joyas, el sustento. Robó a Dô, a los criados, a mi hermano menor. A mí, mucho. La hubiera vendido a ella, a su madre. Cuando muere la madre hace venir al notario, enseguida, en mitad del transtorno de la muerte. Sabe aprovecharse del trastorno de la muerte. El notario dice que el testamento no es válido. Que la madre ha favorecido demasiado al hijo mayor a mis expensas. La diferencia es enorme, posible. Es muy dulce, afectuoso como siempre después de sus asesinatos o cuando necesita de tus servicios. Mi marido ha sido deportado. Se compadece. Se queda tres días. Lo he olvidado, cuando salgo no cierro nada. Registra. Guardo el azúcar y el arroz de mis cupones para cuando mi marido regrese. Registra y coge. Sigue registrando un armario pequeño, en mi habitación. Encuentra. Coge todos mis ahorros, cincuenta mil francos. No deja ni un solo billete. Deja el apartamento con sus hurtos. Cuando vuelva a verle no le hablaré del asunto, para él la vergüenza es tan grande que no podré hacerlo. Después del  falso testamento, el falso castillo Luis XIV fue vendido por un mendrugo de pan. La venta estuvo trucada, como el testamento.
Después de la muerte de mi madre está solo. No tiene amigos, nunca tuvo amigos, a veces tuvo mujeres a las que hacía "trabajar" en Montparnasse, a veces mujeres a las que no hacía trabajar, al menos al principio, a veces hombres pero que le pagaban, ellos. Vivía en una gran soledad. Eso aumentó con la vejez. Era simplemente un golfo, sus causas eran pobres. Creó el miedo a su alrededor, no más allá. Con nosotros perdió su verdadero imperio. No era un gángster, era un golfo de familia, un registrador de armarios, un asesino sin armas. No se arriesgaba. Los golfos viven como él vivía, sin solidaridad, sin grandeza, en el miedo. Tenía miedo. Después de la muerte de mi madre llevó una existencia extraña. En Tours. Sólo conoce a los camareros para los "soplos" de las carreras y a la clientela vinosa de los pockers de trastienda. Empieza a parecérseles, bebe mucho, se le han pegado los ojos inyectados, la boca torva. En Tours ya no le queda nada. Liquidadas las dos propiedades, nada. Durante un año vive en un guardamuebles alquilado por mi madre. Durante un año duerme en un sillón. Consienten en dejarle entrar. Quedarse allí un año. Y luego lo echan a la calle.
Durante un año debió esperar rescatar su propiedad hipotecada. Se ha jugado los muebles de mi madre, uno a uno, los del guardamuebles, los budas de bronce, los objetos de cobre, y luego las camas y luego los armarios y luego las sábanas. Y luego un día no le queda nada, eso le ocurre, un día tiene el traje que lleva puesto, nada más, ni una sábana, ni un cubierto. Está solo. En un año nadie le ha abierto su puerta. Escribe a sus primos de París. Tendrá una habitación de servicio en Malesherbes. Y con más de cincuenta años tendrá su primer empleo, el primer sueldo de su vida, es ordenanza en una compañía de seguros marítimos.Duró, creo, quince años. Fue al hospital. No murió allí. Murió en su habitación.

*

Mi madre nunca habló de ese hijo. Nunca se quejó. Nunca habló del registrador de armarios a nadie. Esta maternidad fue como un delito. La mantenía oculta. Debía de considerarla ininteligible, incomunicable a cualquiera que no conociera a su hijo como ella lo conocía, ante Dios y solamente ante El. Decía de él trivialidades insignificantes, siempre las mismas. Que si hubiera querido habría sido el más inteligente de los tres. El más “artista”. El más fino. Y también el que más había querido a su madre. El que, en definitiva, la había comprendido mejor. No sabía, decía, que podía esperarse eso de un hijo, tal intuición, una ternura tan profunda.

*

Volvimos a vernos una vez, me habló del hermano menor, muerto. Dijo: "Qué horror esa muerte, es abominable, nuestro hermano pequeño, nuestro pequeño Paulo".
         Queda una imagen de nuestro parestesco: es una comida, en Sadec. Ellos tienen diecisiete y dieciocho años. Mi madre no está con nosotros. Él mira cómo mi hermano menor y yo comemos, y luego deja el tenedor, sólo mira a mi hermano menor. Le mira muy largamente y luego le dice de repente, muy calmadamente, algo terrible. La frase se refiere a la comida. Le dice que debe ir con cuidado, que no debe comer tanto. El hermano menor no contesta. El otro sigue. Le recuerda que los trozos grandes de carne son para él, que no debe olvidarlo. Si no, dice. Pregunto: ¿por qué para ti? Dice: porque es así. Digo: ojalá te mueras. No puedo seguir comiendo. El hermano menor tampoco. El espera a que el hermano menor se atreva a pronunciar palabra, una sola palabra, sus puños cerrados están prestos encima de la mesa para destrozarle la cara. El hermano menor no dice nada. Está muy pálido. Entre sus pestañas, el inicio del llanto.

*

Cuando muere es un día triste. De primavera, creo, de abril. Me telefonean. Nada, no me dicen nada más. Lo han encontrado muerto, en el suelo, en su habitación. La muerte llevaba ventaja sobre el final de su historia. En vida ya estaba acabado, era demasiado tarde para que muriera, era un hecho desde la muerte del hermano pequeño. Las palabras subyugantes: todo está consumado.

Ella pidió que los enterraran juntos. Ya no sé dónde, en qué cementerio, sé que en el Loira. Están los dos en la tumba, sólo los dos. Es justo. La imagen es de un esplendor intolerable.




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