miércoles, 23 de abril de 2014

William Ospina / El legado universal de García Márquez y el amor de los lectores

Gabriel García Márquez
Barcelona, 1970
Fotografía de Rodrigo García Barcha

El legado universal de García Márquez 

y el amor de los lectores


No sabemos aún qué dirá el porvenir, pero gracias a las características de esta época, García Márquez ha demostrado su capacidad de cautivar a gentes de muchas culturas

    Era medianoche cuando se abrió la puerta del apartamento bogotano donde celebrábamos la première de la obra Diatriba de amor contra un hombre sentado, y García Márquez apareció con una noticia en los labios: “¡Acaban de matar a Luis Donaldo Colosio!”. Luz Marina Rodas, la gerente del teatro, me había invitado esa tarde al estreno añadiendo con incertidumbre que a lo mejor tendríamos la presencia del autor.
    El autor no se había dejado ver en el teatro, aunque alguien después contó que, apagadas las luces, su silueta se había instalado en la última fila. Los invitados salimos después para la casa de la fiesta, con Laura García, la protagonista del monólogo, el director, Ricardo Camacho, y otros amigos. Ya nos habíamos hecho a la idea de no verlo, cuando García Márquez llegó con la noticia. Venía tarde porque había estado hablando por teléfono con Carlos Fuentes y otros amigos de México.
    Yo lo había leído desde mis quince años, pero no lo contaba entre los humanos a los que fuera posible conocer, sino entre los clásicos de la literatura; para mí pertenecía más a la leyenda que al mundo físico. Cien años de soledad había conmocionado nuestras letras y había iniciado en la literatura a varias generaciones. Salvo Jorge Isaacs, Vargas Vila, José Asunción Silva y José Eustasio Rivera, los escritores colombianos eran hasta entonces glorias locales; pero Gabo había triunfado en el mundo entero: no solo lo leían en inglés y en francés, lo leían en húngaro, en mandarín, en lituano, en tamil, en japonés, en árabe. Y cuando en 1982 le llegó el premio Nobel, hacía mucho ya que era uno de los novelistas más afamados del mundo.
    Yo incluso sentía que la fama presente de Gabo era mayor que la de todos sus congéneres. En vida, Shakespeare solo fue conocido por los londinenses que frecuentaban el teatro; Voltaire y Goethe tuvieron en su tiempo una fama escasamente europea; Cervantes tardó siglos en llegar a Alemania o a Rusia, aunque acabaría por fascinar a Heine y a Tolstoi, a Thomas Mann, a Dostoievski y a Kafka.

    En Panamá, Jorge Ritter se encontró un día con García Márquez y le preguntó por la novela en la que estaba trabajando. “Ya está lista”, le contestó Gabo, “sólo falta escribirla”
    Aquella noche tuve el privilegio de conocer a la mayor leyenda de nuestra literatura, pero lo que más me sorprendió fueron su sencillez y su cercanía. Cuando nos sentamos frente a frente a la mesa, le conté que por casualidad había releído Cien años de soledad unos días atrás y que un episodio me había impresionado especialmente. Quiso saber cuál, y le hablé del momento en que el coronel Aureliano Buendía vuelve derrotado a Macondo y, enfermo, en una celda, recibe la visita de su madre.
    Me conmovió que ella permaneciera un rato visitándolo en completo silencio, mientras él yacía en su catre, con los brazos extendidos hacia atrás por el dolor de las axilas inflamadas. Ese silencio entre dos seres que tenían tanto que decirse, y que tanto se asemejaban en su voluntad obstinada y en su capacidad de poner a los demás a girar a su alrededor, me parecía muy elocuente.
    En ese episodio, cuando Úrsula va a retirarse, le dice bruscamente: “Te traje un revólver”. “No me va a servir de nada —responde el coronel— pero déjelo, porque la van a requisar a la salida”. Gabo iba repitiendo los diálogos a medida que yo los recordaba, y pasé a la escena siguiente, cuando los soldados sacan a Aureliano de su celda para conducirlo al paredón, por el camino del cementerio. De repente se abre la ventana de la casa donde vive su hermano con Rebeca Buendía, José Arcadio sale con un rifle, encañona a los hombres del pelotón de fusilamiento, que en realidad sienten alivio porque no quieren matar al coronel, y salva a su hermano en el último instante.
    Gabo me hizo entonces una revelación: “Fíjate que en mis planes el coronel iba a morir fusilado, y era allí donde lo ejecutaban. Por eso la novela comienza con el momento en que el coronel, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda aquel episodio de su infancia en que su padre los llevó a conocer el hielo. Pero cuando estaba contando cómo lo llevaban los soldados hacia el cementerio, recordé que en esa calle vivía José Arcadio, y ocurrió algo que yo no tenía previsto: el hermano tomó el fusil, salió de la casa, y salvó al coronel”.

    Los chinos sienten que Cien años de soledad revela rasgos poderosos de su cultura, y su traductora al húngaro ha revelado que García Márquez retrata bien la vida de las aldeas de Hungría y el carácter de sus habitantes
    Aquella confidencia literaria marcó el comienzo de mi amistad con García Márquez, pero al mismo tiempo empezó a modificar la idea que yo tenía de su literatura. Para mí, Gabo era un autor diestro y fascinante, con un dominio extraordinario del arte de contar, y un control absoluto de sus argumentos: allí comprendí que su aventura creadora seguía otro curso, que el escritor estaba siempre dispuesto a dejarse sorprender por sus personajes y no sabía previamente cómo terminaría su relato.
    En Panamá, Jorge Ritter se encontró un día con García Márquez y le preguntó por la novela en la que estaba trabajando. “Ya está lista”, le contestó Gabo, “solo falta escribirla”. Parece una frase traviesa pero está llena de sentido. Dasso Saldívar y Gerald Martin han contado cómo trabajó García Márquez por años en borradores de Cien años de soledad, esa novela que originalmente iba a llamarse La Casa. Sería fascinante encontrar esos borradores donde Gabo definió sin duda los personajes, los episodios, la atmósfera del pueblo, el plano de la casa, las historias de la compañía bananera, el recuerdo de los gitanos, las damas francesas, las lluvias eternas y los aparatos de música de un muchacho italiano, pero yo sé que la principal sorpresa sería que en esos borradores no está Cien años de soledad.
    Gabo podía conocer la historia que iba a contar, el mundo donde esa historia ocurría, los personajes y los episodios, pero todavía no tenía lo principal: la entonación, el ritmo del relato, el modo como el hilo saldría de la madeja para convertir esa abigarrada realidad que había en su memoria, ese universo caribeño de personajes disparatados, acontecimientos insólitos y climas delirantes, en el árbol de las razas y en la locura de relojes que hicieron de Macondo una de las comarcas más memorables de la imaginación literaria.
    Es esa entonación, esa magia del lenguaje, lo que le dio a García Márquez su perfil inconfundible entre los autores de nuestra época. Los biógrafos siempre vuelven a contarnos que fue al emprender con su mujer y con sus hijos aquel viaje a Cuernavaca, cuando Gabo, que conducía el automóvil, sintió llegar la frase que desenredó la madeja y le mostró, como una epifanía, cuál era el tono, el ritmo que le iba a permitir contarlo todo, ir del comienzo al fin de su biblia pagana del Caribe. Dio media vuelta, volvió a la casa, y se encerró por meses a escribir su novela.
    Amos Oz nos ha recordado que las primeras palabras de una obra literaria son mucho más que un comienzo: son una clave, un conjuro: son el hallazgo más importante, el de la entonación, la decisión de quién cuenta la historia. Marcan la pauta del ritmo de la narración, y definen la atmósfera, la perspectiva del relato, la fuerza de su impulso. Así que García Márquez sabe como nadie que aquella frase: “Ya está lista: solo falta escribirla”, significa “tengo todo en mí, pero aún no sé convertirlo en relato, tengo ya la pasión, pero falta la música, tengo el magma primitivo que conformará la obra, pero todavía falta la creación”.
    Tiempo después de aquel primer encuentro, le pregunté a Gabo cómo habían sido los días en que se encerró a crear Cien años de soledad.Me atreví a decirle: “En otros libros tuyos se siente el trabajo genial de un escritor, su labor de investigación, su esfuerzo de creación, pero enCien años de soledad no se siente trabajo alguno, el narrador es un surtidor inagotable y parece que los prodigios fluyeran sin esfuerzo”. “Se me ocurrían sin cesar tantas cosas”, me respondió, “que si hubiera tenido más dinero la novela habría durado otras doscientas páginas”. Siento que en ese trance creador está uno de los secretos de la magia de García Márquez.

    Nunca está lejos de los hechos, nunca se pierde en divagaciones teóricas, en rastreos psicológicos o en largas explicaciones. Por lo general son los hechos los que tienen que explicarse a sí mismos
    Dicen que un clásico es aquel autor que logra tener vigencia y sentido para lectores de muchas culturas y de muchas edades distintas. Por eso tarda en saberse cuando alguien es un clásico, pues no solo tiene que cautivar a gentes de muchas tradiciones culturales, sino de muchos siglos.
    No sabemos aún qué dirá el porvenir, pero gracias a las características de esta época, García Márquez ha demostrado su capacidad de cautivar a gentes de muchas culturas. No se trata solamente de que lo aprecien chinos y rusos, iraníes y norteamericanos, franceses y sudafricanos, japoneses y húngaros. Se trata de algo más curioso: del modo como los chinos sienten que revela rasgos poderosos de su cultura, del modo como su traductora al húngaro ha revelado que García Márquez retrata bien la vida de las aldeas de Hungría y el carácter de sus habitantes. Alguien afirmó que la literatura árabe ha cambiado bajo su influencia, y ello se puede decir de muy pocos autores modernos en español.
    Me gusta recordar que la primera vez que lo vi, Gabo apareció con una noticia en los labios, porque creo que ese carácter de periodista ha influido positivamente en su literatura. Hay siempre en ella un costado noticioso: su estilo siempre nos está informando algo. Sus párrafos tienen la claridad, la concisión, y a menudo el impacto de las noticias. Su voz no parece corresponder a los meandros de una conciencia o a los laberintos del estilo literario, sino a los relatos populares y a los rumores de una comunidad. Tiene más en común con la Biblia y con las Mil y una noches, que con las obsesivas aventuras verbales de Joyce o de Marcel Proust.
    Nunca está lejos de los hechos, nunca se pierde en divagaciones teóricas, en rastreos psicológicos o en largas explicaciones. Por lo general son los hechos los que tienen que explicarse a sí mismos. Es el lector quien debe averiguar, si le interesa, por qué el coronel Aureliano Buendía, hastiado de guerras, se dedica a fabricar pescaditos de oro; por qué Rebeca termina encerrada lejos del mundo. García Márquez cree más en los hechos que en las explicaciones, y siempre fue escéptico con las interpretaciones de los críticos y con las teorías de los académicos, porque sabe que la fuente de las obras es misteriosa, que lo que escribimos es menos un fruto del esfuerzo que un don de lo desconocido.
    Eso hace que sus personajes sean seres de carne y hueso y no prototipos o esquemas. Eso permite que al alcalde del pueblo le duela una muela, que una anciana que ha sido orientadora de la historia y dueña de los destinos termine convertida en el desvalido juguete de sus nietos; que un ángel decrépito tenga ruidos en los riñones; que una mujer indescifrable pase sus últimos años tejiendo su propia mortaja; que finalmente cada personaje esté solo, viviendo su aventura impredecible y casi siempre inexplicable.
    Ese carácter sorprendente de sus situaciones y de sus personajes podría ser una de las claves de la vitalidad de su prosa. Quiero decir que las invenciones demasiado gobernadas por el pensamiento y por la voluntad terminan siendo predecibles: la razón vive de inventos y de esquemas, crea cosas para que sirvan a determinados fines. Los inventos de la intuición son más misteriosos: van apareciendo como flores de duende, no obedecen a una finalidad evidente, se bastan con su propio milagro y suelen ignorar el desenlace.
    Se dice que uno de los secretos de la Biblia es su extraña capacidad de aliar la sencillez con la sublimidad, de decir lo más profundo de la manera más sencilla. García Márquez es uno de esos autores que satisface por igual al crítico más exigente, y a lectores que nunca han leído otro libro. Tiene el don de lo que es a la vez claro, ameno y misterioso.
    Él mismo ha dicho que lo que encontró aquel día, por la ruta de Cuernavaca fue el tono de la voz de su abuela, la capacidad de decir las cosas más inverosímiles con la cara de palo de quien las cree de verdad. Sus obras parecen derivar de la tradición oral. Como los poemas, quieren ser dichas en voz alta, porque tienen mucho de la virtud sonora del lenguaje. Y también la huella del periodismo está presente allí: la necesidad de un lenguaje que no se aleje del habla común, que esté en diálogo con la actualidad y con el habla cotidiana.
    García Márquez no es solo un autor leído sino un autor amado. Quiero recordar finalmente una anécdota que él mismo ignora. Lo acompañé una vez a la librería Gandhi, en Ciudad de México. Gabo había estado enfermo y las gentes lo sabían. Mientras recorríamos los estantes se fue formando silenciosamente, como siempre, una fila de personas que lo esperaban para que firmara sus libros. Me pidió que le avisara cuando hubiera transcurrido cierto tiempo. De pronto vi algo conmovedor. Mientras allá, al fondo, García Márquez firmaba los libros, un par de señoras, a sus espaldas, y sin que él se diera cuenta, lo bendecían.
    William Ospina es escritor colombiano. Premio Rómulo Gallegos por su obra El país de la canela.





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