Marguerite
Duras
Por Pilar Adón
Sobre la lápida de
Marguerite Duras en el cementerio de Montparnasse hay una pequeña planta, un
montón de pastillas blancas diseminadas a lo largo de la sobria piedra gris,
dos flores y dos letras grabadas: M.D. También son dos las imágenes que podrían
ilustrar el proceso desaforado de su existencia: la evocación de la preciosa
niña cargada de erotismo que viajaba en un transbordador por el río Mekong con
un sombrero de fieltro y los labios pintados de rojo oscuro y, justo en el otro
extremo, la mujer con el rostro y el cuerpo devastados por el alcohol, vestida
con una falda recta y chaleco sobre un jersey de cuello alto que, después de
cuatro curas de desintoxicación, entró en un coma de cinco meses. Marguerite
Duras saltó en un instante del principio al final de su vida pero, en la breve
duración de ese instante, hizo lo que quería hacer: escribir.
Escribía
y amaba lo que escribía hasta la obsesión. Ella misma se preguntaba qué era
aquella necesidad mortal que había conseguido que viviera en un mundo paralelo
al de los demás y que fuera existiendo cada vez menos porque todo, su esencia,
se lo entregaba a la escritura devoradora. A los quince años le dijo a su madre
que lo único que quería hacer en la vida era narrar y se preguntaba
sinceramente qué hacía con su tiempo la gente que no escribía porque ella había
llegado a pasar por el tamiz de la literatura incluso los recuerdos más
dolorosos. Una de las manifestaciones más desgarradoras contra el nazismo
aparece en su texto El Dolor en el que describe su impaciencia cuando, desde
las ventanas de su casa en la rue Saint-Benoît, contempla apoyada en las
persianas cómo la gente pasea y ella quiere gritar que en el interior de
aquella habitación un hombre, su marido, ha regresado vivo del horror de los
campos de concentración alemanes y que, a pesar de tener el cuello tan delgado
que se puede rodear con una sola mano, todo lo que debe tomar es caldo en
cucharillas de café porque su estómago se desgarraría con el peso de cualquier
otro alimento.
Nació
en 1914, el día 4 de abril, cerca de Saigón, en la Indochina francesa (lo que
es hoy Vietnam del Sur). "No puedo pensar en mi infancia sin pensar en el
agua. Mi país natal es una patria de agua", diría M.D. Era la primera niña
de cinco hermanos, dos de ellos, Pierre y Paul, hijos del matrimonio y los
otros dos, Jean y Jacques, hijos del padre con una esposa anterior que había
muerto en Hanoi. Su padre, profesor de matemáticas, tuvo que ser repatriado a
Francia cuando ella tenía sólo cuatro años a causa de unas fiebres infecciosas
y jamás regresó a Indochina. Murió después de haber comprado una casa cerca del
pequeño pueblo francés de Duras donde quería pasar el siguiente verano con toda
su familia y que serviría, sin que él llegara a saberlo, para reemplazar en el
futuro su propio apellido. Esta muerte dejó a la familia en una situación
económica mucho más precaria y comenzaron a llegar las estrecheces. Los hijos
crecieron como vagabundos por la selva, casi tomando un aspecto indígena y todo
lo que podía hacer la madre para conservar su deseado y privilegiado aspecto
occidental era alimentarlos con comida traída directamente desde Francia,
comida que ellos aborrecían y que no aceptaban.
Marie
Legrand, la madre de Marguerite, luchó contra la pobreza con todas sus fuerzas.
Se aferró a sus posesiones, a su tierra que debía salvar continuamente del mar
y del viento si quería que algo creciese de ella, mientras iba descubriendo el
extraño atractivo de aquella niña que no se vestía como las demás, que tenía
una manera propia de hacer las cosas y que podría resultar fascinante para los
hombres. Marguerite conoció a su amante chino y ser ricos se convirtió entonces
en una auténtica obsesión. Con el tiempo, la escritora consideraría que el
dinero no cambiaba nada porque siempre conservaría "una maldita mentalidad
de pobre". Para ella la pobreza al nacer era hereditaria y perpetua. No se
podía curar.
Cualquier
lector de Un dique contra el Pacífico o de El amante descubrirá que estos
primeros datos de su biografía le son ya familiares. Porque leer los libros de
Marguerite Duras implica leerla también a ella. En un verdadero acto de
vivisección literaria, extraía su propio dolor, lo matizaba con el bálsamo de
la escritura y luego lo entregaba a un lector que debía descubrir que aquello
que leía en su obra no era simplemente el relato de la subsistencia vital de
una escritora sino de la evolución individual de cada uno de sus personajes que
no eran sino un reflejo novelado de lo ocurrido realmente a miles de seres
humanos a lo largo del siglo XX. Marguerite Duras nos ofrece en sus libros una
descripción de diferentes momentos cruciales en diferentes lugares del mundo
tan fidedigna como la de cualquier historiador, pero con un añadido importante:
ella muestra el sufrimiento, la esperanza y la compasión de los legítimos
protagonistas de la Historia.
Su
primer libro fue rechazado por la editorial Gallimard, pero siguió escribiendo
y una vez terminada su siguiente obra, Les impudents, amenazó con suicidarse si
no lograba que la publicaran. En 1943 entró en la resistencia mientras su
querido hermano Paul, que había continuado junto a su madre en Saigón, moría de
una bronconeumonía por falta de medicamentos. El dolor se le hizo insoportable
y lo reflejó en La vida tranquila, el libro que estaba escribiendo y que
Gallimard publicó en 1944. De esta manera Marguerite Duras obtuvo por fin el
reconocimiento que esperaba, pero no pudo disfrutarlo porque la Gestapo detuvo
a su marido en el apartamento de su hermana en la rue Dupin. En ese momento
M.D. se propuso no escribir y no volvió a editar nada hasta 1950. Ella, que
había amenazado con el suicidio si no llegaba a publicar, de repente se daba
cuenta de lo nimio de la literatura comparado con el dolor de la realidad.
Literatura
y realidad… Dos nociones difícilmente separables en esta autora que atrapa y
devora porque su narración rezuma autenticidad y siempre es complicado
renunciar al encanto de algo auténtico. En 1950 apareció su primer éxito
literario, Un dique contra el Pacífico, y a partir de entonces fueron
publicándose obras memorables como Los caballitos de Tarquinia (1953) que narra
la experiencia de unas vacaciones en Italia, Días enteros en las ramas (1954),
Moderato Cantabile (1958), Hiroshima mon amour (1959) que se convertiría en la
famosa película de Alain Resnais y El arrebato de Lol V. Stein (1964), novela
con la que alcanzó el apogeo de su actividad creadora. Según sus propias
palabras en una entrevista concedida a la televisión francesa, escribir El
arrebato de Lol V. Stein resultó especialmente complicado: "Escribir
siempre es duro, pero en aquella ocasión tenía más miedo que de costumbre. Era
la primera vez después de mucho tiempo que escribía sin nada de alcohol y tenía
miedo de escribir cualquier cosa". Por supuesto, no creó cualquier cosa.
Creó un personaje desposeído de sí mismo que ve en un baile cómo la persona a
la que ama se está enamorando de otra y eso hace que ella quede relegada a un
plano de casi inexistencia. Creó un personaje tan desesperado y, al tiempo, tan
adorable que muchos años después la autora declararía que lamentaba no haber
sido ella misma Lol V. Stein. Porque la había concebido, lo había escrito todo
sobre ella, la había creado, pero no había sido Lol y por lo tanto sentía
"ese duelo que he llevado toda mi vida por no ser Lol V. Stein".
En
su siguiente novela, El Vicecónsul (1965), el protagonista sale al balcón de su
casa en Lahore y dispara al aire. No dispara a los transeúntes ni a las
palomas. "Dispara contra el dolor, la desgracia y contra el millón de
niños que iban a morir de hambre en los próximos cuatro meses." Después
vinieron La amante inglesa (1967), El amor (1971), El amante (1984), El dolor
(1985), Emily L., La vida material… No voy a explicar más argumentos de sus
novelas porque lo mejor, lo único, que se puede hacer es recomendar su lectura.
Tampoco voy a concluir hablando de su muerte ni de las más recientes polémicas
en torno a biografías no autorizadas, biografías póstumas, derechos a los que
aspiran unos o a los que aspiran otros y estúpidos libros muy bien
encuadernados llenos de fotografías. Todo eso no tiene nada que ver con la
literatura y pocas veces he visto a un escritor (a una escritora) llorando ante
su propia imagen en blanco y negro ofrecida en el transcurso de una conmovedora
entrevista realizada en su piso de Trouville con motivo de la publicación del
libro El amante de la China del Norte. Escuchaba con atención las declaraciones
que ella misma había hecho en 1964 y 1965 acerca de sus libros El arrebato de
Lol V. Stein y de El vicecónsul respectivamente y asentía con frecuencia
haciendo diversos comentarios. "Cada libro supone para el autor su propio
asesinato. Siempre hay una depresión posterior que se manifiesta a través de
algo físico". Una mujer pequeña, sentada en un sillón, vestida con una
falda marrón, un jersey del mismo color y un pañuelo oscuro ocultando el
cuello, que hablaba de literatura con tranquilidad y que adoraba a sus
personajes hasta el llanto. Una autora que se preguntaba cómo era posible
escribir porque en un principio no había nada y de pronto había una página
escrita: "No puedo explicarlo y creo que no hay ningún escritor que se
libre de esta ignorancia". Una escritora que se planteaba semejantes dudas
y que tenía una manera tan cautivante de ver el mundo que logró dejarnos libros
espléndidos. Y supongo que eso es lo único que importa cuando hablamos de
literatura. Los libros y, tal vez, la pasión de su autor. Lo demás, por qué no
decirlo, es sólo decepción y podredumbre.
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