jueves, 10 de abril de 2014

Marguerite Duras / El cuerpo de Hélène Lagonelle



Marguerite Duras
El cuerpo de Hélène Lagonelle
Traducción de Ana María Moix

Vuelvo junto a Hélène Lagonelle. Está tendida en un banco y llora porque cree que voy a dejar el pensionado. Me siento en el banco. Estoy extenuada por la belleza del cuerpo de Hélène Lagonelle tendido contra el mío. Ese cuerpo es sublime, libre bajo el vestido, al alcance de la mano. Los senos son como jamás los he visto. Nunca los he tocado. Hélène Lagonelle es impúdica, no se da cuenta, se pasea completamente desnuda por los domitorios. Entre las cosas más bellas creadas por Dios, está ese cuerpo de Hélène Lagonelle, incomparable, ese equilibrio entre la estatura y la manera en que el cuerpo sostiene los senos, fuera de él, como algo aparte. Nada más extraordinario que esa redondez exterior  de los senos sostenidos, esa exterioridad dirigida hacia las manos. Incluso el cuerpo de pequeño culí de mi hermano menor se eclipsaba frente a ese esplendor. Los cuerpos masculinos tienen formas avaras, recluidas. Tampoco se echan a perder como las de Hélène Lagonelle que quizá sólo duren un verano, calculando largo, nada más. Hélène Lagonelle procede de las altiplanicies de Dalat. Su padre es funcionario del puesto. Llegó hace poco tiempo, en pleno curso escolar. Tiene miedo, se te pone al lado, se queda ahí sin decir nada, llorando con frecuencia. Tiene la tez rosada y morena de la montaña, destaca, aquí, donde todas las niñas poseen la palidez verdosa de la anemia, del calor tórrido. Hélène Lagonelle no va al instituto. Hélène Lagonelle no sabe ir a la escuela. No aprende, no retiene. Asiste a los cursos primarios del pensionado pero eso no sirve para nada. Llora contra mi cuerpo, y acaricio sus cabellos, sus manos, le digo que me quedaré con ella en el pensionado. Ignora que Hélène Lagonelle es hermosa. Sus padres no saben qué hacer con ella, intentan casarla. Lo más deprisa posible. Hélène Lagonelle encontraría todos los novios que quisiera, pero no los desea, no desea casarse, desea volver con su madre. Ella. Hélène L. Hélène Lagonelle. Al final hará lo que su madre quiera. Es mucho más hermosa que yo, que la del sombrero de clown, calzada de lamé, infinitamente más casable, Hélène Lagonelle, Hélène, pueden casarla, instalarla en la conyugalidad, asustarla, explicarle lo que le da miedo y no comprende, ordenarle esperar ahí, esperar.


*

Hélène Lagonelle, ella, Hélène, todavía no sabe lo que yo sé. Sin embargo, ella, Hélène, tiene diecisiete años. Como si lo adivinara, nunca sabrá lo que yo sé.

*

El cuerpo de Hélène Lagonelle es torpe, aún inocente, qué dulzura la de su piel, como la de ciertos frutos, está a punto de no ser percibida, un poco ilusoria, es demasiado. Hélène Lagonelle inspira deseos de matarla, incita al maravilloso sueño de matarla con sus propias manos. Lleva sus formas de flor de harina sin ninguna sabiduría, las exhibe para que sean amasadas por las manos, para que la boca las coma, sin retenerlas, sin conocerlas, sin conocer tampoco su fabuloso poder. Me gustaría comer los senos de Hélène Lagonelle como él come mis senos en la habitación de la ciudad china donde cada tarde voy a profundizar en el conocimiento de Dios. Ser devorada por esos senos de flor de harina que son los suyos.

*

Mi deseo de Hélène Lagonelle me extenúa. 
Mi deseo me extenúa.
Quiero llevarme a Hélène Lagonelle, allí donde cada tarde, con los ojos entrecerrados, me hago dar el placer que hace gritar. Me gustaría entregar Hélène Lagonelle a ese hombre que  hace eso encima de mí para que, a su vez, lo haga encima de ella. En mi presencia, que ella lo haga según mis deseos, que se entregue allí donde yo me entrego. El rodeo del cuerpo de Hélène Lagonelle, la travesía de su cuerpo, es el medio por el que alcanzaría el placer de él, entonces definitivo.
 Para morirse.

*

La veo como participando de la misma carne que ese hombre de Cholen pero en un presente irradiante, solar, inocente, en una eclosión repetida de sí misma, en cada gesto, en cada lágrima, en cada uno de sus fallos, en cada una de sus ignorancias. Hélène Lagonelle, ella es la mujer de ese siervo que me proporciona el goce tan abstracto, tan intenso, ese hombre sombrío de Cholen, de China. Hélène Lagonelle es de China.
No he olvidado a Hélène Lagonelle. No he olvidado a ese siervo. Cuando me marché, cuando le dejé, estuve dos años sin acercarme a ningún otro hombre. Pero esa misteriosa fidelidad debía de ser a mí misma.
Sigo estando en esta familia, es ahí donde habito con exclusión de cualquier otro lugar. En su aridez, en su terrible dureza, en su malignidad siento la más profunda seguridad en mí misma, en lo más profundo de mi esencial certidumbre, sé que más tarde escribiré.

*

Ese es el lugar donde agarrarme más tarde, una vez ido el presente, con exclusión de cualquier otro lugar. Las horas que paso en el apartamento de Cholen hacen aparecer ese lugar envuelto en una luz fresca, nueva. Es un lugar irrespirable, rayana la muerte, un lugar de violencia, de dolor, de desesperación, de deshonra. Y tal es el lugar de Cholen. Al otro lado del río. Una vez cruzado el río.

*



No he sabido qué fue de Hélène Lagonelle, si murió. Fue ella la primera en dejar el pensionado, mucho antes de mi viaje a Francia. Regresó a Dalat. Su madre le pidió que volviera a Dalat. Creo recordar que para casarla, que debía encontrar un novato llegando de la metrópoli. Quizá me equivoque, quizá confunda lo que creía que le sucedería a Hélène Lagonelle con esa partida obligada, reclamada por su madre.



Marguerite Duras
El amante
Barcelona, Tusquets, 1984, pp. 92- 96


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