Tony Leung y Jane March en la adaptación al cine de El amante, dirigida por Jean-Jacques Annaud.
Winston Manrique Sabogal
DESPERTARES DEL DESEO
Y DEL PLACER
EN "EL AMANTE"
El País, 25 de julio de 2012
“Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. (…)
Diré más, tengo quince años y medio.
El paso de un transbordador por el Mekong.
La imagen persiste durante la travesía del río.
Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga zona cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación. (…)
No son los zapatos la causa de que, ese día, haya algo insólito, inaudito, en la vestimenta de la pequeña. Lo que ocurre ese día es que la pequeña se toca la cabeza con un sombrero de hombre, de ala plana, un sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa con una ancha cinta negra.
La ambigüedad determinante de la imagen radica en ese sombrero. (…)
En el transbordador, junto al autocar, hay una gran limusina negra con un chófer con librea de algodón blanca. Sí, el coche mortuorio de mis libros. Es el Morris Léon-Bollée. (…)
En la limusina hay un hombre muy elegante que me mira. No es un blanco. Viste a la europea, lleva el traje de tusor blanco propio de los banqueros de Saigón. Me mira. Ya estoy acostumbrada a que me miren. Miran a las blancas de las colonias, y a las niñas blancas de doce años también. Desde hace tres años los blancos también me miran por las calles y los amigos de mi madre me piden amablemente que vaya a merendar a su casa a la hora en que sus mujeres juegan tenis en el Club Deportivo. (…)
Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar risa pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos. (…)
La pequeña del sombrero de fieltro aparece a la luz fangosa del río, sola en el puente del transbordador, acodada en la borda. El sombrero de hombre colorea de rosa toda la escena. Es el único color. Bajo el sol brumoso del río, el sol del calor, las orillas se difuminan, el río parece juntarse en el horizonte”.
Es el inicio de la confesión. Es el viaje que Marguerite Duras emprende río arriba hacia el secreto de su vida en Indochina. Allá empieza todo en su vida, allí acaba todo en su vida. Lo escribió en 1985 en una novela corta titulada El amante. Pasajes de una vida repleta de sentimientos, emociones, desesperación y sueños convertidos en fragmentos literarios que van de aquí para allá en un breve periodo de tiempo y espacio; a la vez que salda cuentas con su madre en un entorno de cierta penuria y donde ella ya sabe que quiere escribir. La obra mereció el Premio Goncourt y luego fue llevada al cine.
Duras (Saigón, 1914-París, 1996), una de las más significativas representantes del nouveau roman de la literatura francesa, evoca con profunda sinceridad aquel despertar a la vida sensual y sexual, al placer, a esos momentos en los que las miradas ajenas tornean la existencia antes de que lo haga la propia conciencia de la persona. Todo está ahí. Instintos, pasiones, miedos, secretos, deseos y sentimientos claros, pecaminosos o desconocidos ya anidan en ella a los quince años y medio, sólo aguardan su hora para revelarse. Y aquellos despertares los revive Marguerite Duras en esta intensa novela donde el verano parece el cómplice no buscado pero esperado.
La suya es una iniciación a la vida inquietante, turbadora, cuando menos singular a la mirada oficial y común, pero más habitual de lo que pensamos: una adolescente tanteando en sus instintos y a punto de estallar la florescencia de su belleza, se enreda en una relación con un rico comerciante chino de 26 años. Lo que empieza como un juego de atracción y seducción y poder metamorfosea en una relación de vaivenes de deseos, amores y cautiverios emocionales y subyugantes que precipitan los años, el tiempo… la dicha de la desdicha en la que una escritora se ha puesto delante de su espejo.
“El hombre elegante se ha apeado de la limusina, fuma un cigarrillo inglés. Mira a la jovencita con sombrero de fieltro, de hombre, y zapatos dorados. Se dirige hacia ella. Resulta evidente: está intimidado. Al principio, no sonríe. Primero le ofrece un cigarrillo. Su mano tiembla. (…)
Repite que es realmente extraordinario verla en ese transbordador. Por la mañana, tan pronto, una chica tan hermosa como ella, usted no se da cuenta, resulta inesperado, una chica blanca en un autocar indígena. (…) ¿Me permite que la lleve a su casa, en Saigón? Está de acuerdo. El hombre dice al chófer que recoja del autocar el equipaje de la chica y que lo meta en el coche negro.
Entra en el coche negro. La portezuela vuelve a cerrarse. Una angustia apenas experimentada se presenta de repente, una fatiga, la luz en el río que se empaña, pero apena. Una sordera muy ligera también, una niebla, por todas partes.
Nunca más haré el viaje en el autocar destinado a los indígenas. En lo sucesivo, tendré a mi disposición una limusina para ir al instituto y para devolverme al pensionado. Cenaré en los locales más elegantes de la ciudad. Y seguiré ahí, lamentándome de todo lo que haga, de todo lo que deje, de todo lo que tome, tanto lo bueno como lo malo”.
El hombre está en manos de la niña adolescente. Ella lo sabía antes de que él se le acercara. Un duelo. Ella cree saber lo que ella quiere, intuye lo que él cree saber sobre lo que desea de ella…
“Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, y le pregunta: ¿quiere? Dice que sí. Él ha empezado a sufrir ahí, en la habitación, por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le amará. Le deja hablar. Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que siente por ella. Ella dice que también está sola. No dice con qué. Él dice. Me ha seguido hasta aquí como si hubiera seguido a otro cualquiera. Ella responde que no puede saberlo, que nunca ha seguido a nadie a una habitación. Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que actúe como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su piso.
Le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. (…) La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza, sin músculo, podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura de su sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. Él gime, llora. Está inmerso en un amor abominable”.
El dolor se ha instalado en ambos. No son conscientes del todo, no quieren reconocer su alcance… pero deseo, amor y dolor… y angustia se trenzan en un solo sentimiento que alguien podría llamar pasión, pero en ellos también es simple y llanamente una forma de huida y orfandad.
“No sabía que sangraba. Me pregunta si duele, digo que no, dice que se siente feliz. Seca la sangre, me lava. Le miro hacer. Insensiblemente vuelve, se vuelve otra vez deseable. (…) Descubro que le deseo. (…)
Me habla, dice que enseguida supo, ya desde la travesía del barco, que yo sería así después de mi primer amante, que amaría el amor, dice que ya sabía que le engañaría y que también engañaría a todos los hombres con los que estuviera. Dice que, en lo que a él respecta, ha sido el instrumento de su propia desdicha. Me siento feliz con todo lo que me vaticina y se lo digo. Se vuelve brutal, su sentimiento es desesperado, se arroja encima de mí, come los pechos infantiles, grita, insulta. Cierro los ojos a un placer intenso. Pienso: lo tiene por costumbre, eso es lo que hace en la vida, el amor, solo eso. Las manos son expertas, maravillosas, perfectas”.
Y así transcurre el primer verano de la pasión perpetua de esa niña-adolescente que huye, que busca, que cuenta, que se descubre, que confiesa su revelación ante la transfiguración del placer que confunde con otras cosas como amor, ¿o al revés?. Y todo lo que ello conlleva y conllevará en su vida, como reconoce al comienzo de la novela: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”. La niña-adolescente se siente feliz. Vive y descubre ese ahora pleno que cree la llevará a la conquista de un futuro dichoso. Allí busca refugio, su madre y su hermano vivo y su hermano muerto rodean su vida:
“En mi infancia, la desdicha de mi madre ha ocupado el lugar del sueño”.
“Nunca bailo con mi hermano mayor, nunca he bailado con él. Siempre cohibida por el inquietante recelo de un peligro, el de ese atractivo maléfico que ejerce sobre todos, el de la proximidad de los cuerpos”.
“Ese insensato amor que le profeso (a su hermano pequeño muerto) sigue siendo para mí un insondable misterio. No sé porqué le quería hasta ese extremo de querer morir de su muerte. Hacía diez años que nos habíamos separado y cuando sucedió raramente pensaba en él, le quería, parece, para siempre y nada nuevo podía alcanzar ese amor. Yo había olvidado la muerte”.
Hay mucho más bajo las palabras confesadas, hechos y pensamientos para los que no hay palabras. Secretos, ambigüedades, revelaciones, desespero y como un náufrago parece, a veces, la narradora de El amante. También está a la espera. ¿De qué? Tal vez de lo tenido antes de que todo se contaminara, se volatilizara y ella se pasara el resto de su vida tratando de atrapar sus pedazos. Un pasaje hacia el final de la novela muestra para mí el lado más conmovedor de esta novela devastadora de Marguerite Duras, en esas palabras no hay amor, seducción, juego o poder ni ningún sentimiento hacia otro, solo búsqueda, solo espera y esperanza, y con él cierro este largo post:
“Recuerdo mal los días. La luminosidad solar empañaba los colores, aplastaba. De las noches me acuerdo. El azul estaba más lejos que el cielo, estaba detrás de todas las densidades, recubría el fondo del mundo. El cielo, para mí, era esa estela de pura brillantez que atraviesa el azul, esa fusión fría más allá de cualquier color. El aire era azul, se cogía con la mano. Azul. El cielo era esa palpitación continua de la brillantez de la luz”.
Con esta hermosa imagen terminó el viaje al Verano literario de hoy. Un repaso a un periodo estival cuando, menos sui géneris y tan turbador como bello. ¿Qué opinan ustedes de El amante?
El amante. Marguerite Duras. Traducción de Ana Maria Moix.
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