Marguerite
Duras
El
cuerpo de Hélène Lagonelle
Traducción de Ana María Moix
Traducción de Ana María Moix
Vuelvo junto a Hélène Lagonelle. Está tendida en
un banco y llora porque cree que voy a dejar el pensionado. Me siento en el
banco. Estoy extenuada por la belleza del cuerpo de Hélène Lagonelle tendido
contra el mío. Ese cuerpo es sublime, libre bajo el vestido, al alcance de la
mano. Los senos son como jamás los he visto. Nunca los he tocado. Hélène
Lagonelle es impúdica, no se da cuenta, se pasea completamente desnuda por los
domitorios. Entre las cosas más bellas creadas por Dios, está ese cuerpo de Hélène
Lagonelle, incomparable, ese equilibrio entre la estatura y la manera en que el
cuerpo sostiene los senos, fuera de él, como algo aparte. Nada más
extraordinario que esa redondez exterior de los senos sostenidos, esa exterioridad
dirigida hacia las manos. Incluso el cuerpo de pequeño culí de mi hermano menor
se eclipsaba frente a ese esplendor. Los cuerpos masculinos tienen formas
avaras, recluidas. Tampoco se echan a perder como las de Hélène Lagonelle que
quizá sólo duren un verano, calculando largo, nada más. Hélène Lagonelle procede
de las altiplanicies de Dalat. Su padre es funcionario del puesto. Llegó hace
poco tiempo, en pleno curso escolar. Tiene miedo, se te pone al lado, se queda
ahí sin decir nada, llorando con frecuencia. Tiene la tez rosada y morena de la
montaña, destaca, aquí, donde todas las niñas poseen la palidez verdosa de la
anemia, del calor tórrido. Hélène Lagonelle no va al instituto. Hélène
Lagonelle no sabe ir a la escuela. No aprende, no retiene. Asiste a los cursos
primarios del pensionado pero eso no sirve para nada. Llora contra mi cuerpo, y
acaricio sus cabellos, sus manos, le digo que me quedaré con ella en el
pensionado. Ignora que Hélène Lagonelle es hermosa. Sus padres no saben qué
hacer con ella, intentan casarla. Lo más deprisa posible. Hélène Lagonelle
encontraría todos los novios que quisiera, pero no los desea, no desea casarse,
desea volver con su madre. Ella. Hélène L. Hélène Lagonelle. Al final hará lo
que su madre quiera. Es mucho más hermosa que yo, que la del sombrero de clown,
calzada de lamé, infinitamente más casable, Hélène Lagonelle, Hélène, pueden
casarla, instalarla en la conyugalidad, asustarla, explicarle lo que le da
miedo y no comprende, ordenarle esperar ahí, esperar.
*
Hélène Lagonelle, ella, Hélène,
todavía no sabe lo que yo sé. Sin embargo, ella, Hélène, tiene diecisiete años.
Como si lo adivinara, nunca sabrá lo que yo sé.
*
El cuerpo de Hélène Lagonelle es
torpe, aún inocente, qué dulzura la de su piel, como la de ciertos frutos, está
a punto de no ser percibida, un poco ilusoria, es demasiado. Hélène Lagonelle
inspira deseos de matarla, incita al maravilloso sueño de matarla con sus
propias manos. Lleva sus formas de flor de harina sin ninguna sabiduría, las
exhibe para que sean amasadas por las manos, para que la boca las coma, sin
retenerlas, sin conocerlas, sin conocer tampoco su fabuloso poder. Me gustaría
comer los senos de Hélène Lagonelle como él come mis senos en la habitación de
la ciudad china donde cada tarde voy a profundizar en el conocimiento de Dios.
Ser devorada por esos senos de flor de harina que son los suyos.
*
Mi deseo de Hélène Lagonelle me
extenúa.
Mi deseo me extenúa.
Quiero llevarme a Hélène
Lagonelle, allí donde cada tarde, con los ojos entrecerrados, me hago dar el
placer que hace gritar. Me gustaría entregar Hélène Lagonelle a ese hombre que hace eso encima de mí para que, a su vez, lo
haga encima de ella. En mi presencia, que ella lo haga según mis deseos, que se
entregue allí donde yo me entrego. El rodeo del cuerpo de Hélène Lagonelle, la
travesía de su cuerpo, es el medio por el que alcanzaría el placer de él, entonces
definitivo.
Para morirse.
*
La veo como participando de la
misma carne que ese hombre de Cholen pero en un presente irradiante, solar,
inocente, en una eclosión repetida de sí misma, en cada gesto, en cada lágrima,
en cada uno de sus fallos, en cada una de sus ignorancias. Hélène Lagonelle,
ella es la mujer de ese siervo que me proporciona el goce tan abstracto, tan
intenso, ese hombre sombrío de Cholen, de China. Hélène Lagonelle es de China.
No he olvidado a Hélène Lagonelle.
No he olvidado a ese siervo. Cuando me marché, cuando le dejé, estuve dos años
sin acercarme a ningún otro hombre. Pero esa misteriosa fidelidad debía de ser
a mí misma.
Sigo estando en esta familia,
es ahí donde habito con exclusión de cualquier otro lugar. En su aridez, en su
terrible dureza, en su malignidad siento la más profunda seguridad en mí misma,
en lo más profundo de mi esencial certidumbre, sé que más tarde escribiré.
*
Ese es el lugar donde agarrarme
más tarde, una vez ido el presente, con exclusión de cualquier otro lugar. Las
horas que paso en el apartamento de Cholen hacen aparecer ese lugar envuelto en
una luz fresca, nueva. Es un lugar irrespirable, rayana la muerte, un lugar de
violencia, de dolor, de desesperación, de deshonra. Y tal es el lugar de
Cholen. Al otro lado del río. Una vez cruzado el río.
*
No he sabido qué fue de Hélène
Lagonelle, si murió. Fue ella la primera en dejar el pensionado, mucho antes de
mi viaje a Francia. Regresó a Dalat. Su madre le pidió que volviera a Dalat.
Creo recordar que para casarla, que debía encontrar un novato llegando de la
metrópoli. Quizá me equivoque, quizá confunda lo que creía que le sucedería a
Hélène Lagonelle con esa partida obligada, reclamada por su madre.
Marguerite Duras
El amante
Barcelona, Tusquets, 1984, pp. 92- 96
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