sábado, 8 de noviembre de 2014

Margarita Rosa / Y del sexo qué

Margarita Rosa de Francisco

¿Y DEL SEXO QUÉ? 

Desde que el hombre comenzó a pensar, este tema ha sido una de sus más tórridas obsesiones. Ya sea para taparlo o proclamarlo, todo lo que aluda a él nos sacude hondamente. Las religiones que tienen el monopolio de las culpas de todos nosotros se vuelven un ocho tratando de poner en cintura este indómito impulso, el más natural y primitivo posible, porque es nada menos que el único medio para existir físicamente. Esa obligación biológica no podría coronarse de forma más magistral que con el nivel máximo de placer, factor de lujo que la hace más intrigante aún. No es tan inexplicable que el sexo mueva el mundo y su mensaje perturbador esté detrás de todo lo que hacemos. En el sexo está confirmada nuestra raíz en este planeta y su intrínseca condena de muerte. De ahí que por esa complejidad haya que someterlo al arbitrio religioso, porque compromete una voluntad de vida más allá de lo que podemos comprender.
Lo que sí es curioso es que las religiones que dignifican este hecho no sean las más populares, antes nos parece muy exótico ver tribus indígenas donde hombres y mujeres andan desnudos y enfatizando con ornamentos precisamente las partes que en ese caso concreto sí serían realmente nobles. En su defecto, hemos sido invadidos por las que ven en todo lo referente al sexo un motivo de vergüenza, algo que merece ser castigado y regulado incluso con violencia. Se esmeraron bastante en convertir la nuez de nuestra contradicción en una fábula forzada para poder justificar sus prohibiciones esgrimidas a favor de intereses completamente ajenos a nuestra naturaleza. Aunque ya no sé si también es parte de la esencia del hombre esa ambición por el poder del que tanto se han servido las iglesias para someter y matar gente a lo largo de su historia, lo cual a mi juicio es fuertemente obsceno.
¿Por qué les produce más estupor ver a dos personas haciendo el amor en público que a miles de hombres asesinándose en un campo de batalla?
Puede que haya algo sacrílego en esa combinación de orgasmo con la fatalidad de nuestra existencia; es como si aprovecháramos la oportunidad para sentirnos dioses por esas milésimas de segundo y luego tuviéramos que pagar con la muerte el precio de nuestro atrevimiento y cargando con el estigma de tener entre las piernas el árbol de la vida, vulnerado por los desprestigiados Adán y Eva, en el caso del rancio catolicismo.
Sin embargo, no me ocupo ahora de los esperpentos religiosos sino del origen de ese contrasentido que llevamos dentro incluso los que ingenuamente nos tomamos por “libres de pensamiento”.
A mí no me gustaría ver gente desnuda por la calle y haciendo el amor en cualquier parte. También me llega a molestar la avidez galopante que hay por mostrarse sexis a como dé lugar; fotos de modelos y cantantes haciendo caras y bocas de ” estoy caliente ” y en las redes sociales tener que leer constantemente chistes sobre sexo que entre otras cosas, ya se gastaron. En mi caso no se debe a un tema de mojigatería ni de puritanismo, tal vez sí a una especie de apego por la estética de lo sagrado.
La estridencia es un exceso y como tal, no es necesario. La razón de tener que hacer tanto ruido al rededor de lo sexual puede deberse a saber muy en el fondo que al ser el arma de seducción más poderosa por su origen trascendental, sea a su vez el recurso más seguro del que podemos echar mano para producir un efecto inmediato a cualquier nivel. Una confesión sexual, una foto que registre un hecho sexual, los amantes, nada de eso tiene pierde. Siempre atraerá nuestro interés y nunca dejará de fascinarnos o aterrarnos.
El sexo con todos sus relativos guarda el gran misterio de esta vida que es además el mayor de todos; mortífero, grandioso e inconcebible; es el padre del erotismo y por su estrecha relación con el arte en todas sus manifestaciones linda más con lo genuinamente santo que con lo inmoral. Pero una fuerza tan primaria lejos de necesitar censura pide a gritos ser asumida y por qué no, embellecida por ese equilibrio que está detrás de todo lo sublime y que se manifiesta en los momentos inefables y en las obras maestras del mundo. Aunque también es verdad que nuestra sustancia es descarnada y no siempre puede detenerse en elegancias.

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