viernes, 25 de abril de 2014

García Márquez según Coetzee


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
BIOGRAFÍA
Por JOHN MAXWELL COETZEE
Traducción de Joaquín Ibarburu

 

El sudafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura, desarrolla aquí un análisis a fondo de "Memoria de mis putas tristes", de García Márquez, también Premio Nobel: la relación platónica de un nonagenario con una chica virgen, ya presente en "El amor en los tiempos del cólera", redime al protagonista de una atracción sexual repudiada socialmente y se inscribe en la tradición idealista.

1.
La novela de Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera termina mientras Florentino Ariza, unido por fin a la mujer que amó desde lejos toda su vida, recorre el río Magdalena en un vapor en el que ondea la bandera amarilla del cólera. Tienen setenta y seis y setenta y dos años respectivamente. A los efectos de brindar toda su atención a su adorada Fermina, Florentino tuvo que romper su relación con una chica de catorce años de la que era tutor y a la que había iniciado en los misterios del sexo durante citas dominicales en su departamento de soltero (la joven aprende rápido). Rompe con ella en una heladería, sundae de por medio. Perpleja y desesperada, la chica se suicida con discreción, llevándose su secreto a la tumba. Florentino derrama una lágrima en privado y siente intermitentes punzadas de dolor por la pérdida, eso es todo.


América Vicuña, la chica a la que un hombre mayor seduce y abandona, es un personaje salido de Dostoievsky. El marco moral de El amor en los tiempos del cólera, un trabajo de considerable peso emocional pero de todos modos una comedia, de la variedad otoñal, no tiene la amplitud necesaria para contenerla. En su decisión de tratar a América como un personaje menor, una más de la larga lista de amantes de Florentino, y de no explorar las consecuencias de la afrenta, García Márquez se adentra en un territorio inquietante en términos morales. De hecho, hay indicios de que no está seguro de cómo manejar la historia de la joven. Su estilo verbal suele ser enérgico, ágil, creativo y característico, pero en las escenas de las tardes de domingo entre Florentino y América encontramos ecos de la Lolita de Vladimir Nabokov. Florentino desviste a la chica "pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, (...) después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá."

Florentino es un solterón, poeta aficionado, escritor de cartas de amor, asiduo concurrente a conciertos, de hábitos algo mezquinos y tímido con las mujeres. Sin embargo, a pesar de su timidez y su falta de atractivo físico, en el transcurso de medio siglo de seducción subrepticia hace 622 conquistas, de las que lleva registro en una serie de cuadernos.

En todos esos sentidos, Florentino se parece al narrador sin nombre de Memoria de mis putas tristes. Al igual que su predecesor, este hombre lleva una lista de sus conquistas con miras a un libro que planea escribir. Su lista llega a las 514 antes de renunciar a seguir contando. Luego, a una edad avanzada, descubre el verdadero amor, no en una mujer de su propia generación, sino en una chica de catorce años.

Los paralelismos entre ambos libros, publicados con veinte años de diferencia, son tan llamativos que es imposible ignorarlos. Sugieren que, en Memoria de mis putas tristes, García Márquez puede haber intentado otra versión de la historia artística y moralmente insatisfactoria de Florentino y América en El amor en los tiempos del cólera.

El relato que nos brinda, que cubre el tormentoso nonagésimo primer año de su vida, pertenece a un subgénero específico de las memorias: la confesión. Tal como se ejemplifica en las Confesiones de San Agustín, la confesión cuenta la historia de una vida dilapidada que culmina en una crisis interior y en una experiencia de conversión seguida de un renacimiento espiritual a una existencia nueva y más rica. En la tradición cristiana, la confesión tiene un marcado propósito didáctico. Miren mi ejemplo, dice: vean cómo, a través de la misteriosa intervención del Espíritu Santo, hasta un ser tan despreciable como yo puede salvarse.

Sin duda nuestro héroe malgastó los primeros noventa años de su vida. No sólo dilapidó su herencia y su talento, sino que su vida emocional también fue de una notoria aridez. Nunca se casó (estuvo comprometido hace mucho tiempo, pero abandonó a su novia a último momento). Nunca se acostó con una mujer sin que mediara un pago: hasta cuando la mujer no quiso el dinero, él la obligó a aceptarlo, convirtiéndola así en otra de sus putas. La única relación perdurable que tuvo fue con su criada, a la que invariablemente monta una vez por mes mientras ella lava la ropa, siempre "en sentido contrario", lo que le permite a ésta, ya vieja, asegurar que sigue estando virgo intacta.

Para su nonagésimo cumpleaños se promete un festín: sexo con una joven virgen. Una celestina llamada Rosa, a la que conoce desde hace mucho tiempo, lo introduce en una habitación de su prostíbulo en la que una chica de catorce años yace lista para él, desnuda y narcotizada.

La primera reacción del experimentado libertino al ver a la chica es inesperada: terror y confusión, un impulso de salir corriendo. Sin embargo, se acuesta a su lado y trata con indiferencia de explorar entre sus piernas. Ella se aparta dormida. Carente de deseo, él empieza a cantarle:"La cama de Delgadina de ángeles está rodeada." Pronto empieza también a rezar por ella. Luego se queda dormido. Cuando se despierta, a las cinco de la mañana, la joven yace con los brazos abiertos en cruz, "dueña absoluta de su virginidad."


La celestina lo llama por teléfono, se burla de su pusilanimidad y le ofrece una segunda oportunidad de demostrar su hombría. El se niega. "Ya no sirvo", dice, y de inmediato se siente aliviado, "por fin a salvo de una servidumbre" —servidumbre del sexo— "que me mantenía subyugado desde mis trece años."

Pero Rosa insiste hasta que él cede y vuelve al prostíbulo. Nuevamente la chica está dormida, y una vez más él se limita a secarle el cuerpo transpirado y cantar: "Delgadina, Delgadina..." Su canto no carece de matices sombríos: en el cuento de hadas, Delgadina es una princesa que tiene que escapar a los avances amorosos de su padre.

Vuelve a su casa en medio de una fuerte tormenta. Un gato que adoptó hace poco parece haberse convertido en una presencia satánica en la casa. La lluvia se cuela por agujeros del techo, se rompe un caño, el viento hace trizas las ventanas. Mientras lucha por salvar sus adorados libros, advierte que la figura fantasmal de Delgadina está a su lado, ayudándolo. Ahora está seguro de que encontró el verdadero amor, el "primer amor de mi vida a los noventa años."

En su interior tiene lugar una revolución moral. Enfrenta la mezquindad, la bajeza y la obsesión de su vida pasada y la repudia. Se convierte, dice, en "otro." Es el amor lo que mueve el mundo, empieza a darse cuenta, no tanto el amor consumado como el amor en sus múltiples formas no correspondidas. Su columna del diario se transforma en un himno a los poderes del amor, y el público lector responde con elogios.

Durante el día —si bien nunca lo presenciamos—, Delgadina, como una verdadera heroína de cuento de hadas, pega botones en una fábrica. Por la noche vuelve a su cuarto del prostíbulo, que su amante ya adornó con pinturas y libros (tiene vagas ambiciones de educarla), y duerme castamente a su lado. El le lee relatos en voz alta. Cada tanto, ella musita palabras en sueños. A él, sin embargo, no le gusta su voz, que suena como la voz de una extraña que habla en su interior. La prefiere inconsciente.

La noche del cumpleaños de ella tiene lugar una consumación erótica sin penetración:

... la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento. (...) A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos.

Luego sobreviene la desgracia. Uno de los clientes del prostíbulo es apuñalado, llega la policía, el escándalo es inminente, y es necesario hacer desaparecer a Delgadina. El amante recorre la ciudad en su busca, pero no puede hallarla. Cuando por fin reaparece en el prostíbulo, parece varios años mayor, y perdió su aire inocente. El estalla en una tormenta de celos y se aleja.

Pasan los meses y su ira declina. Una antigua novia le da un sabio consejo: "No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor." Su nonagésimo primer cumpleaños llega y pasa. Se reconcilia con Rosa. Ambos acuerdan que legarán sus bienes terrenales a la joven, que, sostiene Rosa, se enamoró locamente de él. Con regocijo, el jubiloso enamorado contempla "por fin la vida real."

Las confesiones de tal alma renacida pueden haberse escrito, como él dice, para aliviar su conciencia, pero el mensaje que transmiten no es de ningún modo que deberíamos renunciar a los deseos carnales. El dios que él ignoró toda su vida es en realidad el dios por cuya gracia se salvan los viles, pero es al mismo tiempo un dios de amor, que puede lanzar a un ex pecador a la búsqueda del "amor loco" con una virgen —"el deseo de aquel día fue tan apremiante que me pareció un recado de Dios"— y luego infundirle reverencia y terror cuando pone la vista por primera vez en su presa. A través de ese acto divino, se convierte al instante de frecuentador de putas en adorador de vírgenes que venera el cuerpo dormido de la joven como un simple creyente podría venerar una estatua o una imagen: le canta, le lleva flores, le reza.

Las experiencias de conversión siempre tienen algo de inmotivado: se caracterizan por el hecho de que el pecador está tan cegado por la lujuria, la codicia o la soberbia, que la lógica psicológica que lleva al momento decisivo de su vida sólo se le hace visible en retrospectiva, cuando ya tiene los ojos abiertos. Es así que hay un grado de incompatibilidad constitutiva entre la narrativa de la conversión y la novela moderna, perfeccionada en el siglo XVIII, que hace hincapié en el carácter más que en el alma e intenta mostrar paso a paso, sin grandes saltos ni intervenciones sobrenaturales, cómo aquél al que antes se denominaba el héroe o la heroína pero que ahora se llama, con mayor propiedad, personaje central, recorre su camino de principio a fin.

A pesar de que le colocaron la etiqueta de "realista mágico", García Márquez trabaja en la tradición del realismo psicológico, cuya premisa es que los actos de una mente individual tienen una lógica que puede seguirse. El mismo destacó que su llamado realismo mágico es sólo una cuestión de contar historias inverosímiles sin inmutarse, un truco que aprendió de su abuela en Cartagena, y que aquello que a los extranjeros les resulta inverosímil en sus relatos suele ser algo habitual en la realidad latinoamericana. Ya sea que ese argumento nos parezca falso o no, el hecho es que la mezcla de lo fantástico y lo real —o, para ser más exactos, la elisión de la disyunción que separa "fantasía" y "realidad"— que provocó tanto revuelo cuando se publicó Cien años de soledad, en 1967, se convirtió en algo muy común en la novela mucho más allá de las fronteras de América latina.

¿El gato de Memoria de mis putas tristes es sólo un gato o es un visitante del infierno? ¿Delgadina acude en auxilio de su amante la noche de la tormenta o éste, bajo el hechizo del amor, sólo imagina su visita? ¿Esa bella durmiente es sólo una chica de clase trabajadora que se gana unos pesos extra o es una criatura de otro mundo en el que las princesas bailan toda la noche, las hadas llevan a cabo proezas sobrenaturales y las hechiceras duermen a las doncellas? Exigir respuestas unívocas a preguntas como esas es tergiversar la naturaleza del arte del narrador. A Roman Jakobson le gustaba recordarnos la fórmula que usaban los narradores tradicionales de Mallorca como preámbulo a sus presentaciones: fue y no fue así.

Lo que a los lectores modernos les resulta más difícil de aceptar, dado que no tiene una aparente base psicológica, es que el mero espectáculo de una chica desnuda pueda generar un gran cambio espiritual en un anciano depravado. La disposición del anciano a la conversión puede cobrar más sentido psicológico si consideramos que su existencia se remonta más allá del comienzo de sus memorias, a la ficción anterior de García Márquez, y específicamente a El amor en los tiempos del cólera.

En comparación con el resto de los textos de García Márquez, Memoria de mis putas tristes no es un gran logro. Su insignificancia no es sólo producto de su brevedad. Crónica de una muerte anunciada (1981), por ejemplo, si bien tiene más o menos la misma extensión, es una adición significativa al canon de García Márquez: un relato compacto y atrapante que es, al mismo tiempo, una clase magistral vertiginosa sobre cómo pueden construirse múltiples historias —múltiples verdades— para dar cuenta de los mismos hechos.

Memoria..., sin embargo, tiene un objetivo audaz: hablar en defensa del deseo de hombres mayores por chicas menores de edad, vale decir, hablar en defensa de la paidofilia, o por lo menos mostrar que la paidofilia no tiene por qué ser un callejón sin salida para el amante o la amada. La estrategia conceptual que García Márquez emplea con ese fin es demoler el muro que se levanta entre la pasión erótica y la pasión de la veneración, tal como se manifiesta sobre todo en los cultos de la virgen, que son tan fuertes en el sur de Europa y en América latina y tienen un marcado trasfondo arcaico, precristiano en el primer caso, precolombino en el segundo (como lo hace evidente la descripción que su amante hace de ella, Delgadina tiene algo de la fuerte naturaleza de una diosa virgen arcaica: "la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. (...) Un tierno toro de lidia.")

Una vez que aceptamos que existe una continuidad entre la pasión del deseo sexual y la pasión de la veneración, lo que en un primer momento es un deseo "malo", como el que practica Florentino Ariza con su pupila, puede, sin cambiar su esencia, transformarse en deseo "bueno", como el que siente el amante de Delgadina, y constituir así el germen de una nueva vida para él. En otras palabras, Memoria de mis putas tristes cobra sentido como una suerte de suplemento de El amor en los tiempos del cólera en el que el violador de la confianza de la niña virgen se convierte en su fiel adorador.

2.

Cuando Rosa oye que a su empleada de catorce años se le dice Delgadina (de delgadez), se sorprende y trata decirle a su cliente el nombre verdadero y prosaico de la chica. Pero éste no quiere escucharla, así como prefiere que la chica no hable. Cuando, después de su larga ausencia del prostíbulo, Delgadina reaparece maquillada y enjoyada, su amante está indignado: ella lo traicionó, y traicionó también su propia naturaleza. En ambos incidentes vemos que aspira a que la joven tenga una identidad inmutable, la identidad de una princesa virgen.

La inflexibilidad del anciano, su insistencia en que su amada se atenga a la forma en que él la idealizó, tiene un precedente en la literatura hispánica. Ateniéndose a la regla de que todo caballero andante debe tener una dama a la que dedicar sus proezas, el anciano que se autodenomina Don Quijote se declara servidor de la dama Dulcinea del Toboso. Dulcinea tiene una leve relación con una campesina del pueblo del Toboso a la que Don Quijote miró con interés en el pasado, pero es básicamente una figura de fantasía que él creó, tal como se creó a sí mismo.

El libro de Cervantes comienza inscribiéndose en el género caballeresco, pero se convierte en algo más interesante: una exploración del misterioso poder de lo ideal de resistir las decepcionantes confrontaciones con lo real. El retorno del Quijote a la cordura al final del libro, su abandono del mundo ideal que con tanto valor trató de habitar y su regreso al mundo real de sus detractores, consterna a todos los que lo rodean, y también al lector. ¿Es eso lo que queremos: renunciar al mundo de la imaginación y volver a instalarnos en el tedio de la vida en un rincón rural de Castilla?

El lector de Don Quijote nunca puede estar seguro de si el héroe de Cervantes es un loco bajo los efectos de un delirio, si, por el contrario, interpreta un papel de forma consciente, o si su mente oscila de manera impredecible entre estados de delirio y de conciencia. Hay momentos en que don Quijote parece sostener que la dedicación a una vida de servicio puede hacer de nosotros mejores personas, sin importar si ese servicio se le presta a una ilusión. "De mí sé decir que después que soy caballero andante", dice, "soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente (y) sufridor de trabajos." Si bien se pueden tener reservas en relación a si fue tan valiente, comedido, etc. como él asegura, no se puede ignorar la sofisticada afirmación que hace sobre el poder que puede tener un sueño de dar bases a nuestra vida moral, ni negar que desde el día en que Alonso Quijano asumió su identidad caballeresca el mundo fue un lugar mejor o, si no mejor, por lo menos más interesante, más animado.

A primera vista, don Quijote parece un personaje bizarro, pero la mayor parte de quienes entran en contacto con él terminan a medias convertidos a su forma de pensar y, por lo tanto, haciéndose quijotescos. Si hay algo que enseña don Quijote es que, en aras de un mundo mejor y más animado, no sería mala idea cultivar nuestra capacidad de disociación, no necesariamente con control consciente, si bien ello podría llevar a los extraños a concluir que sufrimos de delirios intermitentes.

Los diálogos entre don Quijote y el Duque y la Duquesa, en la segunda mitad del libro de Cervantes, exploran en profundidad qué significa dedicar nuestras energías a vivir un ideal y, por lo tanto, una vida que tal vez sea irreal (fantástica, ficticia). La Duquesa plantea la cuestión clave con amabilidad pero también con firmeza: ¿No es verdad que Dulcinea "no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced (es decir, Don Quijote) la engendró y parió en su entendimiento"?

"Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo", contesta don Quijote, "o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. (Pero) Ni yo engendré ni parí a mi señora".

La prudencia ejemplar de la respuesta de Quijote da la pauta de un conocimiento más que superficial por su parte del largo debate sobre la naturaleza del ser desde los presocráticos hasta Tomás de Aquino. Incluso si se admite la posibilidad de la ironía autoral, don Quijote parece sugerir que, si aceptamos la superioridad ética de un mundo en el que la gente actúa en nombre de ideales sobre un mundo en el que la gente actúa en nombre de intereses, entonces las incómodas preguntas ontológicas como las de la Duquesa bien podrían postergarse o hasta barrerse bajo la alfombra.

El espíritu de Cervantes está arraigado en la literatura española. En la transformación de la joven obrera anónima en la virgen Delgadina no es difícil ver el mismo proceso de idealización por el cual la campesina del Toboso se convierte en la dama Dulcinea, así como tampoco en la preferencia del héroe de García Márquez de que el objeto de su amor permanezca inconsciente y mudo cuesta distinguir el mismo desagrado por el mundo real en toda su obstinada complejidad que mantiene al Quijote a una segura distancia de su señora. Así como don Quijote puede aducir que se convirtió en una persona mejor sirviendo a una mujer que no sabe de su existencia, el anciano de Memoria... puede proclamar que llegó al umbral de "por fin la vida real" aprendiendo a amar a una joven a la que en verdad no conoce y que sin duda no lo conoce a él. (El momento más cervantino de la Memoria se produce cuando su autor ve la bicicleta en la que su amada va —o se dice que va— a trabajar, y en el hecho de esa bicicleta real descubre "la prueba tangible" de que la chica con nombre de cuento de hadas —cuya cama compartió noche tras noche— "existía en la vida real.")

En su autobiografía,
Vivir para contarla, García Márquez narra la historia de la composición de su primer trabajo de ficción extenso, la nouvelle titulada La hojarasca, de 1955. Una vez terminado el manuscrito, se lo mostró a su amigo Gustavo Ibarra, quien, para consternación suya, destacó que la situación dramática —la lucha por conseguir que se enterrara a un hombre contra la oposición de las autoridades cívicas y clericales— estaba tomada de la Antígona de Sófocles. García Márquez releyó Antígona "con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio." Antes de la publicación, hizo una drástica revisión del manuscrito e incorporó un epígrafe de Sófocles que señalaba su deuda.

Sófocles no es el único escritor que dejó una huella en García Márquez. Su ficción anterior tiene tal deuda con William Faulkner que, con toda justicia, puede llamárselo el discípulo más devoto de Faulkner.

En el caso de
Memoria, es evidente la deuda con Yasunari Kawabata, que en 1968 ganó el Nobel de Literatura. En 1982, García Márquez escribió un cuento, "El avión de la bella durmiente", en el que se alude a Kawabata de manera específica. Sentado en la primera clase de un avión que atraviesa el Atlántico junto a una mujer joven de extraordinaria belleza que duerme durante todo el viaje, el narrador de García Márquez recuerda una novela de Kawabata sobre hombres que envejecen y pagan para pasar la noche con chicas dormidas y narcotizadas. Como trabajo de ficción, el cuento "El avión de la bella durmiente" no está desarrollado; no es más que un boceto. Tal vez por esa razón García Márquez se siente en libertad de reutilizar la situación básica —el admirador que ya no es joven junto a la chica que duerme— en Memoria de mis putas tristes.

En La casa de las bellas durmientes, de Kawabata (1961), un hombre que se acerca a la vejez, Yoshio Eguchi, recurre a una celestina que proporciona chicas drogadas a hombres con gustos especiales. Durante cierto lapso de tiempo, éste pasa la noche con varias de tales chicas. Las normas de la casa que prohíben la penetración sexual resultan superfluas, dado que en su mayor parte los clientes son viejos e impotentes. Eguchi, sin embargo, como se dice a sí mismo una y otra vez, no es ninguna de las dos cosas. Juega con la idea de romper las reglas, de violar a una de las chicas, de embarazarla, hasta de asfixiarla, como forma de demostrar su virilidad y de desafiar a un mundo que trata a los ancianos como si fueran niños. Al mismo tiempo, le atrae la idea de tomar una sobredosis y morir en los brazos de una virgen.

La
nouvelle de Kawabata es un estudio de las actividades del eros en la mente de un sensualista intenso y consciente de sí, extremada y tal vez mórbidamente sensible a los olores, fragancias y matices del tacto, absorto en la singularidad física de las mujeres con las que está en íntimo contacto, propenso a evocar imágenes de su pasado sexual, que no teme pensar en la posibilidad de que su atracción por las jóvenes pueda encubrir el deseo por sus propias hijas, o en que su obsesión por los pechos femeninos pueda originarse en recuerdos infantiles.

Por sobre todas las cosas, la habitación aislada que sólo contiene una cama y un cuerpo que, dentro de ciertos límites, puede manejarse o maltratarse a su antojo, sin testigos y, por lo tanto, sin riesgo alguno de que se lo humille, constituye un teatro en el que Eguchi puede verse tal como es: viejo, feo y próximo a la muerte. Sus noches con las chicas anónimas están llenas de melancolía más que de goce, de remordimiento y angustia más que de placer físico.

Más que imitar a Kawabata, García Márquez le responde. Su héroe es muy diferente de Eguchi en lo que respecta a temperamento. Su sensualismo es menos complejo; es menos introspectivo, menos dado a la exploración y también menos poeta. Pero es en lo que pasa en la cama en las respectivas casas secretas donde debe buscarse la verdadera distancia que separa a García Márquez de Kawabata. En la cama con Delgadina, el anciano de García Márquez descubre una alegría nueva y enaltecedora. A Eguchi, en cambio, sigue pareciéndole un misterio frustrante que los cuerpos femeninos inconscientes, cuyo uso puede comprarse por hora y de cuyos miembros inanimados, semejantes a los de un maniquí, el cliente puede disponer, tengan tal poder sobre él que lo hagan volver a la casa una y otra vez.

El tema en el caso de todas las bellas durmientes es, por supuesto, qué pasará cuando despierten. En el libro de Kawabata no hay, hablando en términos simbólicos, ningún despertar: la sexta y última de las chicas de Eguchi muere a su lado, intoxicada como consecuencia de la dosis de droga con que la durmieron. En el caso de García Márquez, en cambio, Delgadina parece haber absorbido por la piel todas las atenciones que se le dispensaron y estar a punto de despertar, dispuesta a su vez a amar a su adorador.

La versión de García Márquez del cuento de la bella durmiente es, entonces, mucho más optimista que la de Kawabata. De hecho, el carácter abrupto de su final parece cerrar los ojos de forma deliberada a la cuestión del futuro de todo anciano con un amor joven, una vez que se permite que la amada descienda de su pedestal de diosa. Cervantes hace que su héroe visite el pueblo del Toboso y se postre ante una joven elegida casi al azar como encarnación de Dulcinea. Se lo recompensa por sus trabajos con una andanada de escarnio campesino sazonado con cebolla cruda, luego de lo cual se va, confundido y frustrado.

No es evidente que la fábula de redención de García Márquez tenga la fuerza suficiente como para una conclusión de ese tipo. García Márquez también podría echar una mirada al "Cuento del mercader", la sardónica historia sobre un casamiento intergeneracional de los
Cuentos de Canterbury de Chaucer, y en particular a su imagen de la pareja a la luz del amanecer luego del ajetreo de la noche de bodas: el viejo esposo sentado en la cama en gorro de dormir, temblorosa la piel flácida del cuello; la joven esposa a su lado, llena de irritación y fastidio.


Clarín
The New York Review of Books

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