García Márquez con Fidel Castro, 1985 Foto de Stéphanie Panichelli |
El otro Gabo
Por Salud Hernández
19 de Abril del 2014
19 de Abril del 2014
Salud Hernández-Mora
Nadie puede negar la influencia que un personaje de su categoría ejerce sobre la Humanidad. No solo por sus libros, también por sus actuaciones.
A nadie se le ocurriría discutir la genialidad de García Márquez, su llegada al olimpo de la literatura universal. Pasarán siglos y su nombre perdurará, como ocurre con Cervantes, por citar al más grande de lengua española. Sin embargo, sus posiciones políticas, sus acciones como personaje influyente con enorme poder, yo creo que sí pueden ser materia de debate. Pero no de la manera impresentable, espantosa, que empleó María Fernanda Cabal, que lo mandó al infierno junto con Fidel.
Así me caigan centellas y rayos, debo decir que a mí el nobel me decepcionó como ser humano cuando conocí Aracataca, varios años atrás. Ya sé que sus fanáticos argumentan que no era su obligación trabajar por su pueblo natal. Pero yo creo que uno en su lugar, venerado por todos los gobiernos, con capacidad de cambiar el rumbo de una localidad tan pobre y abandonada como Aracataca, por supuesto que tenía la responsabilidad moral de ayudar. Dios le entregó un talento esperando que devolviera más, y, en lo que respecta a su pueblo, se lo guardó intacto.
En ese aspecto prefiero mil veces a Fernando Botero; jamás olvida sus raíces, pese a los problemas que le han generado, y aporta muchos granos de arena. Por contra, García Márquez, con el paso de los años, prefirió darle la espalda por completo, como si solo le sirviera Aracataca de fuente de inspiración.
Tampoco resultaba aceptable su atracción fatal por una persona que tortura a quien piensa distinto, como Fidel. Me parecía una imperdonable frivolidad defender a Castro desde México y otras naciones democráticas. A diferencia de escritores cubanos encarcelados por ser críticos de Fidel, Gabo podía moverse libremente por el planeta y decir lo que le viniera en gana sin que lo callaran ni detuvieran. Y no es excusa alegar, como hacían sus amigos, que, gracias a su discreta intervención, más de un preso político recobró la libertad. Porque la libertad no tiene parcelas ni es discrecional. O se defiende de manera integral o se está de acuerdo en recortarla cuando a uno le cae bien el dictador. García Márquez optó por mirar para otro lado, por cubrir un régimen totalitario de legitimidad, envolviéndolo en su manto de escritor universal, de personalidad respetada y admirada.
Tampoco entendí que lo apasionaran por igual el despiadado dictador comunista y los empresarios latinoamericanos de fortunas fabulosas (por cierto, hubieran echado una manito para dejar una huella de prosperidad en Aracataca).
En estos días, en los cuales en muchos países dedican páginas a rememorar la vida y obra de García Márquez (por ejemplo, en España, donde estoy, fue portada en todos los diarios), nadie puede negar la influencia que un personaje de su categoría ejerce sobre la Humanidad. No solo por sus libros, también por sus actuaciones. De ahí la trascendencia de las posturas que adoptó a lo largo de su existencia, no solo lo que escribió.
En fin, supongo que cada cual carga con sus demonios internos, ya se trate de un hombre extraordinario, como fue el nobel, o una persona común y corriente, como somos la mayoría. Y a la hora del té, lo que prevalecerá será su obra literaria.
Yo me quedo, aunque sea otra herejía admitirlo, con El general en su laberinto, antes que con Cien años de soledad. En todo caso, mi eterna gratitud al escritor por lo que sus libros me enseñaron y me hicieron disfrutar. Descanse en paz.
Salud Hernández-Mora
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