Marguerite Duras
EL ÚLTIMO CLIENTE DE LA NOCHE
La carretera atravesaba la Auvernia
y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta
entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo
conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había
ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El
telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego
reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día
siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y
luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí,
durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo.
Pero, estoy menos segura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se
unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la
noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera
muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue
durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya
estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas
arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus
muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los
bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos
una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos
hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos
lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo,
sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo.
Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre
y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el
mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la
iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo.
Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me
daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he
tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones
testamentarias de mi madre, me desheredé.
Él me esperaba en
el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nos quedamos
varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación
hasta entrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la
habitación. Luego, volvíamos a salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos.
Era la locura. No podíamos marcharnos del bar, de este lugar. De lo que
buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamos una profunda
pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Ya no
sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a
ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los
mismos frente a esta disposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura
durante todo el invierno. Después, fue menos grave, una historia de amor.
Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.
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