Margarite Duras |
Ovidio Parades
UNA MAÑANA CON MARGUERITE DURAS
A pesar de haber
madrugado, como casi todos los días, la mañana transcurría ya a buen ritmo.
Llegué a casa, después de un desayuno con mi madre en una terraza cercana a su
casa y una buena caminata por la ciudad, y me metí en la cocina. Abrí una
botella de vino y puse un cedé de Jeanne Moreau. "India song" sonando
una y otra vez, la voz desgarrada de la actriz colándose por toda la casa. El
sol entraba por la ventana de la cocina y Francesca quería atrapar el corcho de
la botella con una de sus pequeñas patas. La pasta bullía en la cacerola y su
sonido despistaba la atención de la gata. De repente, echando un vistazo a la
página de Babelia, descubrí que la lectura elegida para el día era una novela
de Marguerite Duras, "El amante". Ah, la Duras... La autora también
de ese texto, "India song", de la película protagonizada por otra
mujer estupenda, Delphine Seyring. Marguerite y el deseo. De eso trata toda su
extensa obra, inclasificable y magistral, merecedora de un Nobel que
-lamentablemente- no llegó a recibir. La textura del deseo en estado puro. Las
pieles, los recuerdos, el calor. La inocencia. Los silencios. Los
(significativos) espacios en blanco. La figura (impresionante) de la madre,
como también puede constatarse en "Un dique contra el Pacífico", otra
obra mayor de la autora. La figura del hermano menor (turbiamente presente en
"Agatha", un delicioso librito hoy inencontrable, y en muchos otros
de sus textos), del mayor. Recordé, de repente, todas las veces que había leído
ese libro, "El amante", en aquella edición de Tusquets con su
bellísimo rostro de adolescente en la portada. La primera vez que lo hice. Las
conversaciones que tuve con mi tía Maru (a quien siempre se daba un aire
físicamente: el pelo muy corto, el rostro curtido y el cigarrillo siempre entre
los dedos) cuando venía a pasar los veranos aquí desde Bruselas, sobre la
apasionante vida de la Duras. Su obsesión por el alcohol, por los hombres (por
su amor y su deseo), por la escritura. Sobre todo, quizás, por la escritura. La
pasión por la vida. Recordé muchas cosas, mientras preparaba la pasta y me
servía otra copa de vino tinto y la alzaba por ella, por Marguerite, y Jeanne
seguía cantando. Los libros que estaban agotados y que buscaba desesperadamente
en todas las librerías, el sueño de viajar a París (aún, en aquella primera
juventud, no lo había hecho) para conocer las calles y las terrazas donde se
había sentado a beber y a ver pasar las tardes y las noches, las conversaciones
con mi tía... Recordé todo eso y la gata, ya cansada, se había adormilado en su
cesta. Y recordé también una de las últimas entrevistas que leí de ella, en el
suplemento de EL PAÍS, poco antes de morir. La figura menuda, encogida por el
paso del tiempo; las arrugas devorando aquella piel que tanto había deseado; el
aparato en la garganta; las ropas (en contra de lo habitual) de vivos colores y
ya muy gastadas; la luz de París en las fotografías, a lo lejos... Y los ojos,
claros y llorosos. Decía que, en aquel tiempo, casi todo le hacía llorar: las
noticias de los informativos, las desigualdades, las incansables luchas contra
la derecha más furibunda, los recuerdos, la muerte de los amigos... Pero seguía
allí, tan deteriorada por los excesos, devorada por el alcohol y la pasión de
vivir, y tan lúcida. Y tan hermosa, pese a todo, en sus ochenta y pico años, en
aquella devastación. Marguerite Duras, en el recuerdo de una mañana. En la
formación de una vida, la mía.
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